ITINERARIOS DE PASTORAL VOCACIONAL

1 enero 2011

Ignacio Dinnbier Carrasco, SJ
Centro Arrupe, Valencia

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Reconoce el autor del artículos, en sus reflexiones, la importancia del documento vaticano “In verbo tuo”. Este documento ofreció fecundos argumentos para la pastoral vocacional. Por ejemplo: la cultura vocacional, lo vocacional y las vocaciones, la mistagogía vocacional. En esta última clave sitúa Ignacio Dinnbier la categoría de Encuentro que siempre se reconoce a posteriori. En la última parte del artículo, al autor, habla de los itinerarios vocacionales que son siempre itinerarios de vida que ayudan a tocar lo esencial, lo que anhelamos, lo inconcebible… impulsados por el Espíritu.

Tras la celebración del Congreso Europeo sobre Vocaciones en 1997, se publicó el documento “In verbo tuo” en el que se presenta la situación vocacional europea, se desarrolla una teología de la vocación y se proponen unos principios generales de pastoral vocacional. El mismo documento ofrece una serie de orientaciones que tienen que ver, entre otras cuestiones, con la promoción de una cultura vocacional, como condición de posibilidad para que se suscite la vocación, con la necesidad de dar un salto de calidad en la pastoral vocacional o con el protagonismo de la comunidad cristiana.
“In verbo tuo” realiza, igualmente, un pormenorizado análisis de la pastoral vocacional describiendo los rasgos que la identifican y aquellos que deberían tenerse en cuenta: no se resigna ante las circunstancias desfavorables; está animada por la convicción de que toda persona es un don original de Dios, que espera ser descubierto; ayuda a la persona para que sepa discernir el designio de Dios sobre su vida; no nace del miedo a la desaparición o a la disminución de vocaciones sino que cede el puesto a la esperanza cristiana.
 

  1. Lo vocacional y la vocación

Una de sus mejores aportaciones es, sin duda, la reflexión que realiza sobre lo vocacional y las consecuencias que tiene sobre la vocación. El gran acierto de este planteamiento es destacar la centralidad del dinamismo vocacional como ámbito de experiencia antropológica y espiritual desde el que se suscita la vocación. Esta diferenciación no es, por tanto, un enrevesado juego de palabras sino una perspectiva que nos permitirá pensar y proponer itinerarios de pastoral vocacional. Se trata, por ello, de un planteamiento muy clarificador en un momento en el que la preocupación por las vocaciones puede hacernos perder de vista dónde radica el problema: ¿está en su descenso numérico y en las consecuencias que conlleva para el mantenimiento de determinados niveles de presencia o de obras? ¿Está en la irrelevancia con que podemos ser percibidos desde nuestra cultura o en la capacidad que tenemos para que los jóvenes nos reconozcan de un modo significativo?
Para el Documento final del Congreso Europeo sobre Vocaciones la cuestión está en un debilitamiento que se puede reconocer tanto en la comprensión vocacional de la vida como en el modo de hacer la propuesta vocacional a los jóvenes o en la misma comunidad cristiana que debe realizarla. Y es que, como algunos autores afirman: “el elemento vocacional intrínseco a la fe cristiana se ha desplazado en la vivencia de la fe de muchas comunidades a una zona marginal sin que constituya parte del núcleo esencial, del terreno firme, de los explícitos gozosos, evidentes y celebrados, desde los que se configura el entramado elemental y el armazón interior de la vida cristiana”[1]
 
