Homo consumens

1 diciembre 2005

Carlos Díaz
 
Carlos Diaz es profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
De manera viva y sugerente, el artículo proyecta diversas manifestaciones del homo consumens en relación, especialmente, al ocio y al deseo, a la felicidad y al placer, a los medios de comunicación social, señalando las numerosas estrategias publicitarias de fomentar el consumo. Destaca las consecuencias despersonalizadoras y degradantes de la fiebre consumista y hace una llamada a reaccionar social y educativamente.
  

  1. Ocio y plasticidad del deseo

 
El ocioso, el perezoso, falto de realidad e ignorando que el hoy es el discípulo del ayer, sólo sabe decir «mañana, después, más tarde» y llega con retraso, es impuntual, daña a terceros, obliga a mentir para justificar, quiere recolectar lo que no sembró. Muchas veces es la pereza la que crea la dificultad, y a su vez la dificultad produce pereza, un círculo vicioso difícil de romper. No hay cosa, por fácil que sea, que no la haga difícil la mala gana; aunque haya una lombriz para cada pájaro, es necesario llevarla al nido.
«¿Ocio? ¡Ah, miremos la guía del ocio!». Si ciertos trabajos embrutecen, ¿cómo iba a divertirse humanamente quien no trabaja humanamente? Entonces el ocio se convierte en un peligro, el fútbol en violencia, la tarde libre en borrachera. El estupefacto vive entre el trabajo desbordado y la diversión estupefaciente, por eso aplaude a rabiar; cuanto más aplauda menos pensará, llevado por una adhesión superficial. Una degradación de la capacidad lúdica apunta hacia un ocio sin inventiva, enlatado,eufodepresivo en cuatro fases:
–          Expectativa: grandes preparativos, encargo en las agencias de viajes, búsqueda de folletos, renovación del vestuario.
–          Realización: aglomeraciones en la playa, mil incomodidades de un gregarismo abarrotado, ruidoso, dominguero.
–          Cuando cae la tarde y nos preguntamos qué hemos hecho tenemos que añadir una arruga más a nuestra piel, un billete menos a nuestro bolsillo.
–          Mas ¿cómo salir de ahí? Yéndonos a la cama. Encuentro con la almohada.
Ocio y deseo sin límites van juntos: «¿qué hay de malo en pasarlo bien?», «si yo trabajo ¿por qué no puedo gastar mi tiempo y mi dinero como quiero?». «No renuncies a nada», bombardea la publicidad con gran dominio de ese proceso de retroalimentación que se da entre las pasiones y la abdicación de la voluntad. El deseo indeseable toma siempre su violencia por un signo de eternidad.
Ahora bien, cuanto más se gira en torno a su supuesta plasticidad, tanto más difusa, angustiosa y permanente deviene la propia identidad, y tanto mayor la crisis de sentido. Cuanto más posees, menos te posees a ti mismo. Muchas veces pasar de la pobreza a la opulencia es sólo cambiar de miseria. El «tener» ahoga al «ser», embota la sensibilidad, genera soledad neurótica y miedo a la pérdida de la posesión, propicia actitudes depredadoras, competitividad desaforada y salvaje, sumisión fetichista a los poderosos y envidias feroces, frustra a quien no posee pero también a quien posee y quiere poseer más, enclaustra en los privilegios y en las privacidades, aísla, insolidariza, cercena utopías, impide las preguntas o las reduce a un muñón de oro, confunde la voluntad con el deseo, el querer con las querencias. Todo lo cual despersonaliza, reduce toda relación a relación mercantil, anula la relación yo-tú así como la economía del don y de la gratuidad, produce electroencefalograma espiritual plano y lleva a los padres a decir al hijo: «nos hemos sacrificado para que tengas todo, y ahora tú nos pagas así». Para que tengas. Tú nos pagas. Nosotros te compramos. Eso es todo.
Por contagio, hasta los creyentes contemplan a Dios como una especie de banquero que anduviera contabilizando los méritos contraídos. El tener ciega, produce hipoacusia axiológica incluso a los creyentes que pretenden contabilizar el culto a Dios y al dinero. Y entonces… reímos menos, dirigimos más rápidamente a los demás, nos irritamos mucho más fácilmente, trasnochamos en exceso, nos fatigamos en demasía, raramente nos paramos a leer un libro, gastamos un tiempo desmesurado ante el televisor, y raramente oramos. Entonces multiplicamos nuestras propiedades si podemos, pero reducimos nuestros valores. Hablamos demasiado, amamos raramente y odiamos con mucha frecuencia. Aprendemos cómo ganar la vida, pero no vivimos esa vida, antes al contrario la perdemos. Añadimos años a la longevidad de nuestra existencia, pero no añadimos vida a la longevidad de nuestros años. Vamos a la luna y volvemos de la luna, pero estamos en la luna porque tenemos dificultad para atravesar la calle y para encontrarnos con nuestros vecinos. Conquistamos el espacio exterior, pero no nuestro espacio interior. Emprendemos empresas mayores, pero no sabemos acometer empresas cotidianas, las de nuestra propia vida diaria. Limpiamos el mar, pero polucionamos el alma. Dividimos el átomo, pero no nuestros prejuicios. Estudiamos más, pero aprendemos menos. Tenemos más escuelas, pero menos maestros. Más aulas y menos escuelas. Más conocimiento, y menos poder de juicio. Planeamos más, pero realizamos menos. Tenemos edificios más altos y calles más largas, pero puntos de vista más estrechos. Tenemos más, pero somos menos. Cuanto más, menos. Cuanto menos, más.
Del mismo modo, aprendemos a correr contra el tiempo, pero no a esperar con paciencia. Obtenemos mayores rendimientos económicos, pero nuestro rendimiento moral decrece. Tenemos más comida, pero peor reparto. Incentivamos y competimos, pero carecemos de paz. Construimos más computadoras para almacenar más información y para producir más copias que nunca, pero disponemos de menos comunicación. Hemos logrado avances en la cantidad, pero no en la calidad. Cuanto mejor, peor. Estos son tiempos de comidas rápidas y de digestiones lentas; de personajes altos y de personalidades bajas. De ganancias bursátiles, pero de hemorragias y pérdidas de humanidad. Son tiempos en los que se habla de paz mundial, pero en ellos perdura la guerra en las casas. Tenemos más ocio envasado, pero menos diversión; también tenemos mayor variedad de comidas, pero menos nutrición. Tenemos más residencias para ancianos, pero menos familias, pues aunque disfrutamos de casas mejores y de familias más ilustradas, disponemos de menos tiempo para el encuentro. Cuanto más cantidad, menos calidad.
Son días de viajes rápidos y de llegadas lentas, de usar y tirar todo, especialmente lo másdescartable: la moralidad. Moralidad para una sola noche. Cuerpos sobrecargados de peso, y pastillas que hacen de todo: alegrar, aquietar, excitar, matar. Son tiempos con mucho en los escaparates y nada en el interior. Todo a cien, porque niños esclavos fabrican esos objetos como en los tiempos de los faraones. Es un hoy duro sin un mañana claro, de dicciones y de predicciones, pero sin expectativas ni prospectivas, un tiempo de profecías y de horóscopos cargados de designios banales. La gente espera el cumplimiento de grandes profecías y no ve que ante sus propias narices está llegando el Apocalipsis, por eso talesseudoprofecías no son más que ocultación de los signos de evidencia profética. Es un tiempo de jajajajijijí, que termina amodorrando su somnolencia en la madrugada decepcionada. Es un tiempo de apología de los sentidos y de ausencia de sentido. De autoridades, pero no de autoridad. De libertades, pero no de libertad. Cuanto más plural, menos singular. Y, mientras tanto son castigados con decalvación y hambre los pobres, cuanto más numerosos menos significativos socialmente: hay un perro amarillo rondando por cada casa.
 

