El patio estaba lleno de chavales y de vida como cualquier patio salesiano. Charlando, paseando, jugando, entrenando, riendo o simplemente disfrutando de pequeños pero intensos trozos de vida.
Y en un campo de fútbol-sala unos chicos de once años que debían estudiar sexto de Primaria, jugaban una “pachanga” de fútbol. En un momento sorpresivo del partido informal un equipo mete gol y uno de ellos tras recoger el balón en la portería del equipo contrario y corriendo al medio del campo con el balón debajo del brazo grita: ¡Tenéis que dejar tiempo para festejar el gol! Y con el balón parado en medio campo el equipo goleador, en grupo, unido, agarrado por los hombros, a coro, gritaba, saltaba, sonreía, se animaba, recargaba pilas, y vivía y revivía el gol marcado. Y los que pasábamos por allí nos dejábamos contagiar por su celebración sincera y nada competitiva ni despectiva hacia los contrarios. Un sacramento de la vida, que diría Leonardo.
En este mundo deslizante como una pista de hielo, líquido como el océano Atlántico, instantáneo como el Nescafé, fragmentario como el puzzle de 5.000 piezas, neoliberal como un todo a 1€… necesitamos pararnos, celebrar y saborear nuestros grandes y pequeños trozos de vida vividos y revividos. Necesitamos para vivir auténtica, intensa, personal, profundamente, también momentos para celebrar, no simplemente para consumir fiesta.
Porque no puedo ver una película llegando corriendo al cine y ya iniciada. Porque no puedo comunicarme contigo con 40 whatsapps abiertos a la vez. Porque no puedo sentarme delante de ti con una mente en varios continentes. Porque no puedo saborear ese helado de fresa con la boca llena de chocolate. Porque no puedo contemplar con tantos estímulos deslumbrantes. Porque no puedo sorprenderme porque solo miro y oigo, ni veo ni escucho…
De ahí que apostemos en nuestras dinámicas (¿o vidas?) juveniles y no tan juveniles, por la interioridad “habitada” (para que todos entiendan lo que entiendo yo sin necesidad de apellidos). Tenemos que desaprender para aprender, desacelerar para intensificar, dejar de tragar para masticar, no consumir consumiéndonos para vivir viviendo.
De ahí que las comunidades cristianas rodeen la gran fiesta de la Pascua de 90 (40 + 50) días (¡tres meses!). ¡Hay que celebrarla! ¡Tenemos que saborearla! ¡Qué no se nos escape el auténtico significado de nuestra gran FIESTA!
¡Hay tiempo! ¡Tenemos tiempo! ¡Hay muchos trozos de vida para compartir y festejar con uno mismo, con los otros y las otras, con el mundo y con el Otro!
Xulio César Iglesias Blanco