Una imaginación secularizada
¿Qué está provocando este debilitamiento de lo vocacional? En primer lugar hay un factor de tipo cultural. Una cultura se define por ser un entramado de significados compartidos por todas aquellas personas que la componen. Es lo que la sociología de la vida cotidiana denomina «definiciones de la realidad», es decir, aquellas interpretaciones básicas de la realidad con las que espontáneamente nos manejamos en la vida diaria: qué es lo deseable, lo concebible o imaginable…
Estos significados los tomamos prestados y los asimilamos, inconscientemente, de entre las actitudes vitales predominantes. De hecho, se constata que lo que moldea a la mayoría de las personas “es la convergencia de toda una serie de mensajes implícitos recibidos de su contexto social, que tienen un influjo decisivo sobre el horizonte de sus esperanzas”[2]. Estos mensajes van impregnando la imaginación y la van poblando, sin que nos demos cuenta, por medio de imágenes que interiorizamos hasta convertirse en presupuestos sobre la realidad. Por ello, si toda cultura tiene un modo propio de imaginar el mundo, el de nuestra cultura es una imaginación secularizada donde lo vocacional, con todo lo que comporta, queda arrinconado. ¿Puede suscitarse la vocación cuando lo vocacional está debilitado por esta imaginación secularizada? ¿Es posible que un joven llegue a imaginar la posibilidad de una vocación cuando se ha asimilado que la vida es la realización de los propios deseos, objetivos o metas? Lo vocacional no arraiga en lo que “yo deseo” sino en que “soy deseado”, por ello, todo itinerario vocacional debería ayudar a despertar esta experiencia fundante sin la cual no es posible la vocación.
 
Subrayados en el modo de proponer lo de Jesús
Un segundo factor tiene que ver con el subrayado que se han hecho en algunas dimensiones del seguimiento de Jesús. La intención es hacerlo comprensible y quizá por ello se ha presentado de una forma razonable. Proceder de este modo ha llevado a destacar aspectos como el compromiso, la opción personal o la felicidad. Nos las ingeniamos de mil maneras sabiendo que no lo tenemos nada fácil y, a pesar de eso, triplicamos nuestra creatividad empleando más y mejores recursos. Reconocemos que en los jóvenes se dan distintos tipos de respuesta que llegan a concretarse en compromisos de diversa intensidad y duración. Sin embargo, contemplamos con perplejidad que sólo en unos pocos lo vivido les lleva más allá de lo concebible y razonable.
Quizá esta situación es un síntoma de algo más profundo que algunos autores han logrado identificar: “el paradigma evangelizador de los últimos veinticinco años ha producido un cristianismo al que se ha identificado como «cristianismo de tareas»: busca la eficacia del Amor y olvida la gratuidad, el don, el misterio que es el Amor. Ha primado la opción y la voluntad, lo profético, el compromiso y la denuncia, frente a la gracia, la experiencia, la seducción, la comunicación, la ternura y el anuncio, sin conseguir una integración”[3]. Cabe preguntarse entonces si una pastoral concebida de esta manera integra suficientemente el dinamismo vocacional y posibilita que la vocación se pueda plantear.
El Congreso Europeo sobre vocaciones reconoció un papel esencial a la pastoral desde el convencimiento de que “toda la pastoral, y en particular la juvenil, es originariamente vocacional”[4]. Esta comprensión ha ido impregnando progresivamente el modo de concebirla de modo que es irrenunciable el presupuesto de que Dios llama a cada uno al seguimiento de Jesús y lo hace de modo personal a distintos estados de vida y modos de estar en la Iglesia y en el mundo. Por ello, toda forma de anuncio del Evangelio es vocacional. Si el ser cristiano es una vocación al seguimiento de Jesús, toda pastoral, especialmente la juvenil, debe tener un componente vocacional ineludible que trata de hacer comprender que la vida es respuesta a la llamada de Dios. Como afirmaba Juan Pablo II con ocasión de la XXXII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones: “la dimensión vocacional, por tanto, es parte integrante de la pastoral juvenil, hasta el punto de que, en síntesis, podemos afirmar: la pastoral específica de las vocaciones encuentra en la pastoral juvenil su espacio vital; y la pastoral juvenil es completa y eficaz cuando se abre a la dimensión vocacional”. Estas reflexiones nos plantean preguntas que en algún momento nos deberíamos hacer para fortalecer lo vocacional en las propuestas pastorales que deseemos iniciar.
 

