Jesús de Nazaret, orante modelo, maestro de oración

1 marzo 2006

El testimonio del evangelio de Lucas

Juan José Bartolomé

  

Juan José Bartolomé es Profesor de Sagrada Escritura en el Instituto Superior de Teología Don Bosco(Madrid).

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Analizando los textos que aparecen en el evangelio de Lucas sobre la oración, el artículo hace ver que la oración está estrechamente vinculada a la vida y misión de Jesús. Ante todo, presenta a Jesús como orante modelo, subrayando cómo su oración es expresión de su vida interior y parte de su misión personal, y también poniendo de relieve los momentos en que Jesús comparte su experiencia orante con los discípulos; después se fija en los textos en los que de manera más directa y explícita se muestra ante ellos como maestro de oración, deteniéndose especialmente en la versión lucana del Padre nuestro.
 
Vida y ministerio de Jesús no son del todo comprensibles, sin oración personal; tal es el testimonio unánime de la tradición sinóptica[1].
A simple vista, el dato podría parecer obvio. Jesús de Nazaret perteneció a un pueblo de orantes que había coleccionado sus oraciones en el libro de los salmos, que se sentía orgulloso de tener un único templo, al que llamaba “casa de oración” (Is 56,7; cf. Mc 11,17), donde se ofrecían diariamente dos sacrificios en la “hora de oración”, al amanecer y al atardecer (Hch 3,1; Dn 9,21; Jd 9,1). A estas oraciones diarias ‘oficiales’ se añadían las dos que se hacían, también diariamente, al mediodía (Dn 6,10;Hch 10,9) y antes de las comidas (Dt 8,10; cf. Mc 6,41; 8,6-7; 14,22-23). Como no siempre podía acudir al Templo de Jerusalén para orar, el pueblo disponía por toda la geografía habitada de lugares de oración, o sinagogas, donde se reunía regularmente (Lc 4,16; Hch 16,13.16), aunque soliese rezar en cualquier parte, fuera la calle (Mt 6,5) o la propia casa (Dn 6,10-11; Hch 10,9). Es por ello significativo que la única oración judía que – anotan los sinópticos – Jesús realizó fuese la del ritual de la Pascua en la víspera de su pasión (Mc 14,22-23.26; Mt 26,26-27.30; Lc 22,19-20); se recuerda esa plegaria como marco natural de la institución de la cena.
Llama poderosamente la atención el que la tradición evangélica no mencione que Jesús, como cualquier judío de su tiempo, rezase en el templo, al que acudió con frecuencia (Mc 14,49; Lc 2,46; 19,47; 21,37-38; Jn 2,14; 10,23), en la sinagoga, donde ‘siempre enseñaba’ (Jn 18,20; cf. Mt 13,54; Mc1,21; 3,1; 6,2; Lc 4,16; 6,6; 13,10; Jn 6,59), ni a diario en las horas de oración; y sí, en cambio, lo recuerde orando en solitario (Mc 1,35; 6,46; Mt 14,23) o acompañado de sus discípulos (Lc 11,1), en ocasiones importantes para él, tiempos de vocación, confirmada o cuestionada (Lc 3,21; 22,32.41.44), o momentos decisivos de su misión apostólica (Lc 6,12; 9,18.28-29; 10,21; 23, 34.46) y después de hacer milagros (Mc 1,35; 6,46; Mt 14,23;  Lc 5,16; 9,18;  Jn 11,41).
 

  1. Lucas, evangelista de la oración

 
Puesto que Lucas es el evangelista que más sistemáticamente ha tratado el tema de la oración, en él nos centramos. Un simple examen del vocabulario, por él utilizado, probaría con creces el interés del tercer evangelista en el tema.
No es casual, además, que el tercer evangelio se inicie (Lc 1,9-10) y cierre (Lc 24,52-53) mencionando la oración de una multitud en el templo; sus dos primeros capítulos, el así llamadoevangelio de la infancia (Lc 1-2), una especie de prólogo sobre el origen histórico de Jesús, están poblados de grandes orantes: Zacarías, Isabel, Maria, los pastores, Simeón, Ana.
Lucas propone la oración en sí misma como algo que proponer o ilustrar, mientras que los otros sinópticos la ven como dimensión de la vida de fe o condición de fidelidad del discípulo. El ejemplo más evidente es su presentación del Padre nuestro (Mt 6,5-15/Lc 11,1-4): a Mateo interesa más que la oración propiamente dicha, los ejercicios de devoción que han de caracterizar la comunidad cristiana (Mt 6,2-4: limosna; Mt 6,5-15: oración; Mt 6,16-18: ayuno); por eso contrapone la oración del discípulo con la religiosidad de los (judíos) hipócritas (Mt 6,5) y la de los (charlatanes) paganos (Mt 6,7). Lucas, en cambio, afronta la oración en sí misma, sin otro interés que la identificación del creyente con Jesús orante: viendo a Jesús rezando, un discípulo pide que se le muestre cómo orar y se le diga qué decir para distinguirse, como los del Bautista, por su oración (Lc 11,1).
El interés de Lucas queda de manifiesto, aun más si cabe, en la breves anotaciones redaccionalescon las que introduce sus alusiones a la oración de Jesús (Lc 3,21; 5,16; 6,12; 9,18.28-29; 11,1; 22,41.44-45), en su instrucción sobre la oración de sus discípulos (Lc 18,1): según él la oración del discípulo debe seguir el modelo de Jesús orante (Lc 6,28; 11,1b-2; 22,40.46).
 

  1. Jesús, orante modelo

 
Lucas es el evangelista que con mayor frecuencia presenta a Jesús rezando. La mayor parte de las veces, no indica los motivos de la oración, sólo el hecho y/o los contenidos. Lo cierto es que cuando reza, Jesús deja entrever su vivencia de fe: la oración es expresión y parte de su vida interior; por lo mismo, orando prepara y da sentido a su actividad apostólica: la oración es parte de su misión personal.

2.1         La oración de Jesús, expresión de su fe personal
 
Que Jesús haya rezado con frecuencia, y en las más variadas circunstancias, es para Lucas, un hecho decisivo. Jesús suele rezar en soledad (Lc 5,16), durante bastante tiempo (Lc 5,16; 6,12; 9,18; 11,12), privilegiando el monte como lugar (Lc 6,12; 9,28; 22,39), a veces hasta la agonía física (Lc22,44).
Lucas ve la oración de Jesús no como episodio causal, aunque frecuente, de su ministerio público, sino como un hecho habitual, componente esencial de su misión (Lc 5,16): orar es la fuente de la que surgen las palabras, precede sus decisiones importantes, prepara milagros o es su conclusión lógica.
 
