Hacia una moral de la responsabilidad

1 octubre 2009

Eugenio Alburquerque es teólogo moralista. Ha publicado recientemente Las diez palabras del Sinaí en la Editorial CCS.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo defiende que toda ética es ética de la responsabilidad. La responsabilidad constituye una categoría básica de la teoría ética y un elemento clave de toda vida moral. Especialmente, desde la perspectiva cristiana, la responsabilidad está en el centro de una verdadera ética del seguimiento de Jesús. Es la expresión de una moral dialogal, centrada en la llamada (don y gracia) de Dios y en la respuesta del hombre. Subraya, además, tanto su dimensión personal en vistas a la realización y cumplimiento de la propia vocación, como su profunda dimensión solidaria.
 
Durante bastantes cursos he comenzado la primera clase de Teología Moral escribiendo en la pizarra estas tres palabras en lengua alemana:

WORT (Palabra)

ANTWORT (Respuesta)

VERANTWORTUNG (Responsabilidad)

Con ellas, llenando toda la pizarra y destacando en mayúsculas el núcleo WORT, intentaba explicar que la moral cristiana es moral dialogal, centrada en la Palabra (Wort), que exige la Respuesta (Antwort) del creyente, que expresa y manifiesta así, respondiendo a la Palabra, el sentido más hondo de la Responsabilidad (Verantwortung). Las tres palabras alemanas muestran de forma extraordinaria no sólo el corazón de la moral cristiana (la Palabra), sino el centro de toda ética. Así nos lo enseñaba, en los años del postconcilio, con mucha vehemencia y convicción, el profesor Bernard Häring a los alumnos que en aquellos tiempos llenábamos el aula magna del Alphonsianum de Roma. Y esta es la perspectiva en la que se sitúan especialmente sus grandes y renovadoras obras de Teología Moral: La ley de Cristo y Libertad y fidelidad en Cristo.
Siguiendo el enfoque y el pensamiento moral de Häring, intento en este artículo proyectar precisamente la moral cristiana como moral de responsabilidad, convencido como escribió el querido y admirado profesor, de que “una teología moral cristiana específica para esta nueva época debe ser una teología de responsabilidad”, y añadía: “marcada esencialmente por la libertad, la fidelidad y la creatividad”[1]. Pero, al mismo tiempo, me interesa también destacar que, en realidad, la responsabilidad constituye una categoría básica de toda ética y necesariamente adquiere un valor e importancia capital en la educación moral.
 

  1. Moral dialogal

 
El mayor defecto de muchos de los manuales de Teología Moral escritos en los últimos siglos, advertía Häring, consistió en presentar una moral que no manifestaba en absoluto ni un dinamismo dialogal, ni la estructura de la fe. El camino verdadero y propio para responder con todo el ser es el de la fe, esperanza y caridad. Una moral específicamente cristiana es y debe caracterizarse por la misma estructura dialogal[2].
De forma muy sintética, se puede decir que la visión dialogal presenta la moral cristiana como llamada de Dios y respuesta del hombre, subrayando así, tanto la gracia y la iniciativa de Dios en la vida cristiana, como la centralidad de la persona humana. Dios y el hombre constituyen los verdaderos polos de referencia de toda la actividad moral.
 
