[vc_row][vc_column][vc_column_text]SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La modernidad tardía o postmodernidad, antes de nada y de cara a la espiritualidad de los jóvenes, exige la tarea de ajustar la identidad, reelaborando creativamente las raíces de la misma, plantando cara a la orfandad y falta de modelos de nuestro tiempo. Detallado este proceso, el autor dibuja el rostro de los «jóvenes con espíritu»: intensamente vivos por «gustar al Dios Vivo», por sentirse visitados y dejarse «contagiar-arrebatar-alumbrar» por el visitante.
Xavier Quinzá Lleó es profesor de Teología en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
- Ajustar la identidad
Los ajustes de identidad son un verdadero reto para la vida de todos los creyentes, pero especialmente de los jóvenes, que se ven inmersos en la necesidad de revisar sus anclajes personales entre la cultura secular y la tradición espiritual de la fe. Se hace sentir la necesidad de un anclaje más definitivo y colectivo en una cultura propia, que dentro de la modernidad tardía e interrelacionados con ella, proponga una red de experiencias no solamente existenciales sino sociales e institucionales. Es decir, una cultura espiritual propia de los mismos jóvenes creyentes.
En esta última década se han desarrollado con mayor amplitud estudios sobre el impacto de la modernidad tardía sobre el yo (Guiddens, sobre todo, pero también otros) y se ha clarificado bastante más el mito de la posmodernidad, sobre todo en sus aspectos más superficiales y llamativos como la disolución de los grandes relatos y la vulnerabilidad del yo posmoderno. Creo que podemos caer en la tentación, denunciada por Nietzsche, de pensar hacia atrás, como los cangrejos, y de dejarnos obnubilar por algunas ideas que, no por ser muy comunes y aceptadas acríticamente, dejan de ser menos falsas y hasta superadas. Un estudio más ajustado de la posmodernidad nos puede resultar interesante.
1.2. El anclaje del yo en la modernidad tardía
Como ya he sugerido, la modernidad tardía, o la posmodernidad, si preferimos usar este término, no ha supuesto solamente una serie de riesgos para la consolidación de la identidad personal, sino que, además, y a partir de una serie de fenómenos sociales e institucionales, le propone una nueva capacidad de anclaje, evidentemente, en un paisaje realmente nuevo y diferente al de las décadas pasadas.
En primer lugar el yo se convierte en un proyecto reflejo. No hay ritos de paso y éste debe ser explorado y construido como parte de un proceso reflejo para vincular el cambio personal y el social. Hay un nuevo sentido del yo entre la seguridad ontológica y la angustia existencial. Y la identidad de una persona reside en la capacidad de llevar adelante una crónica particular. El sistema motivacional se refiere a la fuente originaria de la acción, como un «estado afectivo» del individuo, que implica formas inconscientes de afecto y ramalazos experimentados más conscientemente. Los motivos están ligados a las emociones vinculadas con las relaciones tempranas de confianza.
Por otro lado, el yo de la modernidad tardía no es un yo mínimo, como sugieren algunos profetas de la posmodernidad, pero sí que es un yo débil y fragmentado; la experiencia de seguridad está atravesada por fuentes de malestar generalizadas. La duda se infiltra en la mayoría de los aspectos de la vida como una corriente de fondo. Nos encontramos en medio de un oleaje de transformaciones mundiales y la crisis se convierte en un componente normal de la vida. Sólo una creencia bien perfilada puede aminorar esas tribulaciones del yo y fundar la confianza.
1.2. ¿Cómo afectan estos dilemas a la identidad del creyente joven?
Frente al carácter vinculante de la tradición, la modernidad tardía se hace internamente referencial, y nos deja huérfanos y sin modelos de referencia externos y legítimos. Nuestro tiempo de vida surge como un segmento aparte distinto del ciclo de las anteriores generaciones. Las prácticas anteriores sólo se repiten en la medida en que sean reflejamente justificables. La mayor movilidad hace que el lugar no sea un parámetro de la existencia, resulta mucho menos significativo que antes. El tiempo de la vida aparece como una trayectoria que se refiere a los proyectos y planes del individuo, y se estructura en umbrales de experiencia abiertos. Se libera cada vez más de las referencias asociadas a lazos prestablecidos con otros individuos o grupos.