  1. La falsa equiparación entre placer y felicidad

 
La denominada «civilización de consumo» -contradictoria en sus términos porque si es civilización no puede serlo de consumo- reduce la felicidad al placer; sus coleccionistas se levantan pensando en acumular placeres durante el día, tal es su proyecto felicitario. Jeremy Bentham aseguraba que la cantidad de placer es la medida de la felicidad, pero el obsesionado por los placeres deviene tanto más vulnerable cuanto más obseso: el día en que no ha logrado sumar la cantidad de placer que esperaba entra en crisis de autoafirmación; si en su caza hedonista logra cobrar pocas piezas de placer, se viene abajo. Don Juan Tenorio, con escasa autoidentidad, se ve forzado a forzar cada noche un lecho para afirmar el gozo de su virilidad: ignora que el placer no puede ser objeto de búsqueda, sino que resulta o se deriva de un modo de ser y de vivir, que es el que hay que lograr. El placer elevado a principio cierra el camino al desarrollo personal.
La felicidad es el premio no buscado para quien realiza el valor que cree que tiene que realizar, para quien vive conforme a un ideal felicitante. El placer no es la medida de la felicidad, sino su consecuencia; la felicidad es un regalo para la persona que cultiva su vida de una forma felicitaria; por eso, aunque el regalo no llegue, la persona es feliz, e incluso puede serlo con displacer y sufrimiento. Mejor sería no sufrir, obviamente, pero se puede ser sufriente por la causa que uno asume y a la vez feliz, del mismo modo que se puede ser acumulador de placeres y esclavo infeliz respecto de ellos.
El argumento favorito del hedonista se reduce a esto: hagas lo que hagas, egoísta o altruísta, al final lo haces porque te gusta, porque te resulta placentero. Desde luego todo lo que hace el ser humano es resultado de su dinámica personal, en última instancia toda acción es egorrelativa, relativa al yo que la ejerce; sin embargo, su condición de egorrelativa no la convierte en hedonista: hay quien no buscando placer lo encuentra como resultado de su acción altruista. Además, no todos los placeres son iguales; al sádico le produce placer dañar a otras personas, al masoquista dañarse a sí mismo, sufrir por sufrir, encontrar aberrantemente el placer en el sufrimiento; al sadomasoquista expandir el dolor a toda la humanidad y a sí mismo. Y cada día no pocos viven su sexualidad como cualquier perro, no amorosamente, ni con cariño ni ternura.
Según Mandeville, la proliferación de concubinas ayuda a florecer la industria, pues su valedor se habrá de afanar para mantenerlas, resultando la fidelidad: «Esas son las gentes que van al paraíso; con ellos no tengo nada que hacer. Es al infierno adonde quiero ir, porque es allí donde van los clérigos hermosos, los guapos caballeros muertos en los torneos y en las guerras de ganancia, los hombres de armas valerosos y los nobles. Allí van también las hermosas damas corteses hasta el punto de tener dos o tres amantes además de su marido; van allí también el oro y la plata, las pieles suntuosas; y también los músicos que tocan el arpa, los juglares, los reyes de este mundo: es con ellos con quienes quiero estar, a condición de que tenga conmigo a Nicolette, mi dulcísima amiga».      Respecto del consumo, la cuestión es determinar el límite en que el bienestar material se torna superfluo, así como la medida en que pueda o no universalizarse su consumo. El primer mundo posee más de lo que se necesita, pero quiere vivir cada vez con más superfluos a costa de las necesidades primarias del Tercer Mundo. Sin embargo, los valores económico-utilitarios tienen un techo: la naturaleza no permite un ecodesarrollo insostenible. No se pueden talar todos los árboles ni acabar con el agua. Por el contrario, el deseo no tiene límite.
Ahora bien, no todo consumo es malo, si lo es a la medida de la persona, no dejemos que nos descalifiquen como puristas los embrutecedores. Consumamos, sí, y mucho, pero de lo que nutre verdaderamente. Si en los valores económicos las diferencias excesivas son hirientes, ofensivas, injustas, en los espirituales no ocurre lo mismo: a nadie decente le debe ofender que haya un gran artista, eso suele ofenderle tan sólo al triste y resentido compañero de gremio, pero a las sociedades les encanta contar con una pléyade de artistas, poetas, músicos, filósofos, escritores. También en esta esfera rige la ley que es común a todas, a saber: en los valores inferiores igualdad, en los superiores diversidad. Otra cosa es que a veces, en ciertas épocas históricas, ocurra precisa y formalmente lo contrario: en los valores inferiores desigualdad, y en los superiores uniformidad. Los valores espirituales resultan más necesarios para las personas más desarrolladas. Cualquier valor espiritual, si realmente lo es, se encuentra presente en los demás valores: una persona llena de luz interior vive más años y con más salud, irradiando más y sin contaminar. Consciente de eso, Baudelaire, pese a su fama de inmoralista, escribe: «No creo que sea escandaloso decir que toda agresión a la virtud significa en última instancia una falta contra el ritmo y la belleza del universo». No habiendo nada más diferenciador que la estética, sin embargo todo el mundo consume las mismas marcas en nombre del gusto estético; pero, si la estética es el arte de la diferencia, ¿por qué todas las moscas van a la misma basura?
 

