Hacia una ética sexual más evangélica

1 mayo 2004

Eugenio Alburquerque
 
Eugenio Alburquerque es Director de Misión Joven.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
De manera concisa, presenta el horizonte teológico en el que se insiere la ética cristiana de la sexualidad y que, en cuanto tal, constituye también el fundamento de la acción pastoral. Básicamente, el autor se refiere a la creación, la alianza, el Reino y las actitudes de Jesús para fundamentar una ética del seguimiento y del amor. A partir de este enfoque se ofrecen, como consecuencias, algunas orientaciones precisas con la intención de presentar la ética de la sexualidad como Buena Noticia.
 
 
¿Es posible conciliar la propuesta de la ética cristiana con las normas de comportamiento que de manera progresiva se van imponiendo en nuestro tiempo? ¿Tiene algo que decir el evangelio de Jesús sobre la conducta sexual de los creyentes? ¿Cómo presentar un rostro positivo de la sexualidad para que sea Buena Noticia para nuestros contemporáneos? Son éstas, cuestiones que inquietan y preocupan a muchos agentes de pastoral, al constatar la distancia que media entre las orientaciones normativas de la doctrina oficial de la Iglesia sobre moral sexual y la praxis de tantos cristianos.
 
Es cierto la falta de enunciados explícitos de Jesús acerca de algunas prácticas sexuales que hoy se hallan cuestionadas. Lo es también, que los pocos textos que, en el Nuevo Testamento, se refieren a la sexualidad, tienen un carácter ocasional y están condicionados por el contexto concreto en que se plantean. No obstante, el evangelio nos transmite algunas actitudes de Jesús que pueden revestir gran importancia para una ética cristiana de la sexualidad; con ellas, hemos de confrontarnos siempre los creyentes. Tienen detrás un horizonte teológico que es necesario destacar, porque constituye la matriz generadora que dinamiza toda la ética cristiana, también la ética sexual.
 
En estas páginas pretendo, precisamente, relevar este horizonte teologal así como algunas de las actitudes expresadas en la vida y mensaje de Jesús. Desde esta perspectiva señalaré, como conclusión, algunas consecuencias éticas para la acción pastoral.
 

  1. Marco referencial evangélico

 
En realidad, el Nuevo Testamento no ofrece elementos esenciales originales respecto a la revelación veterotestamentaria. Lo que hay de nuevo es el modo como cuestiones hasta entonces dispersas se ponen en relación esclareciéndose y reforzándose mutuamente. El punto central es el acontecimiento de Cristo. Amor y sexualidad reciben una luz nueva de este misterio escondido durante muchos siglos y revelado al llegar la plenitud de los tiempos (Ef 3,9). Cristo Salvador, que anuncia la llegada del Reino, corona el proceso de la creación y culmina la alianza de Dios con los hombres.
 
1.1. Creados humanos
 
En el fondo de todo horizonte teologal está siempre el Dios Creador que deja su huella profunda en la creación. Y, en el principio, con los cielos y la tierra, con la luz, los mares, los árboles, los seres vivientes, Dios crea al hombre y la mujer. Los crea a su imagen, y los crea “humanos”. Todo lo que está unido a la condición sexuada –masculina o femenina- de la persona es bueno. Y todo cuanto contribuya a mejorar la vida humana, cuanto la enriquezca y conduzca a su plenitud, cumple el plan y el proyecto de Dios. Porque Dios crea para la plenitud, para el gozo, para la felicidad[1]. Por eso, desde la fe, resulta absurda una postura negativa ante el mundo, ante las cosas creadas, ante el hombre y la mujer, ante sus cuerpos, sus miembros, su sexo. Y solo una imagen pervertida de Dios puede llegar a percibirlo como enemigo del desarrollo, de la autorrealización, de las alegrías y placeres de la vida.
 
