Jesús, educador de los doce, en lucas

1 enero 2008

Jordi Latorre es profesor de Sagrada Escritura en el Centro Teológico Salesiano Martí Codolar (Barcelona)
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo reflexiona sobre la actividad educativa de Jesús, tal como aparece en el evangelio de Lucas. Desde sus comienzos está dinamizada por la presencia del Espíritu, que lo pone a la escucha de la Escritura. La Escritura obrará una acción educativa en Jesús y él la propondrá a sus discípulos. Ungido por el Espíritu anuncia el Reino, poniéndose totalmente al servicio de este anuncio. Y esta tarea evangelizadora revela al mismo tiempo el pecado de las personas y la misericordia de Dios. Desde aquí, Jesús educa a toda la personas cristiana, sus actitudes básicas, la oración, la fortaleza, la fidelidad, el compromiso, haciendo de los discípulos, evangelizadores.
 
El evangelio de Lucas muestra una especial sensibilidad por presentarnos la tarea educativa de Jesús hacia sus discípulos. No lo hace de forma sistemática, a modo de tratado de educación, sino de forma narrativa, a modo de evangelio. Jesús mismo se pone a la escucha de Dios y de su palabra como profeta del Reino de Dios que irrumpe en este mundo a través de su persona, de sus palabras y de sus gestos. Es él quien se escoge un grupo de discípulos, los Doce, con los que comparte vida y misión. En el desarrollo de su tarea Jesús va educando el corazón del cristiano y el corazón del discípulo, conformándolo poco a poco con su persona y su destino. Jesús conocerá el desánimo, e incluso el fracaso en su tarea educativa, pero será el espíritu del Resucitado quien llevará a cumplimiento dicha tarea; hasta el punto que los discípulos se convertirán en evangelizadores y educadores de la fe de otros discípulos.
 
1. La presencia educativa del Espíritu en Jesús
 
Desde sus primeras páginas, el evangelio de Lucas nos presenta la actuación del Espíritu como el agente dinamizador de la historia de salvación. No en vano, el tercer evangelio ha sido calificado como el evangelio del Espíritu Santo. Es él quien actúa en María, en Isabel y en Jesús, y en los discípulos a partir de Pentecostés.
La tarea educativa que Jesús desarrolla a lo largo de toda su vida pública, tal como aparece reflejada en el evangelio de Lucas, está íntimamente dinamizada por el Espíritu de Dios. Así, ya en el comienzo de su actividad pública, Jesús, cuya concepción en el seno de María fue ya obra del Espíritu, recibe el testimonio público de ese mismo Espíritu, en forma visible como una paloma (cf. 3,22a). La presencia del Espíritu es acompañada por la voz del Padre: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco” (cf. 3,22b). La voz del cielo es un recurso frecuente en la literatura rabínica de la época y quiere mostrar cómo aquello que proclama se integra en el plan salvador de Dios: Jesús es Hijo.
En la literatura bíblica, principalmente en la literatura sapiencial, el hijo es el objeto de la atención educativa del padre. Misión preferencial de todo buen judío es educar a sus hijos en la tradición religiosa y en el temor de Dios. No se ahorra la corrección, e incluso el castigo, en esta tarea formativa. El autor de la carta a los Hebreos nos lo hace notar de forma clara: “Dios os trata como a hijos y os hace soportar todo esto para que aprendáis… Si a nuestros padres de la tierra los respetábamos cuando nos corregían, ¡cuánto más hemos de someternos al Padre del cielo para tener vida!” (Heb 12,7.9; cf. 12,4-13). La muestra que somos hijos es que el Padre, que nos ama, nos educa para tener vida.
La voz del cielo, al presentarnos a Jesús como a Hijo amado, nos lo presenta como aquel a quién él educará, desde ahora, por el camino de la cruz, a fin de que llegue a poseer el don de la vida eterna.
Y la tarea educadora del Padre en Jesús comienza a continuación en el relato de las tentaciones. “El Espíritu lo condujo al desierto” afirma el relato lucano (cf. 4,1). Es el Espíritu quien dirige la acción. El diablo es el instrumento de la prueba. En la tradición bíblica, la prueba no es un simple control de calidad. La prueba es lugar de verificación, pero también de transformación y de crecimiento: la prueba es educativa. En el relato de las tentaciones, Jesús, movido por el Espíritu, y en confrontación con la palabra de la Escritura, es educado en la fidelidad a la misión, venciendo el impulso de la riqueza, del honor y del dominio. Jesús sale de la prueba, fortalecido en sí mismo, y preparado para la misión del Reino.
En un tercer momento,  Lucas nos presenta la acción del Espíritu en Jesús. Al regresar los setenta y dos discípulos de su praxis pastoral de haber anunciado el Reino por las aldeas de alrededor, esto, llenos de alegría, exclaman: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre” (10,17). El anuncio ha sido efectivo: han logrado reducir la acción demoníaca en las personas: Jesús ve caer a Satanás del cielo como un rayo (cf. 11,18).
En aquel momento, “el Espíritu Santo llenó de alegría a Jesús” (10,21a). El gozo del Espíritu invade a Jesús, y exclama: “Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y se la has revelado a los sencillos” (10,21b). El gozo es uno de los frutos del Espíritu en la vida del creyente, junto con el amor y la fe, enseña Pablo a los Gálatas (cf. Gal 5,22). El Espíritu hace fructificar en Jesús ese gozo, que no es un simple sentimiento de euforia, sino aquel hondo optimismo que, más allá de la dureza de la realidad, posibilita el percibir un marco de futuro más amplio. En este caso, el gozo del Espíritu enseña a Jesús a percibir la hondura de la acción de Dios, que se esconde a los sabios y prudentes y se revela a los sencillos.
Aquí los sabios y prudentes no son expresión de aquel sabio que en la literatura sapiencial del Antiguo Testamento es modelo de creyente, sino que son expresión de aquellos seguros de sí mismos y de sus tradiciones que, en su ceguera, no saben descubrir la acción de Dios a su alrededor. El sencillo es el capaz de maravillarse por lo pequeño y humilde que es signo y expresión de la mano bondadosa de Dios. El gozo del Espíritu educa a la contemplación de la humilde obra de Dios en las personas. Y el Espíritu hizo de Jesús un contemplativo.
 
