[vc_row][vc_column][vc_column_text]Norberto Alcover es periodista y profesor de Teoría de la Comunicación en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
Síntesis del Artículo:
Los MCS invitan a la sospecha. Esconden un modelo de ser humano a descifrar: un hombre «que reacciona ante el espectáculo visto y escuchado», que «se autorepresenta», más que ser y estar en el mundo, en un espacio físico anterior y, muchas veces, cegador de significados ulteriores al envolver emocionalmente, apocalípticamente en ocasiones. Sin sospechar e interpretar, nunca alcanzaremos lo que realmente es tanto la realidad de esos medios como, sobre todo, el sentido del hombre.
Cuando se comienzan a redactar estas líneas, casi otoñales, andamos todos vapuleados emocionalmente (mucho más que inteligentemente) por el desarrollo de las relaciones entre el Presidente Clinton y la señorita Mónica Lewinsky. Supimos de ellos y de su afectividad extrovertida por la información que nos llegara desde los MCS (Medios de Comunicación Social), y más tarde se enroscaron en el charco de nuestras peores pasiones por obra y gracia de una presión mediática perfectamente orquestada, medida y persistente. No en vano, se trata de destruir la imagen personal y política del actual Presidente de los Estados Unidos.
¿Sabe la mayoría de la gente lo que tal cosa significa, por ejemplo de cara al mercado bolsístico? En absoluto. ¿Se ha reflexionado sobre la trascendencia de tal espectáculo para el futuro de la privacidad humana en la sociedad del inmediato futuro? Lo dudo. Quiere decirse, desde el comienzo de estas líneas, que el universo mediático implica una insistente invitación a la sospecha. Sospecha sobre el tipo de realidad que entre todos estamos configurando… sin apenas darnos cuenta. Todo ello, a poco sagaz que uno sea, conduce a la insuperable «cuestión antropológica», es decir, a esa forma de ser y de estar el ser humano en su mundo como responsable de sí mismo y del entorno. Que es tanto como afirmar que toda «cuestión mediática» acaba por referirse a su correspondiente «cuestión cognitiva o epistemológica».
Por este camino, evitando la complicación de las cosas, vamos a caminar a fin de proponer el complejo tipo de persona que surge como resultado de unos MCS, ejecutores de una extraña antropología.
1 Ser y estar en el mundo desde el icono
Hasta 1945, cuando finaliza la II Guerra Mundial, el hombre era y estaba en su mundo desde la idea. Pensaba y actuaba en consecuencia, según los parámetros habituales de la llamada Modernidad, la del «pensamiento duro». Pero cuando la televisión, sobre todo, irrumpe lentamente en su vida privada/familiar, el ser humano, individual y en conjunto, da prioridad a este proceso: ve/escucha y actúa, sin que lo eidético en cuanto tal tenga lugar de privilegio.
Es la reacción espontánea ante el icono (ante la imagen física y representativa) lo que determina su quehacer en su entorno y en la configuración de su mundo. El hombre mediático es, por excelencia, el que reacciona ante el espectáculo visto y escuchado, limitándose a la experiencia de los sentidos de la vista y del oído. Esta es la configuración más elemental de cuantos, queriéndolo o no, pertenecemos a tal grupo humano mediatizado.
En la película El club de los poetas muertos, de Peter Weir (USA, 1989), la adhesión de los alumnos no proviene de los contenidos propuestos por el profesor, antes bien del espectáculo visual que organiza quien conoce perfectamente la idiosincrasia adolescente. Es el gesto y es el grito. Es la pulsión emocional, en una palabra, que sublima toda posible ideación con la fuerza de los sentimientos más primitivos. Habrá, pues que sospechar de una configuración antropológica basada prioritariamente en lo emocional, siempre quebradizo y fugaz por sí sólo, y en detrimento de la intelectual, siempre lógico y equilibrado, si no procede fuera del conjunto.
Dicho de otra manera, la iconicidad mediática conduce a una inmediatez prematura y a una superficialidad probable, como vías de conocimiento. Otra cosa es que potencie la intuición, la sensibilidad y la materialidad en su estado más noble. Pero en esta segunda acepción, ya juegan las ideas.