La vida se construye de hecho, en función de la necesidad de afrontar las crisis. En condiciones de la modernidad tardía vivimos «en el mundo» en un sentido distinto a como se hacía en épocas anteriores. Incorporamos selectivamente a nuestra conducta muchos elementos de la experiencia mediada por nuestra cultura de forma activa, pero no siempre consciente. Ello implica una multitud de tensiones en el yo que lo hacen vulnerable, frágil, necesitado de arraigo.
La confianza básica es un elemento necesario para mantener una sensación de sentido en esos marcos para nuestra conducta personal y social. Pero, cuanto más abierto sea el proyecto reflejo del yo, como suele ser en los jóvenes, mayor necesidad se experimenta de arraigar la confianza en las dimensiones experienciales de la vida. La instauración de una confianza básica es la condición para la elaboración tanto de la identidad del yo como de la del mundo. Esta «confianza básica» es el núcleo de la esperanza y del coraje de existir. La coraza protectora es el manto de confianza que posibilita el mantenimiento de un núcleo de vida normal viable y digna.
Los momentos decisivos de la vida perturban al yo a menudo de manera radical en las condiciones de la modernidad tardía y hacen que el joven se vea obligado a repensar aspectos fundamentales de su vida y también los proyectos futuros. No es fácil afrontarlos sin apelar a criterios morales, y es muy necesario recurrir a la propia historia personal y a la memoria de la tradición. En estas situaciones críticas no tienen peso los criterios externos, sociales, sino que el sujeto se repliega para encontrar en sí mismo sus propios recursos. Este aspecto es muy importante en el caso de los jóvenes.
La fe y las convicciones religiosas, sobre todo el resurgir del interés por las experiencias espirituales es un dato a considerar. Se documenta una floración de nuevas formas de sensibilidad religiosa y afanes espirituales. Esta revitalización puede crear una convicción y una adhesión a experiencias fundantes, de sentido y de orientación. Debemos ser conscientes del potencial del que disponemos en nuestra tradición espiritual.
1.3. Reelaborar creativamente las raíces
n Recrear una cultura arraigada en la experiencia
En primer lugar el recurso a la experiencia. Nuestra tradición espiritual representa una verdadera cantera de experiencias fundantes que fomentan tanto una seguridad ontológica fundamental al apoyarse en una experiencia gustada de Dios como abarcador radical de la vida, como a situarnos responsablemente ante el mal, el pecado y la injusticia. Además estamos habituados a dejarnos «afectar» por un estilo de vida «pobre y humilde» en el seguimiento de Jesús. Este potencial de experiencias actualizado y personalizado puede ser un factor clave en la remodelación de una cultura evangélica.
n La práctica de la reflexividad y de la crónica personal
En segundo lugar la reflexividad del yo como recurso habitual de fortalecimiento de la identidad. Desarrollar un sentido coherente de la historia de la propia vida es un medio primordial para escapar de la esclavitud del pasado y abrirse al futuro. Esta reflexividad continua y generalizada, fomenta una identidad coherente y exige recursos creativos. Tenemos aquí un elemento importante para el anclaje del yo. Recuperar la atención a la subjetividad personal, a la crónica personal de lo vivido, a dar tiempo a lo propio. Ello supone igualmente el establecimiento de mayores zonas de tiempo de oración y diálogo personal.
n Fortalecer una cultura práctica del discernimiento y la elección
En tercer lugar la práctica de la decisión. Vivir en el universo de la modernidad es vivir en un mundo de cambios. El carácter «abierto» de las cosas por venir expresa la maleabilidad del mundo social y la capacidad humana de dar forma a las condiciones de nuestra existencia. Como cualquiera de nuestros contemporáneos vivimos los «momentos decisivos» como aquellos en que nos sentimos llamados a tomar decisiones que afectarán al conjunto de nuestra vida. Son momentos en que el joven ha de poner rumbo a algo nuevo. La cultura del riesgo en la que nos encontramos inmersos nos pone en varias ocasiones a lo largo de la vida frente al tiempo de la decisión. Ya no programamos la vida de una vez, sino en cada una de sus fases.
n Revitalizar una cultura de la red de relaciones con los otros
En cuarto lugar estamos ante el reto del mundo de las relaciones puras, es decir no ancladas en condiciones externas de la vida social. Los vínculos entre los jóvenes creyentes son, o deberían ser lo importante. Motivados por las recompensas de la misma relación grupal en la medida en que nuestras vinculaciones comunitarias se valoren por sí mismas. Relaciones que se organizan reflejamente, de manera abierta y con base permanente. Una cultura de la comunidad, como intimidad compartida y red de amistad apostólica. Nuestras comunidades y grupos de trabajo deberían cultivarse más en estos contextos.