1.1. La palabra creadora de Dios
 
La Sagrada Escritura presenta la vida cristiana no como filosofía, sino como historia: historia de salvación, historia de Dios que vive y camina con su pueblo, que acampa con él haciéndose hombre entre los hombres. Lo importante es escuchar a Dios, oír su voz, su mensaje, y responderle.
La palabra de Dios es palabra creadora. Desde las primeras páginas del libro del Génesis está vivo y presente su impulso creador. Dios habla y todo se cumple “según su palabra”: “Dijo Dios: haya luz, y hubo luz… Dijo Dios: haya un firmamento en medio de las aguas, que las esté separando unas de otras. Y así fue… Dijo Dios: hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra. Y creó Dios el hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; macho y hembra los creó” (Gn 1,3-27).
Esta palabra creadora de Dios es llamada y compromiso a ser imagen suya, a dominar la tierra, a continuar su acción creadora. Estará siempre presente en medio de su pueblo. Se dirigirá a los patriarcas, a los guías y jefes del pueblo, a los profetas, a los reyes. Y, a través de ellos, será para el pueblo, llamada al arrepentimiento y a la conversión, a la liberación y a la alianza, a la fidelidad y a la salvación.
La palabra de Dios, voz y llamada, será así la primera exigencia moral del pueblo elegido. Escuchar su voz comporta necesariamente cumplir sus preceptos: “Calla y escucha Israel. Hoy te has convertido en el pueblo de Yahvéh, tu Dios. Escucharás la voz de Yahvéh tu Dios y pondrás en práctica los mandamientos y preceptos que yo te prescribo hoy” (Dt 27,9).
Esos mandamientos de Dios están siempre motivados por la memoria de sus gestas. La acción de Dios en el pueblo motiva la relación recíproca del pueblo para con Dios: “Pregunta, pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tierra: ¿Hubo jamás desde un extremo al otro del cielo palabra tan grande como ésta?… ¿Hay algún pueblo que haya oído como tú has oído la voz del Dios vivo hablando de en medio del fuego, y haya sobrevivido? ¿Algún Dios intentó jamás venir a buscarse una nación de en medio de otra nación por medio de pruebas, señales, prodigios y guerra, con mano fuerte y tenso brazo, por grandes terrores, como todo lo que Yahvéh vuestro Dios hizo con vosotros, a vuestros ojos en Egipto? A ti se te ha dado ver todo esto para que sepas que Yahvéh es el verdadero Dios y que no hay otro fuera de Él. Desde el cielo te ha hecho oír su voz para instruirte… Porque amó a tus padres y eligió a su descendencia después de ellos, te sacó de Egipto personalmente con su gran fuerza, desalojó ante ti a naciones más numerosas y fuertes que tú, te introdujo en su tierra y te la dio en herencia… Reconoce, pues, que Yahvéh es el único Dios… Guarda los preceptos y los mandamientos que yo te prescribo hoy para que seas feliz…” (Dt 4, 32-40).
Como puede apreciarse, el autor del libro del Deuteronomio recuerda la grandeza de la elección divina y las gestas realizadas por Dios a lo largo de la historia; y este recuerdo fundamenta precisamente el imperativo moral que expresa en los últimos versículos. Es decir, las exigencias morales provienen de las obras salvíficas que Dios ha realizado. Lo que el pueblo es y debe hacer se deriva de lo que Dios ha sido y es, de lo que Dios hizo y hace por su pueblo. Por eso, el obrar moral del pueblo responde a la iniciativa de Dios. La acción del pueblo es sólo una respuesta a su llamada; la moralidad está siempre motivada por la historia de la salvación.
La culminación de esta visión dialogal la encontramos en el Nuevo Testamento, que presenta a Cristo como la palabra definitiva del Padre, la Palabra encarnada. En él se nos han dicho todas las cosas: “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo” (Hebr 1,1-2).
Jesús es la palabra que el Padre nos dirige y envía; Palabra que llama a la comunión y al amor, a la filiación y a la confianza, a la conversión y a la fe, a la fidelidad y a la libertad, al seguimiento y al Reino. Es la Palabra que da vida y lleva a la plenitud de la vida.
Cristo, su palabra y llamada, su vida y misión, se convierten en el centro de la vida cristiana. Toda ella está impregnada por la persona y la obra de Cristo; y esto vale también para la moralidad. La aproximación cristiana más radical a la moralidad no pasa a través de unas determinadas normas o enseñanzas morales deducidas incluso de la Biblia. El centro de referencia es siempre Cristo Jesús, que llama y se entrega como don y como gracia. El hombre, buscador de Dios, llega a su conocimiento mediante la revelación del Hijo. Dios llama y, por Cristo, atrae a los hombres a sí. Por Cristo llegamos al conocimiento del Padre, a la comunión y a la filiación divina.
 