Desde la primeras páginas del texto bíblico, la sexualidad aparece como un don maravilloso que Dios confía a los seres humanos. Es buena para el varón y para la mujer; es un regalo espléndido. Si advertimos, además, que el Dios Creador es un Dios-Amor (1 Jn 4,8.16), podemos también deducir que no existen lugares más seguros para sentir su presencia, que aquellos que anuncian y expresan algún tipo de amor. Y esto, quizás, cobra mayor validez y autenticidad cuando nos referimos a ese tipo específico de amor que es el amor afectivo, erótico, sexual. Los profetas no dudaron en acudir a este símbolo para expresar las relaciones de Dios con su pueblo (Is 54, 4-8; 62,4-5; Jr 2,2; Ez 16,43-63; 23). El libro del Cantar de los cantares representa en la tradición cristiana una alegoría sublime para aprender a leer en el amor humano el amor de Dios, y para aprender en el amor de Dios el verdadero rostro del amor humano.
 
Por eso, la acción pastoral ha de superar esa paradójica relación que ha mostrado durante mucho tiempo la Iglesia con el amor sexual, concediéndole, por un lado, una enorme importancia y, por otro, gravándolo con una tremenda negatividad. La demonización de la sexualidad ha llevado incluso a pensar a un Dios hostil a su goce. La evangelización de la sexualidad ha de seguir caminos muy distintos. No son otros que los de la humanización; pueden hacer ver el verdadero fondo divino del que nace. Pero situar teológicamente la sexualidad en el ámbito de la creación, implica también la comprensión de la creación en la perspectiva de la historia de la salvación. La creación es el primer acto del proyecto salvador de Dios. Por eso, la sexualidad es originariamente un don para la salvación.
 
1.2. Bajo el signo de la alianza
 
El paradigma fundamental de la moral de la creación es la alianza. En la alianza y en el amor que la inspira se encuentra el sentido más profundo de la creación. Se trata de un pacto de amor que sella Yahvé con su pueblo Israel, y que en el texto bíblico se expresa bajo el símbolo de la unión entre hombre y mujer. Si la unión de Dios con el pueblo está marcada por el amor y la fidelidad, éstas son también las notas características de la unión entre el hombre y la mujer. Están llamados, pues, a sellar una alianza global de vida en la que la vivencia de sus relaciones sexuales se sitúe en el horizonte de la fidelidad permanente.
 
Esta es la referencia que debería inspirar la convivencia sexual de los cristianos. Y esto tiene importantes consecuencias de cara a cuestiones concretas de moral sexual[2]. Un planteamiento teologal a partir de la alianza significa la superación del planteamiento clásico enraizado en la ley natural. El distanciamiento de la referencia a la ley natural significaría, por ejemplo, un enfoque muy diferente en la moral cristiana de la homosexualidad (que dicho enfoque considera como “antinatura”) o de la distinción entre los métodos “naturales” y “artificiales” para la regulación de la natalidad.
 
Del mismo modo, el paradigma de la alianza conduce a superar los enfoques legalistas, juridicistas y rigoristas, tan presentes en los Manuales de moral sexual, para privilegiar la responsabilidad de la conciencia personal, situada ante el compromiso del amor y de la fidelidad creativa. Es decir, el simbolismo de la alianza no remite a la ley o al derecho; remite a una vinculación liberadora, a un diálogo recíproco, a un amor nupcial. Y, como ha subrayado Ricoeur comentando el Cantar de los cantares, “cuando lo nupcial es investido en lo erótico, la carne es alma y el alma es carne”[3].
 
1.3. Al servicio del Reino
 
Cristo culmina la alianza en el misterio pascual. Los cristianos estamos llamados a inserirnos en el dinamismo pascual de Cristo, tal como se presenta en el actual momento histórico. La vida cristiana está íntimamente vinculada al misterio pascual. La inserción en la pascua de Cristo es la fuente de toda la vida moral cristiana. De ella parte la opción por Cristo, expresada en el seguimiento, y las actitudes fundamentales (fe, esperanza, caridad). Seguir a Jesús, especialmente en cuanto a su amor desinteresado (Jn 13,34), su servicio a los demás (Mc 10,44-45), su generosidad en el perdón (Lc 17,3-4), constituye el verdadero camino moral de los discípulos. A ellos les anuncia el Reino. Y Jesús invita a poner todo el yo, también la sexualidad, al servicio del Reino.
 