  1. El ciudadano convertido en consumidor compulsivo por la mercadotecnia

 
Una civilización que vive para el consumo devora el futuro de los propios hijos. Los padres se endeudan, allá los hijos. Ayuntamientos, autonomías, Estados, todos se adeudan y el que venga detrás que arree: algún día sabremos quién va a pagar las facturas.         El calvario del homo hiperconsumens(hombre del hiper) consiste en tratar de adquirir cuanto antes lo que le parece el último grito. Al hipster(husmeador) que pasa sus días a la búsqueda del consumo perdido mañana puede ocurrirle lo que al nadador entrenado para ganar, que consume sin cesar energías aunque haya dejado de creer en el valor de llegar primero. Y no digamos nada de la miopía consumista que, llevada de su pulsión, no se da cuenta de la deuda ecológica contraída por hiperexplotación de recursos naturales: ¿será eso lo que llaman visión de futuro y nuevo orden económico internacional?
Vamos hacia un mundo de consumistas compulsivos, que sufren por no tener el último modelo de algo hábilmente publicitado, muchas veces superfluo. La sicosociología ha descubierto y entregado a los focos publicitarios las necesidades y su insaciabilidad; las necesidades se han tornado insaciables gracias a la publicidad y a otros mecanismos de promoción, que han universalizado el consumo de lujo: ahora los lujos para los acomodados deben ser convertidos en necesidades para las clases más pobres. Los publicistas no informan sobre los productos mismos, tan sólo resaltan el rol social con reclamos emotivos sobre la diferenciación social que su posesión comporta y sobre el estatus que su posición confiere. La fuente del estatus ya no es la capacidad para crear cosas, sino la posibilidad de adquirirlas. No sólo los jóvenes, hasta la clase trabajadora ha sido reeducada en el consumo dinámico de bienes de lujo. Los hijos de los pobres se sienten frustrados por no poder acceder al consumo de determinadas marcas de zapatos o de jeans, y el «marquismo» ha llevado al deporte del «plusmarquismo».
El público en general se halla representado por las asociaciones de consumidores, expertas en la relación calidad-precio, pero no en la evitación del consumo desaforado. La insatisfacción continuada puede despeñarnos por el desánimo y la frustración, que empuja a la agresividad. Depresión y violencia han alcanzado proporciones epidémicas en nuestras sociedades, donde las gentes capaces de dirigir sus propios deseos, no siempre abundan.
Los medios propician el masivismo en las masas, otras el individualismo de masas. Marlboro era una marca de tabaco fracasada que la empresa quiso reflotar. Los expertos en marketing descubrieron que todos los segmentos del mercado estaban ya cubiertos y que sólo quedaba como posible diana de sus campañas un grupo de consumidores que se declaraba independiente y reacio a dejarse influir por la publicidad. Para seducir a esos rebeldes centraron toda la propaganda en la figura del cowboy solitario, enérgico y autosuficiente. Marlboro ha llegado a ser la marca más vendida en el mundo. A fin de vender se recurre a todo, se ensalzan los bienes mostrencos (joyas, colonias), los atentatorios contra la salud (tabacos) o directamente devastadores de la naturaleza (automóviles, etc). La publicidad no nos enseña a consumir menos (no puede plantear la cuestión del ecodesarrollo sustentable, pues tal cosa iría contra la esencia del mercado), ni siquiera a consumir más racionalmente; convencido el consumidor de que tanto consumes tanto vales, si consumes lo último eres más admirable.
La publicidad es noticia y la noticia publicidad, por eso el publirreportaje: prensa gratis financiada por los anunciantes, periodismo «gratuito» muy ideológico, pues potencia la cosmovisión hedonista; con sonrisadentrífico y olor desodorante algunos famosos enseñan telegénicamente a comer, a divertirse, a viajar, a comprar, a broncearse, a perfumarse, a descansar, a satisfacer deseos inducidos en el ámbito de la privacidad, que es lo que hoy importa. En lugar de publicidad directa, seremos invadidos por la publicidad indirecta respecto de lo que come, viaja o copula tal o cual famoso (no olvidemos que «fama» viene defemi, el mero decir, el parecer y no el ser).
La televisión es el puerto donde echan el ancla los consumistas. Muchos la ven porque no tienen nada mejor que hacer, pues la TV no soluciona el aburrimiento, lo encubre: uno no se aburre porque ve la televisión, ve la televisión porque se aburre. Ahora bien, las cadenas de televisión sólo les interesa ganar audiencia a costa de lo que sea: sexo a todas horas, violencia, concursos triviales, películas muy pobres y, por supuesto, fútbol. La televisión es una factoría de banalizaciones y de mal gusto. Todo lo que toca lo convierte en banal, liviano, divertido, en espectáculo para pasar el rato y nada más. Fábrica de valoressustitutorios carentes de fondo, contenidos sin fundamento que se repiten machaconamente. Lo chabacano, degradante y burdo toma el mando. Campeonatos de ignorancia pública disfrazados de concursos. Telebasuradesde los reality shows a los debates maniqueos, venta de morbo disfrazada de interés público.
La publicidad presenta al público unos artículos perjudiciales o totalmente inútiles, hace promesas falsas en los productos que vende, fomenta las inclinaciones inferiores, daña a la sociedad y elimina la confianza y autoridad. Se daña a la familia y a la sociedad cuando se crean falsas necesidades, cuando continuamente se les inclina a adquirir bienes de lujo, cuya adquisición puede impedir que atiendan a las necesidades realmente fundamentales. Por lo cual los anunciantes deben establecer sus propios límites de manera que la publicidad no hiera la dignidad humana ni dañe a la comunidad. Ante todo debe evitarse la publicidad que sin recato explota los instintos sexuales buscando el lucro, o que de tal manera afecta al subconsciente que se pone en peligro la libertad misma de los compradores. Mientras crece la confusión respecto de las normas morales, las comunicaciones han hecho la pornografía y la violencia accesibles al gran público, incluidos los niños, los adolescentes y los jóvenes.
 