2. Jesús a la escucha de la Escritura
 
La Escritura es la expresión humana y canónica de la Palabra inefable de Dios. De ahí la veneración por la Escritura en el pueblo judío, como fuente de conocimiento de Dios y medio de diálogo con él. El lugar privilegiado de la escucha de la Escritura es la celebración sinagogal de los sábados, donde, en clima de oración, el pueblo escucha las maravillas de Dios en la historia y le da gracias. Así la Escritura obrará una acción educativa en Jesús, y ésta la propondrá a sus discípulos.
Ya hemos señalado cómo, en la prueba en el desierto, Jesús sale fortalecido en su fidelidad a la misión. En el desierto el Espíritu lo ha puesto a la escucha de la Escritura, y en su escuela Jesús ha aprendido a rechazar la triple oferta del diablo. Frente a la posibilidad de convertir en pan todo lo que toque, la opción de hacer de la palabra de Dios el propio alimento; frente a la posibilidad de obtener gloria y prestigio social indefinidos, la opción de referir la propia vida sólo a Dios por encima de todo; frente al dominio universal y absoluto, la opción de saberse en manos de Dios y de confiarse sólo a él. La Escritura ha hecho fructificar en Jesús un corazón creyente.
En la perícopa siguiente, encontramos a Jesús en la sinagoga de Nazaret, entre los suyos. Y un sábado, en la sinagoga, recibe el honor de hacer la lectura profética y pronunciar la homilía. Lee el texto de Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido para anunciar la buena noticia a los pobres…” (Lc 4,16-19; cf. Is 61,1-2). De nuevo el Espíritu lo impulsa a Galilea (cf. 4,1) y lo mueve a leer en la Escritura la revelación de su presencia; una presencia misionera para anunciar la buena noticia a los pobres. El pobre, en la literatura profética, es prototipo del creyente, porque así como el pobre depende en todo de los demás para subsistir, así también el auténtico creyente se sabe sólo en manos de dios para poder subsistir. Y al comenzar su homilía, Jesús expone dos ejemplos de pobre: la viuda hambrienta de Sarepta, a las puertas de la muerte por falta de alimento, y el general sirio Naamán, a las puertas de la muerte por la lepra que lo corroe. Independientemente de su posición social, o de sus bienes personales, o de su procedencia, ambos son pobres porque ponen su confianza sólo en Dios y en sus enviados: Elías y Eliseo, dos profetas movidos por el Espíritu.
El mismo Jesús que, por el Espíritu, ha aprendido en la Escritura la fidelidad a Dios y la misión del anuncio a los pobres, propondrá la Escritura como el lugar donde los discípulos pueden aprender a comprender el misterio del Mesías y a sacar fuerzas en su camino y en su misión.
Camino de Emaús encontramos a dos discípulos cariacontecidos por el fracaso y la muerte. No han sabido comprender el signo de la tumba vacía, ni han creído el anuncio de las mujeres. Y a ellos Jesús se dirige: “¡Qué torpes y sois para comprender, y qué cerrados estáis para creer lo que dijeron los profetas!” (24,25). Y recorriendo desde la Torah de Moisés y siguiendo por los libros proféticos, les explicó “lo que decían de él las Escrituras” (24,27).
De nuevo, frente a los Once, Jesús les recuerda las Escrituras que él les había explicado y ellos no habían comprendido: “Cuando aún estaba con vosotros ya os dije que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito sobre mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (24,44). Pero ahora el resucitado, lleno del Espíritu les abre la inteligencia para que comprendan las Escrituras (cf. 24,45) y les garantiza el mismo Espíritu que lo ha educado a él en la fidelidad a Dios, y lo ha fortalecido en su misión: “Por mi parte, os voy a enviar el don prometido por mi Padre. Vosotros quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza que viene de lo alto” (24,48-49).
La Escritura ha jugado un papel capital en la preparación de Jesús y ahora él quiere que juegue el mismo papel en la vida de los discípulos. No es ajena a todo ello la asistencia y la acción del Espíritu Santo.
 