2 Ser y estar en el mundo como quien representa
Suele decirse, y con razón, que la iconicidad fuerzan una pasiva contemplación de cuanto se ve/oye (siempre nos referimos a la imagen sonora). A nadie se le oculta que es comodísimo estar ante quien sea y observar cómo se enfrenta y soluciona los acontecimientos, y las películas, en definitiva, son éso, trozos de vida observados desde la distancia, reposando nuestra responsabilidad en los protagonistas de la pantalla. Pero todo este asunto de la pasividad ya suena a antiguo.
Lo más profundo radica en que, a medida que asistimos a representaciones de la realidad por otros, vamos adquiriendo el «síndrome representativo», según el que vivir no es algo inmediatamente objetivo y responsable sino una serie de actuaciones en el gran teatro del mundo, que en este caso sería en el gran medio de comunicación del mundo. Más que ser y estar en el mundo, lo que hacemos es autorepresentarnos en él. Así, vaciamos la vida de toda objetividad y contundencia para dejarnos llevar de la ficción icónica que nos distancia de lo real. Este efecto es, cada día, de mayores consecuencias. Y no solemos caer en la cuenta del mismo.
¿Recuerda el lector la bellísima película Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore (Italia, 1989)? El jovencísimo protagonismo va dejando de ser él mismo, en su propia identidad, para «hacer como si formara parte de las películas», que acaban por constituir su universo. Es cine y está en el cine, llevado por la fascinación del icono locutivo que le transporta a una zona descostumbrada y embellecedora de su infantil vida. El hombre contemporáneo no está preocupado por sí mismo y por su entorno necesario. Por el contrario, le preocupan cuestiones como las representaciones en los medios, de tal forma que le permitan representar su propia película existencia y social.
«Quiere ser como y estar en la realidad como», a manera de quien asegura su esencia y su existencia. Es decir, se mueve en función de la propia representación, que para nada, tal vez, tenga que ver con la realidad. Es un actor de sí mismo. Sin caer en la cuenta. Y de esta forma desarrolla una nueva modalidad cognitiva: conocer desde la representación del objeto conocido.
3 Ser y estar en el mundo físicamente
El icono es, en esencia, materia física, palpable, moldeada, tocable. Lo que signifique es posterior a la experiencia de su constatación empírica. Este detalle es de tremenda importancia. Cuando reinaba la metafísica, la idea abstracta nos conducía hasta praderas universales, donde todo cabía. Con la llegada del reino del icono, en absoluto. Lo físico es concreto, determinado, preciso, y más que conducirnos hasta lo universal, lo que hace es invitarnos a gozar intensamente de lo particular, éso que está representado en esa iconía y no ninguna otra. Más aún, una vez circunscritos a esa realidad, gozamos de ella en la medida que sensualmente la poseemos, y no mediante el otro goce más especulativo y eidético.
Nos gustaría acariciarla, manosearla, hacerla nuestra como algo físico. De ahí a una intrínseca relación erótica, media un brevísimo tiempo: el espacio que separa lo meramente sensual (sensitivo) de lo sensual/excitativo. Pero nótese, y ello es clave para comprender bien este detalle, que no se trata de resultar captados directamente por la belleza de alguien, sino, antes, de haber sido seducidos por la belleza física de su imagen en cuanto tal imagen. Lo físico, se repite, siempre en lo anterior a lo significativo.
Ingmar Bergman ha sido un maestro en jugar con esta cualidad icónica. Como Dreyer o Welles o como Visconti o como, en este momento Spielberg. Todos ellos consiguen fascinar nuestra sensibilidad sensual mediante una aproximación visual y auditiva al icono en pantalla, porque nos lo hacen gustoso y gustable, apetitoso, próximo, a la mano, casi una extensión de nosotros mismos. Y llegamos a penetrar en cuanto significa por medio de esa fisicidad inmediata, comunicada en belleza, claro está.
Cuando Bergman rueda esa obra perfecta de arte que es Gritos y susurros (Suecia, 1972), no hace más que esto: cuidar minuciosamente los iconos de forma que nos manifiesten comunicativamente toda su capacidad interior de tensión sensitiva, sensual y hasta erótica, produciéndonos una extraña pulsión excitada tanto por la tremenda carga sexual como por la brusca sensación de crueldad. Desearíamos, llegado un instante, sustituir a la sierva que acuna a su señora, pero no sólo por ternura sino también para gozar del estremecimiento de un cuerpo roto y en agonía.