1.2. La respuesta del hombre
 
A la llamada de Dios en Cristo corresponde la respuesta del hombre; a la gracia e iniciativa divina sigue el compromiso humano. En este sentido se puede entender la vida moral como realización de la vocación cristiana, si la entendemos, como explica Bonhoeffer, como “el lugar donde se responde y se vive responsablemente la llamada de Cristo”[3].
En cuanto don y gracia, la llamada hace posible la respuesta del hombre. Se podría incluso decir que el hombre responde porque Cristo responde en él. Cristo es, en efecto, la Palabra-llamada del Padre y es también nuestra palabra-respuesta, la Palabra que el Padre nos dirige y que nosotros dirigimos al Padre.
Desde esta perspectiva, la llamada de Dios Padre confiere a nuestro obrar moral el valor de respuesta. Por tanto, nuestro ser adquiere el valor de palabra que se pone en diálogo filial con Dios. Esto significa que Dios Padre quiere que nuestro obrar sea obrar de persona, porque sólo entre personas es posible el diálogo. No queda, pues, suprimida la libertad del hombre ante el don y la gracia. En realidad, es la persona quien tiene el cometido de establecer el diálogo con el Padre; y es, en definitiva, la persona quien entra en relación con Dios. Al hombre le corresponde la tarea y la responsabilidad de responder a Dios.
Por ser la vocación, don y tarea, llamada y respuesta, la responsabilidad es una respuesta del hombre integral a la totalidad de la realidad. La vocación cristiana significa la llamada de Jesucristo para que le pertenezcamos totalmente; la respuesta mira a la adhesión total de la persona a la persona de Cristo. Lo verdaderamente decisivo en la vida cristiana es si respondemos en toda nuestra vida, en todas nuestras actitudes, decisiones y acciones de una manera que nos convierta en testigos de la gracia y del amor de Dios. Es decir, nuestra respuesta es siempre expresión de nuestra fe, confrontada con los hermanos y con la realidad concreta. Por ello, lo primario y fundamental en la vida cristiana no es la ley sino la fe; y la moral tiene sentido dentro del ámbito de vida que nace de la fe. De manera que esta visión dialogal es también profundamente teologal. La vida y la moral cristiana se definen en todo momento como fe, esperanza y amor. Siguiendo a Jesús y por la gracia del Espíritu Santo, el creyente vive su existencia delante de Dios, en la órbita de Dios, escuchando su llamada a la conversión y a la vida nueva.
La vida cristiana comienza cuando el hombre se abre a Dios y escucha la llamada: “creed la buena noticia”. Tal como la presenta Jesús, la fe es fruto de la aceptación del don de Dios y es también la respuesta humana a la acción divina. Es la plena orientación hacia Dios, la relación viva con Dios. Es la adhesión de toda la persona a Dios. Supone en el cristiano una actitud global, un nuevo horizonte de comprensión que da valor y sentido a las normas particulares del comportamiento.
 