3. Jesús al servicio del anuncio del Reino
 
Ya hemos visto a Jesús que se proclama ungido por el Espíritu para lleva la buena noticia del Reino; de hecho Jesús se colocará enteramente al servicio de ese anuncio, hasta el punto de convertirlo en el sentido de su vida, y su actividad exclusiva.
De Nazaret, en las colinas, se traslada a Cafarnaún, junto al lago de Galilea, “y los sábados enseñaba a la gente, que estaba admirada de su enseñanza” (4,31b-32a). Jesús, el educado por el Espíritu y la Escritura, se convierte en el educador de la gente. La gente lo admira y busca retenerlo, pero él no se ata a un lugar ni a unas personas, sino que se dispone para una misión universal: “También en las demás ciudades debo anunciar la buena noticia de Dios, porque para eso he sido enviado” (4,43).
En su anuncio Jesús enseña y ejerce de maestro, pero también actúa y realiza gestos proféticos que autentifican la misión y anticipan la futura salvación universal. Así, en la sinagoga de Cafarnaún, donde enseña, cura a un endemoniado que, gritando, se revuelve contra él y lo señala como el Santo de Dios (cf. 4,34). Jesús, manda salir al demonio que lo atenaza, devolviendo la serenidad y el equilibrio al desdichado. El asombro y el reconocimiento llena la boca de los presentes: “¡Qué palabra la de este hombre! Manda con autoridad y poder a los espíritus inmundos y éstos salen” (4,36).
Jesús enseña con autoridad señalan los evangelios. Esa autoridad proviene de la eficacia de su palabra y del ejemplo y coherencia de su vida. Aquello que él vive es lo que enseña y espera de los demás.
La autoridad de Jesús resulta ambigua a sus contemporáneos. De hecho había otros predicadores y otros curanderos que se ganaban la vida de pueblo en pueblo. Jesús podía ser observado como uno de tantos por ojos malintencionados u ojos torpes para distinguir la acción de Dios. Y así es acusado de ser esbirro de Satanás: “expulsa los demonios con el poder de Belcebú, príncipe de los demonios” (11,15). Otros le pedían una señalar espectacular del cielo, que mostrara su auténtica autoridad, sin ambigüedades.
Jesús reconoce que no es el único en expulsar demonios, de hecho, también otros lo hacen, y con éxito. Pero Jesús lo realiza con una intencionalidad particular: sus gestos curativos son signo que el Reino de Dios, con su acción sanadora en las dolencias humanas, “ha llegado a vosotros” (11,30). Y signo es todo aquello que señala y muestra, que hace presente anticipando. De hecho, la entera vida de Jesús llegará a ser signo de la presencia eficaz del Reino entre nosotros.
Jesús no es un francotirador, ni actúa como tal. Desde el comienzo se ha preocupado por formar grupo, por formar equipo, por formar comunidad. De entre sus seguidores creará un grupo estable para que comparta su vida y su misión: a ellos da el nombre de apóstoles (cf. 6,12-16), es decir, de enviados, en griego. Y a ellos envía a aprender a realizar su misión al servicio del Reino.
Jesús convocó a los Doce y les dio poder para expulsar toda clase de demonios y para curar las enfermedades. Luego los envió a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos… Ellos se marcharon y fueron recorriendo las aldeas, anunciando el evangelio y curando por todas partes (9,1-2.6).
Son diversos los grupos enviados por Jesús a compartir su misión: los Doce (cf. 9,1-6), y los setenta y dos (cf. 10,1-16). A partir de su propia experiencia, Jesús instruye y enseña a misionar. La mies es de Dios, ellos sólo son obreros del Señor, auténtico amo de la mies. No deben pecar de ingenuos, pues su misión se realiza entre lobos depredadores. El éxito no depende de los recursos, de hecho deben realizar el anuncio sin bolsa ni alforja, confiando en la providencia divina. La urgencia de la llegada del Reino provoca que el mensajero no se entretenga en saludos inútiles. El anuncio se realiza no en la publicidad de la calle sino en la intimidad de la casa familiar: allí el deseo de paz de parte de Dios resulta capital. La misión por las casas posibilita el compartir alimento, techo y anuncio.
Jesús no es ingenuo. Él mismo ha experimentado le rechazo y la indiferencia. El enviado no será ajeno a ello, pero no debe inquietarse: es responsabilidad del destinatario no aceptar el anuncio de la salvación. El mensajero sabe irse, contento porque hay otros lugares y otras personas que esperan su anuncio.
El evangelizador se ha convertido en maestro de evangelizadores; el servidor del Reino, en educador de otros servidores. Jesús ha sabido implicar otras personas y las ha identificado con su vida y su misión. La tarea no ha resultado fácil, pero han tenido un buen maestro.

