Jóvenes cristianos: retrato con fondo

1 enero 2002

José Luis Moral
 

Esquema del Artículo

 
I   Manuscrito: un nuevo modo de ser y vivir.
II   Jeroglífico: rostros de los jóvenes.
III Pergamino o palimpsesto: jóvenes cristianos.
IV Texto: reconstruir con los jóvenes la fe y la religión.
 
 

José Luis Moral es Director del Instituto Superior de Teología «Don Bosco» (Madrid) y Director de Misión Joven.

 
 
Se trata de un retrato en «blanco y negro» y, sobre todo, de un retrato con muchos fondos. Faltan datos para una foto más precisa o para una imagen en «primer plano». Intentamos realizarlo, progresivamente, con diferentes capas de pintura o, mejor, escritura.
La vida de los hombres puede imaginarse como un texto. A cada cual, por así retratar el asunto, se nos consigna al nacer un manuscrito, en gran parte ya elaborado, con diversos utensilios para seguir escribiendo. Día a día, rellenamos el pergamino de nuestra existencia y, cuando nos paramos, no pocas veces y a primera vista, aquello nos resulta una especie de jeroglífico, necesitado de interpretación, de transformar en verdadero texto.
 
En todos los casos, pero en el de los jóvenes particularmente, la escritura o retrato se construye sobre un palimpsesto, no un pergamino virgen sino otro cuya escritura ha sido borrada para escribir de nuevo en él.
 
 
Antes de entrar en tema, dos palabras sobre eso de «hablar de los jóvenes». Aunque hablamos mucho de ellos, aunque se multiplican los estudios, aunque sentimos vivamente la necesidad de conocerlos, no es nada sencillo hablar de los jóvenes. Y no es fácil, en primer lugar, porque la mayoría de nosotros no somos jóvenes y nos ponemos a hablar de quienes seguramente preferirían hablar por sí mismos, aunque no estén muy acostumbrados. Es difícil llegar a convencerse de que muchas de las cosas que el joven piensa o hace no las entiende el que no es joven sino después de un profundo proceso de simpatía y compasión, en el que no es infrecuente quedarse a medio camino, es decir, en formas más o menos solapadas de paternalismo y de apenamiento. Sin darnos cuenta, los utilizamos como terreno gratuito para nuestras proyecciones y justificaciones de adultos: a los jóvenes se les pueden achacar muchos desmanes y atribuir la falta de sentido que notamos en tantos campos de la vida. Así, la manía de vincular jóvenes y futuro termina por apartarnos, no pocas veces, de la realidad o por inventarnos un juicio sobre ellos en virtud de las expectativas de futuro que nos hacemos. Definitivamente, los jóvenes están sirviendo más de lo conveniente para controlar, esconder y proyectar las incertidumbres y/o esperanzas personales y sociales de los adultos.
 
Por otra parte, nadie piense que se puede hablar de la juventud como si de una categoría real y uniforme se tratara. Cada día descubrimos más palpablemente la inutilidad actual de la categoría sociológica de juventud: no hay juventud sino jóvenes –si algo caracteriza a la realidad juvenil es su diversidad y pluralidad– y la necesidad de conseguir un denominador común para todos ellos también nos mete en el mundo de la caricatura. Y ya se sabe: comenzamos con una caricatura y terminamos creyendo que se trata de un retrato. Por ahí se encuentra uno de los problemas centrales del sinfín de investigaciones sobre la juventud. De ellas mismas está surgiendo la conciencia de sus limitaciones y la necesidad de un replanteamiento: existe una creciente crítica metodológica de su cuantitantivismo ingenuo (que, más o menos, hace equivalentes medir y explicar) o del ideologismo subyacente (aquellos estereotipos culturales que enmascaran o esconden), así como a la pretensión de postular unos extremos en la definición juvenil (militante o comprometido y pasota) que se elevan a la categoría de clave de comprensión de toda su realidad. Es necesario integrar esos estudios con otros de carácter cualitativo. Para una mayor complicación del tema, ser joven hoy es algo cada vez más relativo, una realidad cada vez menos en función de la biología y más determinada por la cultura y la sociedad.
 
Además, si tuviéramos que apuntar una de las novedades más significativas de las nuevas generaciones, quizá debiéramos referirnos, por desgracia, a las pocas diferencias que las separan de las adultas. Las disparidades intergeneracionales no son muy grandes: cada vez los jóvenes se parecen más a quienes ya no lo somos, sobre todo, en las contradicciones que los mayores no sabemos o no queremos evitar. Por otra parte, en todas las épocas, el debate alrededor de los jóvenes ha sido uno de los temas a través de los cuales la sociedad ha reflexionado acerca de sí misma; por lo cual corremos el peligro de olvidar que, propiamente hablando, no hay problemas o cuestiones juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o condensan en los jóvenes.
La juventud ha sido frecuentemente una metáfora en manos de las ideologías. En cualquier caso, sí constituye una imagen –y bien elocuente– del cambio experimentado por el ser humano a lo largo de los últimos cien años. Comenzamos el XX asidos a una especie de «metafísica de la juventud» que idealizaba su identidad hasta convertirla en paradigma de futuro y novedad –«La juventud está en el centro donde nace lo nuevo», exclamaba Walter Benjamin allá por 1914–. Al comienzo de esta nueva centuria, ese tipo de metafísica suena a mentira sarcástica.
 
Las generaciones jóvenes han sido las más explotadas para los caprichos de la modernidad. A estas alturas, nadie se atrevería a definirlas como imagen y prefiguración del futuro, pese a no querer reconocer que son el fiel reflejo de los disparates de nuestra sociedad y que sí anticipan el rostro de las víctimas del mañana que esbozamos hoy. De todos modos, en el indudable proceso de configuración cultural de una forma inédita de ser y vivir en el mundo o de un «nuevo hombre» en que nos encontramos, ya disponemos de una anticipación de resultados: el rostro y la vida de los jóvenes.
Sin embargo, cualquier intento de componer una «imagen del joven actual» comporta el riesgo de distorsionar su rasgo más distintivo: su vocación plural. No es posible construir un «retrato robot» del joven actual; aunque sí lo sea entrever rasgos, ideas y visiones, experiencias y coyunturas vitales de las que participa esta generación.
Juventud y sociedad, por lo demás, forman un binomio mal avenido. Esa es la razón por la que siempre se ha invocado un aparente o real divorcio para explicar y hasta justificar la visión social de los jóvenes sobre la base de una respuesta-tipo –cuando no vulgar esterotipo–. Sírvanos de ejemplo estas palabras de Salustio, de hace un par de milenios: “Los jóvenes de hoy no son como los de otras épocas; aquéllos eran respetuosos con sus mayores, generosos y honrados, pero los contemporáneos, están invadidos por la disolución, son de ánimo blando, resbaladizo, fáciles de prender en los engaños…, amancebados, jugadores y despilfarradores”.
 
 
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

I. Manuscrito: nuevo modo de ser y vivir

 
Yo soy el que los filósofos me han contado
J.L. Borges
 

Síntesis de la Parte I
Vivimos no tanto una «época de cambios» cuanto un particular momento de cambio epocal. Las jóvenes generaciones son las que sufren más directamente la incertidumbre que comporta la situación. Esta parte del artículo analiza tres aspectos de tales repercusiones: los jóvenes anticipan ya el «nuevo hombre» surgido de las profundas transformaciones en curso; aunque muy semejantes a los adultos por imposición del sistema imperante, los jóvenes –más víctimas que culpables– son también muy diferentes de las generaciones mayores; en último término, por desgracia, han pasado… ¡de esperanza a problema!

 
 
La vida es siempre un quehacer encomendado a cada cual. Pero, al tiempo que se hace, la vida y nosotros somos también una realidad hecha o construida de antemano. En fin, somos un manuscrito: algo en parte ya escrito, una escritura que nos precede, que hemos de aprender a leer…, pues solo descifrándola alcanzaremos a escribir una historia propia, personal e irrepetible.
«Descifrarnos», entonces, constituye el empeño básico; viene a ser una de las condiciones esenciales de posibilidad para que la existencia adquiera el carácter humano que la identifica por encima de cualquier otro.
En el caso de los jóvenes y aplicado el asunto a unos cuantos aspectos concretos, el «manuscrito» que se les consigna hoy, para caminar hacia la madurez, contiene tres escenas donde no resulta fácil interpretar la propia vida: una realidad en estado de cambio profundo, una sociedad escasamente modélica y una pobre imagen de cuanto significa ser joven en esta época y sociedad. Las desmenuzamos o desciframos brevemente a continuación.
 
 

  1. Ya nada es como era antes

 
No es posible entender cuanto nos pasa o, en nuestro caso, entender lo que pasa a los jóvenes sin remitirnos al contexto. Huelgan las descripciones del mismo, por lo que nos limitamos a recordarlo en pocas palabras. Antes de nada, asistimos más que a una época de cambios a un particular momento de cambio epocal. La humanidad camina hacia unas configuraciones sociales, económicas, políticas y religiosas de una novedad tan radical como para romper todos los esquemas de los que hasta ahora nos servíamos para entender la vida. Vale a decir, están caducando las imágenes del mundo que aseguraban el conocimiento y la acción, al tiempo que se reconstruyen la racionalidad y el sentido.
Sin entrar en grandes honduras, que no hacen al caso, lo mismo el «estado de conciencia» del hombre que el paradigma explicativo moderno están consagrando irreversiblemente la autonomía y libertad como bases de identidad del ser humano y la secularidad como ámbito donde desarrollar su vida.
 
Vivimos, en la perspectiva que apuntamos, un momento de transición entre un orden agrietado por todas partes y un orden novedoso del que desconocemos muchas de sus caras. De ahí la inseguridad y hasta la angustia: nos resulta casi imposible reconocer y afirmar el «sentido del todo» como unidad del hombre y del mundo.
Además, si las tradicionales «sociedades simples» aseguraban el sentido a través de instancias que transmitían una identidad colectiva –repleta de convicciones y certezas– en la que se reconocían los individuos sin mayores problemas; en las «sociedades complejas» existe un ilimitado número de propuestas que dificulta la construcción de la identidad personal y frecuentemente nos sume en un fondo de incertidumbre.
En definitiva, el pluralismo, la democratización, la complejidad, el cambio de imagen del mundo y del hombre, la secularización y laicización, el acto de conocer como acto de interpretar –todo ver es interpretar–…, nos tienen a todos un poco confundidos y no nos permiten sino caminar a través de acuerdos, fatigosamente trabajados. Esta intemperie está sometida a la tentación de inventarnos falsos refugios y olvidarnos –en el entorno cristiano y con palabras de Kasper– que «nuestro mundo actual sin Dios, es en parte una consecuencia de haber predicado un Dios sin referencia al mundo».
 
Transitando derroteros semejantes, por un lado, hemos llegado a un punto en donde el hombre de nuestros días no encuentra el camino para poder ser, a la par, cristiano e hijo del tiempo que vive. Pannemberg y Moltmann lo expresaron con notable maestría gráfica hace bastantes años: «El cristianismo ya no es algo que pertenezca connatural y aproblemáticamente a nuestro mundo. El problema ahora consiste en saber si el hombre moderno puede ser todavía cristiano, sin sufrir un resquebrajamiento dualista de su conciencia, y de si un cristiano puede ser un hombre moderno sin perder por ello su identidad». En efecto, «la existencia cristiana de teologías, iglesias y hombres se encuentra hoy más que nunca en una doble crisis: de relevancia y de identidad. […] Cuanto más intentan incidir en los problemas de la actualidad, tanto más profundamente se adentran en una crisis de identidad cristiana; cuanto más intentan reafirmar su identidad en dogmas, ritos e ideales morales tradicionales, tanto mayor se hace su irrelevancia y falta de credibilidad».
Por otro lado y aunque a nadie se le escapen sus no pocos disparates, la modernidad ha propiciado un nuevo dinamismo y creatividad socio-culturales gracias, entre otros motivos, a la ruptura de los esquemas fixistas –a veces, hasta pretendidamente inmutables– de tradición y autoridad. Todo ello forma parte de un cambio radical en la imagen de hombre y de mundo: mundo definido más como historia que como naturaleza, produciéndose la caída de la clásica visión estable y jerarquizada –que inculcaba y parecía propia del pensamiento católico–; hombre cual ser en perpetua creación de sí mismo, con la consiguiente transformación de las estructuras de credibilidad, trasladadas hacia el valor absoluto de la persona, la autonomía de la conciencia, la creatividad, libertad y pluralismo de proyectos.
 
 

  1. Iguales, pero diferentes

 
No se trata de un gratuito juego de palabras. Aunque diferentes por jóvenes, sin embargo, son cada vez más iguales a las generaciones adultas.
Iguales… porque –pese a encontrarnos, como algunos han afirmado, ante la generación joven más integrada de toda la historia– el problema reside en que estamos configurando mundo donde cada vez nos parecemos más unos a otros. La civilización contemporánea es una gran domadora y, poco a poco, todos vamos entrando por el aro: deseamos lo mismo, pensamos lo mismo, vestimos y comemos lo mismo.
Algunos factores clave que igualan los jóvenes a los adultos: la economía neoliberal-capitalista de mercado, el primero y por encima de cualquier otro, junto a la globalización e interdependencia que impone el comercio hodierno. A continuación, la revolución tecnológica y la reorganización tanto de roles sociales como del tiempo en la vida de las personas. La producción de una información prácticamente inabordable, el protagonismo que adquiere la mujer o la importancia vital del tiempo libre, serían otros tantos efectos de dicha revolución y reorganización.
Los aires neocapitalistas inflan la importancia del dinero y del poder, mientras deshinchan el valor de las ideas y vínculos personales. Esta atmósfera debilita los marcos de referencia del crecimiento humano, reblandece la identidad y las relaciones, exalta hasta la apoteosis sentidos y deseos, etc.
 
