La inteligencia emocional podría definirse como la capacidad que tiene una persona de manejar, entender, seleccionar y trabajar sus emociones y las de los demás con eficiencia, generando resultados positivos. En educación muchas veces nos hemos encerrado solamente en transmitir conocimientos; hoy, gracias a Dios, vemos que es necesaria la educación en diferentes aspectos vitales. Desde ahí es desde donde surge la imagen que propongo para la cubierta de este número dedicado a la inteligencia emocional en la educación y en la pastoral. Un papel viejo, de un cuaderno antiguo, sobre el que se muestra una extraña figura formada por un corazón y un cerebro, ambos símbolos de lo que se quiere representar, el cerebro de la inteligencia y el corazón como el motor de los sentimientos. En la imagen quiero representar que ambos están interconectados y que no se pueden separar. Hacerlo en un estilo vintage no tiene otra intención que «criticar» ese afán por lo antiguo en algunos estilos educativos a los que les cuesta abrirse a nuevas perspectivas.
La inteligencia emocional es la que nos da las habilidades para gestionar bien las emociones. Tanto las nuestras como las de los demás. Así mismo, la inteligencia emocional nos debe servir para entender las emociones de los demás y saber cómo tratar a la gente que nos rodea, de forma que estén a gusto a nuestro lado. Nos puede ayudar a que no provoquemos emociones desagradables en ellos: ira, tristeza, frustración, etc. Es decir, tener mano izquierda a la hora de plantear las cosas.
Nos dicen los psicólogos que alguien con una buena inteligencia emocional debería ser capaz de aplicar las siguientes cosas:
– Pensar antes de actuar… y no ir a la deriva y a lo «loco» antes de hacer las cosas.
– Ser empático para poder entender, respetar y manejar las emociones de los demás, haciendo que la gente que nos rodee esté a gusto.
– Saber elegir bien las emociones en cada momento, para que nuestro comportamiento sea óptimo.
– Manejar, conocer y controlar bien las emociones negativas, especialmente en lo que respecta a la ira, la tristeza, la frustración, la ansiedad o el estrés.
– Vivir una vida con alto grado de motivación y optimismo, creciéndonos ante la adversidad, en vez de viniéndonos abajo. Ser feliz.
Y yo me pregunto: ¿No es esto lo que buscamos como educadores? ¿No es esto lo que buscamos como pastores? ¿No es en definitiva lo que busca Dios para cada uno de nosotros? ¿Por qué entonces nos encerramos en sistemas anticuados y nos cuesta tanto abrirnos a nuevas realidades? ¿Por qué nos cuesta tanto abrir nuestro corazón y aprender a leer el de los demás?
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