4. Jesús revela el pecado en la persona
 
La tarea evangelizadora de Jesús comienza por revelar el pecado de la persona, a fin de que esta sienta la necesidad de la misericordia de Dios. El pecado es el punto de partida, la situación inicial. Desde el momento en que esta se conciencia y se muestra evidente, la persona puede ponerse en camino de crecimiento personal.
El encuentro con Padre, tal como nos lo presenta Lucas resulta significativo. Jesús ha estado predicando la palabra de Dios (cf. 5,1), la gente se ha agolpado a su alrededor y toma prestada una barca como tribuna desde la que hablar con mayor facilidad a la muchedumbre. Al acabar, ordena a Pedro echarse mar a dentro y pescar. Su palabra busca un signo que exprese su eficacia. Pedro expresa su objeción: “hemos estado toda la noche  faenando sin pescar nada” (5,5a), pero, al mismo tiempo, su confianza en la palabra del maestro: “pero por tu palabra, echaré las redes” (5,5b). La fuerza de la palabra de Jesús, junto con la confianza del discípulo, resulta eficaz ya que capturaron una gran cantidad de peces.
Ante este efecto de la palabra de Jesús, Pedro exclama: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (5,8). Pedro descubre su pecado, revelado por la palabra y la acción del maestro. El pecado de la propia indignidad. Pero, así como el haber faenado inútilmente toda la noche no resulta obstáculo insalvable para una buena pesca, tampoco la indignidad del discípulo resulta obstáculo para la llamada y la transformación personal: “desde ahora serás pescador de hombres” (5,10). Y dejándolo todo, lo siguió…
El pecado atenaza a las personas y las deshumaniza. Es lo que experimentaba el paralítico descolgado del techo por sus amigos (cf. 5,17-26). El hombre yacía postrado en una camilla, sin autonomía personal; depende de otros para presentarse ante Jesús. Sin duda él sólo buscaba su curación, pero Jesús va más allá y descubre el pecado en el trasfondo de su situación. Jesús dijo: “Hombre, tus pecados quedan perdonados” (5,20). Sigue el consiguiente estupor de los presentes, y las dudas de los maestros de la Ley: ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?
La palabra de Jesús es eficaz en cuanto que es transformadora de las situaciones y de las personas. Pedro ya lo ha experimentado. Ahora lo experimentará el paralítico. Por ello Jesús añade: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (5,24). El pecado ha sido perdonado, y la parálisis ha sido sanada. Ha surgido una nueva persona: la que toma su propia camilla y camina, sin depender ya de nadie. Y el estupor de los presentes se transforma en alabanza a Dios.
Un nuevo ejemplo nos lo ofrece la mujer pecadora en casa del fariseo que había invitado a Jesús a comer (cf. 7,36-50). La presencia de la prostituta escandaliza al anfitrión y a sus invitados. La mujer ha debido vencer una gran vergüenza y resistencia interior para presentarse ante Jesús, con esa importunidad y frente a tales espectadores. Pero su pecado en grande y su arrepentimiento mayor; las lágrimas le brotan de los ojos. El coraje mostrado por la mujer y sus muestras de cariño en los pies de Jesús son expresión de su mucho amor, por ello le dice al anfitrión: “Te aseguro que si da tales muestras de amor es porque se le han perdonado sus muchos pecados” (7,47). Y Jesús le dice a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados” (7,48). La presencia de Jesús le ha revelado a la mujer su pecado, y su perdón la ha transformado.
La palabra o la presencia de Jesús han revelado el pecado en Pedro, en el paralítico y en la mujer. La indignidad, la dependencia de la inmovilidad, el sexo sin amor aparecen a plena luz frente a Jesús. El reconocimiento del ser pecador es la condición previa a la sanación que obra el perdón de Jesús. Esa transformación se expresa en la llamada vocacional, en la alabanza y en la autonomía, y, finalmente, en el mucho amor de quien se sabe reconciliado.

5. Jesús revela la misericordia de Dios
 
Una vez revelado el pecado, Jesús nos revela la misericordia de Dios. Ya lo hemos visto ofreciendo su perdón transformador. Además, él nos revela al Dios misericordioso, a través de sus parábolas. Bástenos algún ejemplo.
El capítulo 15 del tercer evangelio, está todo él centrado el revelarnos el carácter misericordioso de Dios. Nos presenta, en primer lugar, dos parábolas similares. La de la oveja perdida (15,4-7) y la de la moneda perdida (15,8-10). En ambas parábolas se nos presenta una conducta desconcertante del personaje principal: el pastor que deja sus noventa y nueve ovejas para salir a buscar a una sola oveja perdida, y la mujer que pone de patas arriba toda su casa para barrer y buscar una sola moneda. Ambos personajes dedican un esfuerzo considerable a buscar lo que está perdido y, habiéndolo encontrado, experimentan una alegría contagiosa que se expande a sus amigos y vecinos.
En el mismo capítulo, a continuación, nos presenta la parábola del hijo pródigo o, mejor, la del padre misericordioso (15,11-32). Igualmente resulta desconcertante la actitud del padre hacia sus dos hijos. Hacia el menor que ha dilapidado pródigamente su parte de la herencia y que, al final, regresa a casa mendigando un pan que no encuentra en ningún otro sitio. Pero también hacia el hijo mayor que, indignado por la desfachatez del hermano, se niega a entrar en casa. El padre, rompiendo los esquemas de conducta lógica, sale de la casa al encuentro de los dos hijos, invitándoles a entrar en casa, como si nada hubiera pasado, y a participar de la fiesta de bienvenida que ha organizado.
En las tres parábolas, el personaje principal –el pastor, la mujer, el padre– representa a Dios. Él es el que busca lo que se encuentra perdido: la oveja, la moneda, los dos hijos. Y él es el que, lleno de alegría, organiza una fiesta para celebrar lo que “estaba perdido, pero, por fin, se ha encontrado”.
La iniciativa de la búsqueda nace de Dios, quien muestra una actitud magnánima al no echar en cara del extravío, sino en devolver a casa al perdido, como si nada hubiera pasado. Es más, todo concluye en una alegría desbordante. La alegría del perdón que sólo un corazón misericordioso puede aportar. Así es el Dios que nos revela Jesús en su actuar y en sus parábolas.