¿No suele ser un tanto hipócrita la valoración que ligamos a diversos datos relativos a los jóvenes puesto que, en el fondo, no son tan diferentes de nosotros mismos? ¿Sus posturas vinculadas o derivadas del individualismo y del consumismo, en qué se difieren de las de los adultos, si no fuera por ofrecer con perfiles más agudos el reflejo de la sociedad que estamos construyendo? ¿O es que los adultos no vivimos volcados hacia el consumo, no estamos contagiados de un vitalismo semejante al suyo o no hemos convertido la vida y sociedad en un espectáculo permanente? Quizá lo que nos causa extrañeza sean nuestros propios rasgos de familia tan descaradamente alardeados en sus vidas.
Acabamos de cerrar un siglo en el que todo se ha sucedido con trepidante rapidez. Y si durante la primera mitad del mismo, las personas se disfrazaban para aparentar mayores o más viejas; en la segunda ocurrió exactamente lo contrario. La «juvenilización» se ha expandido siguiendo un permanente proceso que ahora lo invade todo. Paralela y burlescamente, se ha producido una injusta e impúdica devaluación de los jóvenes: se les asigna una identidad, pero se oculta su entidad; «vende» por doquier «lo joven», pero los jóvenes no cuentan con ningún espacio social propio.
 
Iguales…, pero más parecen víctimas que culpables. Víctimas atrapadas entre una estructura económica neoliberal que les niega un puesto de trabajo digno y estable –y la asunción de responsabilidades a él anejas– y una cultura de consumo que «enerva sus valores, enfría su entusiasmo, les priva del aliento necesario para realizar utopías y recorta sus proyectos de futuro».
Nada más dramático que darse cuenta, mirando y viendo de este modo, que son otros quienes están imaginando la vida de los jóvenes, que nuestra sociedad les incapacita para soñar, recluyéndolos en la cárcel de un presente sin futuro.
El «divino tesoro» del poeta, más que irse para no volver, se ha convertido en una mina explotada con toda clase de intenciones: domesticación consumista, marginación, construcción de imágenes vacías, etc. Curioso, con ciertos tintes grotescos, que –en momentos de especial incertidumbre– hayamos terminado el siglo xx proponiendo «lo joven» casi como el único modelo socialmente disponible para todos, cuando los jóvenes concretos son quienes cargan con el peso inhumano de una sociedad envejecida y ensimismada en la glorificación cultural del «ser joven».
 
Con todo, gracias a Dios, siguen siendo diferentes de los adultos. Todos, al caducar las imágenes del mundo que nos aseguraban inequívocamente el conocimiento y la acción, nos sentimos un poco perdidos y sin saber por dónde tirar. Pero, mientras los mayores encaramos un éxodo así con grandes dosis de disimulo e intentos desesperados por ocultar la inseguridad, los jóvenes se lanzan a tumba abierta en la búsqueda del sentido para ese «nuevo hombre» que está naciendo y cuyo esqueleto ya es el suyo; por eso les toca sufrir como a nadie los dolores que lleva consigo una transformación de semejante índole.
Diferentes también a la hora de manifestar un profundo desengaño ante la historia, cargado de escepticismo frente a cualquier ideología o propuesta racional con grandes pretensiones; de ahí que prefieran cócteles de deseo y seducción, de mucho sentimiento y algo menos de razón. De ahí, igualmente, que opten por una amalgama de individualismo y gregarismo al dictado del grupo de iguales, del derecho a la diferencia, de la asimilación mimética de pautas de consumo y del politeísmo moral y religioso.
 
Diferentes, sobre todo, porque son justamente ellos y ellas, esa generación que tiene que vivir en un mundo nuevo que está todavía compuesto de edificios viejos.
Un mundo que, sospechosamente, cuando más valora la condición juvenil –y todos se empeñan en parecer y mantenerse jóvenes– y «lo juvenil» produce sus mercados específicos –sus propios circuitos de ocio y negocio, sus tiempos y sus espacios paralelos–… es, precisamente, cuando lanza el ataque más serio a esa condición juvenil con la ruptura del «pacto social» tácito que regía hasta hace muy poco en la sociedad, esto es, el trabajo estable como plataforma para pasar de la juventud a la edad adulta.
Diferentes, pero –al fin y a la postre– iguales porque no les dejamos otra salida. Bien está, antes de seguir, recodar aquello de «hacedlos cual los queréis o queredlos cual los hacéis».
 
 

  1. ¡Jóvenes!: «de esperanza a problema»

 
«La juventud, de esperanza a problema», así comenzaba González Blasco uno de los ya clásicos estudios de la Fundación Santa María. Vamos a revisar, en este tercer aspecto, la parte del manuscrito que más están reelaborando los jóvenes a su gusto. Sin embargo, el original sigue siendo el dictado por la sociedad. Aún así las variaciones introducidas por ellos no son pocas. En fin, esta parte del manuscrito –que también llevan bajo el brazo los jóvenes cristianos– contiene cuatro rasgos bien marcados. Los describimos sin distinguir el dictado socio-cultural de las adaptaciones que introducen los jóvenes.
 
            3.1. La clave de la «nueva imagen»: del trabajo al consumo
 
Una de las raíces fundamentales del cambio de la identidad de los jóvenes en la sociedad actual hay que buscarla en la ruptura del «pacto social» que, hasta hace bien poco, determinaba la autonomía y el paso a la época adulta de cada persona, cuando el joven se insertaba en la sociedad a través de un trabajo estable, la correspondiente independencia económica y el hogar propio. Este tácito acuerdo social funcionaba como gozne regulador e integrador; venía a ser una especie de «percha» donde se colgaba la identidad y el proyecto vital. Desde el trabajo que cada uno ejercía, se desarrollaban los vínculos propios de la madurez con las personas, el territorio y las cosas. Se trataba entonces de una sociedad cohesionada que ofrecía a las generaciones jóvenes un itinerario –escolar, laboral, etc.– claramente orientado hacia una definición estable de la propia identidad y proyecto de futuro.
 
Amén de fuente de identidad, el trabajo constituía también la raíz del estatus e, incluso, contenía –y contiene– algunos de los gérmenes psicológicos más imprescindibles para una autopercepción positiva y equilibrada. Tanto el desarrollo de la autoestima como del autoconcepto, en nuestro modelo social actual, siguen teniendo mucho que ver con el empleo. Aún hoy, por lo pronto, los otros nos reconocen y valoran en función del trabajo que desempeñamos.
La (i)lógica del mercado terminó por romper el pacto, cerrando paulatinamente la posibilidad de construir la identidad en referencia a un trabajo estable. Quizá en estos momentos no sea del todo exacto hablar, sin más, de jóvenes desempleados –aunque haberlos haylos y no pocos– sino de jóvenes con períodos de ocupación e inactividad o sucesión de «trabajillos» más o menos interesantes; pero, en cualquier caso, se ha quebrado el carácter vertebrador ejercido por el empleo estable. La zozobra introducida por dicha quiebra desencadena otra serie de fenómenos determinantes para la identidad y desarrollo cotidiano de la vida. Por ejemplo, la escasez o precarización del mercado laboral ha conducido a las jóvenes generaciones a desentenderse del futuro, vinculando trabajos o trabajillos al presente, al dinero y al consumo inmediato y compulsivo.
 
Es precisamente el consumo, por desgracia, la alternativa para un «nuevo consenso», y ocupa ahora el puesto que el trabajo cumplía en el pacto anterior. No en vano, nuestro sagaz y tan poco humano sistema capitalista ha descubierto inmediatamente que los jóvenes, al retrasar su emancipación y obligar a las familias a consumir más –estrechando las posibilidades de ahorro e inversión–, constituyen un mercado con alta capacidad de consumo inmediato. De este modo y exacerbando por todos los medios los sentidos y los deseos, el consumo es percibido por los jóvenes como un estilo de vida normal y pauta central de integración social.
El trabajo cual factor básico para la construcción del proyecto vital y de la identidad se sustituye por el consumo que, en el caso de la identidad juvenil, exalta el ocio y el tiempo libre, desorbitando la importancia del «aquí-ahora-todo y ya»; un presentismo galopante que, a su vez, provoca un continuo zapping de experiencias, sensaciones y vivencias, negando valor al esfuerzo y sacrificio necesarios para engendrar resultados a largo plazo, para construir el futuro.
Se ha producido, de este modo, un cambio substancial en el significado del «ser joven». La sociedad les venía ofreciendo un horizonte de integración en el mundo adulto por el camino del empleo–trabajo fijo, a través del cual se accedía a la autonomía adulta; a cambio, exigía un largo período de esfuerzo y preparación mediante estudios o la realización de trabajos de aprendizaje. Aunque para una minoría juvenil siga manteniéndose dicho pacto, para la mayoría de los jóvenes se ha roto ese horizonte de integración, con el consiguiente descenso del interés por el esfuerzo.
 
            3.2. «Autonomía truncada», familia y amigos
 
De entrada, estamos ante una juventud feliz, perfectamente integrada en la sociedad y que ha hecho del consumo y del ocio las piezas claves de identificación: el 82% manifiesta estar contento con la vida que lleva; sólo un 9% señala que cuenta con menos libertad de la que debiera, cuando el 69% estima adecuado su nivel y hasta un 22% considera que tiene más libertad de la necesaria. Obligados a permanecer en el nido familiar y alargar la juventud, lejos de molestarse, se acomodan a esa «autonomía truncada» y, haciendo de la necesidad virtud, permutan el clásico proceso de identificación por el de experimentación.
Los clásicos modelos de socialización que se asentaban sobre la familia, la escuela y la Iglesia, han dejado paso a la presencia casi exclusiva de la familia, por un lado, y a los amigos con quienes van experimentando cómo ser y hacerse ellos mismos, por otro. Familia, amigos y diversión constituyen los elementos esenciales de la nueva socialización. En la primera buscan y obtienen seguridad y estabilidad; los amigos son el otro referente socializador y la diversión el ambiente de autoformación por excelencia.
 
La familia es muy valorada por los jóvenes: sienten una verdadera «querencia por el hogar familiar» y la mayoría vive satisfactoriamente en él, siendo la familia la principal donadora de sentido y fuente de ideas tanto para construir su concepción del mundo como para definir su existencia en él.
También los amigos cotizan muy alto como agente socializador y son el segundo elemento crucial de su vida juvenil. Tras la familia y por encima de la escuela u otras instancias de socialización, la pandilla –el grupo, los colegas…– conforma el factor cardinal transmisor de ideas e interpretaciones del mundo. Solo con los amigos y al margen de la familia y demás instituciones, viven «su» tiempo –el libre, el del ocio…– y hacen lo fundamental, es decir, divertirse.
 
Por lo demás, los padres no ponen las cosas demasiado difíciles… Predominan unas relaciones paterno-filiales distendidas y complacientes. Sin embargo, además de apoyo y refugio, este «encontrarse a gusto» guarda una estrecha relación con la actual debilidad de la familia. En efecto, más que autoridad y modelos, los jóvenes encuentran en sus padres una especie colchón protector; hay «buenas relaciones», si bien es escaso el intercambio de contenidos temáticos con los que confrontarse y dar sentido a la vida.
En el caso de los colegas, dos peligros rondan la vida de los jóvenes. El «solipsismo grupal», sobre todo: “Están solos en medio de un grupo de amigos, así llamados impropiamente, pues, en realidad, no pasan de ser, en la gran mayoría de los casos, meros compañeros. Sospecho, concluye J. Elzo, que se comunican poco entre ellos”. No es menor el riesgo de soledad en aquellos más tímidos y encerrados en sí; de hecho las tipologías juveniles hablan de un 28’3% de jóvenes entre 15 y 24 años caracterizados como «retraídos sociales».
 
            3.3. Juventud, noche, diversión y consumo
 
Condenados a vivir durante mucho tiempo «dependiendo de», sin poder independizarse, transforman el ocio y el tiempo libre en espacios donde decidir y «diferenciarse», canonizando una especie de ley del «doble vínculo»: obedientes durante la semana, transgresores durante el fin de la misma. «Finde» y diversión, noche y consumo son las coordenadas de la búsqueda de autosatisfacción con las que se resarcen de la condena.
Prácticamente un 65% de los jóvenes sale todos o casi todos los fines de semana. La huida nocturna, por añadidura, se inicia en edades cada vez más tempranas y con progresivo incremento de la frecuencia. Alejados del mundo adulto y fuera de la mirada familiar, la noche se convierte en «su» espacio exclusivo, rodeados de música y alcohol u otras sustancias estimulantes, viviendo la sexualidad –según se tercie– bien como una forma peculiar de comunicación bien como simple diversión.
 
Ocio y tiempo libre adquieren la importancia de ámbitos donde los jóvenes encuentran la capacidad de decisión que se les niega en el resto; en cierto modo, desde ahí reclaman independencia y libertad para escoger su propia vida. Lejos de los controles a los que todos nos vemos sometidos en las actividades «formales», con razón el tiempo libre aparece como tiempo informal y flexible.
La llamada «cultura del fin de semana» –noche y diversión, sobre todo–, es para nuestra sociedad –y no solo por quererlo los jóvenes– una fórmula capital para avivar el gasto, donde adolescentes y jóvenes conforman un sector de mercado con alta capacidad de consumo.
 