3,21: Y sucedió que, cuando todo el mundo se bautizaba, Jesús también fue bautizado y, mientras oraba, se abrió el cielo…
 
Es propio del relato lucano del bautismo, el más breve de los sinópticos, anotar a Jesús orando después de haber sido bautizado con “todo el mundo” y antes de que se abrieran los cielos; habiendo sido bautizado y mientras rezaba, le sobrevino el Espíritu. Según la secuencia lucana: primero es el bautismo, después, la oración, en tercer lugar, la teofanía (apertura del cielo, descenso del Espíritu, irrupción de la voz de Dios); es decir, primero, se coloca Jesús entre pecadores, después, se sitúa ante Dios, y finalmente, Dios se le declara Padre.
La oración personal –todos se bautizan, sólo Jesús reza- separa la intervención humana de la divina y la precede: al bautizarse como todos, Jesús se solidariza con quienes buscan a Dios con la conversión de vida (Lc 3,8-18); al ser proclamado, sólo él, hijo amado por la voz del Padre, Jesús queda identificado por Dios. ¿Puede considerarse casual que Jesús pasase de estar entre pecadores a ser considerado hijo por Dios mientras oraba?
 
5,16 :    Pero él se apartaba a lugares desiertos y se ponía a orar.
 
Tras la vocación de Pedro, Jesús entra en una ciudad y encuentra un leproso (Lc 5,12-16; Mc 1,40-45). A la petición, humilde y confiada, sigue la curación inmediata, y a ésta la confirmación pública con la reinserción social del enfermo (Lc 5,14; cf. Lv 13,49). Para el cronista, el milagro es más que una anécdota: una orden soberana caracteriza la actuación mesiánica de Jesús (Lc 7,22) y fomenta su renombre entre la muchedumbre (Lc 5,15).
El enfermo pudo encontrarse con Jesús porque él se le hizo encontradizo, llegando a su ciudad. Devuelto un leproso a la comunidad, la gente se agolpa en torno a Jesús para oír su voz y verse libre de enfermedades. Ante un éxito tan completo sorprende tanto más, por inesperada, la reacción de Jesús: se retira a un lugar abandonado y se abandona a la oración.
No se dan razones, ni los contenidos, de esta oración en soledad; sólo se anota que a la búsqueda afanosa de una multitud deseosa de ser oyente de Jesús y por él curada, Jesús responde buscando solo a Dios: ser buscado solo como taumaturgo y benefactor lleva a Jesús a encontrarse a solas con Dios.
 
6,12-13: Y sucedió en aquellos días que fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios; cuando llegó el día, llamó a sus discípulos y escogió a doce de ellos…
 
La creación del grupo de los Doce fue una decisión estratégica de Jesús (Lc 6,12-16). Cuando empieza a formarse un grupo de ilustrados antagonistas (Lc 6,7.11), Jesús opta por rodearse de algunos más fieles. Distintos de los discípulos, aunque de entre ellos elegidos, apóstoles son los que acompañan a Jesús en su encuentro con la muchedumbre (Lc 6,17), a la que dirigirá el sermón en la llanura (Lc 6,20-49). Por su elección, personal, y la posición que han obtenido, de mayor cercanía a Jesús, son oyentes privilegiados del discurso programático (Lc 6,20).
Lucas es el único evangelista que anota que Jesús llamó a los doce apóstoles (Lc 9,10; 11,49; 17,5; 22,14; 24,10. Cf. Mt 10,2; Mc 6,30; Jn 13,16); a diferencia de Mc 3,14-15 y Mt 11,1, no da poderes especiales a los elegidos, sólo los identifica con su misión personal; los ahora llamados (Lc 6,13) serán, después, sus enviados (Lc 9,1-2).
En el relato de su elección el narrador resalta el momento previo, la larga oración durante la noche (Lc 6,12), y el acto mismo, narrado con marcada concisión y solemnidad: no dice por qué, ni cómo, los eligió, narra el hecho y los beneficiados, su número y sus nombres (Lc 6,14-16). No se nos dice el motivo de su nombramiento (Lc 22,30: ¿jueces de Israel?), pero sabemos que fue muy cuidada su preparación, toda una vigilia de oración. Es el único evangelista que lo anota (cf. Mc 3,13).
Que la elección haya sido precedida de una noche de oración, además de señalar la importancia que el hecho tuvo que tener para Jesús (Lc 3,21; 5,16), pone en evidencia que él puso esa decisión bajo el señorío de Dios (Hch 1,2.24.26): el Jesús que selecciona a sus enviados es quien ha pasado una noche con Dios.
 
9, 18: Y aconteció que, estando él solo orando, estaban con él los discípulos; y les preguntó diciendo: “¿Quién dicen las gentes que soy?”
Lc 9,18a introduce un episodio decisivo en el ministerio de Jesús: la confesión de Pedro (Lc 9,18b-21), el anuncio de la pasión (Lc 9,22) y las condiciones del seguimiento (Lc 9,23-26). En la narración, la oración de Jesús actúa como prólogo que prepara cuanto sigue.  Antes de iniciar el episodio, en el que se definirá la esencia del discipulado, Jesús se pone, a solas, en comunicación a Dios, manteniéndose los discípulos a cierta distancia: éstos, para entrar en comunión de Jesús – y por ella en comunión con Dios –, tendrán que compartir la misión.
Antes de preguntarles qué piensa la gente y qué saben ellos sobre él, Jesús reza solo: la conversación con Dios precede la conversación con los suyos. La oración de Jesús, una oración de la que no conocemos los temas, antecede la revelación de identidad personal y de su misión.
 
9,28-29: Como ocho días después de estas palabras, tomando Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago subió al monte a orar y mientras oraba…
 
Con estilo solemne, se introduce la escena de la transfiguración anotando la oración de Jesús, esta vez compartida con tres de sus discípulos, en el monte (Lc 6,12); los discípulos que lo acompañan son los que estuvieron presentes en la resurrección de la hija de Jairo (Lc 8,51).
La declaración de la filiación divina de Jesús ocurre una semana después de la confesión de su mesianismo (Lc 6,18-22); antes fue Pedro, ahora es Dios quien se pronuncia; antes Jesús fue confesadomesías, ahora es proclamado hijo de Dios. Ambas afirmaciones, una humana, otra divina, van precedidas por un momento de oración.
Sube Jesús al monte para rezar; la teofanía posterior será una consecuencia, no la finalidad perseguida, de ese ascenso a la montaña y de esa oración mantenida. Y durante la oración su rostro cambia de aspecto: la comunicación con Dios precede al desvelamiento de su identidad personal (Lc9,35); Jesús intima con Dios y Dios revela su intimidad a quien le es compañero en oración: los discípulos, aunque rendidos por el sueño (Lc 9,32) logran contemplan quién es Jesús, su gloria (Lc 9,32), porque – y mientras – lo ven rezando. El monte como lugar, y sobre todo la oración de Jesús como actividad, son las circunstancias de la revelación de Dios como su Padre amante.
 