El Reino es el absoluto; es central. Con él hay que relacionar claramente la sexualidad, como todos los demás aspectos importantes de la vida humana. El sexo no es central; como tampoco lo son las distintas formas de vida –matrimonio, soltería, celibato- o la profesión, el trabajo, la familia, el dinero, el poder, la ley, el éxito, etc. Ninguna de estas realidades es mala en sí misma o por sí misma. Se hacen malas, cuando las convertimos en fines últimos. Así, quien hace de la satisfacción sexual la meta suprema de su vida, pone la parte en el lugar del todo y pierde con ello la perspectiva de su valor real[4]. Para el discípulo de Jesús lo importante es siempre el Reino y sus exigencias, tanto en la vida matrimonial como celibataria. Y desde esta perspectiva, las relaciones interpersonales entre los hombres y las mujeres han de ser reflejo de la presencia histórica del reino de Dios. El mensaje de Jesús ni menosprecia ni absolutiza la sexualidad; ha de vivirse y ponerse al servicio del Reino.
 
La acción pastoral ha de ser capaz de plantear la ética de la sexualidad en conexión con el Reino, si realmente quiere presentar su identidad cristiana. Y, en este sentido, quizás el paradigma primero está en el mismo testimonio de Jesús. ¿Cómo vivió Jesús su propia sexualidad? ¿por qué la vivió así? ¿qué dijo sobre ello? Según E. Fuchs, Mt 19 constituye lo que podríamos denominar la tradición evangélica sobre la sexualidad. Jesús, de manera muy precisa, expresa en este texto la motivación fundamental de su vida célibe: el reino de Dios[5].
 

  1. Algunas actitudes de Jesús

 
El testimonio de Jesús se extiende también a las actitudes que manifiesta en su vida cotidiana, en la relación con amigos y enemigos, con los discípulos y con los fariseos, con las mujeres y los niños. De manera necesariamente breve y concisa subrayo algunas.
 
2.1. Ante la corporeidad
 
La persona es corporal, y el cuerpo es personal[6]. El cuerpo lleva al hombre a la comprensión de sí mismo y lo abre para el encuentro con los otros. Es una mediación imprescindible para el amor y la ternura. Por eso, no es posible una vivencia auténtica de la sexualidad humana sin una actitud adecuada ante el cuerpo y la corporeidad. Contra algunas interpretaciones torcidas del pasado, es necesario reafirmar la dignidad del cuerpo sexuado que proclaman los escritos bíblicos. Sin ninguna sombra de duda, enseña la Biblia que el ser humano es un ser sexuado y que la sexualidad es digna y buena, forma parte del plan original de Dios sobre la creación. Con la misma claridad, en el Nuevo Testamento, San Pablo atribuye al cuerpo un significado muy rico y positivo: refleja a la persona y su ser interior más hondo. Por eso dirige a la comunidad de Corinto la apremiante advertencia: “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Co 6,13), subrayando que merece un respeto sagrado en cuanto es “templo del Espíritu”.
 
En esta perspectiva hay que entender la actitud de Jesús ante la corporeidad. Se manifiesta, especialmente, en las curaciones que realiza. La restauración de la salud y de la integridad corporal son el signo de la llegada del reino de Dios. Pedagógicamente, el evangelio de Mateo las agrupa en los capítulos 8 y 9: curación del leproso, del criado del centurión, de la suegra de Pedro, de los endemoniados gadarenos, de un paralítico, de una hemorroísa, de dos ciegos, de un mudo, concluyendo con estas palabras: “Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (Mt 9, 35).
 