En fin, las jóvenes generaciones han fracturado astutamente el tiempo, separándolo con los mojones de cada fin de semana. Tiempo libre, diversión, noche, consumo… terminan por concebirse como fines en sí mismos, además de adquirir un nuevo «valor simbólico» con el que justificar o resarcirse del resto del tiempo y actividades.
Sin ninguna pretensión de negar responsabilidades, hemos de aclarar que semejante corriente es más social que específica de los jóvenes; los cuales han sido socializados y hasta educados con pautas de actuación en las que el ocio y la diversión discurren por vericuetos semejantes. A lo sumo, en el dualismo con el que vivimos los mayores –«sujetos disciplinados» los días laborables y «relajados consumidores» los fines de semana– ellos tienden a restar valor, hasta suprimirlo si pueden, al primero de los elementos.
 
            3.4. Identidad abierta e «implicación distanciada»
 
Por derroteros como los descritos hasta ahora, alcanzan los jóvenes una identidad débil, abierta y acomodaticia que lo tiñe todo de esas mismas características: no quieren más revolución que la cotidiana, ésa que les permite sentirse cómodos, felices hasta donde el cuerpo aguanta. Domina en ellos la «razón instrumental» y una despreocupada alegría de vivir: si hay que estudiar, por ejemplo, será casi exclusivamente para conseguir un título y obtener un empleo; al considerarse como presos entre rejas escolares, quieren y consiguen mucho ocio y muy diverso –siendo capaces de dedicar en un fin de semana más tiempo a la diversión que al estudio en toda la semana–; ensanchan la permisividad y estrechan el compromiso, administrando frívolamente rechazos –más o menos racistas– y simpatías.
Cuesta abajo semejante nos conduce a uno de los rasgos más pronunciados de la juventud actual: la «implicación distanciada» respecto a la vida y sus problemas. En los jóvenes existe una falla profunda, un hiatus entre los valores finalistas y los instrumentales: invierten en valores finalistas –pacifismo, ecología, tolerancia, lealtad, solidaridad, etc.–, no obstante se despreocupan de los instrumentales –esfuerzo, autorresponsabilidad, compromiso, participación, abnegación, trabajo bien hecho, etc.–, con lo que todo lo anterior corre el riesgo de reducirse a puro discurso bonito. “Apuestan fuertemente por fines nobles, pero les falta el ejercicio de la disciplina”.
 
Dos rasgos particularmente problemáticos alberga tanto la identidad abierta como la citada implicación distanciada: por un lado, la ética se reduce o concentra en el «culto al yo», entendido más en dirección de un «yoísmo normativo» que de la mera egolatría; por otro, abandonan la preocupación por el futuro y los proyectos para construir la personalidad y actuar sobre el mundo y la sociedad.
Sobreestiman la autonomía posible y rechazan visceralmente toda norma que venga «de fuera». Han roto con cualquier tipo de código moral donde absolutos o totalidades pretendan asociar, cual principios unificadores, todas las dimensiones y fenómenos de la persona. Se impone el relativismo moral, el «hacer lo que me sale de dentro» y sin apenas prestar atención a cuanto digan los demás.
 
Mantienen el optimismo a base de defenderse frente a la incertidumbre y miedo al futuro desentendiéndose o desinteresándose de él. Y no les interesa ni obsesiona, porque, sencillamente, han dejado de guiarse por él.
Se impone el presentismo. Nada de inquietarse con proyectos y ni tan siquiera implicarse o conectarse en serio al entorno social; nada de vinculaciones que no se realicen de forma personalizada, sin cesiones ni delegaciones, sin adscripciones o compromisos duraderos. De ahí, el escaso interés por la política o la baja estima de las instituciones; de ahí también, la falta de participación social, los bajísimos niveles del asociacionismo juvenil e implicación en tareas solidarias (voluntariado, Ongs, etc.).
También al respecto de la moral y siempre sin mitigar responsabilidades, debe subrayarse que no estamos ante algo privativo de los jóvenes: así piensan un buen número de ciudadanos adultos españoles, para quienes elegir entre lo bueno o lo malo debe ser un ejercicio libre, tan solo dependiente de la propia conciencia y confiado a las capacidades personales para optar. Los niveles juveniles de permisividad, se podría decir, no muestran tanto que estemos ante una generación que abdica de referentes éticos cuanto ante unos jóvenes que, siguiendo pautas sociales imperantes, optan por su aceptación parcial y selectiva. Es más, la permisividad –en su caso– no pretende ser expresión de convicciones o justificación de comportamientos, sino una especie de desafío a la moral vigente y a las autoridades civiles o eclesiásticas que la sostienen.
 
 
 
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

II. Jeroglífico: rostros de los jóvenes

 
No se puede abordar la vida creyéndola evidente…
La ambigüedad es la primera prueba de eternidad

  1. Bettelheim

 
 

Síntesis de la Parte II
La vida tiene no poco de jeroglífico; en el caso de los jóvenes, para entenderlo de verdad, hay que dejarse llevar por la «simpatía». Además, será necesario distinguir entre imágenes tópicas y el rostro verdadero, profundo, de los jóvenes, el cual esconde una verdadera metáfora de búsqueda del sentido. Vistos así, sus mensajes se tornan profecía para demandar «ser acogidos», para denunciar la exclusión que padecen y manifestar sus deseos de «sentirse necesarios»

 
 
 
La vida de los jóvenes quizá sea, sobre todo, un jeroglífico: una escritura cuyas ideas o palabras, figuras o signos… son difíciles de entender o descifrar. Un jeroglífico cargado de ingenio: algo escrito por uno mismo y por otros; algo hecho y, sin embargo, todavía por hacer, pues se debe seguir interpretando y escribiendo con caracteres distintos para, al menos, permitir que uno mismo conozca su verdadero significado.
En este sentido y por lo que respecta a los adultos, solo la mirada guiada por una «razón misericordiosa», esto es, solo acercándonos a los jóvenes con benevolencia y compasión seremos capaces de ir descifrando la compleja diversidad de sus rostros y la no menos complicada ambigüedad de sus mensajes. En cualquier caso, más de una vez tratan de expresarnos cosas muy distintas de lo que aparentemente parecen decirnos.
Cuando se instala la «simpatía en la mirada» se ve mucho mejor, incluso se recrea a las personas y se penetra tan profundamente su realidad como para imaginar sentidos nuevos a los jeroglíficos y metáforas de la vida, para acoger la profecía de la que es capaz todo ser humano o para entrever signos de esperanza que se escapan a las miradas superficiales o simplemente técnicas.
 
 

  1. Imágenes planas de los jóvenes

 
Frecuentemente leemos la vida de los jóvenes en ojeadas rápidas y superficiales. Tales lecturas suelen apoyarse sobre tópicos vinculados en cada época a eso de «¡ya sabemos cómo son los jóvenes!». El resultado: un conjunto de imágenes planas –chatas al pretender sostenerse en sí mismas sin referencia a sus causas e implicaciones–, como algunas de la utilizadas profusamente para describir en la actualidad sus actitudes y acciones. Sirvan de muestra las siguientes.
 
q Parámetros de su visión del mundo
Rechazo de los sistemas y amnesia frente a la historia: los jóvenes viven del zapping, no tienen un saber sistemático, y conforman una «generación sin memoria». Han perdido la percepción del futuro, la vida queda reducida al presente y, más específicamente, a experiencias sensoriales concretas que les permiten sentirla. A su modo, tratan de mantener una relación de amor con el medioambiente, sin prejuicio de utilizar la naturaleza según su provecho o para los «ejercicios de grupo» que les interesen.
 
q Búsqueda de la autorrealización posible
Los «jóvenes del tiempo presente» son, sobre todo, vitalistas: quieren acceder a todo de modo inmediato y personal, no de oídas o después de tal o cual proceso. Buscan la felicidad aquí y ahora, y la quieren agarrar en el ámbito privado, más que referirla a logros colectivos y públicos en los que apenas si creen. No encuentran otra salida a la inautenticidad de nuestra sociedad que este deseo de autorrealización frente a la fachada y la cáscara que predominan en el mundo de las relaciones adultas.
 
q Perspectivas éticas
Encuadrado en el paso de la llamada «ética de la perfección» a la de la satisfacción, el verdadero sentido moral no cuenta demasiado en sus vidas. Incapaces para percibir la norma, ajenos a la culpa, nada es bueno o malo mientras las circunstancias no lo tiñan de uno u otro color. Existe, sin embargo, una creciente importancia de los valores expresivos e inmateriales (autoexpresión, espontaneidad, autenticidad de relaciones personales, solidaridad, sinceridad, amor y calidad de vida) frente a los puramente instrumentales. Ser joven es sentir como tal y mostrarse en una comunión que proporcione cierto sentido de pertenencia e identidad.
 
 

  1. La metáfora que encierra el jeroglífico

 
También los adolescentes y los jóvenes, como hace tiempo mostró Erikson, se defienden contra las exigencias o los miedos que les produce la sociedad aprendiendo a no comprometerse, a no implicarse en los problemas que se viven dentro de ella.
El descompromiso, sus múltiples y juveniles manifestaciones, suele impedirnos captar un segundo aspecto del jeroglifo de su existencia: la metáfora del cambio que encarnan los jóvenes. Es decir, con su formas de comportamiento nos hacen llegar un mensaje claro y agudo, el de las quejas por el mal estado en que les queremos dejar el mundo (guerras, injusticia, sin sentido, etc.). La hoja de servicios de los adultos no está muy limpia.
La mayor denuncia que los jóvenes hacen a nuestra civilización está en el desinterés que muestran por ella. Ni tan siquiera persiguen acusar o atacar: simplemente ignoran sus instituciones, sus voces. Tiran por su lado, sin preocuparse mucho por los caminos que toman con tal de no repetir los de antes, los de los adultos, que ya saben adónde conducen.
 
A su modo, la juventud nos está diciendo que, así como somos los mayores, no les interesamos. Cargadas de escepticismo, pluralismo y adaptabilidad, las generaciones jóvenes perciben las instituciones de la sociedad adulta y sus cuadros éticos de referencia como mantenedores de unas fachadas sin casi nada detrás, como estructuras y principios en los que esa misma sociedad cree poco y practica menos.
Según una inmensa mayoría de jóvenes, en las instituciones sociales, políticas y religiosas, predomina con creces la cáscara sobre el contenido. Bajo esta luz de lo inauténtico, se encuentran las «autoridades» –con el desprestigio que se han ganado a pulso– y tantas relaciones humanas que estiman cargadas de prejuicios morales carentes de significado y actualidad.
 
También a su aire, los jóvenes proclaman la necesidad de transformar las instituciones, de reconstruirlas según las necesidades humanas de nuestros días.
Las variaciones metafóricas, en este asunto, están atravesadas por el deseo de una sociedad y unas relaciones nuevas –experimentadas en grupos que retornan a emociones primordiales…– y salpicadas de indiferencia ante una normatividad social que consideran cínica. Pero, sobre todo, está su práctica –real o ficticia– de la libertad, su afán de novedades, sus deseos de universalidad que no ahoguen la diferencia, su redescubrimiento del cuerpo, la variación en la exteriorización de sus afectos, una cierta capacidad de protesta que no suele acompañarse de rebeldía y la desconfianza en los discursos sociopolíticos y culturales clásicos.
Los jóvenes no sólo viven una encrucijada en la que resuenan de manera especial los problemas fundamentales de la persona y de la sociedad, sino que además con sus gestos, palabras y actuaciones, denuncian el presente y anuncian el sueño o la «utopía pequeña» de una sociedad distinta, más comunitaria y humanizadora, más justa y fraterna.
 
 

  1. La profecía de su jeroglífico

 
Los jóvenes exponen, aunque de modo balbuciente, el deseo de una sociedad alternativa, una voluntad de ver las cosas de otra manera, de vivir de otra forma. Inventan signos y liturgias laicas que tratan de dar nombre y significado a lo que se encuentra en lo profundo de sensibilidades que aún no han podido hallar expresiones sociales –y eclesiales– concretas. Sus vivencias, lo experimentado, lo intuido y lo soñado… van más allá de la simple metáfora para convertirse en «fuerza profética» en pos del sentido. Seguidamente, desmenuzamos un poco más esa profecía de los jóvenes.
 
3.1. Demanda de «acogida»
 
Una de las primeras notas con las que se suele caracterizar a los jóvenes de hoy se resume en la extendida afirmación de que lo tienen o han tenido todo.
Puede ser verdad que hayan crecido como la generación más protegida. Sin embargo, se les ha dado de todo, menos de lo que más necesitaban. Se les ha llenado la vida de cosas y vaciado de afecto, de compañía, de modelos para aprender a vivir.
El actual concepto de bienestar conduce frecuentemente a dar a los jóvenes aquello que faltaba a los adultos, sin caer en la cuenta de lo que verdaderamente tienen necesidad. No creo que debamos considerarlos extraordinariamente afortunados por todas las cosas que tienen a su disposición, cuando darles cosas ha conducido a desentenderse de la preocupación por acogerlos o de la responsabilidad de acompañarlos con autoridad.
Protegidos sí, pero a costa de quedar como rehenes, prisioneros de las mismas cosas que les entregamos y hasta insatisfechos pese a tener tantas, porque muchos de sus deseos, hasta los más simples, les resultan inalcanzables. Jóvenes protegidos sí, pero pobres hasta el extremo de no saber formular ni siquiera aquello que de verdad desean. ¡Claro que ni saben lo que quieren! Nadie ha educado sus sentimientos y su voluntad. De ahí que tampoco su inteligencia alcance a prolongar los deseos en proyectos.
 