6. Jesús educa a la oración
 
Jesús, movido por el Espíritu Santo, evangelizando se convierte en educador de sus discípulos. El núcleo del misterio de la persona de Jesucristo lo constituye su íntima relación filial con Dios, el Padre. De su misterio brota su misión, y en su misión descubre su misterio. El lugar en el que se palpa con mayor profundidad el misterio de Jesús es la oración. En ella se explicita con mayor facilidad su ser Hijo del Padre.
Ya hemos visto a Jesús, lleno de gozo por el Espíritu, dando gracias a Dios por haber revelado a los sencillos el triunfo sobre Satanás. En su oración, Jesús añade: “Sí, Padre, así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar” (11,21b-22). Con una fraseología de corte joánico, el tercer evangelio une la oración gozosa de Jesús, fruto del Espíritu, con el misterio de la íntima relación del Padre con el Hijo, y viceversa. En la oración de Jesús se revela el misterio de la filiación en el seno de la trinidad. Y esa oración gozosa ¡ha estallado a partir del anuncio del éxito en la misión de los discípulos! La misión ha desembocado en la oración, y ésta en la revelación.
La oración de Jesús juega un papel destacado en el marco de su pasión y de su muerte. En Getsemaní, Jesús invita a los suyos a orar para poder hacer frente a la prueba (cf. 22,40); y él mismo se arrodilla y ora intensamente: “Padre, si quieres aleja de mí esta copa de amargura; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (22,42). Contrasta la actitud de los discípulos con la de Jesús. Éstos no captan la urgencia de la oración, caen dormidos, y no llegarán a superar la prueba, huyendo y dejando solo al Maestro. Jesús, en cambio, en la oración renuncia de forma definitiva a su propia voluntad y se coloca en manos de Dios; por eso será capaz de superar la prueba, haciendo frente con valor a la pasión, y permaneciendo fiel hasta la muerte. Su muerte será redentora.
En la cruz, Jesús sigue orando: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” y “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (23,34.46). En estos momentos su oración es continuidad de su vida. La salvación de Dios, de la que él ha sido profeta con gestos y palabras, abraza incluso a sus propios verdugos en forma de perdón. Y sus últimas palabras son continuación de su oración en Getsemaní.
La oración ha acompañado a Jesús a lo largo de su vida: en el bautismo (cf. 3,21), en la elección de los Doce (cf. 6,12), en la transfiguración (cf. 9,29), en la pasión. En la oración, Jesús ha expresado lo más íntimo de su persona y de su misión. Su oración ha sido transformadora: lo ha sostenido en la prueba y lo ha colocado en manos del Padre.
Pero Jesús ha sido también maestro de oración para los suyos. Y así, atiende el ruego del discípulo anónimo: “Señor, enséñanos a rezar, como Juan enseñó a sus discípulos” (11,1). El discípulo, como bueno judío ya sabía rezar. No pide al maestro que le enseñe una oración, sino que le enseñe a rezar. La oración de Jesús revela una relación especial con Dios, y de ahí la súplica del discípulo. Y Jesús no defrauda, responde: “Cuando recéis, decid: Padre…” (11,2). Aquí se halla toda la especificidad de la oración cristiana, en la palabra Padre. Ella expresa el misterio de la filiación de Jesús, y en ese misterio nos introduce cada vez que nos identificamos con Jesús y la hacemos nuestra de todo corazón.

