Increencia y jóvenes: datos y posibles raíces

1 abril 2007

Antonio Jiménez Ortiz, teólogo, profesor de la Facultad de Teología de Granada
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El articulo analiza pormenorizada y rigurosamente la situación de increencia de los jóvenes en España, de manera particular en la última década del siglo XX y en estos primeros años del XXI, constatando la dura realidad de que la corriente de la increenciajuvenil aumenta progresivamente. Y pasa después a reflexionar sobre las raíces del hecho, fijándose especialmente en la crisis de la socialización debida a la fuerte sacudida producida en la familia, en la irrelevancia social de la cuestión religiosa en medio de la complejidad de la sociedad actual, en el narcisismo ambiental, en la banalidad existencia y en la ausencia de pasión.

  1. Los jóvenes y la fe en Dios en los últimos años

 
En 1989 creían en Dios el 74% de los jóvenes españoles y se autoposicionaban como indiferentes un 18% y como no creyentes o ateos un 6%. El 47% de los jóvenes creyentes tenían la imagen de un “Dios personal”, mientras que el 26% creían en un Dios como espíritu o fuerza vital, y el 19% “no sabe”. Esta era, de forma condensada, el punto de partida para la evolución de la fe en Dios en los jóvenes españoles en los últimos diez años del siglo XX.
 