El denominado debilitamiento o eclipse de la familia es una de las causas principales que explica la falta del calor y la luz que necesitan los niños y las niñas para crecer. Solo el clima acogedor de la familia permite esa imprescindible educación primera que funciona por vía del ejemplo y se apoya en gestos de cariño e imitación.
Pero, junto a la dificultad para cumplir con esta tarea y entre otros muchos datos, hay una grave crisis de autoridad en las familias. Nos referimos, por supuesto, al sentido etimológico de autoridad, al «ayudar a crecer» encomendado a los padres.
Todavía más. A la falta de padres, por muchos y diferentes motivos, suele acompañar la carencia de maestros. Nuestra sociedad, en fin, es una sociedad muy poco modélica o, si queremos y con otras palabras, es una sociedad repleta de modelos de pacotilla.
 
Vivimos, en suma, una particular carencia de padres y maestros, una crisis de compañeros y acompañantes, unida a lo que algunos llaman la «plasticidad de los deseos»: la generación actual padece, quizá más que las anteriores, el déficit del querer que no llega a fraguar sólidamente.
Todo esto sin contar, por otro lado, que nuestro mundo está vacío de utopías, de proyectos para cambiar las relaciones injustas que presiden la vida de los seres humanos.
Muchas de las formas de encarar la vida que tienen los jóvenes, en este aspecto y con la ambigüedad que les caracteriza, manifiestan la humilde profecía que se concreta en la petición de acogida, en la búsqueda de compañeros, de padres y maestros.
 
 
            3.2. Deseo de «sentirse necesarios»
 
Es el nuestro un «tiempo de espera» para los jóvenes y tiempo también de profundas transformaciones. Esa espera, hasta descubrir en qué ocupar la vida –para largo, como bien sabemos–, y las transformaciones en curso, les obligan a reconstruir una identidad que hasta ahora se orientaba con la preparación para la vida adulta (trabajo, matrimonio, etc.).
La complejidad y las nuevas perspectivas de ordenamiento de la vida social dificultan gravemente la construcción de la identidad personal. En la mayoría de los casos, los jóvenes sólo pueden aspirar a una identidad débil y fragmentaria, sometida a frecuentes cambios. No les queda otro remedio que alargar la estancia en el hogar paterno y los estudios (quienes pueden). Por supuesto que estas prolongaciones se van configurando más como instalación u ocupación alternativa y cada vez menos como preocupación y responsabilidad.
 
La redefinición de la identidad juvenil se teje al hilo de la redistribución de funciones y recursos que se produce en la sociedad. Los cambios estructurales que acaecen dentro de ésta última son la razón más profunda de los axiológicos, convivenciales y comportamentales producidos en la población juvenil.
Las formas de vida de la gente joven han experimentado modificaciones muy drásticas, que afectan sobre todo a sus ocupaciones, sus relaciones, sus recursos y sus necesidades; con los consiguientes «ajustes axiológicos» –en relación directa con el retraso del desarrollo de una personalidad autónoma– cuyo verdadero calado todavía desconocemos.
La espera que tienen que soportar los jóvenes en nuestra sociedad, hace que se tomen la vida con la filosofía que mejor les conviene. ¿Qué hacer cuando uno se encuentra en «lista de espera», sabedor de que no le tocará el turno hasta transcurrido tiempo y tiempo? Pasar el rato lo mejor posible, jugar, divertirse, «hacer el tonto»… para aligerar esa tediosa cola que sería capaz de amargar la vida al más pintao. Aunque sea por huir, entonces, terminan por considerar la vida como un simple espectáculo –por lo menos hasta ser acogidos en cualquier ventanilla–. Es claro que, en la fila, la vida entera pierde valor o resulta algo muy relativo.
 
Por esos vericuetos discurre su denuncia de la «exclusión social» a la que se ven condenados. Pero la profecía no se queda ahí.
Los jóvenes intentan llamar la atención de todos los modos posibles. Por debajo de los parámetros de su visión del mundo o de una fácil búsqueda de autorrealización –más o menos narcisista, hedonista y carente de sentido moral–…, está latiendo la necesidad de sentirse vivos, de sentirse necesarios, de encontrar sentido.
No sólo denuncian, también anuncian o comunican el deseo, la necesidad de un sentido no tanto filosófico cuanto concreto para algún otro. «Ser necesario para otro» que tiene necesidad de ti y sentir que se cuenta para él, bien a través de la solidaridad, de la amistad o del amor: tres modalidades que los jóvenes utilizan para manifestar la necesidad de servir, sintiéndose necesarios; la necesidad de entrega a algo o a alguien.
 
Es verdad que su profecía aparece envuelta en ambigüedad. En los jóvenes, todo parte de la necesidad: se es generoso más por uno mismo que por el otro; se es generoso, valga la expresión, para sentirse generoso. Además, en los jóvenes ningún sentimiento parece lo suficientemente estable como para no sospechar que forma parte más de un conjunto de estrategias con las que se trata de vencer el miedo cotidiano que una verdadera opción con la que ir construyendo el proyecto vital. Pero la profecía está ahí.
Con frecuencia olvidamos que el sentimiento de miedo tiene una constante presencia en la vida de los jóvenes. El miedo mayor proviene de la soledad, y no tanto del vacío que intentan llenar con la tele, el compac-disc, el teléfono o el ordenador. Con lo que la soledad fragua amargamente en ese intento de sedar y ocultar el sentimiento de aburrimiento que no logran sacudirse de encima.
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

III. Pergamino o palimpsesto: jóvenes cristianos

 
El ser humano es la «gramática de Dios» (K. Rahner)
Nuestro Dios es un ser «chiflado por el hombre» (F. Schelling).
 
 

Síntesis de la Parte III
Se analiza aquí, inicialmente, la relación de separación y alejamiento de los jóvenes respecto a la Iglesia. Después, se estudia quiénes y cómo son los jóvenes cristianos, qué quieren y qué hacen. Diversos indicios permiten afirmar que dichos jóvenes sintonizan con un «nuevo cristianismo» y, a lo sumo, ya están llevando adelante la «reconversión» en la dirección de un «cristianismo más humanitario y autónomo». Revisados aspectos de este estilo, una vez relacionados con la actual pastoral juvenil, surge un interrogante fundamental: ¿estamos ante dos lógicas eclesiales y pastorales?

 
 
 
La vida de muchos jóvenes, de los jóvenes cristianos en particular, viene a ser un pergamino manuscrito cuya escritura ha sido borrada para reescribir sobre él de nuevo: un palimpsesto. Así es como han de crecer, con cierta bruma de fondo. Aunque exista tanta pauta con la pretendemos guiarlos, tanto texto que les quisiéramos transmitir o, a veces, imponer… el conjunto les resulta borroso. Hay siempre varias escrituras que pelean entre sí. En este palimpsesto, con todo, su vida sigue siendo algo inacabado, algo por hacer, aunque las páginas sobre las que escribir nunca sean del todo vírgenes.
 

  1. Jóvenes e Iglesia: entre separación y alejamiento

 
Antes de nada, unos cuantos datos. Los jóvenes entre 15 y 29 años representan una cuarta parte del total de la población española. Suman concretamente el 24’44% y son 9.599.404 (4.896.636 los varones y 4.702.768 las mujeres). A pesar del declive de la natalidad, España, junto con Irlanda, tiene la mayor proporción relativa de población joven dentro de los países de la Unión Europea.
El cuadro siguiente relaciona esos datos con la identidad religiosa. No es fácil funcionar con las categorías sociológicas que sirven para definir tal identidad; las grandes oscilaciones numéricas son más que reveladoras de la dificultad e imprecisión que rodea al tema, en particular la delimitación de los conceptos «practicante» y «no practicante».
 

Jóvenes católicos: Practicantes
No practicantes
No Católicos

«Jóvenes cristianos»

Totales [%] 191 352 541 322 26 ¡ Jóvenes-adolescentes
: 400.000.
¡ Jóvenes :
650.000.
¡ Jóvenes-adultos
: 400.000.
¡ Grupos: 3’5%
15-17 años  
18-20 años  
21-24 años
25-29 años
25
19
19
15
38
27
34
51
52
53
58
27
31
40
25
30
29
29
¡ Varones
¡ Mujeres
151
24
521
56
35
23

Fuente: Dos generaciones de jóvenes 1960-1998; Jóvenes españoles ’99; Informe «Juventud en España 96»
 
Los jóvenes de 15 a 24 años que se declaran creyentes, practicantes y no practicantes, son unos 7 millones (73%). Los católicos, como tales, entre practicantes habituales o alguna que otra vez, son algo más de 3 millones (35%). Las proyecciones –estimaciones amables– de esos datos, acogidas bajo la categoría de «jóvenes cristianos», supondrían aproximadamente un millón de jóvenes españoles (17-24 años) con una identidad cristiana básica. Los jóvenes adultos (25-29 años) que entrarían en esta última estimación rondarían los 400.000. Los datos disponibles también nos permiten indicar que, entre los jóvenes de 17 a 24 años, un 3’5% se asocia en grupos de «tipo religioso», representado a poco más de 200.000.
 
Las significativas diferencias que aparecen en el gráfico precedente, además de ser expresión de la dificultad de aferrar sociológicamente la cuestión religiosa, tienen su lógica. Los datos provenientes de la reciente encuesta de la Fundación «Santa María» (2), Jóvenes españoles ’99, analizan la población juvenil de 15 a 24 años e incluyen en la categoría «católicos practicantes» tanto a éstos como a los «católicos poco practicantes». El último Informe del Instituto de la Juventud (1), Juventud en España ’96, se refiere a un arco de edad mayor (15-29 años) y utiliza un concepto más restrictivo de «práctica religiosa». Finalmente, hemos tenido también en cuenta –en particular, a la hora de las proyecciones de la columna de los «jóvenes cristianos»– el libro de A. de Miguel Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, que propone unos esclarecedores análisis comparativos a través de los cuales queda patente el progresivo descenso de los jóvenes practicantes hasta la estabilización que se produce en torno a 1998. En ese año, los datos hablan de un 16% de católicos practicantes entre los jóvenes de 16 a 20 años y de un 12% entre los de 21 a 29 años.
También Jóvenes españoles ’99, pese a que sus cifras aparecen lastradas con el engorde provocado por la laxitud del término practicante, reconoce que, si consideramos como practicantes a cuantos dicen ir semanalmente a la Iglesia, nos encontramos tan solo con un 12% de jóvenes entre 15 y 25 años.
 
Al fijar específicamente los ojos en la relación que mantienen los jóvenes con la fe, la religión y la Iglesia nunca hemos de olvidar los datos anteriores sobre el manuscrito. Solo con tal entorno se entenderá, por ejemplo, por qué se sienten y sienten a la Iglesia como algo lejano. Mirando directamente a dicha relación hay un doble dato que salta inmediatamente a la vista: el «agotamiento de la socialización religiosa» y el correspondiente alejamiento de la religión.
El declive de la socialización religiosa se palpa en cifras de este estilo: en 1960, se declaraban católicos el 91% de los jóvenes españoles, el 45% en 1994 y tan solo el 35% en 1999; frente al 78% que afirmaba creer en Dios en 1981, ahora lo hace el 65%; la práctica religiosa de la juventud ha disminuido un 50% en los últimos 15 años y, actualmente, apenas el 12% aparece cada semana por la Iglesia; un parecido y progresivo descenso sufre la pertenencia a «grupos religiosos», siendo hoy un escaso 3’5% el número de jóvenes que participa en ellos.
 
Los jóvenes españoles son cada vez menos religiosos y, por supuesto, muchas y complejas las causas. Pero, sin duda, un buen número de ellas apunta hacia ese alejamiento que nos ocupa. El que un 70% de los jóvenes no esté preparado para ser «receptivo» a la dimensión religiosa, según la hipótesis de J. Elzo, amén de otras razones vinculadas a la familia y a la sociedad, guarda una estrecha dependencia con el distanciamiento de la Iglesia respecto a la vida de los jóvenes.
La Iglesia, en concreto, apenas si suscita interés en medio de los jóvenes: en una lista de 14 instituciones, ocupa el último lugar cuando se mide la confianza que les merece cada una de ellas; sólo un 2’7% de los jóvenes españoles señala a la Iglesia a la hora de indicar dónde se dicen cosas importantes para orientarse en la vida; religión (6%) y política (4%) son, por otro lado, las cenicientas entre los 10 aspectos fundamentales de su vida. También la impronta de la Iglesia en ellos ha descendido notablemente en los últimos cinco años: 36% decía estar de acuerdo con sus directrices en 1994, mientras en la actualidad es el 28%; el 64% afirmaba en 1994 que “era miembro de la Iglesia católica y pensaba continuar siéndolo”, en 1999 se manifiesta en ese sentido el 51%.
 
De modo que nos encontramos ante la «primera generación de jóvenes que no han sido educados religiosamente», fruto de la brutal aceleración del cambio religioso en España, mas efecto igualmente vinculado a una especie de «pérdida de la realidad» por parte de la Iglesia y sus miembros. Por eso, a los ojos de los jóvenes aparece cual institución antigua y pasada, en la que no hallan referentes atractivos puesto que ni los sacerdotes ni los religiosos –por esa parte– son para ellos modelos a imitar, ni encuentran cristianos significativos –por esta otra– en la vida cultural, intelectual o política y, en fin, las parroquias son un espacio lejano a sus vidas. Tampoco deberíamos echar en saco roto, cuando de valorar la religión y la Iglesia se trata, el hecho de que las respuestas de los jóvenes más pertinentemente religiosas no son las positivas –que suelen quedarse en aspectos externos: el «talante de los curas» o el ambiente– sino las negativas –sentido y coherencia vital, etc.–.
 