  1. Veintisiete estrategias publicitarias, o el arte de fomentar el consumismo

 
Estrategia probatoria. Plantea la confianza en unos resultados prometidos con el uso del artículo o servicio: «¡pruébelo durante…!».
            Estrategia sustitutoria. La más usada, hace referencia de modo indirecto al producto publicitado, aunque éste no aparezca en el anuncio, lo haga mínimamente, o figure tan sólo su logotipo o marca.
           Estrategia afamadora. Toma como referencia personajes conocidos del mundo del espectáculo, la moda, la música, el deporte, etc, con los que pueda sentirse identificado el comprador. Estos famosos se presentan como usuarios complacidos del producto facilitando así su compra por emulación. Pretende que se siga la tónica general, reforzando el mimetismo del comprador. Indirectamente recalca la extrañeza de no sumarse al parecer común. Esta estrategia también favorece una sucesión cíclica de artículos, al relevarse modelos y diseños que quedan desplazados por otros nuevos: «¡atentos a la moda!».
            Estrategia cualificada. Recurre al parecer fundado de personas o colectivos competentes para evaluar o recomendar un producto. Se sobreentiende un criterio fiable y una información especializada en tales opiniones. La estrategia facilita cierto asesoramiento para que el cliente se plantee o decida una compra.
            Estrategia promisoria. Pretende captar la atención de un posible comprador formulándole una promesa más o menos clara. El artículo resulta reemplazado por su efecto, beneficio o ventaja, que así se resaltan: «¡verá que cambio!». Lo prometido puede hacer referencia a los resultados del producto u otros beneficios adicionales, al mismo tiempo que se destaca el papel de la firma en el logro de los mismos: «¡con Continental Airlines…!».
            Estrategia descubridora. Se limita a invitar al cliente a prestar atención al producto, aprovechando el atractivo que pueda producir lo que todavía nos es en todo o en parte desconocido: «¡ahora es el momento, descubra…!»..
            Estrategia anticipatoria. Intenta suscitar en el eventual cliente una actitud expectante respecto a lo publicitado. Aunque la identidad del producto pueda mostrarse o quedar oculta, siempre se resalta el carácter inminente de su aparición y, al producirse ésta, el usuario, alertado, se hallará en mayor predisposición de interés: «¡lo mejor está por llegar!».
            Estrategia anhelante. Pretende recoger el sentir del usuario, o propiciarlo, haciendo las veces de portavoz de aquél. Esta estrategia refleja la satisfacción por la aparición de un producto o servicio dándose a entender que se aguardaba hace tiempo, o se presupone que dicha aparición era algo casi obligado: «¡por fin…!».
            Estrategia menesterosa. Pretende que el posible cliente tome conciencia de alguna de sus necesidades en las que no hubiera reparado lo suficiente. El equilibrio entre lo artificioso y la autenticidad de la carencia dependerá tanto de factores personales como de exigencias sociales, así como el influjo publicitario. En la misma línea se puede reforzar la percepción de la carencia recurriendo al contraste con un ejemplo en el que se podrá sentir reflejado el cliente mostrándose el «antes» y el «después» de la compra destacando los beneficios de su uso y las consecuencias de su falta.
            Estrategia presentadora. Pone en conocimiento del consumidor, bien un artículo o servicio que antes no existía, bien la modificación de algún rasgo de los que ya había. Esta estrategia se propone destacar un producto aprovechando el momento mismo de su lanzamiento al mercado.
            Estrategia emplazadora. Se le sugiere al posible cliente de forma directa y explícita que se acerque al producto anunciado, que acuda a conocer una oferta, servicio, establecimiento, etc.
            Estrategia oblativa. El anunciante manifiesta una intención de entrega, de poner a disposición del consumidor el artículo publicitado manteniendo en un segundo plano la contrapartida económica correspondiente a dicha invitación.
            Estrategia ex profeso. Resalta la figura del usuario y la consideración tenida con él en la elaboración del producto haciéndosele apreciar como el principal destinatario del mismo. Además se presenta el «leit motiv» de la empresa anunciada, a saber, la estima que se tiene por el comprador, y las atenciones que por eso mismo recibirá, cuando lo cierto es que se trata de bienes de fabricación masiva y en cadena: «¡pensado directamente para ti!».
            Estrategia voluntarista. Deseando complacer las expectativas del eventual cliente, el artículo o servicio anunciado es asociado a la predisposición por parte de la firma a satisfacer plenamente al consumidor indicando qué características del modelo, condiciones de compra y detalles están a la medida de lo esperado: «¡sabes lo que quieres!».
            Estrategia reparadora. Hace creer al potencial consumidor los buenos resultados que pueden derivarse del empleo del artículo o servicio anunciado. Se sugiere contar con él, tanto para la resolución de dificultades e impedimentos ya sufridos, como para que éstos ni siquiera lleguen a aparecer: «¡al colegio sin problemas!».
            Estrategia innovadora. Aprovecha el atractivo que reviste lo nuevo, suponiendo que contiene mejoras y avances antes desconocidos, y presenta una opción de reemplazo de aquellos artículos usados hasta el momento, que se irán viendo como viejos o caducos. Lo novedoso podrá encontrarse en el modelo, receta, fórmula o envase. Además del valor de la novedad, se refuerza su aspecto inédito en relación con las demás ofertas del mercado. Se propone así al cliente un servicio o producto, respecto del cual no encontrará precedente alguno.
            Estrategia ocasional. Destaca la especial ocasión que se brinda al comprador para la adquisición del producto animándole a tomarlo en consideración y a decidirse por una oportunidad que, hasta el momento, no existía. La posibiliad de disponer de ella podrá ser pasajera o mantenerse en adelante.
            Estrategia onomástica. Hace referencia a aquellos días señalados del calendario en los que tradicionalmente se han venido haciendo regalos. El anuncio hace de recordatorio resaltando dichas fechas, o alguno de los posibles destinatarios, al tiempo que asocia el hecho de que regalar es saber apreciar.
            Estrategia ensoñadora. Pretende la participación del potencial usuario sugiriéndole que, de acuerdo con sus propios intereses, proyecte su propia expectativa sobre el producto: «¡haga realidad sus sueños!».
            Estrategia suplementaria. Se insinua que la mercancía supera su propia condición y características, las cuales no están detalladas, o lo están mínimamente, con lo que esta imprecisión propicia una sustitución indefinida: «¡más de lo que te imaginas!».
            Estrategia apremiante. Subraya el riesgo de perder la ocasión de adquirir lo anunciado insistiendo en el limitado plazo en que permanecerá a disposición del consumidor, e igualmente en la presumible demanda del artículo. Ante la posibilidad de quedarse sin él, acentúa la premura en la decisión de la compra: ¡«ahora!».
            Estrategia electiva. Insta al usuario a tomar partido por un producto invitándole a escoger entre un conjunto más o menos amplio de ofertas y dándole a entender las grandes posibilidades de que ese artículo sea el preferido por el cliente: «¡elige lo mejor!».
            Estrategia rivalizadora. Para excluir marcas rivales se afirma la propia mientras se ofrecen dudas sobre productos afines. A la vez recibe regalos inmediatos, opciones de compra, etc: «¡cambia a mejor!».
            Estrategia gregaria. Subraya que la cantidad de consumidores es proporcional a su aceptación, y que la elección difícilmente será equivocada: «¡somos los más vendidos!».
            Estrategia diferenciadora. Inversa a la anterior, recalca para grupos restringidos la distinción que supone distanciarse de un consumo masivo. Muestra el artículo como un realzador de la personalidad del cliente convirtiendo lo ofertado en un elemento de identificación personal que le destacará individualmente, o reforzará su reconocimiento dentro de un grupo, asociaciando así consumidor/imagen/producto:«¡absolutamente diferente, X define!».
            Estrategia fidelizadora. Propone al cliente un artículo dando por hecho que se acostumbrará a su uso o consumo, y estableciendo así una relación de pertenencia (la del artículo) y fidelidad (la del usuario):«¡tu marca!».
            Estrategia acogedora. La firma responsable de un producto o servicio celebra y agradece la llegada de un nuevo cliente a la misma. La estrategia es portadora de este gesto de buena disposición personalizando el recibimiento del usuario y expresando con cordialidad y en un tono que pretende ir más allá de lo comercial, la confianza que deposita en él: «¡welcome to…!».
 