7. Jesús educa a la persona cristiana
 
Una vez nos ha educado a rezar con la misma filial confianza que él experimenta, Jesús educa las actitudes básicas de la vida cristiana. En el llamado sermón del llano (cf. 6,17-49), que corresponde al sermón de la montaña de Mateo (cf. Mt 5–7), Jesús va desgranando una serie de consecuencias prácticas que se desprenden del anuncio evangélico de la llegada del Reino.
En primer lugar las bienaventuranzas del Reino (cf. Lc 6,20-26). En ellas Jesús, mezclando el lenguaje sapiencial con la tonalidad profética, hace propiamente una confesión de fe. Más allá de las apariencias sociales, aquellos que padecen la pobreza, el hambre, el dolor, la persecución… participarán plenamente de la acción salvífica de Dios: ellos poseerán el Reino, ellos serán saciados, ellos reirán, ellos recibirán la recompensa del cielo. Constituye una auténtica confesión de fe, basada en la experiencia de Dios como padre misericordioso, que sale al encuentro del necesitado. Por eso ellos, en su desgracia, se saben en manos del Dios que siempre retribuye en la plenitud del Reino.
Jesús añade el contraste de las malaventuranzas. No como amenaza a los que disfrutan de una situación holgada y feliz. Sino como motivo de recapacitación para aquellos que han puesto su ilusión en el propio bienestar presente. Ello contradice la esperanza del Reino que llega.
Así, Jesús nos educa a saber descubrir los planes paradójicos de Dios más allá de la situación humana presente, por desconcertante que parezca.
En segundo lugar, Jesús nos educa a amar a los enemigos (cf. 6,27-36). El Antiguo Testamento enseña el amor al prójimo, entendido como el miembro del propio clan (cf. Lev 19,18). En tiempos de Jesús, el judaísmo de la época entendía por prójimo a los miembros del pueblo judío; los demás eran los extranjeros, o bien, los enemigos. Entre judíos debían considerarse prójimos y ayudarse allí donde se encontrasen. Jesús rompe las barreras de raza, religión, nación, e incluso de familia: todos somos prójimos unos de otros, por ello el amor abarca también a los enemigos. Este último término, ya en la época apostólica, cuando la persecución se hace habitual en las comunidades cristianas del Mediterráneo, el término enemigo abraza “…a los que os odian… os maldicen… os calumnian” (6,27-28). Debo considerar hermano incluso al que atenta contra mi vida.
La regla negativa “no quieras para los demás lo que no quieres para ti”, Jesús la transforma en su versión positiva que resulta más comprometida: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten a vosotros” (6,31). De esta manera la iniciativa parte del discípulo. No espera que le hagan el bien para devolverlo, sino que se anticipa gratuitamente a hacer el bien, aunque no puedan o no quieran devolvérselo: “sin esperar nada a cambio” (6,35a).
La norma de conducta es Dios mismo, ya que “él es bueno para los ingratos y malos” (6,35b). Y concluye: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (6,36).
En tercer lugar, Jesús previene al cristiano contra el juicio y la hipocresía. El juicio corresponde a Dios, por lo que no nos corresponde ni juzgar, ni condenar al prójimo, sólo perdonar: “No juzguéis y Dios no os juzgará; no condenéis, y Dios no os condenará; perdonad y Dios os perdonará… porque con la medida que midáis, Dios os medirá a vosotros” (6,37-38). De esta manera se alarga la regla anterior: la actitud que mantenemos hacia los demás, marca la actitud que Dios mantendrá hacia nosotros. Pensar diferentemente sería hipocresía: considerarnos ante Dios mejores que el hermano (cf. 6,39-42).
En cuarto lugar, Jesús nos educa a evaluar nuestra fe según la correspondencia de nuestras obras. Fe y actuación forman un todo, el criterio último reside en las obras. La comparación del árbol y sus frutos (cf. 6,43-45) nos muestra que la bondad o no del árbol la decide el tipo de frutos que produce. Al igual el hombre, el bueno produce buenas obras, el malo malas.
Finalmente, Jesús nos enfrenta a la necesidad de dar solidez a nuestra vida cristiana. La parábola de la casa construida sobre arena o sobre roca (cf. 6,46-49) nos presenta dos cimientos. El cimiento de la inconsistencia y el de la autenticidad. El que escucha el mensaje del Reino y lo pone en obra en su vida, cimentándola sobre la autenticidad de las opciones personales, se parece al que construye su casa sobre roca firme: allá no lo alcanzarás las riadas. Por el contrario, el que escucha el mensaje pero no lo hace vida, construye sobre arena: la tentación o las dificultades mostrarán su falta de temple y mandarán al traste su fe.
Una parábola y un diálogo, que Lucas nos ofrece en su capítulo 10, trazan el retrato robot del cristiano, educado en el camino del evangelio por la palabra y el ejemplo de Jesús. Nos referimos a la parábola del buen samaritano y al diálogo de Jesús con Marta y María en la visita a su casa.
La parábola del buen samaritano (cf. 10,25-37) ilustra la cuestión ya vista sobre el prójimo. Prójimo lo fue el judío herido para el extranjero samaritano, aunque no lo había sido para el levita y el sacerdote, sus conciudadanos. Es más, el samaritano, toma la iniciativa, no espera nada a cambio, y gasta su dinero en atender al desconocido. Por otra parte, en el diálogo con las dos hermanas (cf. 10,38-42), frente al atento servicio de Marta, Jesús sobrepone la escucha de la palabra: “María ha escogido la mejor parte” (10,42).
A lo largo de sus palabras, Jesús ha ido educando las actitudes y las opciones de fondo de todo cristiano, la fe y el amor, principalmente. Pero en la base de todo está la escucha de la palabra. Y así, todo aquel que la escucha y la pone en obra (cf. 8,21) cimienta su casa sobre roca y, como María, escoge la mejor parte. De la palabra brota la fe, la acogida, el servicio.