1.1. En la década de los noventa

En la cuestión de Dios los jóvenes dependen evidentemente del entorno cultural de la sociedad en que viven. En 1993 los españoles seguían manteniendo un nivel medio-alto de creencias, que en el caso de la existencia de Dios llegaba a ser muy elevado. Y cuando por ese tiempo se daban ya reajustes significativos en la identificación religiosa de los jóvenes, su creencia en Dios sin embargo no se debilitaba de forma palpable: «El grado de creencia en Dios o, por mejor decir, la difusión de esa representación entre los jóvenes, no tiene en principio una correspondencia clara con la identificación religiosa de los jóvenes católicos. Así, mientras se producía entre los jóvenes una importante -y en ningún caso vacilante- transferencia a las filas del catolicismo no practicante, no se daba ninguna alteración digna de mención en la proporción de los que creen y de los que no creen en Dios (…). Los cambios acaecidos en la identificación religiosa no se producen, por tanto, como consecuencia de un replanteamiento significativo de las creencias».
En el año 1994 saltaba “la sorpresa de la oración en los jóvenes”: casi 6 de cada 10 jóvenes afirmaban tener experiencias de oración, fuera del ámbito de la misa, frente a un 42% que decían que no rezaban nunca o casi nunca. Pero lo más importante era el hecho de que casi el 80% de esos jóvenes que oran, lo hacen en solitario, y la mitad en los momentos de dificultad. Esto subrayaba el carácter individualista y solitario de la experiencia religiosa juvenil. ¿Y a qué Dios rezaban? Siete de cada diez jóvenes (en 1994) afirmaban creer en Dios y en un Dios que se ha manifestado en Jesucristo. En una sociedad donde la experiencia religiosa iba teniendo una incidencia social y personal menor que en décadas anteriores, esas cifras atestiguaban la presencia de lo religioso en un segmento claramente mayoritario de la juventud. Otra cosa sería el influjo de esas creencias en la vida cotidiana.
Las hipótesis de la «pérdida de lo religioso», del «retorno de la religión» y del surgimiento de una “religión civil” no explicaban la complejidad de la realidad socio-religiosa de los jóvenes españoles, en esa mitad de los años 90. Ciertamente se comprobaba una pérdida en la dimensión religiosa, si se analizaban los datos de la práctica religiosa. Y también se podía hablar de cierto retorno de lo religioso en determinados aspectos como en el caso de la oración personal. Pero la hipótesis que posiblemente mejor interpretaba la situación era la «reconstrucción individualizada de la dimensión religiosa» en los jóvenes, que resultaba, sin embargo, muy desigual según los individuos o grupos, sin que fuera posible hablar de una línea dominante. Esa reconstrucción religiosa implicaba una «deconstrucción de lo heredado» y una elaboración novedosa a partir de la propia experiencia personal y en base a la interpretación que hacían los jóvenes de la oferta religiosa que se encontraban en la sociedad. El aspecto individual de la operación era decisivo.
Una lectura posible de este modelo individualista de construcción de la identidad religiosa podría ser la de «la religión a la carta»: cada cual elige en el mercado religioso o para-religioso lo que le place, posiblemente según el criterio de comodidad, buscando la acogida cálida en determinados grupos religiosos, que funcionan como refugios frente a un entorno social competitivo y complejo. Este fenómeno era real entre los jóvenes, pero no se podría sostener que ésa fuera la modalidad definitoria de la religiosidad juvenil en la primera mitad de la década. La hipótesis de la construcción individualizada de lo religioso también podía ser leída desde la búsqueda de una mayor exigencia y de un mayor rigor ético, ya que se podía comprobar esa hipótesis en los jóvenes que se denominaban «católicos practicantes». No se trataba, por tanto, en la vivencia de bastantes jóvenes de buscar una «religión de segunda división», sino de un esfuerzo real de búsqueda de sentido, de actualización experiencial de lo transmitido por la familia, por la escuela y por la propia Iglesia, aunque el proceso no fuera coronado por el éxito, visto desde el ámbito de la ortodoxia eclesial.
En 1994 el 70% de los jóvenes estaban de acuerdo con la expresión central del dogma cristiano propuesto bajo la fórmula “Dios existe y se ha dado a conocer en la persona de Jesucristo”. En 1999 sólo están ya de acuerdo el 60%. Y la frase “Yo paso de Dios. No me interesa el tema” consigue una aceptación del 18% en 1994 y del 24% en 1999. El paisaje de la creencia en los jóvenes a final de la década de los noventa va cambiando con rapidez y la socialización religiosa en la familia da señales de agotamiento. Ya no se puede hablar de mera reconstrucción de lo heredado, porque en el caso de muchos jóvenes no hay nada religioso que hayan podido heredar. O se han heredado elementos religiosos sin solidez intelectual, sin consistencia experiencial y afectiva. Y esto supone que en el ámbito de lo vitalmente plausible, de lo sentido como importante y decisivo para sus vidas, la dimensión religiosa sencillamente no existe en muchos jóvenes.
Estamos, por tanto, ante una generación que no ha sido socializada religiosamente. No solamente no saben nada de la fe ni de cultura religiosa, sino que incluso no sienten necesidad de saber nada. Lo religioso representa para ellos un mundo lejano, inexistente, porque la cuestión religiosa ha desaparecido de su horizonte vital. En una lista de diez aspectos de la vida, la religión ocupa el noveno lugar, sólo por delante de la política.
 