2.2.          La oración de Jesús, parte integrante de su misión
 
Jesús reza solo, pero también, a veces, comparte su experiencia orante haciendo pública su oración. Además de expresar su personal vivencia de fe, la oración de Jesús sirve de estímulo y motivación para sus discípulos, ante quienes reza y a los cuales así, de forma indirecta, enseña a rezar.
 
10,21-22: En aquella misma hora Jesús se alegró en el Espíritu y dijo: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas a sabios y entendidos y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te agradó. Todo me fue dado por el Padre y nadie conoce quien es el Hijo, sino el Padre, ni quien es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiere revelar.
 
Irrumpe Jesús en oración de alabanza, lleno de alegría y de Espíritu, en el momento en que recibe a sus setenta discípulos, quienes, contentos, regresan de la primera misión (Lc 10,17). El júbilo de Jesús se hace himno a Dios, pues Satán ha sido derrotado (Lc 10,18) y los nombres de los misioneros quedan escritos en el cielo (Lc 19,20). El triunfo de sus enviados llena a Jesús de alegría y de motivos para orar.
Bajo el impulso del Espíritu, Jesús se dirige, entusiasmado al Padre: cinco veces repite el apelativo, que identifica como Padre al Señor de cielo y tierra, y que, implícitamente, hace que el orante sea identificado como hijo. La oración, nacida de la alegría por el éxito misionero y de la admiración por Dios, tiene dos motivos: el primero, la benevolencia del Padre para con los pequeños, a quienes privilegia dándoseles a conocer y provocando su aceptación; Dios no goza en ocultarse a los sabios, sino en comunicarse a los pequeños, que, por el contexto, son los discípulos que acaban de volver de la misión y que se han dejado previamente instruir por Jesús. De hecho, y este es el segundo tema, la intimidad que media entre Padre e Hijo es revelada a quien el Hijo desea, porque este es el poder recibido del Padre. Los discípulos de Jesús, sus noveles apóstoles, son bienaventurados porque ven y oyen lo que profetas y reyes desearon y no vieron (Lc 10,23-24).
La oración de Jesús nace provocada por el éxito de la primera misión de sus discípulos: que los demonios obedezcan a su nombre lo llena de gozo y de entusiasmo por su Dios, de quien se sabe hijo y revelador. La oración le sirve a Jesús para desvelar su propia identidad y el empeño de su Padre de darse a conocer de los insignificantes.
 
22,32: Yo he rogado por ti, para que tu fe no falte; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos.
 
Dentro del discurso de adiós (Lc 22,21-38), tras la institución de la cena (Lc 22,19-20), Jesús anuncia a sus discípulos traiciones y pruebas por venir; a Pedro, en particular, le asegura su oración para que mantenga la fe (Lc 22,31-32) y le predice la traición, después de haber Pedro jurado fidelidad (Lc22,33-34). La cruz es la prueba, no superada, del discípulo.
La oración de Jesús precede a la prueba y tiene como contenido la fe, probada pero no derrotada, de Pedro para que pueda confirmar a los hermanos. Tras haber orado por Pedro Jesús está seguro de que la debilidad del discípulo será pasajera;  Pedro se ha de recuperar y recuperará a sus hermanos. Quien se debe dedicar a confirmar la fe de otros ha pasado por la experiencia de debilitamiento de la fe personal: en la oración de Jesús, antecedente a la prueba y a la confirmación, se basa la nueva misión de Pedro; el traidor se convierte en firme apoyo de los demás, gracias, solo, a la oración de Jesús; se tambaleó su fidelidad (Lc 22,54-65), pero no vino a menos su fe. Es lo que había pedido Jesús: la conversión pedida por Jesús es, con todo, previa a la tarea de confirmar a sus hermanos recibida por Pedro.
La nueva función de Pedro – confirmar a sus hermanos – no se debió a una prometida fidelidad que no pudo mantener, sino a la fe que no le falló porque había sido pedida en oración por Jesús.
 
22,39-46: Y saliendo se fue, como de costumbre, al monte de los Olivos y sus discípulos le siguieron. Llegado a aquel lugar, les dijo: “Orad, para que no entréis en tentación”. Se apartó de ellos como a un tiro de piedra, y puesto de rodillas oró diciendo: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Y estando en agonía, oraba más intensamente; y su sudor fue como gotas de sangre que caían sobre la tierra; levantándose de la oración fue hacia sus discípulos y los encontró durmiendo de tristeza. Y les dijo: “¿Por qué dormís? Levantaos y orad para que no entréis en tentación”.
 
Al anuncio de la traición de Pedro (Lc 22,31-34) y de pruebas inminentes (Lc 22,35-38) sigue la escena de la agonía en el monte de los Olivos. La soledad de Jesús, ante su muerte cierta y cruenta, frente a Dios, queda resaltada con eficacia: aunque los discípulos siguieran a Jesús hasta allí, no le acompañaron en la oración.
En su relato Lucas ha silenciado la mayor cercanía con Jesús de tres de sus discípulos (Mc 14,33), ha simplificado la oración de Jesús, concentrándola en una petición (Mc 14,35.36.39) y no le hace afirmar la llegada de la hora de su pasión.  Y presenta el episodio como un contraste entre la oración de Jesús, que le cuesta sangre (Lc 22,44) y la falta de oración de sus discípulos, muertos de sueño y tristeza (Lc22,44.45): de hecho abre y cierra la narración la imperiosa exhortación de Jesús a sus discípulos a orar y no caer en tentación (Lc 22.39-40.46). Vencidos por el sueño, no atienden la repetida exhortación, a pesar de que ya habían sido instruidos a rezar así (Lc 11,4). En el centro del relato está la oración, solitaria (Lc22,41), humilde (Lc 22,41) y profundamente angustiada (Lc 22,44), de Jesús.
Antes de aceptar su destino cruento, Jesús, de rodillas (Lc 22,41) y en medio de la angustia ruega con intensidad tras el consuelo que le presta el ángel: la oración anterior no le ha privado del duelo angustioso, pero le ha dado conformidad con Dios. Jesús pide al Padre poder librarse de su destino; la angustia llena su oración (Lc 22,44). Lo pide de rodillas (Lc 22,41), modelo de oración de rendición: aquí (Mc 14,36; Mt 26,39) Jesús expresa el deseo de un cambio de suerte (la copa es imagen del destino cruento establecido por Dios), pero acepta totalmente la voluntad de Dios (Lc 26,39).
Mientras, y durante toda la lucha agónica en oración de Jesús, sus discípulos (no tres, todos) duermen; por ello, caerán en la tentación (Lc 22,47-48: de la traición; Lc 22,49-51: de la violencia; Lc22,57.58.60: de la negación repetida). Quien no reza no resiste la prueba: ni será capaz de hacer la voluntad de Dios ni asumirá su proyecto. Lucas que, en su versión del Padre Nuestro ha omitido pedir que se haga la voluntad de Dios (Mt 6,10), no silencia que Jesús, en el momento crucial, sufrió angustia y vertió sangre por hacerla.
 