  1. Reaccionar: se puede hacer algo, y mucho

 
El alma del niño está desprotegida. Los niños son especialmente permeables a cuanto les llega del exterior, tanto sea formativo como deformativo, resultándoles más difícil distinguir entre publicidad e información, e igualmente la intención persuasiva de los anuncios y la diferencia entre lo que es verdad y lo que es verosímil. Los niños son especialmente sensibles a la idea que transmiten muchos anuncios de que el que no posee el producto publicitario es un perdedor, un inferior a los demás. Menores, adolescentes y jóvenes constituyen un público, importante en número, especialmente en el medio de comunicación televisivo, baste recordar que casi todos ellos aprenden antes a cantar los estribillos publicitarios que el himno nacional. Ellos tienen gran importancia como futuros consumidores, por eso las estrategias publicitarias procuran instalar en su deseo una fuerte dependencia hacia el consumo y el marquismo: determinadas series han sido creadas para promocionar un juguete concreto o un hábito particular de consumo. Por otra parte condicionan, en cierto modo, el consumo de los padres.
Ahora bien, si ellos soportan la presión genérica de los adultos y la específica como tales niños, adolescentes y jóvenes, ¿no podremos hacer algo en su favor?. Al menos, ver la televisión con ellos facilitará un cierto espíritu crítico, enseñándolos a diferenciar la calidad de la bazofia. Los comentarios, matices, consejos y avisos ayudan a alcanzar una mirada inteligente frente a este aparato omnipresente. Dejar que los hijos vean lo que quieran y se enganchen al zapping es peligroso, porque el 80 por 100 de lo que ofrecen en televisión es negativo, no existiendo ningún indicador que nos diga que esto vaya a cambiar en sentido positivo. Por lo menos podemos dejar de ver ciertos programas en señal de protesta, como castigo, no romper la tele ni quemar la prensa, sino aprender a leerlas. Hay programas y profesionales decentes, a nadie le obligan a ver la televisión, no condenemos a la televisión y a la prensa por ser muy malas, lo mismo que hacen ellos cuando defenestran al mensajero cuya noticia les desagrada. Todos nosdemonizamos recíprocamente, pero mientras tanto nuestro letargo, nuestra falta de sensibilidad, nuestra pasividad y carencia de imaginación permanecen, en lugar de actuar activa, imaginativa, sensiblemente.
Hay que luchar asociadamente en contra de ese menú. Una carta al director de un periódico tiene menos fuerza que una carta de una asociación; y si ésta es potente, tendrá más fuerza. Y habrá de ser hábil para que resulte asumible por el medio en cuestión, sin renunciar a decir lo que queremos; en cualquier caso, aprender a escribir esas cartas exige una dedicación, pues el mero lamento o la queja no llegan lejos. Asimismo hay que intentar seguir la pista a la realidad para intentar verla como es y controlarla. Si somos profesores, debemos aportar los textos que la escuela oficial oculta porque ignora o porque quiere. Si escribimos libros, abrir nuevas brechas. Todos podemos cooperar según nuestras posibilidades para estar mejor informados. Si no sabemos escribir el libro en el que creemos, al menos sabremos vivirlo para que los demás lean en él; ¿por qué no leer también en los libros de la vida de los demás haciendo una biblioteca viviente y un periodismo móvil, convirtiendo las palabras en gritos testimoniales? Uno, dos, tres gritos, y muchos ecos: todo cambiaría si cada uno cambiara con todos.
Además podemos hacer lectura crítica. Ejemplo, las fuentes con las que informa la televisión: ¿son una o varias?, ¿son independientes o se citan entre sí?, ¿están identificadas con precisión?, ¿recurren a fuentes-bluff, o a noticias «de fuente autorizada» ignota?, ¿proceden todos los informadores del mismo bando?, ¿cuáles son sistemáticamente excluídos, y por qué?. La precisión: ¿qué hay de los lugares, fechas, y personas implicadas?, ¿se hace una cuidadosa distinción entre los hechos reales y los sólo probables o posibles?. La confrontación: ¿procuramos dar la palabra a los afectados cuando hay contradicciones?. La lógica: ¿son consecuentes las deducciones, o inspiradas en aprioris?, ¿se salta de un tema a otro?, ¿se confunden los temas? ¿se utilizan sofismas?. Las palabras: ¿precisas, o vagas?, ¿se utilizan palabras recargadas para neutralizar la reflexión, términos prestigiosos para servirse de ellos como escudo políticamente correcto?, ¿se camuflan las realidades con términos eufemistas, por ejemplo «daños colaterales», en lugar de «víctimas humanas»?. El estilo: ¿se usan el condicional o las comillas para poner en duda las afirmaciones?. Las cifras: ¿precisas, verificadas? ¿se ilustran los aspectos esenciales?, ¿comparan las estadísticas cosas comparables?, ¿cambia de sentido un determinado gráfico si se modifica su presentación, por ejemplo espaciando de alguna forma las marcas o alargando el dibujo en un sentido o en otro para distorsionarlo?. La historia: ¿se remonta hasta los orígenes del fenómeno?
 