  1. Mistagogía vocacional

El planteamiento mistagógico que hace el documento In Verbo tuo, es su segunda gran aportación: “O la pastoral vocacional es mistagógica, y, por tanto, parte una y otra vez del Misterio (de Dios) para llevar al misterio (del hombre), o no es tal pastoral” (NVNE, 8).
Los relatos bíblicos presentan este carácter mistagógico al mostrar itinerarios que conducen a un reconocimiento del Misterio de Dios acogido con sobrecogimiento. Le sucede a Job tras un largo recorrido de preguntas ante tanta pérdida y a Elías tras llegar a la montaña en la que se esconde huyendo de aquello que le amenaza; a Samuel le ocurrirá en medio de la noche y el sueño, a Jeremías bajando al taller del alfarero y a Jonás huyendo de Nínive.
Lo mistagógico se despliega, por tanto, a partir de la irrupción del Misterio de Dios provocando en la persona un dinamismo espiritual: la transformación de su horizonte vital y la reorientación de su existencia. Benedicto XVI nos lo recuerda al afirmar que “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (DCE, 1) Aquí se condensa el marco de todo itinerario vocacional que identificamos a partir de tres palabras clave: encuentro, horizonte y orientación.
 
El encuentro como acontecimiento
Es evidente que todo lo que vivimos nos afecta de distintas maneras: hay situaciones que “nos resbalan” quedando en lo epidérmico de cada uno sin llegar a tocar niveles hondos donde nos reconocemos afectados y conmovidos. Situaciones, en definitiva, que no son determinantes porque no dejan huella, no nos marcan ni dejan rastro en nosotros, tan solo algunas sensaciones. Pero también hay situaciones que “tocan el corazón” y tienen la capacidad de afectarnos hasta el punto de despertar algo nuevo. Son experiencias que tocan el fondo de la persona, son fundantes, marcando un antes y un después.
Una de esas experiencias tiene que ver con el encuentro en la medida que ponemos en juego nuestra capacidad de dejarnos afectar. Es entonces cuando algo en nosotros se intensifica, cobra fuerza, se moviliza y dado que el deseo es el soporte afectivo de toda experiencia humana podemos reconocer que es justamente ahí, en el deseo, donde se produce esa intensificación. Este deseo intensificado siempre busca mayor vinculación e identificación con aquel que nos ha afectado -“más contigo” y “más como tú”- desplegando un nuevo horizonte y apasionando más el corazón. Se trata, en definitiva, de una fuerza, un impulso que orienta toda la existencia en otra dirección.
Un dinamismo así se pone en movimiento a partir de experiencias como las de encuentro que ofrecen al deseo los contenidos que necesita y los intereses vitales que orientan y unifican las energías afectivas en un mismo sentido. Sólo de este modo nos dejamos afectar y nos empezamos a preguntar qué significa lo vivido, qué fuerzas despiertan y hacia dónde nos mueven. Llegará un momento en que el deseo se hará proyecto que comprometa la libertad en una decisión.
 