En general y según palabras de J. González-Anleo, el legado de los adultos a los jóvenes españoles está muy claro: “un soberano desinterés por la religión y el sentido religioso”. Con similar entorno, no resulta fácil a la Iglesia presentar su mensaje. Sin embargo es que, amén del espontáneo distanciamiento de los jóvenes, se ha ganado a pulso la irrelevancia en sus vidas, por exceso e inenteligibilidad de palabras, falta de sintonía e, incluso, divorcio…
Por lo demás, entre jóvenes e Iglesia no hay sintonía. Incluso, más que alejarse de la Iglesia y de la religión, somos nosotros –los miembros de la primera con las formas de vivir la segunda– quienes nos alejamos de los jóvenes, aunque también éstos gestan, por su parte, un espontáneo distanciamiento. La tesis encontraría una clara confirmación en el aludido «agotamiento de la socialización religiosa de los jóvenes» que sobreviene tanto por una inadecuada o mala transmisión del cristianismo como por una deficiente incorporación de los jóvenes a la vida y acción de la Iglesia.
 
 

  1. Jóvenes cristianos

 
Ya presentamos a grandes trazos cuántos son los jóvenes cristianos. Más o menos nos referimos a un 1.400.000, de los que 200.000 están asociados en grupos de «tipo religioso». Sobre la triple división que ya fijamos –Jóvenes-adolescentes (15-17 años), jóvenes (18-24 años) y jóvenes-adultos (25-29 años)– emprendemos una descripción más pormenorizada dentro de lo factible.
 
2.1. Quiénes y cómo son
 
Resulta prácticamente imposible, por la penuria de datos y estudios al respecto, ir más allá de las simples notas que siguen. Añadir más aspectos supondría un atrevimiento injustificable, aunque sí se disponga de ejemplos particulares para justificar otros muchos elementos de cada uno de los tres grupos de jóvenes.
Los «jóvenes-adolescentes» cristianos (15-17 años) serían unos 400.000 (1.700.000 el total de la población juvenil en esta edad). Especialmente, son los chicos y chicas de la Confirmación, aunque la praxis de las distintas diócesis es bastante diversa. En cualquier caso, su vida cristiana gira en torno a la preparación de este sacramento que, pese a no pretender ser una respuesta global ni contener toda la pastoral juvenil, de hecho, a él se reduce. Por eso, la pastoral juvenil en esta edad se identifica con un «proceso catequético» en el que se desarrolla el contenido del mensaje cristiano, esencialmente presentado como respuesta al «sentido de la vida».
 
Los «Jóvenes» cristianos propiamente dichos (18-24 años) suman algo más de 600.000 (4.500.000, el total de jóvenes con estas edades). La etapa viene marcada por un hecho comprobado: a los 18 años, una vez terminada la Confirmación, se da un alejamiento de los jóvenes respecto a la religión y la Iglesia. Es el «tiempo del desengache». La vida cristiana se mueve en torno a los movimientos diocesanos de juventud presentes en las parroquias, los menos, y a los grupos vinculados a movimientos juveniles de religiosos y religiosas, la mayoría. Un buen número también se integra en los llamados «nuevos movimientos eclesiales». Existe una doble línea fundamental en la identidad y formación de los jóvenes cristianos en esta edad: los modelos de propuestas «fuertes» e identidad clara y aquéllos en los que predomina la dimensión educativa. Las deficiencias más significativas: la pastoral rural y obrera, por un lado; la universitaria, por otro, en la que –a Dios gracias– existen ya experiencias renovadoras.
 
Los «jóvenes-adultos» cristianos (25-29 años) representan unos 400.000 de los 3.300.000 que constituyen el total de la población juvenil. Ultimado ya el desenganche, componen un colectivo en el que ahora se integran tanto quienes han terminado su «tiempo de grupos» sin encontrar ninguna alternativa –diversa de la simple pertenencia a una parroquia– donde «sentirse a gusto», como los que forman pequeñas comunidades juveniles. Estas últimas no parecen ser demasiadas, por lo que la imagen predominante nos muestra a muchos de ellos integrándose sin demasiado entusiasmo en los ritmos parroquiales.
 
Necesariamente hemos de ir más allá del elemental acercamiento precedente. Por supuesto, habrá que hacerlo más por vía interpretativa que simplemente enunciando hechos. Trataremos de responder al cómo son y qué quieren los jóvenes cristianos dejándonos guiar, básicamente, por distintos indicios proporcionados por la sociología del conocimiento. Bajo esta óptica, los procesos y la línea de identidad que van adquiriendo los jóvenes cristianos está directamente relacionada, en primer lugar, con el «imaginario colectivo» o conjunto de representaciones e interpretaciones sociales vinculadas a la religión de los españoles y españolas, en donde encontramos los apoyos o estructuras que nos la hacen «plausible».
 
Referimos la plausiblidad a cuanto podemos pensar, imaginar, buscar, etc., por disponer de base o soporte social, es decir, por contar con referencias o apoyaturas que nos permiten entender cuanto pensamos, imaginamos o buscamos. En principio, entonces, la plausibilidad de las ideas –especialmente aquéllas que sostienen las convicciones y creencias personales– no depende de ellas mismas, sino de encontrar en la sociedad y en la cultura los apoyos (o estructuras de plausibilidad) necesarios.
La identidad social, además, comporta ser «alguien» en el trato corriente. El que una persona sea médico da lugar, sin más, a que los otros se formen una idea de quién es uno. Desde esta perspectiva, la identidad cristiana que tiene una sociedad concreta conduce a tratar a los creyentes de un modo peculiar, lo mismo que impulsa a éstos últimos a manifestarse para confirmar, repudiar o esconder tal identidad.
 
En suma, cuanto comúnmente se supone socialmente que significa la identidad cristiana, sea o no teológicamente correcto, funciona como el primer significado que guía a las personas en la construcción de su propia identidad, bien para admitirlo o bien para rechazarlo. Así que, en un caso extremo que no es ajeno a la vida de los jóvenes, cuando ser creyente termina por entenderse como «algo de antes» que impide vivir «a tope» como personas de hoy, muchos jóvenes escapan sin más de la religión para no cargar con dicho sambenito.
Estando como están las cosas de la religión y por complejas causas –entre las que, sin duda, se encuentran tanto el legado del «clásico catolicismo español» como la actual realidad e imagen de la Iglesia–, entre nosotros, sólo se admiten como plausibles tres formas o escenarios de identidad creyente. Quiere esto indicar que, digamos lo que digamos, lo primero que se nos entiende o interpretan los demás de cuanto afirmamos se corresponde con alguna o varias de las esas formas o escenarios. En España, la identidad cristiana se va configurando, en concreto, conforme a la dinámica de estos tres escenarios:
 
q Cristianismo de ajuste existencial
En este primer escenario o forma de identidad católica, se entiende que creyente es quien se remite a Dios, especialmente, cuando le «aprieta mucho la vida», esto es, cuando llegan los grandes dolores y alegrías que amenazan con trastocar la existencia. Entonces, incluso si la fe es muy débil, se reza y –aunque la oración no obtenga lo pedido– se consigue deshago y consuelo, por una parte; sentido y ensanchamiento de la felicidad, por otra.
 
q Cristianismo de autolegitimación
Dios y la fe se relacionan con normas y modos de vivir, particularmente, cuando la culpa, duda o desorden de la vida hacen que uno pueda «sentirse mal». Se mete a Dios en los conflictos morales: en ciertas ocasiones, al actuar con una especie de miedo y queriendo estar a buenas con Él; en otras, al creer necesario vivir conforme a «criterios rectos»; existiendo, finalmente, quienes pretenden así sentirse muy dignos y hasta autosatisfechos por su «excelencia moral».
 
q Cristianismo de interdependencia
Mejor deberíamos hablar de «demanda de interdependencia», puesto que se identificaría al creyente con conductas referidas a la «participación en ritos, fiestas o actos comunes». En el fondo, se busca una seguridad cuando la soledad o la pequeñez nos hace sentirnos inseguros. Por eso mismo, el creyente se suma a cuanto «desde siempre vienen haciendo muchos de sus conocidos»; no quiere quedarse «sin el suelo firme de las antiguas costumbres».
 
Apenas si existe y, por tanto, tampoco pertenece al discurso social, a la referencia y plausibilidad –por no ser visible ni reconocible socialmente, dado que carece de realidad significativa–, el «cristianismo vocacional» que se correspondería con el verdadero y propio ser cristiano tal como quedó definido tras el concilio Vaticano II, antes, resulta inexistente cual algo increíble, por inimaginable.
 
n «Cristianismo vocacional»
Representa el cristianismo que surge como respuesta libre a Jesús y a su mensaje del Reino; una respuesta estrechamente unida tanto a la historia personal como a la del resto de los hombres. El Dios de Jesús, aquí, responde a las gozos y tristezas humanas, acompañando y comprometiendo al hombre que acoge el Evangelio. Para esta clase de cristianos ni seguir a Jesús, ni orar o reunirse en comunidad… pueden entenderse como mera respuesta a presiones puntuales de sufrimientos o alegrías, como alivio de la mala conciencia u otras angustias morales, tampoco como refugio o simple ayuda en la inseguridad. «Vivir de fe», en esta perspectiva, es un proceso libremente asumido con el que se responde al Evangelio, de donde brota la oración como diálogo constante, una moral más de iniciativas que de obligaciones o la comunión sobre la que se asienta la comunidad.
 
Esta identidad cristiana aparece, y no siempre, en religiosos o religiosas, sacerdotes y laicos bastante formados. Lo más grave, pues: esta manera de ser creyente no pertenece al «discurso social», es decir, no cuenta con apoyos o estructuras de plausibilidad para servir como modelo de identidad cristiana al igual que los otros tres. Una forma semejante de cristianismo brilla por su ausencia en el sentir común de los españoles.
Entonces, cuando entra en juego la identidad cristiana en procesos catequéticos o pastorales, inicialmente, se entiende en clave de ajuste existencial, de autolegitimación o de demanda de interdependencia, sin que ninguno de ellos congenie con la mentalidad del hombre moderno o con los jóvenes de nuestros días.
 
Fenómenos como el agotamiento de la socialización religiosa o el alejamiento de los jóvenes de la religión y de la Iglesia evidencian palpablemente que esos tres escenarios básicos para construir la identidad cristiana –a los que directa o indirectamente, conducen las habituales formas catequéticas o pastorales–, no sólo no sirven sino que constituyen un obstáculo para la «educación a la fe» de las nuevas generaciones.
La alternativa se vincula a la pregunta sobre qué tipo de identidad y escenario creyente cuenta con los necesarios apoyos en el modo de vivir de los jóvenes como para enlazar con ellos y ellas, constituyendo –a la par– un punto de partida adecuado para la «educación a la fe». Pese a la necesaria cautela con la que hemos de conducirnos, debido a no contar apenas con análisis consistentes en el ámbito de la religión y religiosidad juvenil, creemos que existen datos suficientes para dibujar la identidad básica del creyente según los jóvenes. Podríamos denominarla como «cristianismo humanitario y autónomo». Con semejante base es posible hacer confluir el «cómo son» y el «qué quieren» los jóvenes con la propuesta cristiana.
 
2.2. Qué quieren: un «cristianismo humanitario y autónomo»
 
Aparece difusa y profusamente en los estudios sociológicos sobre la religiosidad juvenil. Más de la mitad de los adolescentes y jóvenes españoles de 15 a 29 años andaría por ahí, por lo que podemos decir que el «imaginario colectivo» de los jóvenes cristianos se mueve en esa dirección. Las nuevas generaciones sintonizan con un «nuevo cristianismo» en las numerosas formas de cuanto se ha dado en llamar ser «creyentes cristianos a su modo». Denominamos «cristianismo humanitario y autónomo» a esta especie de «reconversión cristiana» que se da en los jóvenes, por responder a dos características fundamentales:
 
¡ Unos, aceptan a Dios, creen y se remiten a Él con la oración, por encima de todo, y con alguna práctica más o menos religiosa; otros, realizan una traducción humanista de lo anterior, sin apenas referencias trascendentes. Para estos últimos jóvenes, es verdadero creyente y religioso quien es honrado, ayuda a los necesitados y, según dichas claves, se pregunta por el sentido de la vida.
¡ La pertenencia a la Iglesia, en general, no forma parte de los requisitos de identidad cristiana. Son «aeclesiales»: pasan de la Iglesia católica, pero sin particular beligerancia en el tema; por lo que, al respecto, esta identidad se extiende desde los que dicen sentirse católicos y proyectarse como tales, hasta quienes se excluyen de la pertenencia a la Iglesia.
 