n La tradición de la Iglesia como comunidad de memoria
Podríamos también referirnos a la comunidad de memoria, aspecto muy importante de la circulación de los valores de la propia tradición. En una sociedad como la de la modernidad tardía, muy centrada en un presente que siempre está cambiando y que uniformiza la conciencia temporal, podemos aportar a los jóvenes una dimensión de arraigo en secuencias pasadas que se renuevan y se reactualizan. Elaborar creativamente las raíces es un refuerzo positivo de la propia identidad. Los movimientos que reivindican y elaboran una política de identidad tienen una oportunidad en nuestra cultura. Tenemos raíces espirituales comunes en la experiencia cristiana de Dios y en la medida en que las revivamos en lo cotidiano podremos ir construyendo esa red de sentido de la que vivimos y nos alimentamos. Intercambiar las prácticas narrativas personales y configurar una identidad común de inspiración y de experiencias vividas son los factores ineludibles para crear una verdadera comunidad de memoria.
- Gustar al Dios Vivo
Se trata de recrear en los jóvenes una experiencia que les haga «gustar» al Dios vivo. Y al ser experiencia nos colocamos en una dinámica absolutamente distinta a cualquier proceso de indoctrinamiento o de imposición de un «paquete espiritual». No se puede recibir sólo como una tradición, no se le puede ahorrar a nadie el tener que hacer un camino personal e irrepetible. No se trata de aprender una espiritualidad específica, sino de hacer el propio proceso de búsqueda y de encuentro profundo y gustoso con Dios. Esto le da una connotación afectiva a la espiritualidad juvenil, la convierte en mística. Pero mística de ojos abiertos. De lo que se trata es de llegar a vivir a Dios como una pasión ardiente. Y eso se consigue mediando el movimiento de los afectos.
Se trata de facilitar el encuentro de cada joven con Jesús y con el Dios de Jesús, actuando, acogiendo, potenciando lo humano como él lo hizo: esto es continuar su misión. Hacerle presente como la personalidad llamativa que fue, confrontar a los jóvenes con unas prácticas como las de Jesús que les den qué pensar. Los valores no son las cualidades de las cosas, sino que brotan siempre en una relación de comunicación. Y los valores evangélicos sólo pueden brotar en contacto con Jesús y su misterio.
2.1. El Dios de Jesús está en nuestra vida, ¿pero cómo?
Según la enseñanza de Jesús, Dios está siempre en nuestra vida, al margen de que le descubramos o no, al margen de que entremos en contacto con Él o no. Dios está siempre dando vida: si no me entero, Él hace lo que puede; si me entero y le dejo hacer, Él va haciendo su obra en mí. Y esto es lo único interesante: que Él haga su obra. Ni siquiera mis obstáculos son decisivos. La fidelidad de Dios es su capacidad de permanecer a pesar de todo. Está ahí, no me deja, no se va, aunque no le haga caso. El sigue amando, actuando, obrando en nosotros.
Si Dios está siempre, ¿por qué no le encontramos? No le encontramos porque muchas veces buscamos a un Dios que no existe: espectacular, aparatoso o que nos solucione los problemas. Buscamos un Dios que nos haga privilegiados, que nos evite sufrimientos, a un Dios que no es el Dios de Jesús, es el que nos inventamos nosotros. El Dios con el que podemos encontrarnos nos parece de poca categoría. Y es por eso por lo que debemos evangelizar nuestra imagen de Dios, acercarla al Dios del Evangelio.
No le encontramos porque nuestro talante no es el adecuado. Vamos demasiado absortos en nosotros mismos, absorbidos por nuestros problemas, dominados por ellos y sin interlocutores, sin facilitadores. Buscamos a Dios sin tino, sin ayudas, sin disciplina. No acabamos de aceptar el presente de nuestra vida y Dios es ese presente. Nos sobra superficialidad y nos falta atención, nuestro ritmo de vida no es el adecuado. Dios se nos está dando en sus dones continuamente y no le buscamos… En la medida en que no tratamos al otro como hermano, hacemos imposible que Dios se nos manifieste en él. No encontramos a Dios porque buscamos a uno que no existe y despreciamos al Dios cotidiano en el que vivimos, existimos, respiramos, amamos, somos…
Dios, el nuestro, este Dios de Jesús, es el que está activo y trabajando, comprometido, el que se mueve. Lo que Dios hace es lo importante, más allá de lo que yo siento. Está activamente presente, cuando siento y cuando no siento. Los agentes más eficaces de la intimidad no son los que más nos hacen sentir, sino los que impregnan de modo decisivo nuestro interior. ¿Y qué trabajo está haciendo Dios conmigo? Dios está dándome el ser, la vida con sus posibilidades. Y esto supera con mucho lo que inmediatamente experimentamos. El que yo sea más o menos consciente no significa que Dios trabaje en mí más o menos.