23,34: Y Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
 
Puesto que falta en manuscritos importantes, se ha dudado de la autenticidad de esta breve oración de Jesús en la cruz. Con todo, la petición está en consonancia con la enseñanza previa de Jesús sobre el amor a los enemigos (Lc 6,27.35) y el orar por ellos (Lc 6,28); además, es un motivo típico de Lucas el resaltar la ignorancia de los verdugos de Jesús, quienes no pueden saber lo que él, y su Dios, conocen (Hch 3,17; 13,27); asimismo, es propio del evangelista presentar a Jesús como modelo de mártir (Hch7,60). La frase, pues, parece ser auténtica.
En su vida, y en su muerte, Jesús es uno con el Padre; unificada su voluntad con la de Dios, da el extremo ejemplo de obediencia y de martirio al rezar por sus enemigos, a los que su ignorancia disculpa. Que no sepan lo que hacen no les hace inocentes, ni a la muerte de Jesús un error lamentable. La frase de Jesús expresa su valoración del hecho desde Dios: sus ejecutores no saben lo que Dios y él saben (Hch 3,17; 13,27), su muerte es voluntad de Dios, que él asume.
 
23,46: Entonces Jesús, gritando a gran voz, dijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”! Y habiendo dicho esto, expiró.
 
Relatando la muerte de Jesús, Lucas sigue de cerca su fuente (Mc 15,33-41). En la trascripción de la última palabra de Jesús ha suprimido la referencia a Elías y la desgarrada pregunta a Dios, en la que formulaba su abandono (Mc 15,34-36), restando así dramatismo a la escena y ahorrando a sus lectores el escándalo: Jesús muere entregándose a un Dios que sabe Padre. Inmediatamente antes de expirar (Mc15,37; Sal 31,6), grita a viva voz (Mc 15,34.37), no que Dios lo haya dejado solo (Mc 15,34; Sal 22,2), sino su plena aceptación de su voluntad. Lo último que tiene que decir ratifica lo que siempre ha hecho en vida (Lc 2,49 4,43; 9,22; 13,33; 17,25; 19,5; 22,7.37): la muerte es final coherente de su trayectoria vital.
Lucas ha añadido a la cita el apelativo Padre: el Dios a quien, sometido, se entrega es su propio Padre; la obediencia, aunque cueste la vida, es siempre ejercicio de filiación. Además, Lucas ha cambiado radicalmente el sentido de la oración que Jesús moribundo recita: la oración sálmica pedía la curación física y la liberación de los enemigos que amenazaban la vida del orante; éste confiaba la vida a Dios, entregándosela, para que se la custodiara y preservara, permitiéndole larga vida. Jesús no usa el futuro del original, sino el presente: ante la muerte inminente, Jesús da su vida, confiado, al Padre, antes de que se la quiten; se pone en manos de su Padre antes de terminar en manos de sus enemigos.
El último acto de Jesús, la entrega de su vida, es una plegaria filial: no se siente abandonado de Dios, se abandona al Padre. Jesús culmina vida y misión en conversación con su Padre Dios, y esta conversación tiene como único motivo la entrega de la propia vida.
 

  1. Jesús, maestro de oración

 
Jesús reza en momentos decisivos de su vida y ministerio personal (Lc 3,21; 5,15-16; 6,18; 10,17-21). Pero no sólo; como orante ejemplar que es, puede convertirse en maestro de oración (Lc 11,1).
Para Lucas orar como Jesús es parte integrante del seguimiento; de hecho, Jesús enseña a sus discípulos qué decir (Lc 11,2-4) y en parábolas les instruye cómo y cuantas veces decirlas. Particularmente, en las parábolas, Jesús es audaz imaginándose a Dios como amigo importunado, el mejor de los padres posibles, justo más que el juez deshonesto e insensible, y valedor del que se reconoce pecador en su presencia.
 
6,27-28: Pero a vosotros, que estáis escuchando, os digo: “Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os maltratan…”
 
Al inicio del sermón de la llanura (Lc 6,20-49), inmediatamente después de abrirlo con la serie de bienaventuranzas y maldiciones (Lc 6,20-26), Lucas ha colocado el mandato del amor al enemigo (Lc6,27), llegando así al centro del mensaje de Jesús, su corazón y su cima. Tras presentarlo con claridad, con prisas casi (cf. Mt 5,43-47), el evangelista desciende a aplicaciones del precepto menos exigentes (Lc6,37-42) que apuntala con razones de sabor sapiencial (Lc 6,37-42.43-49).
Que el discurso se inicie propiamente con el precepto del amor al enemigo deja entrever la importancia que tiene para Jesús, quien lo dirige explícitamente a sus discípulos, sus oyentes (Lc 6,27a), objeto de su mirada y del discurso (Lc 6,20). El amor al enemigo no es facultativo, pues les es impuesto (Lc 6,27b); no importa a Jesús si sus oyentes están dispuestos a aceptarlo, ni siquiera le interesa si serán capaces de cumplirlo. Para facilitar su práctica, pone tres ejemplos de cómo ejecutar la orden: se ama al enemigo, cuando se hace bien a quien nos odia (Lc 6,27c), se bendice a quien nos maldice (Lc 6,28a) y se pide por quien nos tratan mal (Lc 6,28b).
Así presentada, la oración que pide Jesús a los suyos es realización, una entre las posibles, del preceptivo amor al enemigo, más aún, es ejercicio práctico del buen hacer y del bien decir que el discípulo de Jesús ‘debe’ a su enemigo. La oración por él no pide su conversión en amigo; no exige Jesús que se ruegue algo que haga o venga bien al que reza, sino que quien padece la enemistad se acuerde de su enemigo ante Dios y a Él lo encomiende. Que la oración sea una forma concreta de amor al enemigo es la ‘primera’ enseñanza del Jesús maestro de oración.
 