1.2. A principios del nuevo siglo

Los jóvenes en este siglo XXI siguen marcados por el realismo, el pragmatismo y el utilitarismo. No creen en las utopías y no se fían de ningún tipo de revolución. Necesitan menos el apoyo de unas creencias y abandonan con facilidad los ámbitos de trascendencia políticos y religiosos. No se entusiasman frecuentemente. Confían en sus amigos, se sienten a gusto en sus familias. En su vida prima la atomización, la simultaneidad, la superficialidad. Sehan instalado en la cotidianidad. No tienen grandes convicciones. Son permisivos, tolerantes, relativistas. Les gusta jugar con múltiples opciones y saben reconciliar identidades contradictorias. Se sienten libres, consumistas, generosos, auténticos. No aceptan la injusticia y quieren ser solidarios. Apuestan por fines nobles, pero les falta el ejercicio de la disciplina. Han crecido sin que les hayan hablado del concepto de límite. El límite no es plausible para ellos. La pregunta religiosa no aparece normalmente en su horizonte vital. En una lista de cosas importantes en su vida colocarán a la familia en los primeros lugares y a la religión y a la política en los últimos. Su refugio es la diversión y su paraíso la noche.
¿Y la fe en Dios?
En 2002 hay datos de la religiosidad juvenil que realmente sorprenden: se consideran católicos el 66% y no creyentes el 32% (indiferentes un 16%, agnósticos un 6% y ateos un 10%), pero la creencia en Dios tiene una aceptación del 69% y la divinidad de Jesucristo es admitida por un 55%. Se posicionan como católicos practicantes un 38% y sin embargo van a misa una vez al mes sólo el 21%. Y lo que resulta más difícil de comprender: creen en Dios un 37% de los indiferentes, un 23% de los agnósticos y un 6% de los ateos. Cuando se indaga un poco más se descubre que los jóvenes no creyentes creen en un Dios cosmovitalista, como energía cósmica, como aquello que hay de positivo en hombres y mujeres. Esta extraña mezcla nos enfrenta a una tendencia inquietante: la imagen de Dios se despersonaliza, se vacía desde la perspectiva cristiana en la experiencia de trascendencia de no pocos jóvenes españoles.
En Jóvenes españoles 2005 los datos sobre la increencia juvenil en España resultan ya abrumadores: un 46% se declaran indiferentes, agnósticos y ateos. Los que se consideran “católicos muy practicantes” llegan a un 10% y los “católicos no muy practicantes” un 39%. La creencia en Dios ha pasado de un 65% en 1999 a un 55% en 2005. Y de nuevo una sorpresa: rezan por lo menos alguna vez el 58% de los jóvenes… Y de los jóvenes no creyentes rezan alguna vez el 40%. ¿Paradojas? ¿Contradicciones? ¿O una realidad juvenil que necesita estudios más precisos en su dimensión religiosa? Algo está claro: la corriente de la increencia juvenil en España sigue aumentando…
 

  1. Intento de diagnóstico: ¿Cuáles son las raíces de esa increencia juvenil que está creciendo?

 
Hace años hacía unas reflexiones sobre el carácter complejo de la indiferencia religiosa, que hoy me atrevería a aplicar a la increencia juvenil en general.
Los datos de los últimos años describen a una “minoría agnóstica y atea” muy coherente con su postura, y con una conciencia clara de los interrogantes fundamentales de la existencia y de la necesidad de un compromiso humanista. Pero las contradicciones e incongruencias, que desde el punto de vista teórico podemos comprobar en los últimos años en el ambiente de la increencia juvenil, nos pueden desvelar la ambigüedad y la confusión de la experiencia “no creyente” de bastantes adolescentes y jóvenes perdidos en una sociedad compleja y laica.
Es posible que su increencia, salvo en esa minoría que hemos señalado, sea la conclusión existencial de una profunda perplejidad en la que los valores de la esfera religiosa están velados, mutilados, negados o solapados por intereses cotidianos. Estos intereses son de por sí capaces de orientar la inteligencia y, sobre todo, la voluntad de los jóvenes en una actitud de satisfacción vital y de ausencia de interrogantes. Esa actitud se caracteriza, desde el punto de vista subjetivo, por la carencia de inquietud religiosa y, objetivamente, por la afirma­ción de lairrevelancia de Dios y de la dimensión religiosa en el plano axiológico. Se trata, por tanto, de un desinterés por lo reli­gioso en el plano intelectual y de un desafecto a nivel de la voluntad, cuya etiología es compleja e incluso confusa. En el fondo supone un juicio implícito o práctico sobre la falta de signi­ficatividad de la religión, compatible en la vida cotidiana con restos de experiencias religiosas o con fragmentos de verdades cristianas.
Creo que en su mayoría estos jóvenes no creyentes se hallan perdidos en la superficie de la realidad. Vivenen la despreocupación frente a lo religioso, adolecen, sin nostal­gias turbadoras, de insensi­bilidad ante ciertos valores, ante experiencias de sentido y de totalidad. En el fondo no se pronuncian existencialmente ni a favor ni en contra de Dios. Le niegan a la cuestión religiosa toda consistencia, pero de una forma poco refleja y nada crítica. Lo decisivo en sus vidas es la realidad inmediata, el placer, la diversión, los objetivos profesiona­les, el poder, la felicidad como sueño, el éxito, el dinero, el consumo, el vivir cada día sin horizonte trascendente.
 