2.2. Ante las normas de pureza
 
Muchas eran, entre los judíos, las normas vigentes de pureza en los tiempos de Jesús. Ante ellas, Jesús rubrica, ante todo, el carácter interior de su mensaje moral. A la ética del obrar de los escribas y fariseos, opone la moral del ser; y enseña que no son las acciones externas las que hacen bueno al hombre, sino que el hombre bueno, precisamente porque es bueno, realiza acciones buenas: “El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas; el hombre malo, del tesoro malo, saca cosas malas” (Mt 12, 35); “no es lo que entra en la boca lo que hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca, eso es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,11); “¡ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que purificáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis llenos de rapiña e intemperancia” (Mt 23,35). Frente a una moral que valora la observancia exterior, Jesús invita a fijarse y cuidar la actitud interior.
 
Esta valorización de lo interior significa un desplazamiento del problema de la pureza, haciéndola pasar del cuerpo al corazón del hombre. De esta manera se desplaza también la valoración moral. Lo importante no está ya en la eyaculación o en el tocamiento de la mujer; está en la voluntad de dañar, en la falta de respeto y de amor[7].
 
2.3. Ante las mujeres
 
Todavía hoy sigue llamando la atención, la actitud igualitaria de Jesús ante las mujeres, muy alejada de los prejuicios de sus contemporáneos y, en general, de todo el mundo antiguo. Jesús no discrimina a la mujeres; se relaciona con ellas abiertamente. Así, por ejemplo, escucha la demanda de una mujer extranjera y cura a su hija (Mt 15,28), absuelve públicamente a la adúltera, según la ley merecedora de la lapidación (Jn 8,1-11), departe, junto al pozo de Siquem, con una mujer samaritana de dudosa reputación (Jn 4,6), llama al seguimiento también a un grupo de mujeres, que le acompañan, le sirven y le siguen hasta el momento decisivo del Calvario; y una mujer, María Magdalena, será el primer apóstol de la resurrección. Especialmente, el evangelio nos transmite la amistad profunda que mantiene con las hermanas de Lázaro de Betania. A pesar de no verse bien en el judaísmo que un hombre se encontrara a solas con una mujer, Jesús se hospeda frecuentemente en su casa y responde al amor que las dos hermanas le manifiestan.
 
Pero, quizás, el texto que más significativamente expresa la actitud de Jesús ante las mujeres, es el relato de la pecadora pública (Lc 7,36-50). Rezuma amor y ternura, y no está exento de erotismo. Que una mujer ungiera los pies a un hombre era un gesto insólito, propio sólo de la esposa para con su esposo. Según la narración lucana, la mujer se desata los cabellos, le besa los pies, y los unge con el perfume. Y Jesús no reprocha estos gestos. Se deja “tocar” (v. 39) y besar (v. 45); se deja amar. Jesús se siente amado y responde a ese amor, perdonando. El amor salva a la pecadora: tras su encuentro con el Maestro es ya una mujer nueva.
 
Algunos explican o, al menos, encuadran la postura igualitaria de Jesús respecto a las mujeres en relación con su lucha y preocupación por los indefensos y por los oprimidos[8]. Schnackenburg, estudiando la postura de Jesús ante la mujer, concluye que prestó una atención particularmente afectuosa a las mujeres en cuanto grupo postergado en el judaísmo. Y cita, en este sentido, la prohibición del divorcio y su compasión hacia las adúlteras, que casi siempre eran declaradas culpables[9]. Ciertamente, la actitud que Jesús adopta ante el divorcio es revolucionaria. La ley mosaica permitía al marido repudiar a la mujer, entregándole un libelo de repudio (Dt 24,1). Jesús, al prohibir el divorcio, lo que pretende es proteger a la mujer frente a una posible explotación; prohíbe tratarla como una propiedad de la que el varón podría deshacerse arbitrariamente. En el fondo, tal prohibición constituye una afirmación rotunda de la igualdad del varón y la mujer en la vida matrimonial.
 
En resumen, igualdad y compasión, ausencia de prejuicios y relación abierta, amistad, ternura y amor, son las actitudes que Jesús manifiesta ante las mujeres. No sólo sorprenden a sus contemporáneos; son también motivo de escándalo. Así se manifiesta, por ejemplo, en la reacción del fariseo que le invita a comer, ante la conducta de Jesús en relación a la pecadora pública (Lc 7,29), o incluso en la sorpresa de los discípulos en el encuentro del Maestro con la mujer samaritana (Jn 4,27).
 