8. Jesús educa al discípulo comprometido
 
Los evangelios, también Lucas, distinguen entre la enseñanza de Jesús a todos, y aquella que él dirige a sus discípulos, de forma particular. Hemos visto cómo Jesús ha querido educar a sus oyentes en el evangelio del Reino de Dios. Vamos a ver ahora como su enseñanza hacia los discípulos, aquellos que le siguen en su itinerancia hacia Jerusalén, se vuelve más comprometida.
En primer lugar, Jesús invita a la confianza plena en Dios, aun en los momentos más comprometidos. Frente al temor al rechazo y a la persecución, es más, frente al miedo a perder la propia vida, Jesús nos invita a confiar, poniendo como ejemplo a los pájaros, cuya vida apenas vale nada: “Y, sin embargo, Dios no se olvida ni de uno solo de ellos… Vosotros valéis más que todos los pájaros” (12,6.7). La verdadera preocupación del discípulo no se centra en esta vida perecedera. El destino eterno es el que cuenta. “No temáis a los que matan al cuerpo, y no pueden hacer nada más. Temed a aquel que, después de matar, tiene poder de arrojar al fuego eterno” (12,4-5).
De la confianza brota la fortaleza para confesar a Jesús en medio de la prueba. En el momento en que confesar a Jesús resulta peligroso y está perseguido, sólo la fidelidad hasta el extremo nos hace participar del destino de Jesús: “Si uno se declara a mi favor delante de los hombres, también el Hijo del hombre se declarará a favor suyo delante de los ángeles del cielo” (12,8). En ese momento la fortaleza proviene de Dios, él asiste con su Espíritu, como asistió a Jesús en la prueba del desierto: “el Espíritu Santo os enseñará en ese momento lo que debéis decir” (12,12). La prueba puede llegar incluso en el seno de la propia familia, con la oposición de los padres, los hijos u otros parientes (cf. 12,52-53).
Jesús educa a relativizar las cuestiones referentes a esta vida temporal y perecedera, por necesarios sean: ni el vestido, ni el alimento, ni la casa, ¡ni aun la propia vida! Dios ya se ocupa de ello (cf. 12,22-30). La preocupación del discípulo es la de buscar el Reino, que el Padre ha querido darnos (cf. 12,31). Jesús pide libertad frente a los recursos temporales, a fin de que el corazón pueda asentarse en el don de Dios, que es el Reino: “Vendad vuestras posesiones… acumulad bienes en el cielo… porque donde está vuestro tesoro allí está vuestro corazón” (12,33-34). La parábola del rico insensato que sólo piensa en construir graneros para prevenir un mañana que no llegará ilustra la enseñanza de Jesús: “Así sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios” (12,21).
El no echar raíces en las cosas perecederas de este mundo conlleva otras dos actitudes, la vigilancia y la fidelidad. La vigilancia frente al Señor que puede llegar en cualquier momento del día o de la noche, y la fidelidad en el servicio encomendado, de manera que, cuando llegue el Señor, podamos darle cuentas, sin avergonzarnos, de la gestión realizada. La parábola de los criados que esperan a que su señor llegue de la boda (cf. 12,35-40), y la del administrador fiel y prudente que cumple su función (cf. 12,42-48) ejemplifican las actitudes del buen discípulo de Jesús.
Otra actitud que Jesús enseña al discípulo es la del discernimiento, el saber interpretar cada situación para saber qué está obrando Dios en medio nuestro. Si sabemos discernir el clima observando el cielo, ¿no sabemos discernir el plan de Dios, mirando la tierra? (cf. 12,54-57).
La recomendación de reconciliarnos con el adversario aún antes de llegar al tribunal (cf. 12, 58-59) muestra la determinación y la urgencia que Jesús pide al discípulo. Actuar antes de que sea demasiando tarde y ya sólo nos quede pagar la multa o ingresar en la prisión. Es urgente convertirse, y no postergar la decisión, no sea que al final sea ya demasiado tarde. El caso de los galileos muertos por Pilatos en el santuario, o bien de los dieciocho muertos al desplomarse la torre de Siloé acaban con la recomendación de Jesús: “Os digo que si no os convertís, todos pereceréis igualmente” (13,5).
La educación del discípulo, que sigue al maestro, desemboca en la enseñanza referente a la renuncia y a la aceptación de la cruz. Jesús ya ha educado a relativizar los recursos temporales, ahora da un paso adelante y pide al discípulo que renuncie a lo más sagrado: la familia, ¡y la propia vida!
“Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío” (14,26-27).
Jesús vale más que la propia familia, e incluso que la propia vida. Quien no asume esta exigencia no puede seguirle. Jesús no es un valor entre otros muchos. Jesús es “el tesoro”, ya que en él se revela Dios en persona, y acogerle a él es acoger a Dios, mientras que rechazarle supone rechazar a Dios y, por ello, a la vida eterna.
Relativizar la familia y la propia vida por seguir a Jesús, conlleva compartir su suerte y su destino, es decir, la cruz. Por ello, quien no está dispuesto a padecer la cruz, es decir, el rechazo, el fracaso, la persecución hasta el extremo de la tortura y la ejecución, como lo sufrió Jesús en persona, no puede ser discípulo suyo. O todo o nada, sin medias tintas.
Una nueva comparación nos sale al paso al acabar Jesús su enseñanza particular al discípulo: la sal. Si el que escucha la palabra de Dios y la vive se parece al que construyó su casa sobre roca, el que renuncia a todo por seguirle, depositando su absoluta confianza sólo en Dios, es como la sal; pero el que no, es como la sal insípida que hay que tirarla, pues no sirve ya para nada.
 