2.1. La crisis de la socialización religiosa: la familia del pacto y del desbordamiento
 
El santuario tradicional de la familia se siente fuertemente sacudido en los últimos 50 años. El control de la sexualidad y las nuevas técnicas de reproducción, la permisividad ambiental, el nuevo papel de la mujer en la sociedad, la secularización de las costumbres, el pluralismo social y religioso, la llamada sociedad del bienestar que reemplaza con éxito funciones que durante siglos ha venido ejerciendo la familia, la pluriformidad de los modelos familiares… han supuesto graves tensiones para la familia tradicional y para su papel socializador. Esto no supone el fin de la familia. Al contrario, se percibe en occidente una revaloración del núcleo familiar como lugar de encuentro y aceptación en medio de una sociedad confusa y conflictiva. Pero los padres se sienten desbordados con sensación de desconcierto, provocada en parte por estrategias educativas equivocadas, por falta de autoridad y por cierta incapacidad para establecer límites definidos para sus hijos.
El refugio familiar tiene, sobre todo, un carácter emocional y afectivo, y también económico. Porque desde el punto de vista ideológico y religioso la familia ha dejado de desempeñar el papel de otros tiempos: sobre temas políticos y religiosos ya no se discute. Hay como un pacto de no agresión en estos temas, porque en realidad esas cuestiones se han desplazado a la periferia de las preocupaciones e intereses de padres e hijos, quizás también porque hay más conciencia de lo que significan el respeto, la tolerancia, la libertad de opinión. Pero también porque se da en los padres una actitud de dejación frente a sus deberes educativos, motivada por la impotencia ante la complejidad de las situaciones y la cantidad de desafíos que sobrepasan sus capacidades, por el cansancio, por el deseo de tener, al menos, un rincón de paz donde poder respirar y descansar de las tensiones y conflictos de la vida cotidiana.
Hasta hace relativamente poco la educación en el plano de los valores se basaba en “procesos postfigurativos”: los padres enseñaban a sus hijos, lo que ellos habían aprendido de los abuelos… La sociedad actual, sin embargo, está imponiendo “procesos configurativos”: las nuevas generaciones asimilan los valores a través de amigos y compañeros, por medio de la TV, radio, música, internet, bajo el influjo de corrientes y modas efímeras.
Así la familia ha dejado de ser un agente de socialización religiosa: los niños crecen, en la mayoría de las familias, sin la experiencia del valor religioso como referencia existencial, salvo en familias convencionalmente cristianas, en las que los hijos ya adolescentes rechazan sin discusiones ni conflictos la fe y la práctica religiosa de sus padres por considerarlas poco significativas o poco coherentes. El ansia de autenticidad les lleva a menospreciar como moralizantes o legalistas las actitudes religiosas de sus entornos familiares. Y los conflictos de roles paterno y materno pueden originar en los hijos problemas afectivos en relación con el padre, que haga difícil el acceso a la experiencia de Dios, proyectando sobre él conflictos de carácter afectivo.
 