11,1-4: Y sucedió que, estando Jesús orando en un lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: “Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”. Él les dijo: “Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino. Nuestro pan cotidiano dánoslo cada día; y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Y no nos metas en tentación”.
 
La tradición evangélica conoce sólo dos versiones del Padre nuestro: la de Lucas, más conci­sa, presenta cinco peticiones (Lc 11,2-4); la de Mateo (Mt 6,9-13, Did 8,2-3), con seis peticiones, no sólo es más larga, también está mejor formulada: la simetría, el ritmo y un cierto sabor litúrgico en la expresión evidencian una composición muy cuidada.
El esfuerzo por reconstruir el texto que precedería a las dos versiones ha sido enorme. Hoy se piensa que la lucana reflejaría bien la ocasión histórica y habría conservado mejor el tenor de la oración original, es decir la invocación y el número de peticiones; la versión de Mateo, con todo, transmitiría fórmulas y un sabor más próximo a la primitiva. Es posible, incluso, que ambos ofrezcan ya dos recensiones diversas de la que Jesús enseñó; en cualquier caso, el Padre nuestro es la oración del anunciador del reinado inminente de un Dios (Mc 1,14), del que se sabía hijo amado (Mc 1,11).
Al igual que Mateo, Lucas presenta su versión dentro de una catequesis más amplia sobre la oración, dirigida a sus discípulos (Mt 6,5-15; Lc 11,1-13). Ambos evangelistas coinciden, además, en no ver la oración como praxis impuesta por Jesús, quien no dice que deban orar, sino cómo lo deben hacer,cuando recen (Mt 6,6.9; Lc 11,2).
Pero mientras en Mateo es Jesús quien, por iniciativa propia, les enseña a rezar y les advierte antes de los riesgos de un orar ineficaz, por su hipocresía interesada (Mt 6,5) o por su excesiva palabrería (Mt6,7), en Lucas Jesús suscita en sus discípulos el deseo de saber orar, porque se deja ver orando: en Mateo Jesús ejerce, soberano, como maestro de oración, en Lucas ejerce primero de orante modelo y, sólo después de terminar su oración y a instancias de un discípulo, de solícito maestro. Lucas, pues, subraya que la enseñanza ha sido deseada, y el deseo del discípulo ha surgido del testimonio personal del maestro.
 
Padre es la invocación que abre la oración; traducción exacta del enfático abba aramáico, expresaba la veneración de un hijo para con su padre, el respeto de un niño ante personas adultas. El término no aparece en oraciones judías contemporá­neas, que sí conocían la pa­ter­nidad de Dios (Eclo 23,1.4;Sab 14,3; 3 Mac 5,7; 6,3.8; Tob 13,4): que Dios se comportara con Israel como un padre era convicción de fe judía (Dt 8,5; 32,6; 2 Sam 7,14; 1 Cro 17,13; 22,10; 28,6; Sal 68,6; 89,27; Is 63,16;Prov 3,12; Sap 14,3-4), pero esta afirmación no era utilizada como invocación. En cambio, en Jesús es típico haberse atrevido a invocar a Dios (Mc 14,36; cf. Mt 7,21; 10,32; 12,58; 15,13; 16,17; Lc22,41; Jn 11,41; 12,27; 17,1) con una inmediatez y fa­mi­liaridad que sólo el len­guaje de la calle podía expre­sar, en un am­biente donde se evitaba dar nombre a Dios; y pudo hacer­lo, porque respondía así a su imagen de un Dios cercano y fami­liar
 
Como categoría relacional que es, padre no dice propiamente lo que Dios es en sí mismo, sino lo que es para los demás. Padre no es, pues, un nombre propio de Dios, es el apelativo que utilizan sus hijos: es lo primero que deben saber sobre Dios para entrar en oración, y lo más que pueden decirle en ella. Enseñando Jesús a decirle a Dios como primera pa­labra Padre, enseñó a sus discípulos a saberse hijos cuando orasen (Mt 5,45), compartió con ellos intimidad personal más que simples sentimientos. Con esa invocación el orante se sitúa ante el Dios ‘de los cielos’ (Mt 6, 9) como hijo, afirma su propia dignidad y asume sus costes. Jesús se afirmó como hijo agonizando en Getsemaní (Mc 14,36); la comunidad cristiana no olvidó que el hijo tuvo que aprender a obedecer con gritos y entre lágrimas (Heb 5,7).  Sólo por obediencia a Jesús su discípulo se atreve a decirse hijo de Dios; pero sólo con la obediencia a Dios lo será, como lo fue él.
 
Que sea santificado el nombre del Padre es la primera petición del hijo orante. El nombre, en la mentalidad bíblica, designa el ser, ‘re-presenta’ la persona que lo lleva. Dios se da a conocer, se ‘hace un nombre’, salvando (Ex 3,13-14; 6,2-4): el nombre de Dios es su ser en cuanto experimentado y reconocido, y lo es, siempre y solo, cuando salva (Ex 3,5b). Sólo Dios puede santificar su nombre, mostrándose salvador; la salvación operada le ha dado un nombre (Is 59,19; Zac 14,9): saber de él, nombrarlo, significa saberse salvado.
Pedir a Dios la santificación de su nombre nace, pues, del deseo de verse salvado. Con este deseo el orante añora que Dios se imponga a la capacidad de desobediencia del hombre y, mientras llega ese momento, se esfuerza por realizar en su vida lo que aún es objeto de esperanza: quien quiere la santificación del Padre se somete a su voluntad.
Al inicio de su oración el discípulo da a conocer lo que debe ser su deseo más apremiante, su intención más urgente: que su Padre Dios sea más conocido, experimentado mejor. Lo que primero se le ocurre al hijo, lo que suplica en primer término es algo que compete sólo al Padre (la santidad de su nombre) pero que le alcanza como hijo (su propia salvación): empezar a orar como hijo es empezar a desear a Dios y a él solo.
 
Que venga su reino es la segunda petición, que complementa y clarifica la primera: Dios santificará su nombre cuando haga irrumpir su reino. La petición se concentra en lo esencial, el reino, sin mayor definición; Jesús supone en el orante saber qué es lo que pide y le enseña a dese­arlo: que Dios se muestre como es, soberano sin par y sin más.
El reino de Dios fue el centro del mensaje de Jesús (Mt 1,15); pedir su llegada presupone la constatación de su ausencia: sólo el sometimiento al querer de Dios propiciaría la venida del Dios. Lo que se pide a Dios, tiene a Dios como beneficiario; y por más que ello sea contenido de su es­peranza, la oración es una forma de adelantarlo: al menos en quien así reza, el reino ya se está haciendo presente, si no rea­lidad en sus manos sí en su corazón de hijo. Su venida depende de Dios, que se hará menos esperar cuanto más deseado y requerido sea: el reino viene allí donde un hijo hace soberano a su Padre, haciendo su voluntad.
 