  1. Orientaciones éticas para la acción pastoral

 
Creo que el horizonte teológico presentado constituye el marco más apropiado para el planteamiento de la ética sexual cristiana y para el fundamento de la acción pastoral. Aún descrito de manera muy breve y concisa, puede llevarnos a explicitar, como consecuencias, algunas orientaciones éticas y pastorales. La propuesta ética cristiana ha de ser proclamada y anunciada en la acción pastoral. Sentir la necesidad de este anuncio sigue siendo, quizás, la primera urgencia.
 
3.1. Horizonte de humanización
 
Desde la perspectiva de la creación, el primer reto abierto a la ética cristiana y a la acción pastoral entre los jóvenes es la presentación de la dignidad y bondad de la sexualidad. El discurso bíblico sobre la sexualidad manifiesta de modo claro y profundo el proyecto de Dios. Los primeros capítulos del libro del Génesis, llenos de extraordinario optimismo, expresan la bondad y belleza de las cosas creadas. Dios se complace en las obras de sus manos; creadas por Él, quedan consagradas desde su nacimiento. De manera especial se recrea en el hombre, creado “a imagen suya” (Gn 1,27). De esta visión optimista no puede excluirse la sexualidad. Creada y querida por Dios, por su mismo origen, es bella, buena y santa.
 
Sin embargo, junto a esta visión optimista, la Sagrada Escritura narra también experiencias sombrías, que expresan lo que el hombre puede hacer con el don recibido de Dios. Desde la libertad regalada por su Creador, el hombre puede apartarse de Dios y puede romper la comunión con sus hermanos. En estas experiencias dolorosas de ruptura y separación, la sexualidad humana ha quedado profundamente afectada. De manera que la verdad de la sexualidad aparece marcada por una radical ambivalencia: integra y desintegra. Puede ser factor admirable de realización, de comunión íntima, de placer gozoso y plenificante, y puede convertirse también en fuerza narcisista y explotadora; puede conducir al amor y al odio, a la vida y a la muerte. No es un realidad simple y rectilínea, sino compleja y conflictiva. Fácilmente se vuelve impermeable a la reflexión e inaccesible al control de la voluntad, porque, como intuyó Ricoeur, es un enigma. Participa de una red de poderes en difícil armonía; y permanece sumergida en nosotros porque “la sexualidad es la superficie visible de una Atlántida sumergida”[10].
 
Pero a pesar de la ambivalencia y el enigma que la rodea, el mensaje bíblico no olvida que en el comportamiento sexual del hombre –sombrío o luminoso- se refleja la relación de Dios con los hombres. Oseas, por ejemplo, invitado por Dios, toma como esposa a Gomer, una prostituta. Ella le abandona, uniéndose a otros amantes; Oseas, en cambio, vuelve a acogerla y perdonarla con un amor y un cariño impresionante. El amor y la fidelidad de Dios se cierne siempre sobre el desamor y la infidelidad del pueblo. Así es el Dios de la alianza, mostrando siempre que las sombras producidas por lo que el hombre puede hacer con el don recibido de Dios, no tienen la última palabra. La última palabra es suya: una palabra de amor y de fidelidad.
 
El anuncio cristiano sobre la sexualidad está, pues, cimentado en la certeza de su dignidad y de su bondad. Desde este reconocimiento, promueve, ante todo, la búsqueda de las exigencias de lo que implica ser hombre y ser mujer. Por eso, la sexualidad no se comprende simplemente desde una visión biológica o psicológica. Hay que llegar a una comprensión integralmente humana; a ordenar todas sus fuerzas (pulsión, deseo, amor, decisión); a armonizar sus múltiples frutos (placer, ternura, encuentro, comunicación, creatividad, fecundidad). La posibilidad de comprender y vivir toda esta riqueza inscrita en la sexualidad, supera el límite de las normas morales; se sitúa en el horizonte del ideal. Es el horizonte de la humanización que nos llega desde la comprensión de la encarnación. Y es precisamente aquí, donde ha de situarse la acción pastoral: en este horizonte personalista de integración y humanización. Desde esta perspectiva humanizadora habrá que anunciar el valor positivo de la sexualidad y el sentido de su crecimiento y desarrollo, los grandes criterios éticos, la densidad del encuentro sexual, la comunión fecunda, la fidelidad creadora.
 