De ser verdad, como apuntan numerosos índices, que los adolescentes y jóvenes son capaces de sintonizar con un cristianismo así, que una identidad de ese tipo cuenta con algunos apoyos o estructuras de plausibilidad en el ámbito particular de las nuevas generaciones, aquí radicaría el quid de la praxis cristiana con ellas.
Directamente ligado a cuanto denominábamos «nuevo hombre» o nuevo modo de ser y vivir, también en este aspecto podemos hablar de la anticipación en los jóvenes de un «nuevo cristiano» y, en forma casi telegráfica, éstas serían algunas de las notas particulares con las que los jóvenes recomponen el cristianismo en una dirección más humanitaria y autónoma:
 
q Claves de identidad y realización humana
Subrayan los jóvenes, por delante de todo, la dimensión personal, abierta y configurada en el «grupo de iguales»; aspectos que comportan, por un lado, el subrayado de la «vivencia personal», de las opciones libres y, por otro, el recelo y rechazo de las instituciones, amén de la democratización de las relaciones humanas, etc.
Tanto el acento en estos aspectos como la propia vinculación a la fe religiosa, se muestran muy permeables a la cultura ambiental y, en general, a los valores de la modernidad. Al mismo tiempo, estas y otras demandas de «autorrealización» se entremezclan con denuncias, carencias y deseos de toda índole.
 
q Núcleosdesestructuradosde fe
Antes de nada, afirman la idea de Dios como «Padre» y la de Jesús como «Amigo», ambas relacionadas con sentimientos de solidaridad, fraternidad, compañerismo y, a su estilo, con un hombre más humano y una sociedad más humanizada. En ellas reside la base de la fe y señalan las relaciones fundamentales del cristiano. Pero, tanto Dios como Jesucristo o las relaciones… se rigen por leyes subjetivas. Eso sí, casi la mitad de los jóvenes –se sientan o no dentro de la Iglesia– afirman la necesidad de orar y dicen rezar habitualmente. El resto de las verdades de la fe (Resurrección, sacramentos, pecado, moralidad, Iglesia…) se presenta con formas sumamente variables en contenido y jerarquización. En definitiva, para los jóvenes solo parece admisible y aceptable una fe y religión que ratifiquen la confianza en la vida y autonomía de las personas.
 
q Una religión más «humanitaria»
En general, para los jóvenes cristianos, «lo religioso» visible debe equivaler más a «lo humanitario» y menos equipararse a prácticas cultuales; en este sentido, una buena mayoría afirma eso de que «se puede ser un buen cristiano sin ir a misa todos los domingos» o sin la práctica tradicional de los sacramentos… Por semejante camino exigen y buscan una mayor autenticidad en la relación entre vida cotidiana y fe. Por otro lado, aunque no perciben fácilmente la «dimensión cristiana» del amor, sí intuyen que ha de ser la raíz de la religión cristiana.
 
q Predisposiciones, sospechas e inestabilidad
Bien dispuestos ante la dimensión comunitaria y los pequeños grupos o comunidades, siempre que se muestren flexibles en el compromiso y propicios a la vivencia íntima. Sin estar de acuerdo con la jerarquía y con una permanente desconfianza frente a la «Iglesia-institución», también manifiestan una incipiente necesidad de limitar el poder de los sacerdotes o religiosos y religiosas. Los jóvenes, por último, son sensibles a la construcción de la justicia del Reino, pero inestables en su responsabilidad y compromiso.
 
2.3. Qué hacen los jóvenes cristianos
 
Nos limitamos en este apartado a una sencilla reseña de los grupos parroquiales y comunidades juveniles, hilvanada a través del enunciado de distintos modelos que los englobarían.
El modelo, evidentemente, es una abstracción construida a base de indicadores, en este caso tres: el horizonte antropológico, la identidad cristiana y la propuesta metodológica. Considerando tanto las comunidades como los grupos juveniles –vinculados a movimientos diocesanos, a congregaciones e institutos religiosos o a los llamados «nuevos movimientos eclesiales»– nos resultarían cinco modelos básicos: el histórico-objetivo, experiencial-carismático, antropológico-existencial, el modelo de pastoral de la liberación y el educativo. Citamos brevemente algunos rasgos centrales que cada uno propone como proyecto de juventud cristiana.
 
q Modelo histórico-objetivo
Coloca en un primer plano las exigencias del «deber ser», sin que constituya un problema importante su adaptación a los destinatarios y situación. Directa o indirectamente, termina por acentuar la confrontación entre la norma revelada y la realización personal, sin resultar infrecuentes los juicios descalificativos sobre el mundo y su relación con la Iglesia, en los que se asocia modernidad y secularización con agnosticismo, humanismo sin Dios, relajación moral, etc.
Precisamente por ofrecer «propuestas fuertes» y perseguir una «identidad clara», la dirección metodológica se centra en la autoridad y palabras de maestros y modelos que nos enseñan cómo ser cristianos, al tiempo que se fijan «señas de identidad» con las que sentirse formando parte de un grupo que protege y da seguridad. Un grupo, por lo demás, preparado para posiciones de ataque a la indiferencia ante Dios, al vacío de sentido propio de la razón moderna o al amoralismo que produce.
Aunque diferentes, más difícilmente encasillable en esquemas previos el segundo, por aquí andarían los proyectos de pastoral juvenil del Opus Dei y de Comunición y Liberación. A destacar la consistente organización de ambos y la particular incidencia del último en el mundo universitario.
 
q Modelo experiencial-carismático
La acentuación de la dimensión espiritual de la existencia cristiana, así como la insistencia en su radical diferencia respecto a los procesos de la vida y existencia cotidianas, termina por abocar a una visión antropológico-cultural negativa. El segundo acento fundamental lo ponen en la vivencia comunitaria de la fe, sobre la base de teologías sencillas, organizadas en torno al kerigma, la Palabra y la «acción del Espíritu», las celebraciones litúrgicas y los compromisos morales.
En semejante contexto, la propuesta metodológica se funde y concentra en las experiencias personales y, sobre todo, comunitarias, particularmente intensas en ciertos momentos celebrativos. De ahí que no existan diferencias substanciales entre la vivencia cristiana de los adultos y de los jóvenes. Neocatecumentales y movimientos como el de «Renovación carismática» formarían parte de este modelo, con una señalada influencia en las clases más populares.
 
q Modelo antropológico-existencial
Muy relacionado con la renovación introducida por el concilio Vaticano II y con la sensibilidad participativa de los años ’70. Confiados en las posibilidades que encierra cada hombre, privilegian el terreno de la autorrealización y de la experiencia de la vida diaria como lugar de la fe. Unen estrechamente la identidad cristiana a rasgos de compromiso y militancia.
La propuesta metodológica se concreta en el ya clásico método de la «revisión de vida», con la intención de actuar concretamente la transformación de la propia persona y de la sociedad. Con sus diferencias de acentuación, caben en el modelo los distintos movimientos juveniles de la Acción Católica –Joc, Jec y Jac–, al igual que el conjunto de los grupos parroquiales integrados en la pastoral juvenil diocesana. El subrayado particular debería colocarse en que casi solo estos grupos se ocupan de la pastoral juvenil obrera y rural.
 
q Modelo de «pastoral de liberación»
Inspirado en la «lógica» de la teología de la liberación y la experiencia de las «comunidades de base», entre nosotros adquiere rasgos propios particularmente derivados de la eclesiología de comunión, del Pueblo de Dios y su compromiso por el Reino. Frente a un mundo desigual, frente a su injusta organización social, cada persona, cada joven ha de empeñarse en un compromiso liberador en el nombre y desde la experiencia suscitada por la fe en Jesús de Nazaret. Por otro lado, ha de ser en la comunidad cristiana, al estilo de las primeras, donde se alimente, cultive y celebre dicho compromiso.
El grupo o pequeña comunidad es la clave metodológica del crecimiento y maduración de la fe. Se encuadraría en este marco la pequeña red de «comunidades juveniles» en las que desembocan algunos grupos o que se generan en torno a parroquias y congregaciones de religiosas o religiosos. Sin duda son uno de mejores modos de responder al reto más difícil de la praxis cristiana con los jóvenes adultos.
 
q Modelos de «educación a la fe»
Se inscribirían en este modelo un buen y variado grupo de movimientos impulsados por distintas congregaciones religiosas. De una u otra manera, se asientan sobre la hipótesis de que el servicio al hombre, indispensable para la construcción del Reino y actuación de la salvación, no puede realizarse sino a través de procesos educativos. En este sentido, la educación a la fe no es otra cosa que la humanización más plena del hombre.
Subrayan especialmente el «paradigma encarnación» como acontecimiento y como método, haciendo del grupo no solo la plataforma educativa fundamental, sino también como mediación o lugar donde hacer experiencia de Iglesia. Entre los más numerosos, se encontrarían aquí el «Movimiento Juvenil Salesiano» y las «Juventudes Marianas Vicencianas». La aportación más peculiar, amén de su vinculación a la escuela cristiana, vendría dada por los «centros juveniles» y las actividades que se generan dentro de ellos.
 
 

  1. ¿Dos lógicas eclesiales y pastorales?

 

  1. Elzo, tras constatar que, en verdad, existe un núcleo de jóvenes identificado con una «definición fuerte» de Iglesia, junto a quienes recelan o prescinden de ella, afirma que “se trata, en el fondo, de dos lógicas eclesiales distintas que tienen su correspondiente correlato en los propios jóvenes. […] Una Iglesia centrada en sí misma, en búsqueda de sí misma, apostando fuertemente por sus señas de identidad diferenciada en y del mundo…, frente a una Iglesia que invierte más en entrar el mundo, tal como el mundo es, desde su singularidad eclesial, esperando enriquecer y enriquecerse en el contacto…”.

Por diferentes razones, este trasfondo condiciona en gran manera el desarrollo de la praxis cristiana con los jóvenes. El mismo autor hipotiza con la tesis de que la «socialización católica» alcanza en el presente a jóvenes “practicantes y de derechas, pero no es lo suficientemente sólida como para permitirles discernir y contrarrestar la socialización religiosa no católica que reciben a través de otra serie de órganos de socialización, haciendo, a la postre, a muchos de estos jóvenes más crédulos que creyentes”.
 
Ciertamente estamos asistiendo a un proceso de «reconstrucción de la dimensión religiosa» en los jóvenes, que en buena medida se realiza a base de elaboraciones propias, muy personales y subjetivas. No obstante, otra parte importante corresponde a la influencia innegable de dos factores: lo recibido en la transmisión religiosa familiar, etc., y la referencia permanente de la comunidad eclesial.
Como ya apuntamos, la transmisión religiosa de la fe atraviesa una indudable y profunda crisis; por lo tanto, resta como factor determinante para dicha reconstrucción la «imagen de Iglesia» que perciben los jóvenes. Considerando los estudios sociológicos salta a la vista que las jóvenes generaciones topan con una Iglesia en la que predomina lo institucional y sobresale por doquier su estructura jerárquica. Tornaremos sobre el asunto más adelante.
 
 
 
Jóvenes cristianos: retrato con fondo

IV. Texto: reconstruir con los jóvenes la fe y la religión

 
Habrá que «palparse el alma» (M. de Unamuno)
y recuperar el oído para el misterio. Habrá que «educar la mirada» (T. de Chardin)
para entender la historia de Dios con el hombre.
 
 

Síntesis de la Parte IV
Realizado un breve diagnóstico de la situación y tras señalar las notas específicas de la pastoral juvenil o praxis cristiana con jóvenes, esta parte sugiere la necesidad de establecer una verdadera «alianza» con los jóvenes para reconstruir con ellos la fe y la religión. Reconstrucción que pasa por arrancar de sus vidas, compartirlas con las nuestras y recuperar «sentido» para todas ellas.

 
 
Manuscrito, jeroglífico o pergamino, al final, destaca más la «tarea por hacer» que la gran cantidad de cosas ya hechas –bien sean recibidas e impuestas como tales o construidas y reelaboradas por cada uno–. Somos, por encima de todo, un texto por escribir; por mucho que vivamos al dictado de otros, en el fondo, albergamos la sensación de que sería posible «ser nosotros mismos», distintos. Siempre está ahí el texto propiamente dicho, el original y auténtico que podríamos escribir de nuestro puño y letra.
A la hora de contar con referencias para escribir el texto de la vida, hubo un momento histórico especial en que ver, oír y acoger a un hombre era ver, oír y acoger a Dios en persona. Desde aquel encuentro sorprendente e imprevisto con el hombre Jesús, toda praxis cristiana o pastoral deben aparecer como «sabiduría para la vida», camino de salvación en donde correlacionar profundamente la situación histórica y la tradición cristiana.
 
 

  1. Diagnóstico sobre la situación de los jóvenes cristianos

 
Apunta A. de Miguel, al considerar ciertas reconversiones que sugieren una «religión civil» en las nuevas generaciones, que «hay algo radicalmente religioso en los jóvenes» cuando no se sienten contentos con este mundo. Otros sociólogos vienen desde hace tiempo señalando que hay una evidente demanda religiosa en muchos jóvenes.
Pero no debemos engañarnos, ni con afirmaciones de este estilo ni con fotos de grandes concentraciones juveniles. Por encima de todo, la Iglesia debe confrontarse seriamente con las demandas y esperanzas de los jóvenes. No abundamos en las reflexiones ya insinuadas. Sí insistir en la necesidad de ir más allá de las imágenes superficiales que nos hacemos o solemos tener de los jóvenes, hasta calar en lo profundo de sus vidas.
A la hora de realizar un rápido diagnóstico de la situación de los jóvenes cristianos, surge inmediatamente un interrogante esencial que lo condiciona todo: ¿qué Iglesia y qué jóvenes cristianos queremos?
 