1.3. La responsabilidad como respuesta
 
El hombre que responde, se responsabiliza. La respuesta es, sin duda, el elemento clave de la responsabilidad, porque la responsabilidad significa fundamentalmente la capacidad de responder. Según Häring, vista de una manera específicamente cristiana, la responsabilidad es la capacidad para convertir nuestras aspiraciones morales, nuestras decisiones y toda nuestra vida consciente en respuesta a Dios e integrarla de esta forma dentro de la obediencia a la fe[4]. Se trata de un escuchar absorto, de oír con todo nuestro ser, para poder responder totalmente.
En la medida en que respondemos con todo nuestro ser llegamos a conocer nuestro verdadero yo y llegamos a poseerlo. En la medida en que acogemos, en la fe, el don y la gracia de Cristo, nos capacitamos para responder de manera radical y global a Dios. Y en la medida en que nos capacitamos para responder en gratitud y confianza a Dios, tomamos mayor conciencia de que nuestra respuesta es auténtica si somos también responsables de las necesidades de nuestros semejantes. Es decir, en el seguimiento de Jesús nunca podemos limitar nuestra atención a cómo nuestra respuesta afecta a nuestra propia vida; es necesario ponderar cómo afecta también a quienes nos rodean. La responsabilidad moral implica, pues, una respuesta global: a Dios, a uno mismo, a los demás, al mundo, al presente y al futuro.
Esta concepción moral de la responsabilidad como respuesta expresa esencialmente una relación de hombre a hombre. El concepto de relación constituye el núcleo del pensamiento de Martín Buber, quien subraya la convicción de que para ser auténticamente personas hemos de estar en diálogo con los demás. Buber se refiere en sus obras al “hombre amoroso” en el sentido del hombre responsable, es decir, que es capaz de responder en el encuentro y en el diálogo con los demás. A lo largo de toda su vida insistió en que ser responsable significa responder, oír la llamada o la exigencia de los demás, porque la moralidad, como el sábado, está hecha para el hombre y no el hombre para la moralidad. Es decir, la verdadera responsabilidad es siempre una respuesta a la llamada de los demás. Según la expresión de Buber, la responsabilidad es la respuesta que damos a un yo o a un , mientras que la moral legalista es una moral amarrada al ello[5]. La verdadera moralidad adviene cuando el sujeto toma conciencia de su ser persona y acepta el carácter dialógico de su existencia humana concreta, su libertad y su responsabilidad ante Dios, ante sí mismo y ante los otros.
En el fondo, esta visión moral es la expresión del más auténtico humanismo cristiano. Dios nos ha pensado no como meros receptores pasivos de su amor, sino como seres responsables, intérpretes del propio camino, capaces de responder a cada una de sus propuestas. Nunca comprenderemos, dice Cencini, cuánto amor hay en la elección de Dios, al habernos pensado así como seresresponsoriales, hechos para responder[6]. Nada como el amor recibido hace responsables. Realmente, la responsabilidad es fruto del amor. El que ama, responde.
Por esto, el creyente responsable ante Dios es el que, ante todo, acepta el amor, entra en el dinamismo del intercambio amoroso, le habla y, sobre todo, le escucha, le mira -como Moisés- cara a cara y goza de esta presencia. El creyente responsable acepta la confrontación, el cara a cara, y responde aún cuando la propuesta divina supera las expectativas humanas y el diálogo genera conflicto, desgarro y tensión. Quizá, para ello, necesita el esfuerzo y el aprendizaje ineludible de situar juntas estas dos realidades: pensar amando y amar pensando, como si fueran una única realidad. Porque la responsabilidad cristiana nace en la relación con Dios y crece y se desarrolla en la medida en que lo hace la misma relación.
El discípulo responsable capta la grandeza de todo esto, del amor y de la gracia; sabe y experimenta que no se puede pensar a sí mismo y no puede vivir si no es dando gracias. En él, la responsabilidad alcanza el nivel más alto de la experiencia. Penetra en el corazón de la vida y vive intensamente, agradecido y responsable del amor recibido, consciente de que ahora le corresponde a él anunciarlo y transmitirlo.

La moralidad como responsabilidad

Hasta aquí hemos concentrado la reflexión en explicar el carácter dialogal de la moral cristiana, desarrollando el trinomio que la vertebra: llamada-respuesta-responsabilidad (Wort-Antwort-Veranwortung); y hemos resaltado que la responsabilidad está en el centro de una verdadera ética del seguimiento de Jesús, perfilando su propio significado cristiano y su alcance. La presentación de la moral cristiana resultaría más positiva y satisfactoria si, en la acción pastoral, se partiera de este enfoque dialógico y se precisara el verdadero sentido y alcance de la responsabilidad.
Pero creo que es importante poner de relieve que, en realidad, la responsabilidad constituye una de las categorías básicas de la teoría ética y uno de los elementos constitutivos de toda vida moral. El concilio Vaticano II no duda en afirmar: “Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido, principalmente, por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia” (GS 55).
Expresamente se refiere el Concilio a un “humanismo de responsabilidad”, es decir a una concepción del hombre y de lo humano en clave de responsabilidad, libertad y autonomía, porque sólo es responsable quien es libre. Ciertamente en el pensamiento actual se tiende a definir al hombre por la libertad y la responsabilidad; y, con frecuencia, la responsabilidad constituye el principio sobre el que se construye el edificio entero de la ética[7]. Aunque la palabra responsabilidad ha entrado tardíamente en el vocabulario de las lenguas modernas, existe ya una verdadera historia de la ética de la responsabilidad. El concepto es ya filosóficamente importante en las filosofías de los siglos XVIII y XIX. Baste pensar en Kant, Fichte, Hegel, Marx, Kierkegaard. Pero es, sobre todo, en el siglo XX cuando la reflexión resulta más frecuente y sistemática, siendo un tema importante en la reflexión del marxismo, de la fenomenología, del existencialismo y del personalismo. Nos fijaremos simplemente en algunas de las figuras más representativas para subrayar, a partir de su pensamiento, algunos aspectos clave en el contexto educativo y pastoral.
 