Todo comienza con un encuentro
Así lo refiere Schillebeeckx: “Todo comenzó con un encuentro. Unos hombres –judíos de lengua aramea y quizá también griega- entraron en contacto con Jesús de Nazaret y se quedaron con él. Aquel encuentro y todo lo sucedido en la vida y en torno a la muerte de Jesús hizo que su vida adquiriera sentido nuevo y un nuevo significado. Se sintieron renovados y comprendidos, y esta nueva identidad personal se tradujo en una solidaridad análoga con los demás, con el prójimo. El cambio de rumbo de sus vidas fue fruto de su encuentro con Jesús. No fue un resultado de su iniciativa personal, sino algo que les sobrevino desde fuera”[5].
Es una constante a lo largo de toda la Escritura: Dios sale al encuentro del hombre y lo hace en medio de cualquier circunstancia mostrando su iniciativa precedente a todo deseo humano. Y es que Dios “se ofrece y nos busca permanentemente y de mil maneras a todos y cada uno de nosotros, a través de personas, experiencias y acontecimientos que alientan nuestra existencia, nos interpelan y nos atraen hacia él”[6]. Cuando este querer de Dios se hace iniciativa desplegada en la persona, ésta “se orienta, más bien, a hacerse disponible, a escuchar y acoger, a sintonizar con la llamada que se le hace, a dejarse buscar por Dios. No se trata de conocer a Dios, sino, más bien, de reconocerlo: Dios estaba ahí, y yo no lo sabía (Gn 28,16)”[7].
Las narraciones bíblicas dejan constancia, igualmente, de que esta experiencia sobreviene desde fuera y que no ha sido provocada o pretendida por la persona: es la centralidad de la iniciativa de Dios que irrumpe en ella. De un modo inesperado y sorprendente se hace presente y el hombre se reconoce alcanzado por algo, mejor dicho, por Alguien que impacta de un modo desmedido y desmesurado. A partir de ese momento, todo se desencadena.
Quien vive algo así sabe que no responde a ninguna lógica previsible sino que, más bien, es una fractura que marca un antes y un después. No es cuestión de la intensidad con que se presenta sino de la brecha que abre, de la hondura que alcanza y la conmoción que provoca. Por eso, tales experiencias constituyen hitos en la vida de las personas, acontecimientos inolvidables que, con frecuencia, aunque no siempre, suponen el comienzo de una etapa nueva.
Benedicto XVI lo expresa magistralmente cuando afirma: “ser cristiano es un proceso pasivo, algo que acontece en nosotros”[8]. Y es que lo esencial de la vida no lo elegimos, nos encontramos con ello, nos es dado. Pero no es fácil asimilar algo así cuando estamos configurados desde categorías como la autorrealización que han llegado a tener carta de ciudadanía hasta en el modo de asimilar el seguimiento de Jesús. Quizá por ello son comprensibles las reacciones que se producen y las dificultades para entender lo qué está sucediendo: la irrupción del don hace que nos sintamos amenazados porque su aparición en el horizonte de nuestras vidas desarma el ego y éste se defiende. Y surgen las reacciones.
Están los que dicen “ahora no puedo” y se llenan de justificaciones que lo explican. Motivos aparentes, cargados de razones que la persona se acaba creyendo. Oyes decir “no puedo” e intuyes que, en realidad, se está diciendo “no quiero”. ¿Miedo ante algo que resulta amenazante? Es bastante probable. Costará mucho reconocerlo y, mientras tanto, se desplaza el problema echando balones fuera con razones que justifiquen semejante actitud. Algo así lo encontramos en el joven rico (Mc 10,17-22) o en los que ponen excusas (Lc.9,57-62).
Están también los que van tomando algunas decisiones, y esto les transmite la sensación de que ya están respondiendo a la invitación que se les hace. En realidad, es un mecanismo de defensa que les evita enfrentarse con la decisión de responder a las claras: “que vuestro sí, sea sí y vuestro no, sea no” (Mt. 5,37). Y siempre están los que logran acoger el horizonte que se despliega ante ellos y comienzan a dar pasos en esa dirección: son los que dejan de conjugar verbos tan extraños al Evangelio como agarrar, aferrarse, acumular, apropiarse y poco a poco van aprendiendo otra gramática en donde se conjugan verbos tan paradójicos como perder, soltar, desprenderse y desapropiarse. En definitiva, están haciendo suyo el horizonte de Jesús.