3.2. Preocupación teologal, no normativa
 
Durante mucho tiempo el camino pastoral se ha preocupado por proponer normas especiales para el ámbito de la sexualidad. La consecuencia ha sido la proyección de un concepto de sexualidad que, más que contemplar sus posibilidades de vida, queda fijado en su peligrosidad[11]. Crece la convicción de que al ámbito de la sexualidad se le han de aplicar las mismas normas y valores que determinan toda la vida, comenzando por el respeto a la dignidad del ser humano y la negación de la violencia. Por otra parte, la preocupación pastoral no debe ser simplemente una preocupación moral, sino teologal. Es decir, lo importante no es tanto el juicio y la valoración de determinados comportamientos como el anuncio del proyecto de Dios sobre la sexualidad humana. Es necesario superar la tentación del moralismo, la actitud legalista, la obsesión por el acto concreto, para llegar a una orientación de la vida en el amor y la libertad, acogiendo el proyecto de la salvación de Dios, la fidelidad de su amor y el dinamismo de la conversión continua.
 
Todo esto puede encontrar su fundamento en el reconocimiento de la escasa presencia de las normas morales sobre la sexualidad en el Nuevo Testamento. Pero, al mismo tiempo, habría que reconocer también, en los evangelios, la propuesta de unos principios muy exigentes. Y la acción pastoral ha de ser capaz de asumir hoy esta radicalidad evangélica y de anunciar sus exigencias. No se trata de moralizar la vida, las relaciones, el comportamiento. Se trata de una verdadera mystagogia, de una experiencia espiritual que busca la realización humana y la orientación de la vida en el amor[12]. Esta vivencia evangélica de la sexualidad sitúa al cristiano ante la necesidad de superar un doble reto: la acomodación y el conformismo con el ambiente, y el moralismo rigorista. Durante mucho tiempo ha estado presente en la vida cristiana la tentación moralizadora: una propuesta ética objetiva, exigente y rigorista, obsesionada por la norma y la obligación exterior, pero sin más motivación que la culpa o el castigo. Hoy, aún estando todavía presente en algunos ambientes el moralismo sexual, la tentación está, más bien, en el conformismo. La cultura dominante tiende a trivializar la sexualidad, declarándola un territorio éticamente neutro, o valorando su moralidad desde una visión psico-sociológica. Así es frecuente pensar que, si se viven, son “normales” determinados comportamientos sexuales (masturbación, homosexualidad, cohabitación, etc.). La constatación sociológica deviene criterio ético, sin intentar comprender siquiera el significado de lo que representan dichos comportamientos. Se llega así a una comprensión no humana, sino trivial y superficial de la sexualidad. Y no puede ser sano un ambiente que banaliza el sexo. Porque la trivialización de lo sexual es trivialización de la persona misma.
 
El ideal evangélico, radical y liberador, no está de acuerdo con aquellos comportamientos sexuales que deshumanizan, manipulan o esclavizan, a pesar de que las encuestas sociológicas arrojen porcentajes muy elevados. El anuncio cristiano no puede ser acomodaticio ni ambiguo; no puede conformarse con un lenguaje de medias verdades. Desde una profunda actitud mística presenta la radicalidad de unas exigencias que radican, en definitiva, en la misma dignidad de la persona y en el valor humano de la sexualidad[13].
 