9. Jesús, el educador fracasado
 
Como todo educador, también Jesús conoció la dificultad y el fracaso. Ya al comienzo de su misión evangelizadora, se presenta ante sus paisanos de Nazaret, quienes le invitan a predicar en la sinagoga y a instruirles en su enseñanza. Jesús les habla de la acción libertadora del Espíritu de Dios en él (cf. 4,16-22). La tensión se desata cuando exigen que realice entre ellos los mismos signos que ya ha realizado en Cafarnaún, y llega a su extremo cuando Jesús se compara con los profetas Elías y Eliseo que atendieron a las viudas y a los enfermos extranjeros, pero no a los de casa (cf. 4,23-26). Furiosos, sus compatriotas, lo echaron fuera de la población e intentaron incluso despeñarlo (cf. 4,27-30). El primer rechazo lo experimenta de aquellos que lo conocen desde niño. Y es que “ningún profeta es bien acogido en su tierra” (4,24).
El grupo de los Doce también constituye una causa de insatisfacción para Jesús. Aquellos que comparten su vida, que escuchan su enseñanza, que son testigos de sus signos, que le han contemplado transfigurado en el monte (cf. 9,28-36), son incapaces de curarlo… ¡por falta de fe! Jesús, en un ex abrupto, exclama: “¡Generación incrédula y pervertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar entre vosotros y soportaros?” (9,41). Jesús se muestra cansado ¡de sus propios amigos! La escena es demasiado dramática para los discípulos de Jesús, y el propio Lucas la mitiga en su relato evangélico (cf. 9,37-43), mientras que Marcos y Mateo la transcriben con todo el dramatismo original (cf. Mc 9,14-27 y Mt 17,14-18). Mateo añade una recriminación: si al menos tuvieran la fe del tamaño de un grano de mostaza, serían capaces de mover montañas; pero ni siquiera pueden curar un muchacho enfermo.
Más adelante, la situación no mejora. Frente a los anuncios que realiza Jesús sobre su inminente final de pasión, cruz y resurrección, los discípulos siguen sin entender: “Ellos, sin embargo, no entendieron nada de esto; aquel lenguaje les resultaba totalmente oscuro. Y no podían comprender el sentido de sus palabras” (Lc 18,34). El hecho de convivir con Jesús y de acompañarlo en su acción evangelizadora no les ha ayudado a descubrir y comprender su misterio. Su manera de entender al maestro se rige todavía por los parámetros tradicionales del judaísmo de la época: un mesianismo abocado al fracaso de la cruz no resulta aceptable, como tampoco una resurrección esperada para el final de los tiempos.
Esta incapacidad para comprender el mensaje del evangelio y des sus consecuencias en la vida y en el destino de Jesús extenderá su sombra también sobre la muerte y la sepultura del maestro. La mañana de pascua, cuando las mujeres se dirigen al sepulcro con los aromas que habían preparado para embalsamar el cadáver del crucificado, no encontraron el cuerpo de Jesús. El mensaje de la resurrección en boca de dos hombres con vestidos deslumbrantes las dejaron perplejas (cf. 24,1-10). Al relatar a los Once y a todos los demás el descubrimiento de la tumba vacía y el mensaje de la resurrección, “ellos pensaron que se trataba de un delirio, y no las creyeron” (24,11). Sólo Pedro tiene el coraje de ir a comprobar lo dicho por las mujeres, y regresó a casa “admirado de lo sucedido” (24,12).
Por fin, aquel mismo día, Cleofás y su compañero de camino hacia Emaús manifiestan a Jesús en persona, que se había acercado y se había puesto a caminar con ellos: “Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel, pero…” (24,21). Los ojos de los discípulos estaban ofuscados para ver y reconocer al Resucitado en el caminante anónimo, pero, al mismo tiempo, sus mentes eran torpes para comprender, y sus corazones estaban cerrados para creer lo que habían anunciado los profetas. Cuando lo reconocen, al partir el pan y abrírseles los ojos, Jesús desaparece de su lado. Es entonces cuando comienzan a comprender todo lo vivido en el camino de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (24,32).
Es ahora cuando alcanzan, por fin, a comprender la enseñanza de Jesús, no sólo la desgranada en el camino de Emaús, sino toda la enseñanza presentada desde Galilea a Jerusalén: cuando, de camino, Jesús les explicaba las Escrituras, y les partió el pan en el Cenáculo, la víspera de su muerte.
 
10. El Resucitado hace de sus discípulos nuevos evangelizadores
 
El fracaso educativo de Jesús es superado definitivamente por el Resucitado. Es el quien abre los ojos del corazón a sus discípulos para comprender y celebrar lo vivido con anterioridad. Lo acabamos de ver en el episodio de Emaús (cf. 24,25-35). Y ese pleno reconocimiento motiva que los que hasta ahora han sido discípulos se conviertan en adelante en evangelizadores.
Cleofás y su compañero dejan la mesa en Emaús para ponerse de nuevo en camino, esta vez hacia Jerusalén, a fin de anunciar y narrar lo que acaban de vivir. Al regresar encuentran a los Once y a todos los demás reunidos, que les dicen: “Es verdad, el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (24,34). Ellos, a su vez, les cuentan “lo que les había ocurrido cuando iban de camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (24,35). Unos y otros han abandonado la incomprensión y el temor para entregarse al anuncio de lo sucedido.
La subsiguiente aparición del Resucitado, mientras todos están hablando de ello, confirma su misión evangelizadora: “Vosotros sois testigos de estas cosas” (24,48). Para ello contarán, como el propio Jesús, la asistencia del Espíritu Santo, el don del Padre, la fuerza que viene de lo alto (cf. 24,49). El núcleo del mensaje y los destinatarios del mismo los expresa el mismo Resucitado: “en su nombre se anunciará a todas las naciones, comenzando desde Jerusalén, la conversión y el perdón de los pecados” (24,47).
Jesús ha ido desarrollando toda una pedagogía evangélica que comienza en la persona del educador, en su disponibilidad para acoger al Espíritu y a la Palabra en su vida, a fin de ponerse totalmente al servicio del anuncio del Reino. A través de su persona Jesús nos ha revelado por una parte el pecado de la persona y, por otro, la misericordia de Dios. De esta manera sabe partir de la situación inicial del educando, el pecado, y colocarlo en el ambiente educativo idóneo, el de la misericordia. A partir de aquí, Jesús ya puede empezar a educarnos en la oración como expresión de la orientación personal fundamental: Dios como centro de la propia existencia. De la presencia de Dios en el corazón del cristiano brotan las bienaventuranzas, el amor a los enemigos, la ausencia de prejuicios, las buenas obras, y la propia casa construida sobre la palabra de Jesús. Como la de Jesús, la vida del cristiano muestra un doble dinamismo: el servicio al prójimo y la escucha de la Palabra. Pero, además, Jesús sabe que el discípulo comprometido puede dar aún más, por ello le exige la urgencia de seguirlo por el camino de la cruz, compartiendo el destino del maestro, postergando incluso su propia vida por Jesús. A Jesús la tarea educativa no le exime del fracaso. Sólo el Resucitado llevará a cumplimiento el proceso pedagógico iniciado antes: hacer del discípulo un nuevo evangelizador.

JORDI LATORRE