El momento que vive la Iglesia –según ya dejamos entrever– encierra el peligro de la polarización de cara a la pastoral juvenil. Ante el contexto socio-cultural contemporáneo, la realidad eclesial –máxime cuando aún no ha sabido integrar con la necesaria lucidez crítica el concilio Vaticano II– corre peligro de primar reacciones defensivas o beligerantes y, con buenas dosis de maniqueísmo, dividir las posturas ante la situación: unos inclinados hacia el mundo, persiguiendo a toda costa la adecuación de la fe cristiana y de la Iglesia a los hombres y cultura presentes; otros, por el contrario, separándose del mundo mientras denuncian la excesiva adaptación del cristianismo y toman distancias respecto de la sociedad. Éstos pondrían el acento en la identidad propia, concentrándola en la relevancia institucional, con sucesivas vueltas y revueltas a la tuerca del eclesiocentrismo; aquéllos apostarían por una práctica disolución de la identidad cristiana.
No habrá que olvidar que las estructuras de plausibilidad de la fe cristiana no han de buscarse, ni tienen por qué encontrarse, en principio, en la cultura del momento sino en la comunidad de creyentes, en la Iglesia. Pero no es menos cierto que no hay cristianismo sin encarnación, como tampoco comunidades eclesiales cuyo fin sean ellas mismas. Es más, Dios se hizo hombre no sólo para asumir así todo lo humano, a partir de su descenso (cf. Flp 2,6-11), «alcanzar a Dios» –valga la expresión– nada tiene que ver con la salida de lo humano, al contrario: el rostro, la vida y las palabras del hombre son el lugar central para descubrir a Dios, la fe en Él tiene su más importante condición de posibilidad en una extraordinaria fe en el hombre; en fin, a partir de la Encarnación solo se puede hablar sensatamente de Dios sobre el fundamento de nuestras experiencias humanas.
 
Y, sobre todo, ¿qué identidad y qué jóvenes cristianos queremos? Todo nos conduce aquí; en buena medida, todo pende de este interrogante al que no acabamos de encontrar una respuesta adecuada. Los cambios históricos en curso, con los que abrimos estas reflexiones, no pueden interpretarse primordialmente sobre la base –negada por la crítica histórica– de que el interés primordial de la cultura ilustrada que desemboca en la modernidad iba dirigido contra la religión. Antes, como ahora, las profundas transformaciones culturales hacen sentir a muchos la necesidad de una nueva comprensión de la fe y de la religión cristianas. Sin ir más lejos, el concilio Vaticano II tomó conciencia de la inadecuación del cristianismo respecto a la realidad del mundo contemporáneo y de la necesidad de proceder a una profunda clarificación de su sentido en nuestro tiempo.
Pero no acabamos los cristianos de asimilar, no ya las transformaciones socio-culturales, sino ni tan siquiera el concilio. De hecho, al poco de terminar, empezó a fraguarse la explicación de numerosos cambios en términos de «pérdida» (de poder social, de significación, etc.). Hasta que volvieron las estrategias de reagrupamiento, la pastoral de neo-mantenimiento y reconstrucción catequética para tornar a ser y «hacer cristianos de verdad». Nada extraño, entonces, que la jerarquía eclesiástica centre los problemas en las cuestiones de identidad, confesionalidad y presencia pública de la Iglesia, otros tantos aspectos de la búsqueda de seguridad ideológica y de relevancia social que domina el paisaje de no pocas de sus intervenciones oficiales. Por ahí, difícilmente conseguiremos unos jóvenes cristianos con fe adulta y comprometida.
 
Por último, es verdad también que el escenario juvenil del «cristianismo humanitario y autónomo» se asocia con facilidad a una «religiosidad de baja intensidad» o «cristianismo difuso», en auge por tratarse de una religiosidad que socialmente cuenta con numerosas estructuras de apoyo y porque configura una religiosidad en la que muchos jóvenes cristianos empiezan a reconocerse. El peligro existe.
Aunque no debamos contentarnos con ese perfil de «cristianismo humanitario», a nuestro juicio, ésta religiosidad es una de las piedras angulares para mantener en pie la casa cristiana de los jóvenes. Desde y sobre ella habrá que trabajar para conseguir «cristianos adultos» a través de una adecuada educación y maduración de la fe.
No hay condiciones para exigir de inmediato que los jóvenes cristianos se adhieran de primeras al denominado «cristianismo vocacional», aunque tampoco podemos permitir que se rebaje la calidad de la identidad cristiana a una difusa y «pequeña trascendencia» que cada cual gestiona a su gusto.
 
 

  1. «Especificidad» de la praxis cristiana con jóvenes

 
Pese a tantas como son las realizaciones pastorales desde el último concilio hasta nuestros días, permanece la impresión de que la disciplina de la Teológica Práctica o Pastoral sigue presa del eclesiocentrismo, dudosamente ha influido con profundidad en los contenidos dogmáticos, en orden a una reformulación más acorde con la cultura y los hombres de hoy, y tampoco está confirmando la apertura de la Iglesia al mundo que quiso el Vaticano II.
Si de la Pastoral en general hablamos de este modo, ¡qué no podríamos decir de la Pastoral Juvenil! Materiales, técnicas, canciones… de eso sí hay bastante y quizá resulte suficiente –permítasenos el comentario, sin ánimo ofensivo– para seguir organizando jornadas de encuentros multitudinarios. Sin embargo, para establecer una auténtica comunicación entre la Iglesia y la juventud, para reformular la fe y práctica religiosa en referencia a su vida real, a la par que concretarlas con la propuesta de una espiritualidad nueva; para contar con proyectos educativos cercanos a su mundo o para reinterpretar y experimentar pastorales alternativas… es necesario un planteamiento riguroso del tema, sin abandonarlo a la buena voluntad y entrega de tantos y tantos agentes de pastoral (por eso mismo, condenados más tarde o más temprano a experimentar el sabor amargo de un fracaso anunciado).
 
Centrándonos en un solo y crucial aspecto, creemos que el problema capital de la pastoral juvenil o praxis cristiana con jóvenes reside en su práctica reducción a «catequesis juvenil». Ésa también parece ser la razón de que el proyecto-marco –Jóvenes en la Iglesia, cristianos en el mundo– no haya conseguido un verdadero cambio de rumbo en la Iglesia española. Las mejoras logradas corresponden más a los aspectos externos del tema –organizativas, elaboración de proyectos diocesanos a partir del nacional, escuelas de pastoral juvenil, etc.– que a las medulares de la educación a la fe.
Pues de eso se trata y en ello reside el meollo de la identidad-especificidad, en entender la pastoral de juventud como un camino de «educación a la fe» o un espacio pastoral en el que educación y fe son por igual fundamentales, sin que empleemos la primera como un simple instrumento en manos de la segunda. Hablamos de educación «a o para» –no de educación «en» o «de» la fe– pues nos referimos, sin más y por este lado, al crecimiento y maduración de las personas, y no a «pedagogía religiosa», ni tampoco a preámbulo de la fe o primera evangelización. Igualmente, por otro, remitimos a la fe en tanto que experiencia cristiana específica. Como resultado, la «educación a la fe» implica ambos dinamismos, entendiendo que el hecho educativo contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, al igual que ésta comporta esa maduración que persigue la educación.
 
Es necesario entrelazar profundamente educación y fe, hasta fundirlas –sin confundirlas– en procesos de «mutua implicación», es decir: madurar como personas y crecer como cristianos se involucran recíprocamente. Ubicados en esa implicación mutua, debemos ser escrupulosos con la identidad y autonomía científica de la pedagogía y de la teología, si bien la interrelación ha de plasmarse en una verdadera interdisciplinaridad que, por ejemplo, no reduzca el hecho educativo a simples preliminares de la fe.
Al respecto y en síntesis, la novedad educativa fundamental de nuestros días radica precisamente en la sustitución del objeto mismo del crecimiento y aprendizaje, en el paso de la transmisión a la elaboración de respuestas. Frente al clásico «objeto educativo» encerrado en un saber constituido y administrado, el nuevo está formado por «el grupo» de educadores/agentes de pastoral y jóvenes que “afronta y estudia los desafíos de la propia vida colectiva. Así se educan –crecen, construyen– juntos”.
 
Nadie educa a nadie, sino que nos educamos unos a otros o, por el contrario, nos cerramos en nuestras propias ideas, estrecheces o raquitismos. En la «educación a la fe», desde esta óptica, los jóvenes tienen no poco que enseñarnos; nosotros, mucho que aprender; y hemos de educar atendiendo a los verdaderos desafíos, aunque no coincidan con nuestros intereses, visiones o interpretaciones de la realidad.
A partir de aquí, ha de quedar claro que la praxis cristiana con jóvenes orienta la preocupación pastoral no tanto hacia el objeto de la propuesta –tema de estudio de otras disciplinas teológicas–, cuanto hacia la condición existencial de los destinatarios: preocupación que empuja a estar atentos a las reacciones y disposiciones del sujeto, a sus ritmos de maduración y a sus crisis. En esta perspectiva y sin descuidar el carácter esencial de «propuesta» que lleva consigo la fe, se intenta ayudar directa y fundamentalmente a los jóvenes a descubrir «respuestas» adecuadas a sus esperanzas más profundas, tratando de restituirles la dignidad que muchas veces les niega la vida y sociedad actuales.
 
No es el caso de extendernos más sobre la cuestión que, indirectamente, retomamos en cuanto sigue. La pedagogía lo tiene claro: educar es enseñar a vivir, por lo que la educación ha de entenderse no tanto como transmisión cuanto como construcción de respuestas a los «gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias» de la vida. Algo semejante ha de ocurrir con la fe y, por ende, con la pastoral ocupada en su anuncio y maduración.
 
 

  1. «Alianza» para reconstruir con los jóvenes la fe y la religión

 
Finalizamos señalando algunos pormenores de la identidad que el tiempo presente exige a la praxis cristiana con jóvenes en tanto que educación a la fe.
El primer elemento de toda pastoral juvenil, sin el que resultaría imposible traducir la Buena Noticia que queremos transmitir, no es otro que el de la alianza y acogida incondicional de los jóvenes.
«Pedagogía de la alianza»; más que amor, alianza: mientras que el amor o caridad acentúan más el protagonismo de quienes quieren que el de los queridos, la palabra alianza –además de las resonancias bíblicas– desplaza el acento a la reciprocidad de la relación –conjugando tanto el amor como el respeto y el derecho a la diferencia– y subraya el compromiso. Antes de nada, hemos de ponernos descarada e incondicionalmente de parte de los jóvenes: lo mismo que Dios promete «estar con» su pueblo, pese a la infidelidad con que Israel vive la alianza; así hemos de estar «con y de parte» de los jóvenes.
Esta alianza exige la actitud educativa básica de la «acogida incondicional». En un mundo donde todo se colorea con el tinte de la utilidad, donde todo se compra y se vende, donde más que amistad existe intercambio, pues lo que importa es tener buenas relaciones más que buenos amigos, la acogida incondicional viene a ser la profecía por excelencia de la praxis cristiana con jóvenes.
¿Cómo y hacia dónde orientar esta alianza?
 
            3.1. ¿Por dónde comenzar?: el rostro de los jóvenes como «lugar teológico»
 
Resulta habitual, en nuestros ambientes cristianos, encarar los problemas recurriendo o comenzando –solemos decir– «por donde siempre hay que comenzar», esto es: orando, escuchando la Palabra de Dios, retirándonos a reflexionar y tratar de discernir, examinando los criterios y demás orientaciones de la Iglesia o de la propia congregación religiosa, en fin, colocándonos delante del sagrario para que sea Dios quien nos oriente.
Todas cosas buenas y aconsejables. Pero cuando de teología práctica se trata, en general, y de la praxis cristiana con jóvenes o pastoral juvenil, en particular, especialmente desaconsejadas como punto de arranque, puesto que, fácilmente, nos empujan a desenfocar los problemas: descentrándolos –en lugar de analizar la situación y las personas dentro de ella, los esfuerzos se dirigen a la aplicación de la «doctrina» o a trasladar «orientaciones» de un sitio a otro– y «espiritualizándolos» –las situaciones se sustituyen o suplantan progresivamente por las ayudas, por el bien que se puede y debe hacer en tales circunstancias–.
 
Quizá al exegeta o al teólogo dogmático se les exija comenzar y orientarse preferentemente recurriendo a la Escritura y a la Tradición –aunque imaginamos que sin los hombres y la historia del momento poco podrán hacer con ellas–. Algo muy diferente ocurre con la teología pastoral o práctica y con la praxis cristiana. Su «lugar teológico» por excelencia está en la vida y situación de las personas. Es decir, los agentes y teólogos pastorales no tratan de pensar e interpretar la palabra de Dios o de organizar doctrinas para comunicar y ayudar a vivir a hombres y mujeres. Todo lo contrario: en contacto directo con esos hombres y mujeres descubren sus esperanzas y frustraciones, sus anhelos y contradicciones, etc.; es desde ahí, con dicho bagaje, desde donde (re)piensan qué y cómo anunciar la salvación, el «evangelio» o las buenas noticias de parte de Dios.
Aterrizando en la realidad de los jóvenes, han de ser sus rostros, su vida… el lugar básico y punto de partida para «educar a la fe». En principio, es cuestión de reflexionar a fondo «con ellos» cómo y por qué les resulta difícil o imposible creer, y de reconstruir, después, con una sinceridad radical, lo que queremos decirles a la hora de hablar de Dios, de Cristo… Muchos jóvenes cristianos no logran la maduración de su fe en la situación actual, entre otras razones, porque no terminan de casar su búsqueda con cuanto ofrece la comunidad eclesial.
 