2.2. La irrelevancia social de la cuestión religiosa: los jóvenes como ciudadanos de una sociedad compleja y confusa

Secularización y libertad religiosa, pluralismo y tolerancia, individualismo y solidaridad, filosofía de mercado y política social, ambiente empirista y tendencias espiritualistas, participación democrática y poderes anónimos, ciencia y esoterismo, violencia y movimientos pacifistas, sensibilidad ecológica y contaminación ambiental, política y corrupción… son algunos de los binomios que describen la complejidad inabarcable de nuestras sociedades occidentales.
Ya no están vigentes los sistemas de referencias globales de carácter ideológico y religioso que nos han orientado en las últimas décadas: sólo quedan subsistemas o fragmentos de ideologías que no tienen la capacidad para abrir un camino en la jungla de la sociedad contemporánea. Así el pluralismo ideológico se hace ilimitado e inabarcable y reina la confusión: son muchas y muy dispares las jerarquías de valores en circulación.
Adultos y jóvenes están obsesionados por la inseguridad y por la vulnerabilidad de las relaciones afectivas y sociales. Así se puede entender esa búsqueda continua de espacios privados, y el tribalismo de muchos jóvenes necesitados de apoyos emocionales y de grupos cerrados. Y desde ellos hacen una selección a la carta de las diversas ofertas de todo tipo que se dan en la sociedad, guiados por el inmediatismo, el hedonismo, el afán de vivencias y sensaciones, el cultivo de la imagen.
Ya no se cree en los grandes mitos, grandes palabras o en las utopías políticas y religiosas. Se confía en el amigo, en la familia, en el entorno cercano, mientras se toma distancia de las instituciones sociales y se rechazan las iglesias. Se siente la necesidad de sentido, de orientación, de luz en un mundo complejo y conflictivo, pero resulta difícil fiarse de alguien porque no hay certezas absolutas.
Dios está presente en este mundo al que ama y al que ofrece la salvación. Pero la experiencia de Dios resulta más difícil y menos plausible, porque lo religioso aparece como insignificante bajo el diluvio de mensajes, modas, propuestas de todo tipo en una sociedad secular y laica.
 
2.3. El narcisismo ambiental en la sociedad de la diversión y de la inmediatez

Descubrimos en la sociedad actual síntomas de una curiosidad morbosa por todo lo esotérico y paranormal, por lo misterioso. Pero la nostalgia del Misterio, como realidad sagrada, se ve dificultada por el consumismo, el utilitarismo, el pragmatismo, el narcisismo. No se tienen grandes aspiraciones ni se buscan ideales por los que vivir, y menos por los que morir. Los demás son bienvenidos si no traen problemas: no hay ningún deseo de asomarse a su misterio personal ni de profundizar en el propio. Es mejor vivir al día y con relaciones gratificantes y superficiales. Se huye del dolor y se margina socialmente la realidad de la muerte, experiencias ambas que durante siglos abrían a los hombres y mujeres a la pregunta del más allá y del Misterio trascendente.
Ya en 1983 Gilles Lipovetsky hablaba del neonarcisismo como nuevo espíritu del tiempo, en el que sólo la esfera de lo privado puede sobrevivir en el maremoto de apatía frívola que todo lo invade. La preocupación del individuo se centra en su yo y en sus vaivenes psicológicos. El desarrollo psíquico se convierte en una nueva bulimia: psicoanálisis, yoga, zen, expresión corporal, dinámica de grupo, meditación trascendental… están provocando un formidable empuje narcisista, encerrando al sujeto en una circularidad regida sólo por laautoseducción del deseo. Así la búsqueda de autenticidad relega totalmente la reciprocidad, y el conocimiento obsesivo de sí mismo prevalece sobre el reconocimiento del otro, que se abandona en la sombra como polo de referencia en el proceso de humanización.
La experiencia de los últimos años ha confirmado las agudas reflexiones del sociólogo Gilles Lipovetsky. El trastorno narcisista de la personalidad es un síndrome típico de nuestro tiempo posmoderno, por el que se paga un alto precio: vulnerabilidad, desamparo, soledad, vacío, ausencia de sentido, inflación del yo y de sus necesidades, miedo a la alteridad, fragilidad en las relaciones, rechazo instintivo de los límites que supone la finitud existencial. Se cierran los ojos a la realidad y a su opacidad ineludible, y se vive en una nube cargada de sentimientos de omnipotencia. Hay predisposición a la solidaridad. Pero con frecuencia el acto de generosidad está orientado hacia la búsqueda del éxito personal, y en el fondo alimentando la autoestima narcisista y la valoración desorbitada del yo. El compromiso por los demás tiene una base frágil, ya que la búsqueda de gratificación instrumentaliza al otro y sus posibles demandas.
El narcisista, encadenado a sus deseos y necesidades, tiene graves dificultades para abrirse gratuitamente a alguien, que no pueda controlar para ponerlo al servicio de sus intereses. El narcisista no es capaz de discernir la alteridad, no la siente como una posibilidad de maduración. Tiende a manipular la realidad del otro (y por tanto también el Misterio de Dios) para adecuarlo a sus deseos, para convertirlo en herramienta útil de su egocentrismo. Abrirse a la auténtica experiencia de Dios supone la destrucción radical de los muros y defensas de un joven obsesionado por su yo.
Los jóvenes, en su mayoría, no rechazan a Dios y creen en él: pero lo desean familiar, cercano, domesticado, gratificante emocionalmente. Es preferible una imagen de Dios como fuerza cósmica manipulable, que no como un Tú en un diálogo responsable y exigente. A los adolescentes y jóvenes les resulta muy difícil comprender que la fe tiene que ver también con desierto, sed, abismo, noche oscura, con el “Mysteriumtremendum et fascinosum” de la búsqueda religiosa del ser humano durante milenios.
 
