Aunque habláramos cuatro idiomas (con un nivel más que aceptable)
y tuviéramos varias licenciaturas (sin contar los masters),
y aunque gozáramos del don de hablar perfectamente
la jerga de nuestros jóvenes
y conociéramos todos y cada uno de los entresijos de nuestra profesión…,
si no queremos a nuestros chicos nada somos.
Este amor del que os hablo,
es paciente (no está mirando continuamente el reloj)
y desprendido (no se acaba el mundo porque la nómina llegue
con dos días de retraso).
Es terco (abandonar nunca es una opción
para cuando se está verdaderamente comprometido)
y es agotador (a veces hay que buscarlo como la perla preciosa
dentro del muladar).
No es resultadista (en ocasiones la cosecha nada tiene que ver
con la siembra y, a veces, tarda años y años)
ni es vanidoso (no suelen hacer estatuas ni nombrar hijos predilectos).
Tampoco es retórico (las palabras más hermosas son las que surgen
dentro de una mente clara y un corazón sencillo)
ni posesivo (cuanto mayor es el poder, tanto más peligroso es el abuso).
No arroja jamás la toalla cuando las cosas se ponen feas
(no me atienden, no avanzan, se burlan de mí, me toman el pelo…)
ni lleva cuentas de “los malos,”
al contrario, trabaja y se alegra cuando consigue que uno de los últimos
(los peores, los que incordian, los que suelen aparecer “en rojo”)
avancen un pequeño paso (o tan sólo un centímetro).
Este amor del que os hablo no pasará jamás.
La fe ciega en nuestros jóvenes.
La esperanza en “sus sueños”.
El amor desinteresado y altruista…
La más excelente: el Amor.
Un amor que se traduce ineludiblemente en nombres y apellidos
que Dios nos ha confiado y de los que un día nos pedirá cuentas.
José María Escudero