3.3. Primacía del amor
 
Los evangelios presentan a Jesús como un modelo ético. La vida cristiana consiste en seguirle, especialmente en su entrega y en su amor desinteresado. En el mandamiento del amor culmina su enseñanza moral: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). Para Jesús, el amor es el resumen de todos los preceptos y de él pende toda la ley: “el que ama al prójimo ha cumplido la ley” (Rm 13,8). Y, aunque directa y explícitamente el precepto del amor no encierra ninguna alusión sexual, la primacía que Jesús le otorga conlleva profundas implicaciones para la ética sexual (Lc 7,36-50). Es, sin duda, el principio inspirador y la referencia obligada de la actividad sexual, como lo es de toda relación humana. El mandamiento del amor extendido a todas las gentes de cualquier raza y condición, incluyendo los enemigos, manifestado en el servicio, se convierte en criterio de identidad del cristiano y de toda su conducta moral (Jn 13,34-35). Desde el amor al prójimo está llamado a vivir el discípulo de Cristo, testimoniando en todas las realidades y actividades humanas, el amor con el que es amado; un amor que procede de Dios.
 
Pero en el evangelio no hay solo una ética del amor, hay también una teología de la ternura, con besos, caricias, perfumes, intimidad, comida en común (cf. Mc 14,3-9; Lc 7,36-50; Lc 10,38-42; Jn 12,1-12). Y hay también personas sanadas por el brillo de una mirada y la seducción de una voz, personas que al escuchar el propio nombre pronunciado por el Rabí de Galilea sienten y acogen la gracia de la reconciliación. Todo el evangelio proclama que, en definitiva, no son las leyes civiles ni las normas canónicas las que salvan, sino el amor más tierno y preocupado que se cuida de los que ama, que abraza con cariño o se dedica humildemente a lavar los pies[14]. Todo el evangelio es un testimonio de cómo amar, cómo vivir la relación con los demás abriendo espacios de intimidad, de ternura, de compasión, cómo cuidar a los que amamos, cómo escuchar sus gemidos o secundar los deseos de su corazón, cómo nutrirnos de su cercanía y de su confianza, cómo caminar en el amor hacia el Amor.
 
3.4. Valor del cuerpo sexuado
 
El amor tiene que ser impregnado, ante todo, por la corporalidad humana. La moral cristiana tiene todavía abierta la tarea de reconocer el valor positivo del cuerpo sexuado y de su dignidad. Por una parte, esto conlleva la superación de todo dualismo, en la convicción de que el sujeto de todas las operaciones espirituales y corporales es la persona humana. El mismo ser que piensa, comprende, ama y desea es el que siente hambre, dolor o placer. El ser humano no tiene un cuerpo o, incluso, no tiene sexo. Es, más bien, un ser corpóreo y sexuado, espíritu encarnado que se manifiesta en todas sus expresiones somáticas. Mediante el gesto corporal se revela, entra en comunión con los demás, expresa su propia palabra. La expresión corporal deviene, pues, palabra y lenguaje. Es la ventana por donde la persona se asoma al exterior, el camino para el encuentro con el otro. Es, pues, epifanía del interior personal, símbolo capaz de hacer presente lo que de otra forma no sería posible. Y, como símbolo y metáfora del ser humano, alcanza su grandeza no por lo que es, sino por el mensaje que expresa
 
Pero, por otra parte, el desafío más fuerte que implica este reconocimiento está en el reconocimiento de que todo tipo de amor humano es corporal y de que en todo tipo de amor lo corporal es hermoso y bueno de por sí. Sucede que incluso muchos de los que denuncian la visión dualista del sexo, ven ordinariamente el valor sexual del cuerpo, no en sí mismo, sino en el hecho de que expresa otra cosa, un valor más profundo o más elevado. Es decir, para ellos, lo corporal es bueno no por sí mismo, sino porque expresa lo personal. De este modo no se acaba de entender por qué quienes se aman, desean y buscan la satisfacción corporal por sí misma y no simplemente por aquello que puede expresar y a lo que puede servir. Porque, en realidad, no se acaba de entender que el gesto corporal no solo expresa lo personal, sino que es en sí mismo peculiarmente personal, y que en sí mismo, Dios lo ve como bueno.
 