Todos los días y todos los momentos de mi vida, Dios está trabajando en mí: me ilustra, me enseña, con diversa pedagogía y en las diversas circunstancias. En la vida Dios actúa de una manera muy ordinaria, muy normal, nos va ayudando a crecer en la fe, la esperanza y el amor. Va modelando nuestro corazón de forma muy sencilla, respetando los ritmos, los modos, al estilo de Dios. El Dios del Evangelio casi pasa desapercibido. Sin grandes alardes o protagonismos, por los mismos cauces de la vida, por los signos de crecimiento o de crisis, día a día va iluminando, restaurando, completando, inspirando de una manera muy humilde, callada, cotidiana. Con gran paciencia.
2.2. Gustar afectivamente a Dios en nosotros
Pero hay ocasiones en la vida en que sentimos con una fuerza inmensa la presencia de Dios, una presencia de Dios que nos hace cambiar el registro de la vida, que nos hace comprender aspectos nuevos de nosotros, de la vida, del mismo Dios, que no habíamos percibido antes. Es una consolación particular, un estado de ensanchamiento interior, de gozo íntimo, que no puedes dudar que es de Dios y sólo de Dios. Son ocasiones en las que Dios toca el corazón, experiencias puntuales, extraordinarias, que nos impactan, que nos golpean la intimidad.
Dios es diferente a nuestras expectativas. Y nos cuesta mucho aceptar el ritmo con el que Dios hace las cosas en nosotros, en los demás, en la historia. Pero es que Dios es muy libre y celoso de su libertad. A Dios no podemos manipularlo, no podemos traerlo a nuestras expectativas. Discerniendo cuidadosamente entramos en relación con ese Dios que nos transforma.
La experiencia del amor de Dios es una experiencia única y excepcional en referencia a todas las demás experiencias humanas. La iniciativa es de Dios: es un don y por tanto de una inmediatez única respecto al sujeto que la «sufre». No es una obra de conocimiento, sino una experiencia de amor.
El estado dinámico de «estar enamorado», según B. Lonergan, nos ofrece un modelo de referencia, aunque menor. Es una experiencia que no necesita justificación desde fuera. No precisa de razones para ser vivida. Es más, se experimenta en una inadecuación entre la razón y el corazón. «Amo, porque amo, amo por amar» dice S. Bernardo. Es una experiencia que no se justifica desde el objeto de amor, sino desde el amor mismo. Es, en cierto modo, intransitiva. Es una experiencia de descubrimiento de algo nuevo, que nos obliga a rehacer nuestra semiótica con la que leemos la realidad. Sebastian Moore nos habla del «just waiting», como una forma de remitirnos al deseo en sí, al deseo sin objeto, al Dios desconocido.
2.3. Los tres momentos del enamorarse de Dios
El primer momento: dejarse contagiar, dejarse tocar por el misterio. Exponerse al misterio. Tenemos dos oportunidades privilegiadas para exponernos al misterio: orar y amar desinteresadamente. En la oración nos dejamos acceder por el Señor. El núcleo de toda oración es el intercambio de afectos, querer y ser querido. Nos descubrimos mirados, acogidos, perdonados. Nos reconciliamos con el lado oscuro de nuestro ser, con nuestro pecado. En el servicio —amor desinteresado— nos dejamos tocar por el Señor, porque superamos la dinámica del intercambio, de la retribución, damos sin esperar nada, damos porque sí. Amando sin merecer y a los que nada merecen, los pequeños. El deterioro espiritual se caracteriza siempre por estas dos negaciones: a exponernos a Dios o a exponernos al hermano.
El segundo momento: dejarse arrebatar. La experiencia mística es un camino de enamoramiento en el que se funden búsqueda y encuentro. Al serlo tiene que vivirse también como un momento de purificación afectiva: no se trata de yuxtaponer pacíficamente afectos diversos, sino sentirse súbitamente arrebatado por un afecto privilegiado. Cuando esto sucede comienza una agonía interna: amar duele. Toda experiencia de amor convulsiona, cambia el escenario interior. Se trata de crearle las estrategias al amor, las que él mismo nos va descubriendo a medida en que se apodera de nosotros.