2.4. Banalidad existencial y ausencia de pasión: la larga sombra del empirismo
 
Augusto Comte (1798-1857) pretendió sistematizar la historia de la humanidad como una evolución progresiva bajo la “ley de los tres estadios”. En el tercer estadio (“estadio positivista”) ni la religión ni la metafísica tienen ya razón de ser. Según Comte, si la religión caracterizó la edad antigua y la metafísica la edad media, la ciencia caracterizará la edad moderna y plantará su trono sobre las ruinas definitivas de la religión y de la metafísica. Porque la dinámica de este desarrollo de la humanidad no se puede detener y el triunfo del positivismo está totalmente garantizado.
Comte no tuvo éxito, desautorizada toda su construcción histórica por investigaciones más precisas y objetivas. Pero su influjo hasta nuestros días es innegable, a pesar de los abundantes elementos triviales de su obra. Y se alza como el profeta del nuevo tiempo. Elabora más sistemáticamente que otros las bases positivistas de la incipiente época tecnocráti­ca: la ciencia y la técnica como las fuerzas históricas que necesaria­mente alcanzarán el definitivo progreso de la humani­dad.
El prodigioso avance de las ciencias experimentales en los últimos cincuenta años ha creado una atmósfera empirista que lo invade todo. Y en el ámbito religioso esta sensibilidad empirista es un obstáculo serio para la aceptación de la fe en Dios, Misterio insondable que se escapa a los controles experimentales y que desafía nuestra ansia de dominio y manipulación.
Adolescentes y jóvenes van creciendo en este ambiente empirista, centrados en el tener y en el sentir, intentando al mismo tiempo que los acontecimientos, vivencias y experiencias no dejen huellas, siempre ligeros de equipaje para no perder las múltiples ocasiones que se presentan, provisionales y pasajeras como hojas de otoño.
Y por otro lado podemos contemplar el siglo XX como un siglo de grandes pasiones: ni el progreso de la ciencia y de la técnica, ni las ideologías políticas que han recorrido el siglo con utopías y revoluciones, ni las guerras mundiales y regionales que lo han sembrado de violencia y terror, ni los miles de mártires que han dado testimonio de su Dios o de su esperanza terrena, ni la literatura, ni las vanguardias de la pintura, ni la historia del cine, ni el inicio de la conquista del espacio… pueden entenderse sin mujeres y hombres apasionados por una idea, por un proyecto, por una causa, por la búsqueda incesante de la libertad, del amor, de la belleza.
Y ahora vivimos el reflujo de la pasión: salvo los hinchas de los clubs de fútbol o los fans de ciertos cantantes, nadie parece entusiasmarse por algo serio y definitivo, nadie parece apasionarse por alguien.
Lo más acertado es no hacer renuncias ni grandes sacrificios, no ponerse límites, no encorsetarse en un credo determinado, mantener la libertad de abandonar cualquier compromiso para entregarse a la inmediatez de los deseos y necesidades: patinar, flotar, volar, no atarse ni dejarse entusiasmar por la pasión. Se vive durante años con la fantasía de que la existencia se puede programar y dirigir con la libertad que da un imaginario y omnipotente mando a distancia: “Todos los delirios de grandeza, actuar a distancia sobre el mundo, vencer la gravedad, experimentar la omnipotencia del pensamiento, pueden ser satisfechos pulsando un botón, atravesando una célula fotoeléctrica”.
La ciencia y la tecnología al servicio del consumo alientan el deseo de omnipotencia. Pascal Bruckner afirma gráficamente que el progreso atiza nuestra fiebre. La técnica nos mantiene en la religión de la avidez, haciendo que lo posible se vuelva deseable, y lo deseable, necesario. Los jóvenes lo quieren todo y su contrario: que la sociedad los proteja sin prohibirles nada, sin obligarles a nada, que los asista con afecto, pero sin importunarlos, que esté ahí para ellos sin que ellos estén ahí para la sociedad. La soberanía del capricho pulveriza el principio de la alteridad y debilita los fundamentos del sujeto, porque no se plantean límites de ningún tipo a la avalancha de los deseos. Y Dios se desvanece en esa jungla de los deseos, en la que resulta casi imposible el reconocimiento de la alteridad del Misterio trascendente.
Como lo expresa J. A. Marina: “El Yo se está convirtiendo en un “conjunto impreciso”. En todas partes se produce la desaparición de la realidad rígida, la desubstanciación, lo que dirige la posmodernidad. Nuestra forma de vivir que no acierta a comprender otros valores que no sean los de la satisfacción inmediata fomenta una disolución del Yo –el Yo disoluto, por decirlo en lenguaje un poco anacrónico”. Y este Yo disoluto difícilmente está dispuesto a trepar por las escarpadas veredas que llevan a la experiencia de la Trascendencia.
 

