Identidades culturales e interculturalidad

1 abril 2001

PIE DE AUTOR: Àngel Castiñeira es profesor de Ética y Filosofía Social de «ESADE» (Barcelona).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
 
Tanto el pluralismo como el choque que se produce hoy entre la lógica de la movilidad que impulsa el mercado y la necesaria lógica de la identidad que ha orientar la vida de las comunidades humanas están haciendo que «nuestras identidades sean, cada vez más, identidades complejas».  A la hora de encarar el tema de la interculturalidad, entonces, hay que encarar las dos cuestiones que analiza el artículo: la identidad y diferenciación entre los propios españoles y «qué tipo de tratamiento tendremos que dar a los inmigrantes». Este último es el aspecto que el autor analiza más detalladamente, desde las perspectivas jurído-política, socioeconómica y cultural.
 
A partir de los años ochenta empiezan a aparecer en España, de forma lenta pero continuada, las migraciones exteriores. Están presentes las culturas de varios países africanos, en especial magrebíes, y latinoamericanos. Esto quiere decir que se está constituyendo una sociedad que empieza a presentar una diversidad étnica, lingüística y religiosa difícilmente integrable, que reclamará a buen seguro que se definan e implementen políticas públicas de gestión del pluralismo que permitan acomodar las diferencias culturales.
Por otro lado, y a consecuencia del fenómeno de la globalización, nunca los intercambios culturales, la vecindad universal, la influencia externa y los peligros del colonialismo practicado por las grandes potencias culturales, y sobre todo por las grandes industrias culturales transnacionales y por los mass media, han sido tan grandes y temibles como hoy.
 
Al tiempo que el mundo tiende a la unificación, y mientras se unifican los mercados de capitales y los hábitos de un conjunto de nómadas cosmopolitas (hombres de negocios, políticos, turistas, periodistas, investigadores, etc.), también hay un despertar de la conciencia de identidad de los pueblos y los colectivos que han constituido los estados-nación y que a menudo han vivido bajo el disfraz de una uniformidad inventada o impuesta.
No cabe duda de que algunos de estos resurgimientos de las identidades singulares (como algunos fundamentalismos religiosos y nacionalismos étnicos) significan un cierto retroceso hacia formas premodernas de pertenencia. Pero asimismo muchas de las manifestaciones multiculturales actuales que reclaman el derecho a la diferencia y colectivos como las mujeres, los inmigrantes, las naciones sin Estado, las minorías lingüísticas y religiosas, los grupos indígenas minorizados, etc. representan en realidad un desafío progresista (y posmoderno) al viejo corsé del Estado-nación liberal moderno y a la misma lógica globalizadora de la economía.
 
1. Lógica de la movilidad y de la identidad
 
Contra la lógica de la movilidad resurge la lógica de la identidad. En palabras de Vicente Verdú, “Al mercado le conviene la movilidad, la circulación, la ligereza, pero a las comunidades les es sustantivo el arraigo, la gravedad de su memoria, el peso de su tradición. Efectivamente, al mercado le aprovecha la fluidez, el intercambio, la permuta, pero las colectividades humanas necesitan la solidez e inconvertibilidad de sus símbolos”. El mismo remolino que acelera la integración y la mezcla de culturas, de informaciones y de consumos provoca el miedo a la desposesión de las identidades, el repliegue defensivo a categorías fundamentales no negociables y la reafirmación de la propia tradición cultural.
La unificación del mundo acentúa la lucha por la (re)definición identitaria en el seno de las culturas y de las sociedades. En esta actitud no hay tanto (o no sólo) la voluntad de seguir manteniendo (invariablemente) nuestros rasgos culturales, sino la de actualizar y verbalizar –desde la perplejidad– lo que ahora somos o podemos ser: ¿Qué significa tener una nacionalidad en la actualidad? ¿Debemos tener una o múltiples identidades? ¿Serán estas identidades compatibles?
 
A partir de estos nuevos cambios, muchos estados se ven hoy impulsados a una profunda reforma. Los estados-nación se ven obligados a abandonar sus viejas pretensiones de ser una unidad homogénea; deben reconocer que su paraguas cobija en realidad una asociación plural en la que las diferentes comunidades culturales y nacionales que en ella se reúnen aspiran a participar en el poder sin diluirse en un molde común. Los nuevos estados plurales y progresistas tendrán que defender a la vez tanto el derecho moderno a la igualdad como el derecho postmoderno a la diferencia.
 