1.4. La responsabilidad en el centro de la propuesta moral
 
A comienzos del siglo XX, Max Weber contrapuso a una ética de la intención o de los principios (Gesinnungsethik), que ordinariamente se ha designado como “ética de la convicción” una “ética de la responsabilidad” (Verantwoertungsethik)[8]. Pero, en realidad, no se trataba de una verdadera contraposición, porque según Weber: “No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, o la ética de la responsabilidad, a la falta de convicción”. Lo que Weber señalaba era, sobre todo, las grandes diferencias que caracterizaban estos modelos éticos. Según el sociólogo alemán, la llamada ética de la convicción sería una simple ética de intenciones, inclinada a interesarse por una motivación puramente interna de la acción, sin preocuparse por las posibles consecuencias de la decisión, o por la situación concreta con sus exigencias y repercusiones. En cambio, la ética de la responsabilidad se pregunta de forma realista por las posibles consecuencias de la acción y asume la propia responsabilidad. Para Weber, ésta debe ser la ética del político, porque para justificar sus acciones, no puede atenerse sólo a sus convicciones, principios o ideología, sino que tiene que velar por un mundo justo, tomando en cuenta las consecuencias sociales, económicas, éticas, de sus decisiones.
Más recientemente, a finales de los años setenta, de forma también más explícita y más amplia, el filósofo alemán-americano Hans Jonas sitúa la responsabilidad como el principio formal en torno al cual plantea y organiza la propuesta moral concreta[9]. Según Jonas, la técnica moderna se ha convertido en una tremenda amenaza, situando al hombre ante el mayor reto que jamás se le haya presentado por su propia acción. Está en juego no sólo la suerte del hombre, sino también el concepto que de él poseemos; no sólo su supervivencia física, sino también la integridad de su esencia. Todo ello reclama colocar la responsabilidad en el centro de la ética.
Desde el principio responsabilidad, al imperativo categórico kantiano: “obra de tal modo que puedas querer también que tu máxima se convierta en ley universal”, Jonas opone un imperativo ético más adecuado al nuevo tipo de acciones humanas: “obra de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”, que expresado en forma negativa, sería: “obra de tal modo que los efectos de tu acción no sean destructivos para la futura posibilidad de esa vida”, o simplemente: “no pongas en peligro las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”[10]. Si el imperativo categórico de Kant se dirigía al individuo y su criterio era instantáneo, el nuevo imperativo de Jonas apela a otro tipo de concordancia: no a la del acto consigo mismo, sino a la de sus efectos últimos con la continuidad de la actividad humana en el futuro. Remite, pues, a un futuro real previsible como dimensión abierta de nuestra responsabilidad.
El mensaje fundamental de este planteamiento ético, en los comienzos del tercer milenio, lo podríamos concretar así: responsabilidad de la comunidad mundial con respecto a su propio futuro; responsabilidad para con el ámbito común y el medio ambiente, pero también con el mundo futuro. Este mensaje propone como cuestión cardinal de la ética: ¿bajo que condiciones fundamentales podemos sobrevivir con una vida humana en una tierra habitable, programando humanamente nuestra vida individual y social?[11]. No se puede pasar por alto que se trata no sólo de supervivencia física, sino también de supervivencia verdaderamente humana.
Finalmente, quiero destacar la reflexión de Hanna Arendt, porque se refiere a la responsabilidad en la perspectiva concreta de la educación[12]. Frente a la crisis educativa actual y a una praxis deficiente de la educación, Arendt considera que educar debe consistir en “asumir la responsabilidad del mundo”, entendiendo este juicio como el empeño concreto de padres y maestros de cargar con la doble responsabilidad de asegurar la vida y desarrollo del niño y la continuidad del mundo. El niño reclama protección frente al mundo; y éste, a su vez, necesita ser protegido de las acciones destructivas de las nuevas generaciones.
Según Arendt, hoy asistimos a un descrédito de la educación y de la autoridad, que ha sido abolida por los mismos adultos; y esto sólo puede significar una cosa: “que los adultos rehúsan asumir la responsabilidad del mundo en el cual han colocado a los niños”. Esta falta de responsabilidad significa dejar de asumir el papel correspondiente, resistirse a madurar, a transmitir y enseñar los contenidos de la propia experiencia.
 