  1. Vivir con lo estrictamente necesario

 
Aunque él no lo crea, el castigo del Norte enriquecido es la plaga de la abundancia, plaga que termina insensibilizándonos respecto de los demás a los que previamente hemos «ayudado» a empobrecerse, y que finalmente acaba aburriéndonos incluso a nosotros mismos y a reemplazar continuamente los consumos por los hiperconsumos. Gerardo Mendive recuerda uno de esos excesos presentes en algunas instrucciones, por ejemplo, en un secador de pelo de Sears: no usar mientras se duerme. En algunas comidas congeladas: para servir, descongelar primero. En el postre Tiramisu de la marca Tesco, pero impreso en la parte de debajo de la caja: no voltear el envase. En el pudding de Mark&Spencer: atención, el producto estará caliente después de calentarlo. En un paquete de una plancha Rowenta: no planchar la ropa sobre el cuerpo. En las pastillas para dormir de Nytol: advertencia, puede producir somnolencia. En una tira de luces de Navidad fabricada en China: sólo para usar en el interior o en el exterior. En una sierra eléctrica sueca: no intente detener la sierra con las manos o con los genitales.
Así pues, la Templanza le grita al Norte enriquecido a costa del Sur empobrecido: modérate en el despilfarro, ten austeridad. No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita, aunque si un máximo es superfluo, un mínimo es necesario. Si no se desea mucho, hasta las cosas pequeñas parecerán grandes. Recordemos la grandiosa carencia de necesidades en la persona creativa: ¡cuánto es lo que no necesito!. La persona sobria, austera, bien templada, no piensa en lo que está ausente como si estuviera presente, más bien considera lo mejor que tiene y piensa con cuánto afán lo buscaría si no estuviera presente. Al mismo tiempo, cuida de no complacerse demasiado en las cosas presentes llegando a sobreestimarlas de tal modo que, si dejaran de estar presentes alguna vez, le quitaran la paz. La templanza se manifiesta de cuatro maneras respecto a los bienes: en la manera de conseguirlos, de conservarlos, de acrecentarlos y de usarlos bien. El hombre superior ama su alma; el inferior, su propiedad. Sólo puede cuidar lo ajeno quien sabe poseer lo propio. Sin por eso llegar a la avaricia, la persona sobria cuida los pequeños gastos, por eso gasta siempre una moneda menos de la que gana: quien compra lo superfluo no tardará en vender lo necesario.
La persona profunda es austera. Don Quijote levantaba su cotidiano galopar porque no había objetos que se lo impidiesen en la inmensa llanura manchega. En cuanto te detienes en los objetos, tu mirada se hace particularista y tu caminar declina. Ancha Castilla para universalizar lo particular, sin que nada se interpusiera. Son los enemigos del milagro quienes deben explicar cómo logran producir el milagro de terminar creyendo y haciendo creer que lo innecesario se necesita. La ecoausteridad define a la persona. Sólo quien se plantea la austeridad es quien puede salir de ella, no el que forzosamente está en ella. El mendigo de la calle no se plantea el no tener, aunque a decir verdad mejor cumpliría con su deber si en lugar de pedir luchase por cambiar las estructuras, para lo cual hemos de ayudarle compartiendo: sólo habrá revolución cuando cada uno haga la suya compartiendo con quien no tiene: un lujo, el lujo de despojarse de lo superfluo, un lujo bendito que comienza por educar mejor los hábitos del gusto y del consumo.                                          Pero no dejemos la templanza para Don Quijote. La templanza es una virtud del día a dia, de la vida corriente. Y, ya que hablamos de algo corriente, pongamos el ejemplo del consumo de agua. Si no hay agua, yo me ducho menos, aunque sepa que los otros se duchan más, que los despilfarros ajenos son enormes, que los usos industriales consumen casi todo, que los conductos de agua deteriorados producen la pérdida de mucho líquido elemento, etc. Todo eso lo sé, pero mi propia convicción me impele a asumir categóricamente mi propia responsabilidad, hagan lo que hagan los demás. Los ejemplos podrían multiplicarse: no derrochar luz, etc.
 