El proceso de interculturalidad, tal y como fue practicado durante décadas, necesita de una profunda redefinición. Entre la movilidad total del mercado y el integrismo identitario defensivo premoderno tendremos que aprender a concebir nuevas formas de identidad más complejas y a la vez nuevas fórmulas de recepción e integración del otro. Esta es, necesariamente, una tarea delicada de mediación entre las culturas para conseguir designar los aspectos comunes y aprender progresivamente a generar formas de entusiasmo que eviten las experiencias traumáticas por ambas partes.
 
Hoy en día, la movilidad urbana y social, los cambios culturales y los acontecimientos históricos, el abandono de unos roles y la asunción de otros nuevos, hacen que se debilite el vínculo cultural entre tradición histórica y lealtad, porque la identidad humana está ahora más abierta. La nueva situación de pluralismo, que afecta a la totalidad de los países occidentales, hace que nuestras identidades sean, cada vez más, identidades complejas. El hecho de que hoy tendemos a construir identidades complejas permite imaginar a la vez, desde el pluralismo cultural, la práctica de las lealtades compartidas.
 
Ahora bien, esta constatación de los nuevos procesos de liberalización, modernización y aumento de la movilidad no debería llevarnos a una concepción desenfadada del cosmopolitismo. Conviene recordar que los traslados interculturales son infrecuentes, difíciles y a menudo costosos. Estamos hablando más bien de una mayor interactividad y porosidad entre las culturas. Podemos pertenecer a varios lugares y a varias comunidades a la vez, podemos utilizar varias lenguas para comunicarnos, podemos intentar conciliar distintas tradiciones, incluso podemos practicar un cierto «bricolaje» cultural. La pertenencia múltiple nos conduce al ejercicio de relaciones flexibles y modulables con las diferentes comunidades con las cuales mantenemos vinculaciones.
 
Lo que parece difícil de aceptar, en cambio, es que el precio a pagar por un supuesto universalismo o cosmopolitismo sea la difuminación de nuestras identidades culturales y nacionales diferenciales. Para que haya diálogo intercultural y respeto a las diferencias primero tiene que existir el reconocimiento del derecho a ser, a tener una identidad propia, a poder utilizar la propia lengua, a practicar unos valores, a disponer de una simbología compartida, y a aspirar no solo a «conservarla» en el presente, sino a poderla transmitir creativamente a las generaciones futuras.
Las identidades culturales y nacionales de los pueblos no se ven satisfechas con medidas de discriminación positiva que pretendan favorecer transitoriamente las injusticias o desigualdades cometidas contra ellas, sino que aspiran más bien a la reafirmación permanente de su existencia y a la propia transmisión y recreación de sus rasgos característicos. El conocimiento y respeto de estas aspiraciones es probablemente uno de los primeros deberes cívicos de cualquier agente educador y socializador.
 
 

  1. ¿Cómo gestionar la diversidad? ¿Cómo acoger la diferencia?

 
No solo las administraciones e instituciones públicas están hoy obligadas a (re)definir un modelo de interculturalidad. También las asociaciones culturales, educativas, religiosas, deportivas, de ocio, así como las organizaciones empresariales, sindicales, etc. se ven afectadas por el pluralismo cultural. A pesar de que la presencia extranjera responda todavía a una desigual distribución territorial, cada vez serán más abundantes los signos visibles de esta presencia. A diferencia de lo que ocurre con el turismo, esta situación no será provisional, sino que se irá reafirmando como una presencia permanente.
Tendremos que aprender a vivir con el extranjero, a contemplar a nuestro alrededor la diferencia del otro (de raza, de indumentaria, de lengua, de concepción de la vida), a incorporar la peculiaridad de alguna de estas diferencias (comedores escolares con dietas especiales, asignatura de religión islámica, venta y consumo de productos exóticos, apertura de nuevos espacios religiosos como mezquitas o sinagogas, cementerios musulmanes, parejas y matrimonios mixtos, reconocimiento laboral de determinados preceptos religiosos como el ramadán, etc.).
 