La comprensión de lo sucedido vendrá luego
Conocemos el relato de la vocación de san Pablo: va de camino a Damasco para apresar a los discípulos que se habían dispersado y ocultado tras la matanza del diácono Esteban. En el camino vive un encuentro que alcanza lo más nuclear de su existencia: ve algo, mejor dicho, ve a Alguien que le sale al paso y se dirige a él. Aquello le derribó. Fue inesperado. Le cegó. No entendía lo que podía significar. Ante algo que irrumpe tan inesperadamente, Pablo queda desencajado e incapaz de nombrar lo que ha pasado. El horizonte en el que se estaba moviendo hasta ese momento queda completamente desdibujado: «aunque tenía sus ojos bien abiertos, no veía nada» (Hch 9,8).
Lo que le sucede a Pablo en el camino de Damasco tiene que ver con ese tipo de experiencias desconcertantes, que rompen la armonía y el orden en que vivía hasta ese momento. Se encuentra ante algo que no es comparable con nada que le hubiera sucedido con anterioridad, y por ello lo percibe como novedad; se halla ante algo que supera los límites de su marco interpretativo y por ello se siente desbordado. En ese momento aparece Ananías, que le ayudará a ver y comprender con claridad no sólo lo que había sucedido en el camino sino también el horizonte hacia el que apunta: “él es mi instrumento elegido para difundir mi Nombre entre paganos, reyes e israelitas” (Hch.9,15).
Es una realidad constatada en todas las narraciones bíblicas: primero es la experiencia, más tarde, vendrá la comprensión de lo sucedido. Se necesita, por tanto, tiempo para encajarlo y asimilarlo porque lo sucedido desborda el marco de comprensión al no haber categorías que lo expliquen: es la conciencia de que todo se queda pequeño en comparación con lo que ha pasado a partir de este encuentro.
Por ello, el reconocimiento y comprensión de lo vivido como momento constitutivo de lo mistagógico es uno de los aspectos más característicos del Evangelio: los discípulos, los apóstoles, los testigos, no acaban de comprender tras el impacto lo que les ha llegado. El sentido y la inteligencia vienen después del acontecimiento. Hay un retraso en el entender. Dios pasa y no se le reconoce más de que de espaldas, nos dice la Biblia, cuando ya ha pasado, después del impacto. Por eso, Pablo no se entiende sin Ananías. El lugar que éste ocupa en su itinerario es fundamental, y su modo de proceder exquisito: le acoge y le acompaña en un momento fundante, y luego desaparece. Ananías tan solo está al servicio de aquello que el Espíritu ha despertado en Pablo, sin suplantar a Aquel que tiene el verdadero protagonismo, sin manipular la obra de Dios, consciente de que es Él quien va gestando lo nuevo, discípulo que ve y escucha en profundidad, hasta el punto de percibir esos gemidos que el Espíritu va balbuciendo en cada criatura (Rm 8,23).
Ananías ayuda a Pablo a nombrar lo que le ha sucedido en el camino porque toda experiencia comporta dos momentos: su vivencia y su comprensión. Sólo si lo vivido es asimilado e incorporado, la vivencia podrá otorgar un nuevo horizonte y una nueva orientación a la persona.
 

  1. Itinerarios vocacionales

“Proponer hoy la fe a los jóvenes. Una fuerza para vivir” fue el documento conclusivo de la Asamblea de los Obispos de Québec en marzo de 2000. La propuesta que hacían era la de un doble desplazamiento: primero pasar de una comprensión de la transmisión de la fe donde todo se realiza de un modo progresivo transcurriendo de una etapa a otra, a una comprensión donde “lo que nos importa es remontar hasta allí donde la fe tiene su fuente; es decir, hasta el corazón de la experiencia de la gente. La fuente está en las personas, en los momentos esenciales de su vida, en las experiencias más básicas en que se dieron las primeras vibraciones, los primeros rumores de la fe. Esta fuente es la que está en el punto de partida de todos los caminos y es la que hay que volver a buscar continuamente, abrirla, canalizarla”[9].
El segundo desplazamiento tiene que ver con el paso de una propuesta de la transmisión de la fe programada a partir de cursos a otra diseñada a modo de itinerarios: “Proponer hoy la fe a los jóvenes no es tanto darles cursos cuanto sugerirles itinerarios de vida, invitarles a dar algunos pasos en el sentido del Evangelio, como quien hace un trecho del camino, como quien descubre poco a poco un país, un territorio nuevo, desconocido. Y todo ello con acompañamiento”[10].
La experiencia da que, en ocasiones, las personas alcanzamos a tocar esta fuente cuando algo nos ha afectado de tal modo que nos ha puesto en contacto con esa profundidad y hondura que nos habita. En algunos es un instante casi imperceptible que se pierde y queda anegado en la vorágine del día a día. En otros, es el inicio de un itinerario nuevo hecho a base de trazos discontinuos, desconcertantes e imprevisibles. No sabemos si eso que acontece de forma fragmentaria acabará produciendo un dinamismo vocacional pero no dejan de ser ocasiones donde algo nuevo puede comenzar.