  1. Por sus negocios conoceréis sus ocios

 
Hay que trabajar para vivir y descansar. Si tensas demasiado el arco lo rompes, como ellaborólico, que huye del vacío llenándolo de vacío: no tanto hacer, el asno sufre la carga, pero no la sobrecarga. «No recuerdo haberme cansado nunca trabajando, pero el ocio me deja completamente exhausto», decía Sherlock Holmes. ¿Seguro? Trabajando sin tregua domingos y festivos, el laborólico en-tierra su humor, su humor triste de sepulturero, ese humor de quien sólo sabe recordar que todo tiene su fin, su finisterre, porque no sabe ir más allá de la tierra. Enemigo del descanso propio y del ajeno, lo es también del humor mientras alega que con las cosas serias no se juega. Sujeto trágico, entiende la realidad como cálculo de rendimientos e ignora la gratuidad, no resultando capaz de situarse en el virtuoso término medio.
Hizo mucho quien no dejó nada para mañana. Contra pereza, diligencia: siempre que te pregunten si puedes hacer un trabajo, contesta que sí y ponte enseguida a aprender cómo se hace. El trabajo diligente produce tanto bienestar, que puede llegar a resultar un descanso. Jamás habría tenido nadie éxito en la vida, si no hubiera prestado a la cosa más nimia de la que se ocupó la misma atención, cuidado y diligencia que prestó a la más importante. El día nunca le parece largo a quien trabaja, pues el trabajo es un olvido activo que conviene a un alma fuerte, alejando de nosotros tres grandes males: el tedio, el vicio y la miseria. Por el contrario, un carácter débil se complace en la pereza, granja modelo donde el diablo experimenta las semillas de nuevos vicios. He aquí algunos autoengaños comunes en dicha granja: quedarse en pequeñas cosas: mejoro cosas o hago más, pero no lo que de verdad debo hacer, cambio la cantidad por la calidad. Dejar para más adelante lo que no quiero hacer. Esperar claridad intelectual plena para tomar decisiones, olvidando que pasan mucho más fácilmente las cosas del corazón a la cabeza, si vivo lo que he decidido. Resaltar los propios defectos (falsos ataques de humildad). Excusarse en dificultades externas, sin tomar espacios de libertad propios…
Nos autojuzgamos por lo que no nos sentimos capaces de hacer, mientras que los demás nos juzgan por lo que hemos hecho. A veces sentimos que lo que hacemos es una gota en el mar, pero sin esa gota el mar sería menos mar. Todo lo que es verdad se encuentra, y todo lo que es mejor termina por llegar. Los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino. El futuro tiene muchos nombres: para los débiles, es lo inalcanzable; para los temerosos, lo desconocido; para los valientes, la oportunidad. Quien llena de agua su lámpara no disipará las tinieblas, y quien intenta encender una hoguera con leña húmeda no lo logrará. La persona laboriosa configura las circunstancias, no a la inversa. La persona hecha de merengue, con el cerebro débil de un niño, se desanima y desiste de su lucha porque carece de un ideal, o porque su ideal es mezquino. Los vibrantes pero inestables, pasado algún tiempo, abandonan la convicción que habían abrazado: su voluntad sólo requerida por emociones sin ideales se vuelve pronto indiferente y apática; cien veces se entusiasma y cien veces se desentusiasma. Falsamente heroica, exhibe su gesto por un día al ritmo de marchas vibrantes, a veces arrasando lo que ha costado mucho tiempo y esfuerzo, en nombre de un porvenir radiante.
Tales temperamentos menosprecian el testimonio del padre fiel, de la madre sacrificada, del trabajador leal tenazmente responsable en sus obligaciones pequeñas, cultivadas en los espinos y en los viveros de lo humilde. Son temperamentos hechos de estallidos más o menos brillantes como relámpagos, que derrochan millones de kilovatios para regresar instantes después a la noche sin aurora. Pasan del entusiasmo y del proyecto fantástico al amargo desaliento porque carecen de un ideal arraigado en el alma, un ideal de ideales y no meramente ideal de ideas, que se traduce en decisiones modestas, por etapas, que garantizan la continuidad de lo emprendido, es decir, la fidelidad. Si la sustancia del ideal es la constancia y la de la constancia el ideal, el ritmo grotesco de la espontaneidad animal de quienes se dejan arrastrar por los caprichos momentáneos de un temperamento mal dominado da como resultado una vida fragmentada, donde se impone la flojera, la ambición desordenada, la exterioridad, el ritmo de las inercias sociales, la ley del mínimo esfuerzo.