La pregunta «¿Qué tipo de tratamiento deberemos dar a los inmigrantes?» es de las que obligan a pensar nuestra realidad no como el eterno retorno de problemas heredados, sino como un desafío a nuestro proyecto de futuro. Nos jugamos el hecho de aprender a crear mecanismos que favorezcan la inclusión del otro o, por el contrario, a practicar su exclusión, es decir, a aceptar como buenas ciertas actitudes que nieguen el acceso del otro a una forma de identidad colectiva (la nuestra) o que impongan, como peaje de inclusión, la anulación o dilución de su diferencia. Las nuevas condiciones del pluralismo cultural nos obligan a practicar, en cambio, combinaciones mucho más complejas; combinaciones, nos atreveríamos a decir, de doble dirección. Tendremos que respetar la diferenciación de los idénticos y tendremos que reconocer y promocionar la identificación de los diferentes.
 
 

  1. La«diferenciación»de los idénticos

 
De momento, y por las razones históricas antes expuestas, este es sin duda el reto más fácil de alcanzar en nuestro territorio. De una manera aproximativa e inevitablemente inexacta podríamos decir que en nuestro país hay unos mínimos comunes denominadores identitarios ampliamente compartidos.
Y, por otra parte, hay una amplia gama de rasgos diferenciales de ciudadanos y grupos que simplemente se acomodan (o, en su defecto, reclaman/negocian el reconocimiento de su acomodación) al sistema básico de convivencia o, con diversas gradaciones, comparten lealtades con otras realidades políticas y culturales.
 
Aunque de iure no sea así, de facto España puede considerarse ya un Estado plurinacional y pluricultural en donde, con dificultades, se intenta practicar la convivencia en la diversidad más que la simple coexistencia. Los individuos no deben ser tratados como simples o exclusivos portadores de identidades colectivas —ni por el Estado ni por las Comunidades Autónomas— (ello implicaría, en la práctica, el peligroso ejercicio de un cierto colectivismo), sino que deben ser considerados como personalidades con capacidad para definir su propia identidad y sus objetivos vitales. No se puede ejercer sobre ellos restricción de las libertades ni ningún tipo de opresión en aras de determinados valores colectivos o determinadas formas de vida. En cualquier caso, no debería haber sobre ellos más «opresión» que la que toda autoridad liberal democrática impone a cualquier ciudadano para el cumplimiento estricto de los deberes cívicos básicos.
 
Es previsible, pues, que esta diferenciación de los idénticos continúe oscilando entre, por un lado, el legítimo fortalecimiento o protección institucional de aquellas formas de vida que hasta el momento los ciudadanos han escogido (y que constituyen lo que hemos llamado los «mínimos comunes denominadores identitarios») y, por el otro, la no resistencia institucional a la modulación y experimentación de opciones de vida alternativas propuestas por los ciudadanos, para el disfrute de las oportunidades vitales que se ofrecen como resultado de la interacción y/o el aprendizaje de otras culturas. De momento, en el Estado español, esto parece más fácil en el plano (pluri)cultural que en el plano (pluri)nacional.
 
Este doble registro no afecta solo a las administraciones públicas. También las asociaciones y entidades culturales deberán saber compatibilizar en sus prácticas un criterio decidido de arraigo al país y un criterio de tolerancia hacia la experimentación de formas de vida alternativas por parte de sus miembros.
Es muy tentador aducir que la defensa liberal de la diferenciación de los idénticos (o de la vivencia multicultural, o de la influencia globalizadora) puede comportar el «peligro» (sin duda real) de que se difuminen los sentimientos de identidad cultural. El error del «cosmopolitismo desenfadado» (algunos lo denominan «cosmopaletismo») reside en creer que una vivencia multicultural significa trascender la cultura propia y, por lo tanto, terminar por no pertenecer a ningún lugar.
La diferenciación de los idénticos como producto del pluralismo cultural significa, por el contrario, gozar de plena libertad para desenvolverse uno mismo dentro de la cultura propia, para poderse distanciar críticamente de determinados roles culturales y escoger aquellas características de la cultura que creamos que merece la pena desarrollar o que, por el contrario, queramos rechazar. Podemos optar por formas de vida muy diferentes, pero ello no significa necesariamente que tengamos que travestirnos.
 
 

  1. La«identificación»de los diferentes

 
Ahora es el momento de volver a formular la pregunta planteada anteriormente: «¿Qué tipo de tratamiento tendremos que dar a los inmigrantes?». Esta pregunta puede contestarse en varios niveles. Consideraremos básicamente tres: el nivel jurídico-político, el nivel socioeconómico y el nivel cultural, concediendo especial atención al tercero.
 