Cuando alcanzamos a tocar el Misterio
En el hombre de hoy, como en el de todos los tiempos, existe el deseo de descubrir el Misterio que habita en su ser y la posibilidad de que, como Job, pueda recorrer un camino que le lleve a su reconocimiento, “antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5).
Este reconocimiento del Misterio se puede dar en el ámbito del vivir cotidiano a partir de experiencias que hacen que el hombre roce lo desbordante de la vida y se le revele en todo lo que tiene de inabarcable. De pronto, irrumpe lo que de excesivo tiene la vida y la persona se reconoce desbordada por aquello que no logra controlar y se le escapa de las manos. Situaciones excepcionales, ciertamente, pero que posibilitan que viva con mayor hondura y conciencia el hecho de estar siendo remitida más allá de sí misma. Y es que, “la experiencia de Dios, más que ver, sentir, captar a Dios, consiste en vivir la vida humana a la luz de la fe en Dios […] requiere vivir este mundo con toda intensidad, hasta descubrir en él la presencia que lo habita, el designio que lo guía y la fuerza de la gravedad que lo atrae”[11].
Desde esta comprensión, la noción «experiencia de Dios» no puede concebirse en oposición a la noción «experiencia del hombre» ya que “no es experiencia al margen de la vida cotidiana, sino que es justamente la manera de experienciar en todo ello la condición divina en que el hombre consiste”[12]. Es lo que Rahner ha descrito con detalle como «la mística de la cotidianidad» y «mística de ojos abiertos»[13]. Pero el hombre no llega a este reconocimiento como fruto de sus esfuerzos, bien sea bajo la forma de introspección personal o del análisis de lo que le rodea: la suma de todos estos esfuerzos no da como resultado la revelación del Misterio que habita la vida y el propio ser.
Algunos itinerarios vocacionales comienzan justamente por ahí: el contacto con determinadas realidades les abre los ojos ante el Misterio de Dios que se despliega y revela. Es una intuición inesperada y fugaz pero que les deja marcados para siempre.

Cuando alcanzamos a tocar lo esencial
Hay personas que llegan a descubrir qué es lo esencial en la vida y te preguntas por qué sólo unos pocos han dado con lo que nadie les podrá quitar. Han encontrado la perla preciosa y todo aquello en lo que se habían apoyado hasta entonces deja de ser suelo firme.
Como en la parábola de la casa cimentada sobre arena y sobre roca, sabemos que tarde o temprano la vida arrecia. Lo sabemos por experiencia. De pronto se desata la tormenta y la persona se ve zarandea hasta el punto de temer ser arrastrada por la fuerza de la corriente que golpea. En esos momentos, puede reconocer hasta dónde han arraigado puntos de apoyo y anclajes que le permitan no ser anegada y acometer la embestida.
Y es que hay un momento en la vida de cada uno de nosotros en que nuestro centro vital coincide con un proyecto que apasiona o con un ideal al que te entregarías. La vinculación con el Señor está mediatizada por valores y se vive de expectativas buscando certezas en ideas que convencen. Llega un momento en que se descubre que solo el amor motiva creando certezas fundantes.
Algunos itinerarios vocacionales transcurren por estos derroteros. En quienes lo transitan el Espíritu ha ido creando un fondo afectivo que ancla el corazón ya no en la gratificación sino en la gratuidad de lo dado y esto les permite distinguir entre el amor y la felicidad sentida, entre razones del corazón y caprichos de la sensibilidad. Han dado con lo esencial. Han recibido una medida rebosante, remecida y el corazón lo sabe.