Con la petición del pan cotidiano, alimento básico y necesario, la oración cambia radicalmente de perspectiva. Atendido Dios en sus intereses (su nombre, su reino), pasa el orante a interesar a Dios en los propios (pan, perdón, tentación). Y es de notar que sea pan lo primero que el orante desea obtener para sí de su Dios.
Dar pan es oficio de padre (Mt 7,9; Lc 11,11). Y es pan, enfatizada la palabra por su po­sición inicial, lo que se quiere de Dios. El orante vive una situación social donde el alimento es escaso: pide lo preciso para vivir hoy; al no verse liberado de la necesidad mañana, el orante alimenta hoy la dependencia de Dios Pa­dre y del pan que de Él ha de recibir mañana; así se libera de la preocupación por acumular para mañana y se confirma en la convicción de tener un Dios que es su valedor, garante de su supervivencia. Enseñando a pedir el pan para hoy Jesús quiso educar a los suyos a no esperar de Dios el don de la autosuficiencia, mucho menos la sobreabundancia. El orante ha de desearse lo imprescindible para sobrevivir hoy, para tener que volver a confiar mañana la propia necesidad a Dios.
 
Pedido el pan, epítome de los bienes naturales, se pasa al perdón, bien espiritual básico. De nuevo, Mateo conserva mejor el tenor original: habla de deudas, mientras Lucas menciona los pecados. Al considerar Lucas a quien nos ofende como deudor, entiende el perdón concedido al ofensor y, por tanto, el deseado de Dios, como condonación de una deuda. A la base hay una concepción que refleja relaciones comerciales entre acreedores: hay deuda donde ha habido don previo, falta si hubo antes gracia. De ahí que no sorprende que se haga depender el perdón pedido a Dios del perdón concedido al propio deudor (Lc 11,4b; Mt 6,12b); el orante se obliga a haber perdonado antes de buscar él perdón.
Siempre que rece el dis­cípulo de Jesús tendrá que haberse librado de sus deudores, ¡de todos!, según tiene a bien subrayar Lucas, pero mantendrá sin saldar su deuda con Dios, aunque sea única. Aunque no fuera raro encontrar vinculado el perdón del hermano con el perdón de Dios en las oraciones judías (Eclo 28,2-5), es excepcional hacer depender el perdón de Dios del perdón humano. Hay aquí una comprensión de la oración cristiana que va más allá del buen sentimiento: si quien busca el perdón de Dios viene de haber perdonado al hermano, su oración no es buena sólo cuando prepara al bien obrar, sino si viene por él precedido.
Quien reza el Padre Nuestro se sabe siempre en deuda con su Dios, y con todas las deudas que el prójimo haya podido contraer con él saldadas. La co­munidad que así reza perdona a sus antagonistas esperando ser per­donada de Dios, su Padre.
 
La última petición, formulada en negativo, expresa con fuerza el deseo de verse libre de tentación. El ruego nace  de quien se sabe amenazado y teme por su fidelidad; se apoya en la presunción – bastante sorprendente – de que es Dios quien pone a prueba a sus fieles (Gn 22,1; Ex 15,25; Sal 26,2; 139,23-24; Eclo 4,17; Sant 1,2.12), y no sólo quien lo permite (Job 1,6-12).
El orante da por des­contado el poder omnipotente de Dios, pero ello no implica que quiera impedir la tentación de los suyos; sin cuestionar la realidad de la prueba, no se afirma su origen di­vino, pero se le reconoce a Dios la potestad de salvar de la ame­naza: la tentación es una si­tuación que probar y su superación una oportunidad de probar la propia filiación (Lc 4,3-12). Quien desea no ser llevado hasta la tentación, la toma en serio: no duda de su Dios, sí de su pro­pia fidelidad personal; no pu­diendo poner en duda la realidad de la tentación, pedirá a Dios que se la ahorre (Mc14,38). Quien sabe que puede aún ser tentado, se sabe todavía no a salvo. La oración es, según Jesús, el único apoyo donde hacerse fuerte contra la tentación (Lc 22,40.46).
 
11,5-8: Y les dijo: “¿Quién de vosotros que tenga un amigo, y venga a él a medianoche y le diga: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a mí de viaje y no tengo qué ofrecerle”; y aquel, respondiendo desde dentro, le dice: “No me molestes; la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama. No puedo levantarme a dártelos”? Os digo que, si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos por su importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
 
Tras haber enseñado a sus discípulos qué rezar, Jesús exhorta ahora a orar con la confianza de ser escuchados. Recurre para ello a una parábola (Lc 11,5-8) y a una colección de sentencias (Lc 11,9-13), que funciona como comentario o explicación personal.
La parábola es material propio del tercer evangelista; busca estimular a una oración porfiada, reiterada e inoportuna, una oración que consigue lo que pide siempre que no deje de pedirlo hasta conseguirlo. Que el redactor la haya colocado inmediatamente después de la oración de Jesús (Lc 11,2-4), hace de ésta una petición que se desea continua. Como en la parábola de juez injusto (Lc 18,2-7), el peso de la argumentación pasa de lo obvio (la amistad entre los personajes) a lo improbable (la impertinencia de la hora): una inoportuna petición, si no cesa, puede más que una probada amistad.
La situación contemplada no es un suceso real, sino una posibilidad: un amigo puede siempre recurrir a otro en cualquier momento, incluso en el más inoportuno, si se le presenta una urgente necesidad, atender a otro inesperado amigo. El caso, aunque inventado, es verosímil; y no hay que pasarlo por alto, es un asunto entre amigos; media entre los personajes una relación de intimidad y cariño y los une la necesidad propia y la dependencia del otro. La presentación está enfatizada: ¿es que no sucede siempre así? El oyente ve lógico que, al final, el amigo haga lo que le piden, no tanto por amistad sino para evitar más molestias: dará cuanto necesite su amigo, con tal de que no le importune más. Aunque ninguna aplicación cierra el símil, su mensaje es claro: a quien no deja de pedir, aun a riesgo de importunar, le será concedido cuando necesita. Cuando no basta la amistad para conseguir cuanto se precisa, hay que recurrir a la constancia sin obviar la molestia. Dios da al que pide sin cesar, al que ruega importunando.
 