  1. Concluyendo: compasión y experiencia de Dios

 
¿Qué hacer? Entre otras cosas, acompañar a los jóvenes para que abran los ojos. El descubrimiento creyente de Dios en la historia necesita capacidad de contemplación de la realidad cotidiana. Y en esa contemplación puede brotar la convicción de que el Misterio ya está ahí: más allá de todo, como la presencia evidente de un amor ausente, que me llena de luz y sentido. En los jóvenes hay sensibilidad que puede ser educada para esta experiencia por el camino de la compasión.
La autenticidad de la propia vida, su profundidad y su misterio se descubren cuando el ser humano decide descentrarse. Nuestra existencia empieza a adquirir consistencia y sentido cuando es capaz de estar a la escucha del otro, de sus necesidades y de sus gritos de auxilio. Salir de uno mismo es el camino para encontrarse en la autenticidad. Vivir es emprender un camino de éxodo hacia los demás. Y en ese camino comprobamos la existencia de obstáculos, de límites, tenemos experiencias de contraste que nos obligan a buscar. El otro y su sufrimiento nos impulsan a abrir los ojos y a mirar más allá. El adolescente y el joven en sus experiencias cotidianas de disponibilidad, de altruismo, de servicio gratuito, con su viva sensibilidad ante el dolor y la injusticia… van captando sus impotencias, sus límites, su realidad de criatura contingente: el otro se convierte en símbolo, puente hacia una posible Realidad de la que pueda proceder la luz y el sentido que se ansían. En pocas palabras, abrir el corazón de adolescentes y jóvenes a la compasión sería uno de los medios más adecuados para hacer frente al fenómeno de la increencia juvenil.