Cuando alcanzamos a tocar lo que anhelamos
Que todos anhelamos vivir con sentido es una evidencia inapelable: que ese anhelo se concrete en una búsqueda que comprometa la persona ya no lo es tanto, pero sucede. Es un impulso que algunos reconocen con distintas intensidades en algún momento de su vida y que les lleva, por razones diversas y motivaciones diferentes, a embarcarse en una búsqueda de aquello que anhelan profundamente.
Es probable que hasta ese momento hayan funcionado a base de metas que ellos mismos se habían marcado o que otros les habían señalado. Muchas de esas metas respondían a expectativas generadas por el entorno familiar o social, asimiladas con una convicción insuficiente. Si les preguntas qué es lo quieren, probablemente te contestarán que “ser felices” a pesar de no tener muy claro en qué consiste y cómo lograrlo. Esas metas y esa felicidad hacen pie en valores que se han ido asumiendo con la certeza de ser lo más lógico y razonable. Han hecho de su vida la ocasión para lograrlas, entregándose con todas sus fuerzas y empeño a esta causa. Invierten mucho en ello: sacrifican lo que sea necesario, pagando el precio impuesto con la esperanza de llegar a ser felices. Algunos lo consiguen; otros terminan con la sensación de haberse quedado a mitad camino.
Una cultura capaz de justificar el sinsentido de unos medios para lograr determinados fines lleva a que algunos acaben haciéndose preguntas que, en ocasiones, dan paso a una búsqueda vocacional. Personas que se acaban sintiendo piezas de un sistema, de un engranaje que los utiliza y les exige pagar altos precios en aras de un supuesto bien mayor. Se necesita mucho coraje para no ahogar ese anhelo profundo y poder iniciar una búsqueda que oriente en otra dirección. Esta búsqueda puede quedar diluida en medio de un ritmo de vida invadido por reclamos y exigencias insostenibles o pasar desapercibida en el ruido exterior e interior en el que vivimos.
Algunos itinerarios vocacionales comienzan justamente por ahí y serán ocasión propicia para reconocer cuales son los anhelos más profundos que mueven el corazón y orientan la vida.

Cuando alcanzamos a tocar lo inconcebible
Asociamos la plenitud con la realización de las propias metas pero, ¿qué pasa cuando la propia vida está bien pero sientes que se queda corta? Algunos itinerarios vocacionales han comenzado justamente desde esta certeza: ven su vida y no es que esté bien o mal, simplemente sienten que se les queda corta.
No han llegado hasta ahí por medio del análisis o la introspección o de potentes ideales que se desean vivir o siguiendo el rastro de nobles metas que buscan alcanzar, sino a partir de evidencias que se les imponen. Un buen día sucede: un choque frontal contra la realidad que se había intentado ocultar y que, de pronto, se planta con la arrogancia de quien se siente intocable e invulnerable; una fisura en la esperanza de llegar a ser lo que se deseaba; un desplome estrepitoso de los cimientos en los que se sustentaba; una hemorragia de ideales que parecían dar sentido y orientación. La persona ha sido alcanzada de lleno por aquello que nos altera y descubre que ha quedado desnortada y descolocada. En esos momentos las cuentas dejan de cuadrar y la hoja de ruta marcada por la propia persona empieza a resultar inconsistente: las preguntas surgen a imparables; los intentos por seguir igual, inútiles; las negaciones de la evidencia, inservibles. No hay muchas respuestas, sólo un cúmulo de preguntas que se van amontonando.
Alex Rovira habla del efecto bofetada, un momento de lucidez donde “lo que no nos planteamos por convicción nos estalla en las narices por compulsión y reclama una respuesta. Entonces, la reflexión sentida y el sentimiento pensado se imponen”[14]. Nos encontramos, por tanto ante una de esas ocasiones en que el mundo construido con tanto esfuerzo resulta alterado y se palpa la propia insuficiencia quedando expuesto a aquella palabra que uno no puede decirse a si mismo.
Algunos itinerarios vocacionales comienzan justamente así, a partir de esa bofetada que altera lo que había sido lo razonable y lógico hasta ese momento. Es un tiempo nuevo en el que hay que aprender a situarse en otro escenario vital en el que no se tiene el control, en el que lo asimilado como razonable en la vida queda descolocado y desbancado.