¿Es de extrañar que la gente más incapaz de defender sus reacciones, lo más jóvenes, se entreguen con armas y bagajes a esta solicitud de los iconos en pantalla? La fiebre erótica que nos domina no proviene sólo de los contenidos, como suele repetirse con bastante ingenuidad, antes bien de las formalidades físicas, de sus contornos elaborados, impactantes, coloreados, sugestivos y mucha más cosas. Por ahí se nos cuela un espectáculo conducido por Isabel Gemio (en su materialidad icónica un tanto basta y populachera) o por la voz de Iñaki Gabilondo (siempre acolchada y hasta seductoramente aterciopelada) o por la figura de Antonio Banderas, pura mirada que penetra hasta el corazón más íntimo: no nos alcanzan por lo que significan, en absoluto, sino por lo que sentimos al sentirles. Sin más. Y despreciar este detalle solamente conduce a equivocar el universo mediático y su portentosa influencia. El conocimiento siempre proviene a través de alguna experiencia sensorial, como ya decía Tomás de Aquino. Lo que solemos olvidar.
4 Ser y estar en el mundo aquí y ahora
La época de los grandes relatos ha pasado porque el ser humano de este momento histórico no soporta sus cosmovisiones internas, le cansan, le superan, y hasta le provocan cierta susceptividad por su misma sutileza intelectual. La Postmodernidad es elemental, circunscrita, recortada, pequeña, débil, y le van las historia breves y sencillas icónicamente, aunque puedan contener datos muy serios: la seriedad y complejidad intelectuales son un añadido que no se asumen necesariamente.
Los MCS, así y como punta de ese movimiento parafilosófico que nos invade, tan cercano el new age, imponen una percepción del hombre y de su entorno referido «al aquí y al ahora», eliminando ulteriores lecturas en el mismo instante de la fagotización del producto. Solamente alcanzará a desventrar todo lo interior quien conozca las artimañas de una objetiva lectura icónica, tan diferente de la lectura de un texto escrito. Los media nos implican emocionalmente en algo que se ve y que se escucha como sucediendo en el espacio cerrado e inevitable de la pantalla luminosa. Es demoledor el efecto que esta dimensión tiene. Nos somete ante la imagen y nos obliga a dejarnos seducir.
Secretos del corazón, de Montxo Armendáriz (España, 1997), es un ejemplo magnífico de lo escrito. Tiene una carga interior amplia y hondísima, como es evidente. Pero la verdadera fuerza del film proviene de que, mientras se le visiona en la sala cinematográfica, uno permanece con los ojos y con los oídos pendientes hasta el máximo de la pantalla, en un aquí y en un ahora absolutos, sin pensar nada de nada, sin plantearse algo de cuanto está sumergido en esta obra espléndida. De ahí que una historia icónica produzca tanta satisfacción, siempre que entremos en su dinamismo narrativo, y salgamos de la sala donde la visionamos con el corazón estremecido. Solamente al tiempo, podremos reflexionar, pensar, idear.
Pero, ¿hasta qué punto unas personas acostumbradas a vivir habitualmente este «aquí y ahora» serán capaces de ampliar el significado de lo visionado hasta círculos más universales? Aquí late el problema de unos medios subyugantes en el instante y, sin embargo, que nos acostumbran a vivir de fogonazos, tal vez intensos, pero casi nunca extendidos en el porvenir. Así, el hombre de hoy habita en su tierra pequeña, determinada, propia y puede caer en nacionalismos baratos o en fundamentalismo de igual cariz. Porque no va más allá de sí mismo, de la realidad concreta, de la película ésa que visiona.
Somos capaces de gozar un tanto superficialmente, pero no solemos entregarnos a ese otro gozo más universal, que solamente proporciona la relación entre belleza e idea. Vía MCS, lo postmodermo habita entre nosotros y nos priva de universalidad. Que otra cosa completamente diferente es la globalización o mundialización… Resultado: conocer, en el sentido epistemológico, es sumergirse en el aquí y en el ahora de todo. Hundiéndonos en el pantano de lo concreto y de lo instantáneo.
5 Ser y estar en un mundo apocalíptico
Todo comenzó en 1954, cuando los japoneses descubrieron en sus pantallas un enorme lagarto verdusco y escamado, de nombre Godzilla, que arremetía con todo como merecido castigo por sus pecados durante la reciente guerra mundial. Era una especie de catarsis nacional. Pero a su vez, parecía recomenzar la gran saga de monstruosidades que ha jalonado la vida cinematográfica hasta nuestros días, cuando violencia natural, catástrofes anticipadas y bichos gigantes convierten al espectador en una víctima impotente, pero también agradecida, de realidades que le superan al transportarlo a universos de otra dimensión, universos apocalípticos.