1.5. Responsabilidad solidaria
 
A pesar de la brevedad y concisión con la que hemos presentado la reflexión de estos tres autores, es posible señalar algunos elementos que muestran no sólo el significado de la responsabilidad, sino también algunos de los aspectos que actualmente merece la pena destacar si nos situamos en una perspectiva educativa.
Ante todo, la responsabilidad tiene que ver con la autonomía y libertad del individuo, con su capacidad de elegir y decidir, con la exigencia de responder de sus acciones y decisiones; y tiene que ver también con su capacidad de comprometerse consigo mismo y con los otros. Ningún ser humano adulto puede esquivar la obligación que tiene de responder de algo frente a alguien. Tiene que responder de su trabajo y profesión, de sus bienes y propiedades, de su familia y de su propia vocación.
La responsabilidad, además, implica tanto una dimensión interpersonal, que la define y constituye, como una dimensión social más amplia que se expresa en consecuencias e implicaciones económicas, políticas, sociales. En un mundo globalizado en el que crece una conciencia planetaria, la responsabilidad de todo ser humano es interpelada por la situación de pobreza de millones de seres humanos, de explotación, de inhumanidad, de violencia, de degradación ecológica. De forma muy concreta, responsabilidad significa respuesta a las necesidades de alimentación, sanidad, trabajo, vivienda, educación, dignidad.
En una época marcada fuertemente por el individualismo es especialmente importante reafirmar este sentido social de la responsabilidad[13]. Ser responsables alcanza una verdadera dimensión universal y global inexcusable, que va más allá de las relaciones interpersonales de reconocimiento, respeto y amor. Nunca se afirmará suficientemente la importancia de la responsabilidad personal que determina la búsqueda, realización y perfeccionamiento personales, porque la persona ha de tomar en sus manos el sentido de su crecimiento y perfección; le corresponde responsabilizarse del desarrollo de su vocación, de todo su proceso de realización y humanización.
Pero no se podrá olvidar tampoco, como escribió G. H. Mead, que “somos lo que somos a partir de nuestra relación con otros”. Hoy la responsabilidad personal no puede desconectarse de la responsabilidad frente al mundo, porque no existe un auténtico proceso de desarrollo humano y de humanización sin un desarrollo solidario de la humanidad (Cf. PP 43).
La responsabilidad humana no tiene simplemente una dimensión individual. No se trata simplemente de construir el edificio de la propia personalidad; “se trata de construir un mundo donde todo hombre sin excepción de raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de parte de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada, un mundo donde la libertad no sea una palabra vana y donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico” (PP 47).
 
1.6. Interpelación y compromiso

La exigencia de responsabilidades supone compromisos e identidades claras; y el problema de nuestro tiempo es precisamente, como advierte Victoria Camps, que las identidades se encuentran escasamente definidas. Teóricamente no es difícil precisar en qué consiste ser un buen médico o un buen arquitecto. Existen unos resultados verificables a través de los cuales se puede calibrar la bondad, solvencia y competencia de la persona en cuestión. Sin embargo, cuando las identidades y los compromisos son débiles, “tienden a mantenerse sólo las obligaciones formales que son, a su vez, las más generalizables y las más fáciles de precisar” [14]. Así por ejemplo, un buen profesor es el que no falta a clase, es puntual; es un buen político, el que mantiene satisfechos a sus electores; un buen hijo, el que no decepciona a sus padres y no les causa problemas. Es decir, si, como indicábamos antes, la responsabilidad requiere interpelación y compromiso, es posible que la escasa responsabilidad moral que actualmente observamos dependa precisamente de la pobreza de las interpelaciones, del hecho que se exija únicamente cumplir con unas obligaciones formales. Para crear afectos, decía Benavente, es necesario crear antes intereses. Quizá, del mismo modo, para hacer surgir la responsabilidad es necesario antes suscitar la interpelación, la llamada.
La ambigüedad, la imprecisión, la pasividad, el relativismo de los valores y normas morales no es el mejor caldo de cultivo de la responsabilidad; la reducen, más bien, a las únicas obligaciones que pueden definirse y medirse con exactitud o pagarse con un sueldo. La ausencia de relación imposibilita la respuesta; si la interpelación es imprecisa, más lo será el compromiso. ¿Quién es el responsable de un accidente aéreo, del hambre, de la drogadicción, del fracaso escolar? ¿Por qué la pasividad y desinterés por las cuestiones sociales colectivas? ¿Por qué no nos sentimos implicados y concernidos en los problemas del barrio, de la ciudad, de nuestro propio país? ¿Por qué pasan inadvertidas y desapercibidas las cuestiones generales que a todos atañen y para todos tienen consecuencias?
Camps habla de “responsabilidad sin sujeto”[15]. Hay en ello, sin duda, cierta contradicción, pues si responsabilidad significa respuesta, debe haber un alguien que responda. Pero se refiere concretamente a la cuestión de las identidades débiles, que, al parecer, están haciendo desaparecer el sujeto de la responsabilidad social. Max Weber, para reflejar esta situación, habló reiteradamente de anomía; Harvey Cox, de apatía[16]. Se referían directamente a la indiferencia, despreocupación, irresponsabilidad, ausencia de respuesta.
Para Aristóteles, las obligaciones morales del individuo eran las del ciudadano; uno y otro, según el filósofo griego, son el mismo ser, porque el hombre es esencialmente un ser social. Desde el carácter relacional y social de la persona, la verdadera responsabilidad, como hemos subrayado en la primera parte, es una respuesta; y es, especialmente, una respuesta a la llamada de los demás, a la del que tiene hambre, es forastero, está desnudo, enfermo o en la cárcel.
 