11,9-13: Y yo os digo: “Pedid y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os será abierto. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abre. ¿Y cuál padre de vosotros, si su hijo le pidiere pescado, ¿en lugar de pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!
 
Lucas ha tomado la breve colección de sentencias de su fuente (Mt 7,7-11), que, al introducirla con la fórmula y yo os digo, la convierte en aplicación de la parábola precedente. Alienta así en los discípulos a confiar en Dios cuando recen,  asegurándoles ahora que van a ser atendidos por un Padre que es bueno de verdad. La confianza de ser escuchado no se basa tanto en la necesidad del que pide, sino en la bondad del que escucha.
Jesús exhorta con énfasis evidente a una oración repetida, por confiada. Pedir, buscar, llamar, aunque sean sinónimos, indican algunos rasgos típicos de la oración. La razón aducida, en apariencia evidente, no se compadece con la experiencia diaria; mal entendería quien pensara que basta con pedir para recibir, buscar para encontrar, llamar para ser recibido. Jesús quiere decir, más bien, que se recibe si se pide, que encuentra quien busca y es acogido quien llama. Para ser escuchado por Dios, hay que hablarle; sólo puede contar con ser respondido, quien previamente se ha esforzado por conversar.
De forma aún más directa, pero cambiando de perspectiva, sigue Jesús animando a confiar en el poder de la oración. Ya no insiste en la práctica repetida, subraya una cualidad del Dios que escucha, su paternidad. Y sobre ella fuerza con arte su argumentación: si un padre, como vosotros, que no llega a bueno de verdad es siempre bueno con el hijo que le pide alimento, mucho mejor será el Padre celeste. La paternidad de Dios es base indefectible de la confianza del orante.
Lucas ha introducido dos significativos cambios en su fuente. Suprime la antitesis panpiedra (Mt7,9), y añade una nueva huevoescorpión, inspirándose quizá en cuanto Jesús había prometido ya a sus discípulos misioneros (Lc 10,19); consigue así dar mayor fuerza al contraste entre lo deseado (pescado, huevo), útil para la salud, y lo concedido (serpiente, escorpión), muy nocivo para la persona.
Jesús anima a sus discípulos a orar, anclando sus esperanzas de ser escuchados no sólo en la bondad del Padre del cielo, que excede la mejor de las expectativas que un hijo pueda albergar, sino, sobre todo, en la bondad del don que Dios está dispuesto a dar: su Espíritu,  no ya un buen don, sino el mejor de los posibles (Hch 1,8; 2,4). El Espíritu es don del Padre para quien lo desea, lo encuentra quien lo busca y se lo dan a quien lo pide.
 
18,1-8: También les refirió Jesús una parábola sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar, diciendo: “Había en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a hombre alguno. Había también en aquella ciudad una viuda, la cual venía a él diciendo: “Hazme justicia de mi adversario”. Él no quiso por algún tiempo; pero después dijo para sí: “Aunque no temo a Dios ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo me agote la paciencia”. Y dijo el Señor: “Oíd lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos, que claman a él día y noche? ¿Se tardará en responderles? Os digo que pronto les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿hallará fe en la tierra?
 
Lucas insiste ahora sobre la oración incesante, con una parábola que recuerda de cerca la anterior (Lc 11,5-8) y que, como ella, pertenece a su tradición propia. Sigue resaltando la certeza de ser escuchado que ha de embargar a quien rece; pero aquí la exhortación se hace más urgente, la oración más perentoria, dado el contexto inmediato precedente (Lc 17,22-37) y la aplicación que cierra la parábola, que mencionan la venida del hijo del hombre: cuando él llegue, ¿encontrará esa fe/fidelidad que se ejercita como continua oración?
La parábola, fácil de entender en sí misma, va precedida (Lc 18,1) y comentada (Lc 18,6-8) por sendas intervenciones de Jesús que ofrecen la interpretación por él pretendida. Si un injusto juez -¿puede ser mayor la contradicción?–, un hombre indigno del poder que ejerce, piensa en ceder ante una viuda molesta, ¡cómo dudar del buen Dios, que socorrerá a los suyos,.. siempre que clamen a él dìa y noche! Narrando esta parábola, Jesús no ha querido tanto arraigar en sus oyentes la certeza de ser escuchados, si rezan; les urge, más bien, a no dejar nunca de orar, porque acabarán siendo escuchados, haciéndoseles justicia. Dada la sensación de abandono en que vive inmersa la comunidad de Lucas, esperando un Señor que retrasa su venida, ha de esperarlo llamándole día y noche, ha de serle fiel no dejando de orar: el Señor no tardará en responder a quien siempre le ha llamado.
Una comunidad cansada de esperar al Señor que no se presenta, que se siente de él abandonada, está en peligro de abandonar la oración y dejar de ser fiel. Afrontando el desánimo de los suyos, Lucas pone en boca del Señor la promesa de una pronta intervención, pero le hace preguntarse, con no poca eficacia dramática, si hallará, viniendo, la fe que se mantiene como oración mantenida, siempre, sin dudas ni desmayos. Para quien aún anda a la espera de su Señor, la oración es la baza, si no única, sí decisiva (Lc 18,1-8; Hch 1,14-24; 6,6; 8,15; 10,9; 13,3). Pero la cuestión sigue abierta: ¿hallará Jesús, cuando venga, esa fe que mantiene viva una siempre viva oración?
 
18,9-14: A unos que confiaban en sí mismos como justos y menospreciaban a los otros, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, puesto de pie, oraba consigo mismo de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy el diezmo de todo lo que gano”. El publicano, estando lejos, no quería ni aún alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “Dios, ten compasión de mi, pecador”. Os digo que este descendió a su casa justificado y no el otro, porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.
 