El hombre de la calle, ese pacato ciudadano medio que todo lo asume, experimenta una necesaria descarga emocional al verse sometido a una tensión momentánea, quizá cruel, que la vida normal jamás le proporciona. El cine, y otros medios de comunicación social, le convierten en protagonista/voyer de lo que la vida cotidiana le niega. Goza con el terror. Y parece, en el colmo de la tecnología, retornar a las cavernas. Es una situación mucho más seria de cuanto pueda parecer.
Al lagarto Godzilla se le ha despreciado demasiado pronto. Está claro que el film en cuanto tal es una vulgaridad como producto artístico, pero su desarrollo narrativo surge como un aldabonazo en nuestras conciencias actuales y no ya en las japonesas de 1954. ¿De dónde surge esa masa verduzca y destructora? Sencillamente, de Mururoa, donde los franceses vienen desarrollando sus pruebas nucleares. El lagarto aletargado despierta y se dirige con precisión hacia el Madison Square neoyorquino para depositar sus huevos, de tal manera que, si no se evita tal intención, puede aparecer una nueva forma de especie dominante en el planeta. He aquí un excelente apocalipsis, porque lo que está en juego es nada menos que la misma permanencia del ser humano en la tierra. Eliminarán al lagarto, pero una pequeña cría sobrevivirá, de forma que el futuro queda abierto.
La sospecha está fundada y muy fundada: la plenitud de la seguridad científica coincide con un magma de conciencia relativo a la inseguridad radical sobre la misma existencia y su sentido final. Los medios, como en aquella radiofónica Guerra de la mundos de Orson Wells (USA, 1930), encauzan esta disociación interior de nuestros contemporáneos, de nosotros mismos, frente al futuro como nublado porvenir. Las certezas desaparecieron, y lo meramente empírico no soluciona las últimas cuestiones, tantas veces replanteadas desde perspectivas elementales y casi infantiles.
Los medios se hacen mediadores de la fatalidad como esperanza humana, y el ser humano asiste a esas representaciones sin capacidad de resolver su interrogante. Lo más curioso es que nunca nos cansamos de ser vapuleados desde tales medios y acabamos por pedir más y más, casi en un gesto masoquista. La agonía aparece como sistemática cognición en la medida que tensa nuestra personalidad.
6 ¿Y si le damos la vuelta a todo lo anterior?
Hasta este momento, y desde los puntos de referencia de cinco películas (pero podríamos haberlo hecho con otros ejemplos mediáticos), hemos ofrecido unos inmediatos parámetros mediáticos de naturaleza antropológica, de tal manera que nuestro ser humano ostenta las siguientes características, en principio un tanto limitativas pero siempre significativas, de su ser y de su estar en el mundo con redundancias cognitivas:
¾ La iconicidad mediática conduce a una inmediatez prematura y a una superficialidad probable, previas a la ideación en cuanto tal. El conocimiento se produce físicamente.
¾ El síndrome representativo consiste en querer ser y estar en la realidad como la realidad aparece en la representación, no según sus coordenadas objetivas y fiables. El conocimiento se produce espectacularmente.
¾ El carácter material de la iconografía produce una adhesión a todo lo que ella contiene de sensual y sensitivo y hasta erótico, de manera que lo que subyuga es la formalidad misma. El conocimiento se produce sensorialmente.
¾ La instantaneidad icónica provoca un goce correspondiente instantáneo y puntual, con pérdida de goces más universales y de sus correspondientes significados eidéticos. El conocimiento se produce seductivamente.
¾ Los medios audiovisuales imponen una visión catastrófica de la vida, en detrimento de su ordinaria y cotidiana normalidad, trasladando al espectador a un sistema de fustigación inhumano. El conocimiento se produce agónicamente.
En definitiva, estamos hablando de una antropología mediática consistente en un ser humano que, en su posición terrena, aparece como icónico, representativo, material, instantáneo y catastrófico, sumergiéndose en el espectáculo hasta desear ser y estar en él y desde él y para él. Es evidente que asistimos a una progresiva determinación de dicho ser humano y a la eliminación de toda una gama de características que extrañamos estén ausentes. Pero el caso no es exactamente así. Los medios no conducen sin escapatoria a una antropología mediática -con reflejos epistemológicos- de esta naturaleza solamente. Veámoslo escuetamente, pero de forma que dejemos un amplio campo al trabajo de cada quien en el visionado de las mismas películas comentadas, en donde cuanto sigue aparecerá perfectamente.
