Había que estar en medio de esos jóvenes, y no desde la distancia –sin que esto significara desempeño en descifrar los comportamientos, gestos, actitudes, cantos, celebraciones– para valorar justamente esta Jornada Mundial de la Juventud.
Venidos de todos los continentes, prácticamente de todos los ángulos de la tierra, de razas, lenguas, culturas y contextos tan variados, el perfil que los unía era el de ser una nueva generación, constituida por jóvenes normales, alegres, pacíficos, generosos, soñadores, entusiastas, portadores de esperanza y futuro, preparados, convencidos de estar llamados a ser no meros consumidores de productos, sensaciones o experiencias ni simples espectadores de este escenario del mundo, sino protagonistas en el actual proceso de transformación de la humanidad, seguidores de Jesús y orgullosos de proclamar su fe y su pertenencia a la Iglesia.
Que el elemento determinante de estos jóvenes sea la fe, no hay duda. La energía que permite afrontar con señorío tantos estos desafíos (emprender largos y fatigosos viajes, soportar la inclemencia del tiempo –calor, viento, lluvia–, las incomodidades de alojamiento o las costumbres alimenticias diversas, y para confrontar otras sensibilidades culturales o sociales y otras opciones personales) es el amor de Jesús y el amor a Jesús y a los demás. Por todo ello, es justo calificar esta JMJ como un festival de la fe.
Mientras Juan Pablo II , precisamente por la incomparable capacidad de comunicar que tenía, podía favorecer –aun sin pretenderlo– un culto a la persona, Benedicto XVI explícitamente busca disminuir su imagen para que Cristo crezca en la mente y en el corazón de los jóvenes. Su indiscutible calidad teológica y de profesor le permite anunciar el Evangelio en un lenguaje que lo hace comprensible y relevante para la persona de hoy, buscando suscitar aquellos interrogantes de la existencia humana que abren caminos de búsqueda hacia Dios, para hacer luego ver cómo en Jesús Dios se ha revelado y entregado totalmente al hombre.
La JMJ de Madrid ha demostrado ser una auténtica manifestación de la fe y de la Iglesia y una vía significativa de nueva evangelización, justamente porque la Jornada Mundial de la Juventud ya no es un evento, tal vez espectacular, sino un verdadero camino de fe, con una increíble fuerza de convocatoria. Ella representa el descubrimiento cada vez más grande del valor de la sinergia, no solo para vencer el aislamiento en que podemos encontrarnos viviendo la vida o testimoniando la fe, sino sobre todo para encaminar a los discípulos del Señor Jesús hacia objetivos comunes, en modo tal de hacer verdad la identidad dada por Jesús a sus discípulos: “Ser sal de la tierra”, “ser luz del mundo”, “ser ciudad construida sobre el monte”.
Esto será posible en la medida que hagan de las bienaventuranzas su auténtica carta de identidad y sean pobres de espíritu, hambrientos de justicia, misericordiosos, puros de corazón, amantes de la paz. Es obvio que tanto las personas en su singularidad como los grupos y movimientos en cuanto tales tienen su propia sensibilidad, su visión de la realidad, de la fe y su espiritualidad, y, por lo tanto, su manera de entender y realizar la nueva evangelización hoy.
Sin negar la importancia y necesidad de la vía kerigmática, especialmente en las sociedades poscristianas, estoy convencido de que sin educación no hay evangelización que dure y que sea capaz de dar razón de la propia esperanza, que hoy no se puede ayudar a madurar cristianos sin inculturación del Evangelio, que el lenguaje religioso debe responder a la cultura juvenil de hoy para evitar que sea incomprensible e irrelevante, y, por ende, estéril.
Concluyo confirmando el valor de las JMJ, que tienen en los jóvenes la base de entusiasmo, gratuidad, profecía, valor y alegría que hoy necesita cualquier sociedad que alimente el sueño de ser capaz de generar sentido de la existencia y calidad de vida.
Reafirmo igualmente las perspectivas pastorales que ofrece una Jornada Mundial de la Juventud como esta de Madrid: al mundo de hoy no se lo puede evangelizar sino asumiendo el modelo de la Iglesia primitiva de Jerusalén, formada por personas que habían tenido una fuerte experiencia espiritual que había cambiado sus vidas, que habían experimentado la gracia de la comunidad hasta el punto de ser un solo corazón y una sola alma, pues todo lo ponían en común, alimentados por la Palabra y la Eucaristía, y sostenidos por la oración, hasta en convertirse en un auténtico modelo cultural alternativo.
Vida Nueva, 3-9.09.11