Después de ser exhortados a clamar día y noche por su justificación, los discípulos son instruidos a presentarse ante Dios sin méritos propios y endeudados de perdón. Jesús reacciona ante el injustificado comportamiento que observa en algunos (Lc 18,9), contando una breve parábola con la que condena lo visto sin paliativos ni atenuantes: quien se juzga bueno, se condena a sí mismo (Lc 18,14b). La parábola, material exclusivamente lucano, no trata tanto de la oración, aunque la utilice como ejemplo, cuanto de la actitud de superioridad frente al prójimo, muy común en personas que son, y se saben, buenas.
Es de notar que el narrador no descalifique cuanto dice el fariseo a Dios, así como tampoco juzgue exagerada la confesión del publicano. Ambos se expresan como lo que son. Las actitudes, tan divergentes, que adoptan en su oración no son fingidas; cada uno refleja sus sentimientos y suspalabras.La malicia de la plegaria del buen fariseo radica no en sus palabras sobre si mismo, sino en sus sentimientos contra los demás: ante Dios reconoce ser mejor que muchos. La bondad de la oración del publicano está en que sus palabras coinciden con sus sentimientos: ante Dios sólo sabe que es pecador. Dios se complace con la oración del que, ante Él, sólo contempla a Dios y a si mismo, y acepta su deuda. Quien, en cambio, aprovecha su encuentro con Dios para apreciarse a sí mismo y menospreciar a los que no son como él, retorna a sí mismo despreciado por Dios. El discípulo de Jesús debe rezar siempre como pecador que se sincera ante Dios, siempre que busque su justificación. Encontrarse con Dios no le puede llevar al desencuentro con los demás.
No es casual que Jesús haya puesto como argumento para condenar la altivez fratricida del hombre bueno una narración en la que se habla de dos formas, sinceras, de orar. Ante Dios, solo Él nos ha importar, no nuestra bondad más evidente; quien va a la oración a reivindicar, incluso sin engaño, su bondad, la pierde. Ante Dios, siempre estamos en deuda, por buenos que hayamos sido o aunque hayamos sido malos. Ante Dios, sólo El es el juez y justifica al que sabe no merecerlo, porque reconoce su maldad. Es un rasgo característico de Dios, un principio básico de su actuación salvífica, el resistir al poderoso y enaltecer al pobre, como ya María – ¡en oración! – supo formular (Lc 1,52)
 

  1. Conclusión

 
El Jesús orante, según el testimonio de Lucas, no reza porque –ni  cuando–  ‘debe’; su oración no es práctica impuesta, sino hecho de vida. Templo y sinagoga dejan de ser los lugares privilegiados de oración para Jesús (Jn 4,21): la soledad en la que conversar con el Padre, que él frecuenta (Mc 1,35) y anima a que busquen sus discípulos (Mt 6,6), puede encontrarse en cualquier lugar (Lc 11,1), en la montaña (Mc 6,46; Lc 6,12; Jn 6,15) o en un huerto (Lc 22,39-41).
Estrechamente vinculada a su vida y misión, la oración de Jesús es reflejo de su experiencia personal antes que contenido de su magisterio; ella prepara o preside los aconte­cimientos princi­pales de su vida y ministerio (Lc 3,21; 6,12; 9,18;  9,28;  11,1; 22,40-44; 23,34.46). Y cuando reza, Jesús:
– deja entrever su vivencia de fe: la oración es expresión y parte de su vida interior; lugares, tiempos y gestos no es lo que caracteriza su vida de oración, sino la conciencia de ser hijo del Dios al que reza; el testimonio de una especial relación con el Padre es el rasgo típico más notable de su oración, y lo será de su magisterio: lo específico de la oración de Jesús no está en que llame a Dios Padre, sino en verse como hijo suyo de forma inusualmente íntima. Su oración es profundamente personal (Lc 10,21-22/Mt 11,25-27, cf Jn 11,41), enteramente sumisa (Lc 22,42/Mt 26,39/Mc 14,34) y solitaria (Lc 5,16; 6,12; 9,28; 11,1; 22,41).
– prepara y da sentido a su actividad apostólica: la oración es parte de su  misión personal. La singular relación con el Padre la vive durante el ministerio público y como ministerio: Jesús acompaña su actuación apostólica con su oración y orando da sentido a su misión personal: la dimensión apostólica de su orar es evidente. Orientada hacia el Padre la oración de Jesús no se repliega en sí, no es intimista, se abre a la misión y en ella se enraiza; ella es el motivo, la razón de ser de la plegaria (Lc 10,21-24): solo el hijo conoce y da a conocer al Padre (Lc 10,22/Mt 11,27). Y lo hace en la acción de gracias por la misión realizada con éxito (Lc 10,21-22), lo mismo que en medio de la agonía en Getsemaní (Lc 22,42) o antes de la muerte en la cruz (Lc 23,34.46).
 
Porque Jesús reza:
– comparte su experiencia orante y enseña su práctica: orar, además de vivencia personal, sirve de estímulo y motivación para sus discípulos (Lc 5,16; 6,12; 11,1-13; 18,1-15). Jesús enseña a rezar como él reza (Lc 10,21; 22,42; 23,43.46), tras rezar él: impresionado al asistir a la oración de Jesús, un discípulo pide ser iniciado en ella(Lc 11,1-13). Y enseña no sólo qué se debe decir, sino qué hay que sentir cuando se dice (Lc 11,2): encontrarse con el Padre y reencontrarse como hijos. Quiere que se pida por los enemigos (Lc 6,28) según hará el mismo (Lc 23,24); que se pida la venida del reino (Lc 11,2) y que se le espere con paciencia (Lc 21,36).
– puede exhortar a orar, haciendo de la oración contenido de su magisterio. Si en Jesús el motivo de su oración radicaba en su relación filial con el Padre, en la aceptación cordial de su plan, la oración de sus discípulos ha de tener, sobre todo, un motivo, la superación de la prueba, la ratificación de la fidelidad (Lc10,21-24; 21,36; 22,36; cf. 18,7-8). Como él, habrán de rezar por sus enemigos y en la tentación (Lc 6,28,cf. 23,34; 22,40.46).
A diferencia de la oración de Jesús, quien siempre vivió en la cercanía paterna de Dios (Lc 10,21; 22,42), sus discípulos habrán de rezar mientras esperan su venida, conscientes de los peligros y de la propia fragilidad, “para no caer en tentación” (Lc 11,4; 23,43.46). Esta oración habrá de ser constante, tan sin interrupciones, que caracterizará la vida de la primitiva comunidad cristiana (Hch 1,14.24; 12,5; 13,3; 14,2­3).

Juan José Bartolomé

estudios@misionjoven.org

 
[1] El cuarto evangelio se aparta del testimonio sinóptico. En Jn el tema de la oración es menos importante: no sólo la imagen de Jesús en oración es menos usual, sino que cuando reza, lo hace más como mediador que como orante individual. Su oración, ligada a momentos decisivos de su misión, queda estrechamente vinculada a su ‘hora’, el tiempo de su muerte y de su gloria. En Jn 11,41-42, Jesús reza, tras la resurrección de Lázaro, “por causa de la multitud que está alrededor, para que crean”; en Jn12,27-28, antes del relato de la pasión, la oración de Jesús excluye miedo o tribulación ante una muerte cercana; en Jn 17,1-26, Jesús concluye el largo discurso de adiós de modo soberano.