A las conclusiones anteriores, añadimos estas otras como sospecha:
¾ ¿Será posible que, desde la inmediatez superficial icónica, alcancemos «el adentro eidético» de ella misma? Sin duda. Precisamente, lo inmediato siempre es (puede ser) camino de lo mediato. Todo depende de la «capacidad de lectura icónica» que tengamos. El conocimiento mediático también es eidético.
¾ ¿Será posible que, desde el síndrome representativo, alcancemos la realidad inserta en él mismo como vida objetiva? Sin duda. Es frecuente contemplar algo espectacular y descubrir cuánto oculta el mismo espectáculo. Condición, la misma lectura icónica. El conocimiento mediático también es objetivante.
¾ ¿Será posible que, desde la iconía sensual, sensible y erótica, alcancemos realidades como el amor, la belleza, el placer último? Sin duda. Lo más hondo siempre se da en lo más aparente porque la estructura animal del ser humano comienza en lo palpable para acabar en lo admirable. Insistimos en la lectura icónica. El conocimiento mediático también es íntimo.
¾ ¿Será posible que, desde la instantaneidad y puntualidad icónicas, alcancemos lo contextual y universal concomitantes? Sin duda. El dato se produce en el conjunto y el punto conduce a la línea, casi de forma espontánea. Se repite la urgencia de la lectura icónica. El conocimiento mediático también es universal.
¾ ¿Será posible que el catastrofismo icónico alcance una dimensión de cotidianeidad, más allá de un posible masoquismo? Sin duda. La catástrofe icónica siempre es humana, y por lo tanto se trata de leer la humanidad en el caos. Está clara la urgencia de la repetida lectura icónica. Y, en fin, el conocimiento mediático también es resultado de la esperanza.
Cada característica en principio limitativa de la humanidad en su ser y estar en el mundo (en este mundo), se convierte en senda icónica de su propia dimensión total y, por ello mismo, humanizante en su realidad dialéctica de contrarios: lo inmediato alcanza lo eidético, lo representativo alcanza lo objetivo, lo sensible alcanza lo oculto, lo puntual alcanza lo total y lo catastrófico alcanza lo humanístico. Así, el trabajo que proponíamos en las películas ofrecidas, se concreta en determinar en cada una de ellas estas cinco complementaciones dialécticas, relacionarlas y sacar conclusiones para dar con una compleja pero bastante evidente antropológica icónica, suscitándose, además, toda una pedagogía del conocimiento de naturaleza icónico/audiovisual. Aplicable a la vida concreta de las personas que están en período formativo, pero también a la vida de todos nosotros, sometidos al vaivén icónico. Nada escapa a esta aventura.
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¿Solamente serán Clinton y Lewinsky una pareja a demoler o a descubrir esa extraña historia entre efectiva y sexual poco honorable? Pongamos mucha atención en la transferencia icónica/audiovisual: a medida que descubrimos tanta debilidad humana, también asistimos a la intrínseca inhumanidad de unos medios dedicados a vulnerar la privacidad más inalienable, de tal manera que «lo evidente espectacular en pantalla» nos lleva hasta «lo último ideológico más allá de la pantalla». Y entonces, esa misma pantalla es la que resulta criticada en su gestión social. Lo que media siempre es medio de su propia identidad, vía conocimiento propio.
Por ello mismo, hemos titulado este ensayo «Invitación a la sospecha», porque sin sospechar de lo aparente mediático, nunca alcanzaremos lo que realmente es su realidad real. Pero, a su vez, para poder sospechar de lo aparente hay que masticarlo, no sea que, entonces, nos quedemos sin la apariencia y sin su correspondiente realidad. Que es el más probable peligro en muchas ocasiones pastorales, propensas a comenzar por una realidad sin mediaciones actuales, quedándonos, así, sin las actuales vías de conocimiento de las jóvenes generaciones. Es decir, en el aire.
¿En dónde desemboca todo este discurso antropológico y mediático? Muy sencillo: en la tantas veces repetida urgencia de dominar la «lectura icónica». Todo es problema de «saber leer». Entonces, sobrevendrá la sospecha auténtica, ésa que está fundada en el dato auténtico. Esta es la invitación. Camino de un sorpresivo conocimiento. ¾
Norberto Alcover
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