La personalidad madura tiene cabeza de hielo, corazón de fuego, y brazos de hierro, es un microcosmos donde caben todos los paisajes (nieve, fuego, hierro), a condición de que cada uno esté en su lugar. Quien asienta su conducta en princi­pios e ideales de gran solidez está bien dispuesto para perseve­rar en todas sus tareas. En nosotros hay un inteligente, activo, de pensamientos elevados y proyectos grandiosos, y otro torpe, soñoliento, de miras mezquinas, que se arrastra por el polvo, que suda de angustia al pensar que se le hace preciso levantar la cabeza del suelo. Para el segundo no hay ni el recuerdo de ayer ni la previsión de mañana, sólo el goce de ahora. Saber lo que hay que hacer es sabiduría; saber cómo hacerlo, inteligencia; hacerlo, virtud. Pocas cosas se obtienen por azar, pocos deseos se realizan por sí solos, hay que buscarlos con afán y alimentarlos con diligencia. No fracasa quien intenta sin desmayo lo mejor, aunque no lo logre. La persona valiosa se levanta tras la experiencia dolorosa sin consumirse en la inacción frustrante: nuestra vida es un trampolín no una hamaca. Ante un bien inalcanzado quizá te sientas mal si fracasas; pero estás perdido si no lo intentas. Una ilusión fracasada es una experiencia dolorosa, pero una vida sin ilusiones es una vida trágica. Todo fracaso nos brinda una nueva oportunidad. Fracasado es quien ha cometido un error, pero no es capaz de transformarlo en experiencia; los errores son el puente entre la inexperiencia y la sabiduría, por eso en el fracaso hay dos clases: primera clase y ninguna clase. Por tanto, no te importe el fracaso, siempre que no te resulte destructivo.
La actitud más inteligente es enfrentarse con buen ánimo a las situaciones y problemas. En toda circunstancia siempre hay un lado brillante, detrás de la más negra nube tormentosa nos espera el sol. Nunca digas «ya basta, alcancé la perfección», pues es función de la perfección hacer que uno conozca su propia imperfección. Quienes se consideran perfectos es sólo porque exigen menos de sí mismos. Abandonar puede tener justificación, abandonarse jamás. El progreso es un error constantemente rectificado. El hecho de dar por terminada una obra no responde a una ley de perfección, sino a un límite de fatiga, y se quiere más lo que se ha conquistado con más fatiga. Te cansas, luego estás viejo: no eches la culpa de tu cansancio al resto de los cansados.
El modelo de humanidad no es la evasión, sino el trabajo. Cuando debes hacer una elección y no la haces, eso ya es una elección. Únicamente los peces muertos nadan con la corriente. Las águilas tienen un vuelo alto y poderoso, pero cualquier cazador furtivo puede abatirlas con un disparo: también los cazadores furtivos de nuestro corazón -mezquindad, egoísmo, malos sentimientos- saben disparar certeramente.
La acción diligente aleja de nosotros tres grandes males: el hastío, el vicio y la escasez. El pan es más sabroso cuando se gana con el propio sudor, así que si no quieres trabajar, no comas; para disfrutar la sidra hay que pelar primero la manzana, para disfrutar las flores hay que sembrar primero el jardín, y cultivar un jardín requiere mucha agua, sobre todo en forma de sudor. Los sueños devienen realidad para quienes trabajan mientras sueñan. Ramón y Cajal exclamaba: «¡Santa fatiga del trabajo: tú nos traes el sueño reparador, único consuelo del pobre, del perseguido y del postergado!». Pocos deseos se realizarán por sí solos: hay que buscarlos con afán y alimentarlos con diligencia.
Si hay un tiempo para pescar y otro para secar la red, debe haber otro para poder descansar después (¡después, no antes: el orden de los factores temporales sí altera el producto!). El descanso pertenece al trabajo como los párpados a los ojos, por ello es imprescindible. Diógenes Laercio aseguraba que «hay tres cosas que ofrecen singular dificultad: guardar un secreto, sobrellevar el ultraje de una injusticia, y hacer buen empleo del tiempo de que disponemos para el descanso». Cicerón defendía un otiumcum dignitate: la diversión, como la medicina, debe ser poca y a tiempo. Para volver con más fuerza al compromiso necesitamos saber distanciarnos de cuando en cuando respecto de él, descansar. El descanso es el momento ideal para desarrollar esa pluralidad de vocaciones posibles, ese cultivo de nuestros «otros yo», de nuestros hobbys o gustos alternativos.

CARLOS DIAZ

estudios@misionjoven.org