Impulsados por el Espíritu
A lo largo de su Evangelio, san Lucas presenta a Jesús como aquel que es Impulsado por el Espíritu. Así lo reconocieron aquellos primeros testigos que compartieron durante tres años, día tras día, la vida con Él. Lo estaban viendo con sus propios ojos. Estaban viendo que Jesús era conducido a lugares que repelen, que se rechazan, que se evitan a toda costa. Lugares habitados por los perdedores, los fracasados, los que no cuentan, los ninguneados y los despreciados por inservibles para un sistema perverso.
Allí, en medio de todas esas gentes, Jesús se hizo buen Pastor que carga sobre el hombro con todos los que andan perdidos, se hizo Camino que conduce a la Vida y Luz que permite avanzar y Puerta que da paso a la dignidad robada y Pan que fortalece en el camino. Fue justamente allí, en medio de todas estas gentes, donde Jesús oteó un horizonte de Cuerpo entregado y Sangre derramada.
Lo estaban viendo con sus propios ojos pero se resistían. Lo que ellos veían como pérdida, para Jesús era ganancia y lo que para ellos era ganancia, para Jesús era pérdida. No lo entendían pero le querían con locura y sólo deseaban estar a su lado. Jesús les quiso conducir a esos mismos lugares, con esas mismas gentes, porque sabía que allí abajo el Reino de Dios resplandece con tanta fuerza que es evidente y la alegría es tan plena y tan desproporcionada que te desborda.
Quizá sabía que los discípulos, por ellos mismos, no irían hasta allí, que no caerían tan bajo, tan abajo o que se agarrarían con fuerza a sus justificaciones para mantenerse en un status, en unas seguridades que por nada del mundo soltarían. Quizá por eso nos contagió su Espíritu para que fuera Él quien nos adentrara en esos itinerarios tan paradójicos y que nos permiten descubrir cuál es su deseo para nuestras vidas.
 

Ignacio Dinnbier

 
 
[1] G.URÍBARRI, SJ La vida cristiana como vocación, Todos Uno, 149 (enero-marzo 2002)
[2] M.P.GALLAGHER,SJ Nuevos horizontes ante el desafío de la increencia: Humanitas 6 (Abril-Junio 1997)
[3] V.MARQUÉS,SJ En busca de un nuevo paradigma de evangelización de los jóvenes, Misión Joven, (Marzo 2000)
[4] Instrumentum Laboris, 59.
[5] SCHILLEBEECKX, E., Cristo y los cristianos. Gracia y liberación, Ediciones Cristiandad, Madrid 1982, p. 13.
[6] CARTA PASTORAL DE LOS OBISPOS DE NAVARRA Y EL PAÍS VASCO, Al servicio de una fe más viva, San Sebastián 1997, n.36
[7] ib., n.37
[8] Audiencia del 10 de diciembre de 2008
[9] “Proponer hoy la fe a los jóvenes. Una fuerza para vivir” Asamblea de Obispos de Québec (marzo de 2000), en Proponer la fe hoy, Sal Terrae, p.168-169
[10] Ibid, p.171
[11] J.MARTÍN VELASCO, La transmisión de la fe en la sociedad contemporánea, Santander 2002, 94-95
[12] X.ZUBIRI, El hombre y Dios, Madrid 1989, 402
[13] K.RAHNER, Experiencia de la gracia: Escritos de Teología, vol. III, Madrid 1961, 103-107; Id.; Experiencia del Espíritu, Madrid 1977, 50-53
[14] A.ROVIRA, “La hoja de ruta personal”, El País Semanal (27 Enero 2008)