Conclusión
 
Para un cristiano adulto en la fe, la ética es siempre ética de la responsabilidad. La acción pastoral, educativa, catequística esta llamada a propiciar el paso de una moral de la ley y de la norma, de la obediencia y sumisión, del cumplimiento pasivo, a una ética de la responsabilidad creadora. Pero esto, como advertía Häring, sólo es posible realizarlo desde un profundo agradecimiento al don y a la tarea de la libertad[17]. La ética de la responsabilidad es una moral de la libertad y del amor, de la fidelidad y de la creatividad, de la escucha y del compromiso. Es una ética que pone en el centro la conciencia, “sagrario del hombre” (GS 16), donde éste se siente a solas con Dios, escucha su voz y responde a su palabra.
Ante Dios y ante la propia conciencia hemos de aprender a situarnos y a situar a cuantos buscan una vida responsable. La formación de la propia conciencia resulta así un requisito imprescindible en la ética de la responsabilidad. La conciencia se construye. Tiene necesidad de una maduración continua a lo largo de toda la vida. Como la persona, es una realidad dinámica que crece y se perfecciona. En ello está implicada, ante todo, la misma persona, porque atañe al propio individuo la responsabilidad del crecimiento y formación. Pero esta responsabilidad alcanza también a otras diversas instancias: la familia, la escuela, la comunidad cristiana.
La acción pastoral con los jóvenes tiene que empeñarse en estos momentos en presentar, ofrecer y motivar senderos éticos; y estos senderos no son otros que el camino de la verdadera humanización, que ayude a los jóvenes a “convertirse en personas”, y el camino de la responsabilidad solidaria, que orienta el compromiso en la construcción de una sociedad más justa.
 

EUGENIO ALBURQUERQUE FRUTOS

 
[1] B. HÄRING, Libertad y fidelidad en Cristo I. Los fundamentos, Herder, Barcelona 1981, 20.
[2] B. HÄRING, o. c., 77.
[3] D. BONHOEFFER, Ética, Trotta, Madrid 2000, 229.
[4] Cf. B. HÄRING, o. c., 80-82.
[5] Cf. M. BUBER, Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993.
[6] Cf. A. CENCINI, La verdad de la vida, San Pablo, Madrid 2008, 447-455.
[7] Cf. M. VIDAL, Orientaciones éticas para tiempos inciertos, Desclée de Brouwer, Bilbao 2007, 134-138.
[8] M. WEBER, El político y el científico, Alianza Editorial, Madrid 199817, 164-180.
[9] Cf. H. JONAS, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona 1995.
[10] H. JONAS, o. c., 40.
[11] Cf. H. KÜNG, Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1990, 48-51.
[12] Cf. H. ARENDT, “La crisis en la educación”, en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre reflexión política, Península, Barcelona 2003.
[13] Cf. E. ALBURQUERQUE, “Humanización y responsabilidad solidaria: los senderos éticos de la Pastoral Juvenil”, Misión Joven 219 (1995) 25-32.
[14] V. CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid 1990, 69.
[15] Cf. V. CAMPS, o. c., 75-80.
[16] H. COX, God’s Revolution and Man’s Responsability, Press, Judson 1965, 39 ss.
[17] Cf. B. HÄRING, Proyecto de una vida lograda, PPC, Madrid 1996, 14-18.