Respuesta jurídico-política
 
El nivel jurídico-político requiere poner en práctica el principio del reconocimiento. Para favorecer una acomodación cultural básica (o mínima) no podemos hoy utilizar un modelo de recepción político-cultural basado en la asimilación impuesta, en la segregación de grupos minoritarios o, menos todavía, en la exterminación. Como ya hemos justificado suficientemente, la uniformidad cultural obtenida a partir del sacrificio de las diferencias (internas del grupo, o externas) es incompatible con la vivencia de un pluralismo cultural ampliamente deseado y valorado.
 
El punto de partida jurídico-político, entonces, ha de ser —junto con la promoción de la propia identidad territorial colectiva y de la defensa de sus principales elementos generadores— el reconocimiento activo del carácter valioso de otras tradiciones culturales. Merece la pena volver a insistir en los dos puntos mencionados.
Por un lado, las comunidades políticas han de poder ejercer el derecho a decidir las políticas de admisión y acceso de los inmigrantes basándose fundamentalmente en los principios democráticos inspiradores de su constitución, en las obligaciones morales de acogida que nos vinculan con los demás e incluso, en su caso, en la disponibilidad de recursos con los que cuentan o en el mantenimiento de un grado básico de seguridad de los derechos de los ciudadanos.
Y, por otro lado, lo que tienen que percibir aquellos grupos culturales que concurran en nuestra sociedad es que se les reconoce, como un bien primario, la pertenencia a su grupo; que el respeto a su autonomía individual incluye los rasgos culturales específicos que caracterizan su vida, a excepción de aquellos que atentaran directamente contra los principios básicos de convivencia del país de acogida; que la identidad de su grupo minoritario será considerada igualmente, tratada igualmente; que tendrá, en definitiva, una misma igualdad en la diversidad. O, dicho de otra forma, que el reconocimiento de su estatuto jurídico no quedará satisfecho únicamente con la referencia a los derechos individuales, sino que además se tendrán en cuenta sus peculiaridades culturales.
 
El principio del reconocimiento implica, por lo tanto, que no habrá solo un (buen) tratamiento jurídico para los individuos pertenecientes a minorías, sino que se valorará también la dimensión colectiva, cultural, a la cual pertenecen. De forma análoga, el principio de reconocimiento implica que esta pertenencia grupal no deberá dificultar el acceso de los individuos inmigrantes a la plena ciudadanía y a la titularidad y disfrute de los derechos que de ella se derivan. En definitiva, que no quedaran «excluidos». Así pues, dentro de la dinámica de identidades múltiples o compartidas derivada de la nueva situación de pluralismo cultural es posible imaginar para el futuro la coexistencia y articulación no conflictiva entre una identidad colectiva ampliamente compartida y varias identidades culturales grupales o particulares. Este equilibrio de pertenencias y lealtades será siempre, inevitablemente, inestable y abierto a nuevas formulaciones, pero no cabe duda de que se aproximará más a una política de respeto a los derechos humanos que los modelos asimilacionistas, segregacionistas o genocidas del pasado.
 
Respuesta socioeconómica
 
El nivel socioeconómico debería responder al principio de integración en sus diferentes grados de acogida. La plena convivencia dentro de una sociedad debe promover el acceso homogéneo a servicios que nosotros consideramos básicos, tales como el escolar, el de la vivienda, el laboral o el sanitario, y permitir y promocionar la participación y la relación en los diversos ámbitos sociales. Todo ello comporta decisiones políticas, pero no se reduce tan solo a estas, puesto que dependerá en gran parte de los ciudadanos, de las asociaciones y de las organizaciones y del trato que quieran dar a los inmigrantes para que no ocupen siempre una posición subordinada en la estructura social. El rechazo del principio de integración y la falta de ámbitos en los cuales promoverlo contribuye sin duda a identificar la diferencia con la marginalidad y la exclusión.
 
A mi modo de ver, la actual ley de extranjería aprobada por el Gobierno español no permite poner en práctica satisfactoriamente ni el principio de reconocimiento ni el principio de integración.
 