El tercer momento: dejarse alumbrar. El momento decisivo es el tercero: no temerle al don, no querer atajarlo, no querer utilizarlo. No buscarle utilidad ni explicación. Es un proceso de ir recibiendo todo de Dios y de agradecer enteramente. Pero también de dejarse hablar por el don, de saber hacer silencio frente a Él. Y de saber gozarlo, sin un falso pudor que a base de no sentirse digno impide la libertad de Dios para manifestarse cuando quiera y como quiera. Y como ya hemos advertido, ojo al fariseísmo, que es la falsa seguridad de sentirse con méritos, «premiado», diferente a los demás y mejor que ellos.
2.4. El precio de la gracia: para un seguimiento atrevido de Jesús
El don tiene su «precio». Para un seguimiento atrevido y generoso de Jesús el «primer paso» del encuentro con él es la abnegación y la gratuidad. Por ser un encuentro profundo con Dios desde Jesús la abnegación y su reverso, la gratuidad, es el primer paso: nos encontramos y adherimos al otro desde la herida. Desde el reconocimiento humilde de lo que somos. La renuncia voluntaria tiene su lugar como un corte inicial, como una cesura frente a la continuidad de lo vivido. No hay homogeneidad entre Dios y nosotros, sus criaturas, hay heterogeneidad, distancia infinita. Y por tanto, sólo podemos comenzar el camino interior mediante una decisión radical: la renuncia virtual de todo lo otro, lo que no es Dios, lo que queda fuera de su misterio. Renunciar a las tendencias naturales, incluso al propio amor e interés, es el camino más seguro hacia Dios.
El fariseísmo es la tentación fundamental. Para descubrir el valor primordial de la única actitud válida para el encuentro profundo con el Dios de Jesús que es la humildad, (¡una calidad humana muy evangélica!) importa mucho confrontarla con la actitud contraria, el fariseísmo, que es la tentación fundamental a la que todos estamos sometidos. Fariseo es lo opuesto a «espiritual», porque es la enfermedad principal del espíritu. Se trata de creer que empezamos a tener cierto dominio sobre algunas realidades pertenecientes al aérea del misterio de Dios.
Nos puede entrar la sensación de prepotencia (¡ya está, ya sé, ya controlo!). De que lo que esperábamos ya se nos ha dado, al menos lo principal. Ya poseemos lo que debíamos poseer. Ahora nos toca administrarlo para nosotros y para los demás. Se acabó la infancia espiritual, ahora somos de los «perfectos»… ¡fariseos! No vivimos ya la humilde y dolorida entrega de sí mismo a la misericordia de Dios.
2.5. Jóvenes con espíritu: intensamente vivos
La experiencia del Dios Vivo es un signo mayor en la existencia de muchos de nosotros, jóvenes o mayores, varones o mujeres a lo largo de las épocas y de los lugares. De formas muy diversas, vinculada o no a formas religiosas ya existentes, hemos vivido una experiencia muy particular de su presencia. Una presencia dulce e invasora, ardiente y pacificadora, terrible y fascinante que ha marcado a fuego la fragilidad de nuestro ser y que, al hacernos sentir la marca de su paso fugaz, ha cambiado de forma radical nuestra manera de vivir la vida.
Esta experiencia del Dios Vivo convulsiona nuestra identidad de tal manera que sólo refiriéndonos a ella podemos explicar bien quiénes somos y por qué nos disponemos ante el mundo desde una perspectiva innovadora. Descubrir y experimentar a Dios en nuestro corazón de carne nos hace tocar lo esencial y más pleno de la humanidad de una forma sorprendente.
La novedad es la gracia del descubrimiento: intensamente vivos. Entonces es cuando el recuerdo de lo experimentado nos lleva, en un trabajo lento y no siempre bien comprendido ni siquiera por nosotros mismos, a reelaborar las convicciones mayores de la existencia, a desvelar las claves nuevas por las que nos hemos sentido tan vivos y a la vez tan pacificados. Se despiertan en nosotros energías mayores de comunión con la herida de los otros, con sus ansias más profundas, con sus deseos más ocultos.
Al entrar en contacto con la intimidad de Dios, descubrimos que existe un lugar secreto desde donde se funden los contrarios, desde donde se reconcilian los diferentes. Es todo un paisaje nuevo el que se abre ante nuestros ojos atónitos pero iluminados. n
Xavier Quinzá Lleó
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