Antonio Jiménez Ortiz

 
Cf. J. ELZO, Actitudes de los jóvenes españoles frente al tema religioso, en P. GONZÁLEZ BLASCO (y otros), Jóvenes españoles 89, Fundación Santa María, Madrid 1989, 306-307.
Cf. R. DÍAZ-SALAZAR, La transición religiosa de los españoles, en R. DÍAZ-SALAZAR – S. GINER (ed.), Religión y sociedad en España, CIS, Madrid 1993, 96: «La creencia en Dios es ampliamente compartida por los españoles (81%). Sólo el 13% niega la existencia de Dios. Las imágenes que los españoles tienen de Dios son las de un Ser superior de quien depende todo el mundo (28%), un Padre que nos ama y se preocupa por nosotros (25%), un Ser todopoderoso, creador y juez (23%)».
M. REQUENA, Juventud y religión en España, en M. MARTÍN SERRANO, Historia de los Cambios de Mentalidades de los Jóvenes entre 1960-1990, Instituto de la Juventud, Madrid 1994, 87.
Cf. J. ELZO, La religiosidad de los jóvenes españoles, en Jóvenes españoles 94, Fundación Santa María, Madrid 1994, 148. 157-161. 178.
Cf. J. ELZO, La religiosidad de los jóvenes españoles, 141-143. 180.
Cf. ibid., 180-181.
Cf. ibid., 181.
Cf. J. GONZÁLEZ-ANLEO (Dir.), Jóvenes 2000 y Religión, Fundación Santa María, Madrid 2004. En este estudio publicado en el 2004, cuyos datos fueron recopilados en el 2002, se introdujeron también las respuestas de adolescentes de 13 y 14 años, rompiendo el criterio básico mantenido hasta ese momento en estos estudios sobre los jóvenes españoles de la Fundación Santa María de analizar muestras de adolescentes y jóvenes entre los 15 y 24 años.
Cf. P. GONZÁLEZ BLASCO (Dir.), Jóvenes españoles 2005, Fundación Santa María, Madrid 2006. Quizás lo primero que llama la atención tras la lectura del capítulo que el Informe dedica a la religiosidad de los jóvenes es el dato, que nos resulta incomprensible, de que “en el año 2005 la categoría “católico no practicante” ha sido eliminada del cuestionario” (p. 250). ¿Eliminada? ¿Por qué? No se da ninguna razón.
Javier Elzo afirma: “Desgraciadamente un error se ha deslizado en el cuestionario y “ha saltado” una posición en la escala –la de “los católicos no practicantes”- (p. 92). Es decir, el Informe prescinde de la categoría con más alto porcentaje en 1999, entre los jóvenes de 15 a 24 años: 31.9%. No es cualquier cosa. ¿Se trata de un error fortuito o de una eliminación intencionada? En todo caso nos parece un grave error, que condiciona significativamente la credibilidad de este trabajo sobre la religiosidad juvenil, porque no podemos controlar hacia qué postura se han decantado en el cuestionario los jóvenes que provenían de ese grupo de católicos no practicantes. Porque afirma el autor del capítulo en p. 250: “Los católicos “no practicantes” habían sido denominados con frecuencia “católicos nominales”, de puro nombre, y su eliminación como alternativa del cuestionario ha obligado probablemente a no pocos de ellos a decantarse por opciones más tajantes. Bastantes se han decidido por presentarse como “católicos no muy practicantes”, otros se han alistado en las filas de los “no creyentes” y de los indiferentes”.
Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, Por los caminos de la increencia. La fe en diálogo, Ed. CCS, Madrid 1993, 105-106.
Cf. G. LIPOVETSKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, Barcelona 1986, 51. 54. 55. 60. 70. La edición francesa es de 1983.
L. HORSTEIN, Narcisismo. Autoestima, identidad, alteridad, Paidós, Buenos Aires – Barcelona – México, 2000, 75: «El narcisista (…) se aleja de los otros o se aferra a los otros. Se aleja cuando siente que amenazan su frágil equilibrio. Se aferra cuando su sed de objeto sólo se sacia en presencia de aquel a quien le toca la función de reflejar al sujeto. Su ausencia torna borrosa tanto la representación de sí como la del otro. En sus encuentros y logros dos interrogantes resuenan: ¿quién es yo? y ¿cuánto valgo yo?»
Ibid., 69: «El paciente parece atrapado a la vez por una autonomía que se transforma en soledad devastadora y un acercamiento con el otro que confina con la fusión mortífera. (…) Lo intolerable es la alteridad. Un exceso de presencia es intrusión. Un exceso de ausencia es pérdida.»
P. BRUCKNER, La tentación de la inocencia, Anagrama, Barcelona 21996, 63.
Cf. ibid., 64. 108. 110.
J. A. MARINA, Crónicas de la ultramodernidad, Anagrama, Barcelona 2000, 142.