3.5. Camino hacia Dios
 
Es posible que para el hombre actual, sexualidad y Dios parezcan términos antagónicos o, al menos, sin ninguna relación. Sin embargo, desde una adecuada teología de la creación se puede mantener la tensión que caracteriza a toda la Sagrada Escritura: distinguir sin dejar de relacionar. Dios no es sexuado, pero está en el origen de la sexualidad humana. No es procreador, pero se encuentra en el origen de toda fecundidad humana. De manera que la realización de la sexualidad humana pasa por la concreción de los planes de Dios. No es posible, pues, contraponer realización sexual, desarrollo humano, crecimiento espiritual. Al contrario, están íntimamente imbricados e implicados. La madurez humana, afectiva, sexual, es en realidad la base que sustenta todo el proceso de crecimiento espiritual. De manera que la sexualidad se convierte en camino hacia Dios.
 
El rasgo divino que señala más directamente a la sexualidad como posible camino hacia Dios es el amor[15]. Dios, no sólo ama; es amor. Y los seres humanos entran en la dinámica de la salvación en la medida en que aman verdaderamente. El Dios del amor y de la vida, que se encuentra en el origen de todo amor y de toda vida, no puede ser nunca obstáculo o barrera para la unión y la comunión, para el cariño y la ternura, para el amor y la vida. El proyecto de Dios pasa por la sexualidad; y, consecuentemente, la sexualidad deviene camino hacia Dios.
 

Eugenio Alburquerque

estudios@misionjoven.org

[1] Cf. A. GESCHÉ, Dios para pensar I. El mal. El hombre, Sígueme, Salamanca 1995, 299-322; A. TORRES QUEIRUGA, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal terrae, Santander 1997, 71-108.
[2] Cf. X. ETXEBERRIA, “Propuestas cristianas de moral sexual”, Frontera 20(2001)421-448.
[3] P. RICOEUR, “La métaphore nuptiale dans le Cantique des Cantiques”, Esprit 5(1998)118.
[4] Cf. L. WILLIAM COUNTRYMAN, “Ética sexual del Nuevo Testamento y mundo actual”, en J. B. NELSON- S. P. LONGFELLOW, La sexualidad y lo sagrado, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996, 64-101.
[5] Cf. E. FUCHS, Deseo y ternura. Fuentes e historia de una ética cristiana de la sexualidad y del matrimonio, DDB, Bilbao 1995; J. VICO, Liberación sexual y ética cristiana, San Pablo, Madrid 1999, 170-191.
[6] Cf. J. R. FLECHA, “El cuerpo y la relación”, en El celibato por el reino: carisma y profecía, Publicaciones Claretianas, Madrid 2003, 89-106.
[7] Cf. R. AMMICHT QUINN, “Imágenes de Dios, imágenes del hombre, moral. El paradigma de la sexualidad”, Concilium 279 (1999) 71-78.
[8] Cf. A. KOSNIK (dir), La sexualidad humana. Nuevas perspectivas del pensamiento católico, Cristiandad, Madrid 1978, 38-39.
[9] Cf. R. SCHNACKENBURG, El mensaje moral del Nuevo Testamento I, Herder, Barcelona 1989, 171-175.
[10] P. RICOEUR, “Admiración, erotismo y enigma”, en La sexualidad y lo sagrado, 141.
[11] R. AMMICHT QUINN, a.c., 75.
[12] Cf. J. I. GONZALEZ FAUS, Sexo, verdades y discurso eclesiástico, Sal terrae, Santander 1994.
[13] Cf. E. ALBURQUERQUE, Moral de la vida y de la sexualidad, CCS, Madrid2 2002, 318-324.
[14] Cf. X. QUINZÁ, Pasión y radicalidad, San pablo, Madrid 2004, 38-40 y 183-195.
[15] Cf. A. MOSER, “Sexualidad”, en Mysterium liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación II, UCA, San Salvador 1993, 118-119.