Respuesta cultural
 
Por último, el nivel cultural es propiamente el que pone en juego el principio de identificación. La identidad cultural del inmigrante (aquello que en relación con nosotros constituye su diferencia) ha de respetarse, pero también hay que promover su progresiva identificación cívico-nacional con el país de acogida. El rechazo del principio de identificación se manifiesta a partir de dos extremos opuestos, el de la asimilación conformadora y coercitiva a cualquier precio y el de la segregación. Sin embargo, ni el acceso al trabajo (a menudo precario) puede ser un chantaje para exigir al inmigrante la sumisión cultural, ni la integración socioeconómica y laboral del inmigrante puede legitimar la exclusión cultural que a menudo algunos de ellos practican.
 
El tratamiento del nivel cultural es especialmente importante porque la identidad ciudadana moderna no se define en términos de raza, sino de pertenencia e identificación con una cultura societaria. Aquí reside una clave, a menudo desatendida, que en cambio permite una lectura muy amplia de la acogida. El principio de identificación no tiene en cuenta tanto el marco de procedencia como la voluntad del sujeto de aceptar la invitación o el reto de inscribirse en un nuevo horizonte cívico: el de la comunidad que lo acoge. Esta integración identificacional conseguiría que todas las partes se sintieran copartícipes en la construcción de una historia y de una sociedad comunes que segregaría una cultura también común, un bien común compartido. De esta manera se conseguiría realizar el viejo sueño de la ciudadanía republicana expresado por Tocqueville cuando decía que “tal vez el único medio para interesar a los hombres en la suerte de su patria sea el de hacerles participar en su gobierno”.
 
Ahora bien, esta no es una invitación pasiva del tipo «decide si quieres ser ciudadano o no, pero no hay posibilidad de negociación». Tanto nuestra identidad personal (la de cada persona, sea o no inmigrante) como la cultura de un colectivo se construyen en la actualidad a través de un proceso dinámico que incorpora una cierta reflexibilidad. Esta visión dinámica y construccionista de las identidades permite la interacción, el influjo mutuo, la reapropiación original de rasgos diferentes, la reelaboración abierta de diferentes tradiciones, la participación con voz y melodía propias.
 
Querer compartir un nuevo horizonte cívico supone, además de gozar de un conjunto de derechos, asumir también un compromiso, aceptar unas condiciones de admisión a la comunidad política, incorporar un conjunto de deberes sociales que se correspondan progresivamente con el esfuerzo integrador realizado por la comunidad de acogida. Este compromiso no representa una homogeneidad cultural, pero sí la aceptación del marco legal y de los principios políticos básicos de esta colectividad, así como también participar en sus instituciones y la disposición a conocer la lengua y la cultura de la nueva sociedad.
La mayor parte de las democracias occidentales no aceptan que los inmigrantes procedentes de países cuyas prácticas tradicionales implican la restricción de derechos básicos de sus propios miembros las puedan seguir ejerciendo en su nuevo país de acogida. Concertar matrimonios forzados, ejercer la discriminación sexual en la educación o repudiar unilateralmente a la mujer, por ejemplo, no tienen reconocimiento legal en los países occidentales y tampoco deberían poder tenerlo en el nuestro. Estas restricciones deben ser aceptadas por todos aquellos inmigrantes que quieran incorporarse a una nueva comunidad cultural, al menos en dos niveles.
 
En un primer nivel, los inmigrantes tendrán que aceptar compartir con nosotros los principios normativos básicos para el desarrollo de una vida política propia de una democracia constitucional como la nuestra. En un segundo nivel, deberían identificarse también gradualmente con la misma «impregnación o conformación ético-cultural» que se deriva del nuestro Estado de derecho y de nuestro proceso democrático legislativo. En caso contrario, tendría razón Giovanni Sartori al preguntarse: “¿Puede una comunidad sobrevivir fraccionada en subcomunidades que son, en concreto, contracomunidades que llegan a rechazar las reglas que constituyen un convivir comunitario?”. Responder a esta pregunta hoy significa reconocer que también la comunidad pluralista tiene unos límites. Y esta es probablemente la paradoja del presente: en nombre del pluralismo no podemos aceptar a aquellos inmigrantes que claramente se propongan permanecer totalmente «extraños» a la comunidad de la que entran a formar parte, porque esta actitud ataca directamente al espíritu del pluralismo, que no es otro que asumir, en un grado o en otro, y a pesar de la diferencia, el principio de identificación. n
 

Àngel Castiñeira

estudios@misionjoven.org