            3.2. Reconstruir con los jóvenes la fe y la religión
 
El mensaje elemental de la vida cotidiana de los jóvenes, respecto a su relación con la religión y la Iglesia, no puede ser más elocuente: así como somos y vivimos la fe los mayores, ni les interesamos ni les sirve nuestra fe y religión. Al constatar la falta de sintonía, subrayábamos la carencia de alternativas al agotamiento de la socialización religiosa y la escasa o nula incorporación de los jóvenes a la vida eclesial, donde apenas si cuentan con espacios y responsabilidades específicas.
¿Qué hacer? No hay otro camino que (re)pensar y (re)construir con los jóvenes la fe y la religión. Por tanto, obligados a salir de las fortalezas doctrinales o institucionales a la fragilidad de la intemperie que habitan los jóvenes.
Peligroso camino, por lo mismo, el indicado por quienes propugnan por encima de todo, dada la realidad de los jóvenes y de cara a su «educación a la fe», una especie de rearme espiritual. Piensan éstos que el problema de la pastoral juvenil es principalmente un problema de «calidad espiritual» de los agentes y que, tocando esa tecla, sonará la música en los jóvenes. Fueras de tono espiritualistas aparte, no parecen ir por ahí los tiros o, en cualquier caso, se trataría de un problema más en medio de otros muchos.
Pese a la lógica interrelación de todo –y aunque de poco serviría ser «muy espirituales» y testimoniales, si no contemplamos a Dios en y con los jóvenes a los que resulta difícil creer en Él–, calidad espiritual y competencia teológico-educativa ni son la misma cosa ni necesariamente la una arrastra a la otra.
 
Y pocas dudas caben en el diagnóstico: el problema central de la pastoral juvenil es esencialmente educativo. Por una parte, su «frecuencia» de vida no logra captar la onda del amor y de las palabras de Dios; por otra, existe una comunicación con tantas interferencias y distorsiones que ni la Iglesia los entiende ni ellos conectan con su vida y mensaje.
Conforme ya apuntamos, la reconstrucción deberá realizarse a partir del «cristianismo humanitario y autónomo» con el que sintonizan los jóvenes; en y desde él habrá de considerarse el objetivo básico de la pastoral o de cualquier proyecto que la especifique. Habitualmente dicho objetivo se cifra en la «unión de fe y vida»; en este nuevo contexto, resulta –cuanto menos– poco claro, al dar por descontado cuanto ha de ser objeto de un trabajo previo –qué tipo de fe y de vida quisiéramos que se unieran–, y difícilmente orientador de la acción.
Hemos de exigirnos la traducción de la fe y la religión en términos de liberación humanizadora y sentido salvador para la vida concreta de los chicos y chicas. «Humanización» podría ser el nombre específico para adentrarnos con hondura en la dirección que hemos de dar a la unión fe-vida: una ruta para crecer y madurar con tanto sentido como para implicar y posibilitar la experiencia de fe.
 
            3.3. Compartir con los jóvenes tiempos, espacios y temas
 
El camino de la «educación a la fe» reclama una profunda y coherente reconstrucción (humanizadora) de la fe y de la práctica religiosa y pasa por salir al encuentro de los jóvenes –no simplemente esperarlos o «estar a verlos venir»–, para compartir con ellos y ellas tiempos, espacios y temas. El tiempo de la vida cotidiana, en el espacio privilegiado de la escuela, para resucitar constantemente el tema del sentido; el tiempo libre, tiempo de calle y –¡ojalá!– de centro juvenil, para introducir el tema de la solidaridad en una identidad tejida en el grupo de iguales y expuesta al peligro del aislamiento egoísta; el «tiempo interior», amasado en la soledad, para abrir huecos a la invocación y a la trascendencia.
En definitiva, partiendo del escenario que hemos denominado «cristianismo humanitario y autónomo», éstos podrían ser tres de los elementos fundamentales de la tramoya:
 
n Maduración humana y cristiana de los jóvenes
El crecimiento personal de cada joven es fundamental. Dadas las actuales características de las nuevas generaciones –importancia capital de lo afectivo y emocional, subrayado de lo interpersonal y del «sentirse a gusto», etc.– habrá que atender especialmente a la educación del sentimiento y de la voluntad, al igual que la participación y el compromiso. Ello exigiría desterrar toda manera funcionalista de entender la religión, al tiempo que superar el habitual déficit de kerigma e integración vital del mismo.
 
n El grupo o la comunidad juvenil
Los jóvenes estiman sobremanera el grupo. A su vez, el panorama de las pequeñas comunidades, aunque fenómeno minoritario, quizá sea crucial en el nuevo entramado capaz organizar el paso del grupo a la comunidad cristiana. Los dos, grupo y comunidad, han de ser considerados, con todas las consecuencias, como lugar de experiencia de Iglesia y no como simples instrumentos hasta su integración en la parroquia. Nunca se insistirá lo suficiente en el peligro que entraña la escasez o total carencia de referencias vividas en grupos y comunidades en cuyo trato pueda actualizarse lo que objetivamente significa creer.
 
n La parroquia como «laboratorio permanente de la fe»
Un espacio de encuentro con Dios, comunidad que ayude a comprender las preguntas vitales y a lanzarlas más allá de las pequeñas y cómodas respuestas de un «Evangelio simplificado», rebajado o de corte meramente ritualista. Parroquia, por consiguiente, como laboratorio de lenguajes, celebraciones, de radicalidad profética, evangélica, etc. En el caso de los jóvenes, por lo demás, adquieren una importancia estratégica de primer orden las comunidades cálidas, abiertas y comprometidas.
 
 

  1. El sentido y el «misterio de la voluntad perdida»

 
Si para muchas personas y en otros tiempos, la cuestión del sentido abarcaba un cúmulo de realidades esencialmente ligadas a cosmovisiones, valores y modelos, hoy en día –situados en el caso de los jóvenes– se relaciona primordialmente con la experiencia. En efecto y conforme dijimos anteriormente, el clásico modelo de socialización y construcción de la persona a través de procesos de identificación, ha sido reemplazado por el de experimentación. Como resultante de esta especie de «socialización porosa», los jóvenes conforman una «identidad abierta» que, por ejemplo y dadas las condiciones en las que han de desarrollar su existencia, se define más por el «estar» que por el «llegar a ser».
La experiencia, pues, marca los derroteros del sentido. Y, al respecto, corre hoy el rumor –según ha comprobado José A. Marina– de que la voluntad ha desaparecido de este escenario. “El postmodernismo –comenta este autor– rehuye el concepto de decisión voluntaria, porque considera que el yo, y por lo tanto la responsabilidad, se diluye en una tupida trama de relaciones”. Lipovetsky, en su análisis de la mentalidad contemporánea, corrobora el dato: “El esfuerzo –afirma por su parte– ya no está de moda. Todo lo que supone sujeción o disciplina se ha desvalorizado en beneficio del culto al deseo y su justificación inmediata, como si se tratase de llevar a sus últimas consecuencias el diagnóstico de Nietzsche: la tendencia moderna a favorecer la «debilidad de la voluntad», a fomentar la anarquía de las tendencias y, correlativamente, la pérdida de un centro de gravedad que lo jerarquice todo; que un centro voluntario es demasiado rígido”.
 
Las pesquisas de Marina para descifrar «el misterio de la voluntad perdida» le conducen a comprobar que la voluntad en tanto que paradigma explicativo dejó su lugar a la motivación, una especie de sistema determinista que puede ser científicamente estudiado; algo que la voluntad no permitía tan claramente. Se nos introdujo así en una particular colonización psicológica y psicologizante que lo invadió todo: muchas veces, más de la cuenta, la psicología ha estado determinando el modo de ser del sujeto humano en vez de limitarse a estudiarlo.
Vivimos tiempos en los que socialmente la voluntad es un concepto borroso y, para mayor inri, cargado de tópicos o dogmas admitidos de muy buen grado –por ejemplo, la voluntad es siempre voluntad de poder o es, ante todo, disciplina–. En síntesis y pese a que tradicionalmente voluntad y libertad han seguido rumbos idénticos, una vertiente importante de nuestra cultura es partidaria de la libertad pero desprecia a la voluntad; asocia la primera con la idea de espontaneidad y hasta de irreflexión, mientras encierra a la segunda en la de control, rigidez, reglamentación, tiranía.
 
El descrédito de la voluntad tiene no poco que ver con la dura realidad de las componendas sociales, políticas, económicas y hasta religiosas que están entrampando la vida de los jóvenes. Habrá que revisar y situar los procesos educativos con los jóvenes reconsiderando, antes de nada, esos supuestos arbitrarios.
En principio, hay que arrancar guiados no tanto por referencias de psicología cuanto por el imperativo de «resucitar la realidad» (J. Baudrillard). Los proyectos de pastoral juvenil acostumbran a vertebrar la «educación a la fe» conforme a procesos, directa o indirectamente, dependientes del desarrollo evolutivo; igualmente, dentro de ellos, se destaca el aspecto del «acompañamiento personal». Serían dos aspectos a revisar en profundidad. La cultura y la vida de los jóvenes corren el peligro de ocultar la realidad o de inventarla a su gusto, por eso la necesidad de emplear un modelo de pedagogía social; también por lo mismo, y por mucho que se tenga en cuenta la situación del individuo, el modelo no se postula desde el desarrollo de la persona aislada para que luego entre en relación, sino al revés: se proyectan y programan itinerarios de las personas en un grupo y contexto social para que ahí tomen conciencia de su identidad e implicación personal. Con ello, evitaremos el riesgo de los modelos educativos individualistas y descomprometidos.
 
Es dentro de esta perspectiva, donde habrá que tornar a las cuestiones ya indirectamente sugeridas: la recuperación del sentido del trabajo y del consumo, la implicación directa y el cuestionamiento de la actual identidad de la familia, el subrayado del grupo de amigos como entorno pastoral básico, el replanteamiento de la función de la diversión en la vida, la educación, en fin, de la voluntad, los afectos y deseos para hacer posible que se prolonguen en proyectos humanos y humanizadores. n

José Luis Moral

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Existen muy pocos estudios cualitativos y todos ellos centrados en temas parciales. Tras Historia social de la juventud de V. Alba (Plaza&Janés, Barcelona 1979, recientemente se ha publicado en España una obra con grandes pretensiones –G. Levi-J-C. Schmitt (Dir.), Historia de los jóvenes (2 vol.), Taurus, Madrid 1996–, pero pese a lo ambicioso de los objetivos y del título no deja de ser una colección de artículos que tratan, con desigual acierto, diversas situaciones particulares de algunos tipos relevantes de jóvenes de la historia contemporánea. Además se trata de una historia reducida a Francia, Alemania, Estados Unidos e Italia (hay artículos ciertamente muy logrados, como los dedicados al fascismo y nazismo u otros dos que abordan los ritos de consumación de la juventud en el servicio militar y en la participación en las fiestas a través de las que se forjaba la juventud en los pueblos). Tres podrían ser las tesis centrales de la obra: 1/ La juventud ha estado marcada por las características del género masculino y las clases medias y altas; 2/ La juventud es frecuentemente una metáfora de las ideologías; 3/ El debate sobre los jóvenes es uno de los temas a través de los cuales la sociedad reflexiona sobre sí misma.
Cf. J. Martínez Cortés, ¿Qué hacemos con los jóvenes? (Juventud/Sociedad/Religión), Cuadernos «FyS», Madrid 1989; Id., ¿Cómo son los jóvenes?: el «nuevo individuo», en «Misión Joven» 231(1996), 25-32; J. García Roca, Constelaciones de los jóvenes, Cristianisme i Justícia, Barcelona 1994; J.M. Lozano, ¿De qué hablamos cuando hablamos de los jóvenes?, Cristianisme i Justícia, Barcelona 1991.
Ya en 1950, D. Riesman (La muchedumbre solitaria), por ejemplo y al hablar de los diversos tipos de jóvenes en USA, se refería al formado por aquellos que no se atenían a la tradición, ni a principios de orden general, sino que se dirigían «desde fuera» como si se dejaran conducir por un radar incorporado a la propia persona. D. Bell (Las tradiciones culturales del capitalismo) describió el nuevo alumbramiento con el paso de una personalidad puritana a la nueva que calificaba como hedonista; mientras que Ch. Lasch (La cultura del narcisismo) interpretó el cambio de hombre con el deslizamiento de modelos edípicos a los narcisistas. En Europa se acentúa particularmente la frágil identidad del nuevo individuo que nace en este siglo. G. Lipovetsky (La era del vacío, por ejemplo) ha sido uno de los que han apuntado más rasgos del resultado de lo que denomina una «revolución individualista».
Conjuración de Catilina, XIII, 2-3; XIV, 5-6.
Cf. C. Geffré, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, Cristiandad, Madrid 1994, 205-227. Ahí se puede encontrar un buen dibujo del «estado de conciencia» al que ha llegado el hombre moderno.
E. Menéndez Ureña, Ética y modernidad, Upsa, Salamanca 1984, 78-79 (allí aparece citado el primer texto de Pannenberg) y J. Moltmann, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, 17, respectivamente.
Dicho aspecto aparece en todos los estudios sociológicos sobre el tema. Cf. particularmente: M. Martín Serrano-O. Velarde, Informe «Juventud en España 96», Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales-Instituto de la Juventud, Madrid 1996, 23; A. de Miguel (Dir.), Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales-Instituto de la Juventud, Madrid 2000, 250-272 y 319-377; J. Elzo et Alii, Jóvenes españoles ’94, Fundación «Santa María», Madrid 1994 (en especial los artículos de P. González Blasco, Los jóvenes y sus identidades, Integración en la sociedad; y de J. Elzo, Ensayo tipológico de la juventud española).
La lógica de las generaciones jóvenes de los últimos años parece seguir el siguiente desarrollo: jóvenes de los ’60 o «los que creían que lo serían siempre» (los jóvenes que creyeron en la autonomía como proceso de emancipación, contestación y solidaridad); jóvenes de los ’70 o «los que son supieron como serlo» (los del pasotismo y del desencanto); jóvenes de los ’80 o «los que se encontraron condenados a serlo» (la llamada «generación de la madriguera»). Contando con estas herencias, a los jóvenes de los ’90 no les cabía otra posibilidad que ser la generación de los «jóvenes que ya no lo serán», sobre todo, por ser prácticamente igual a los adultos y someterse a sus dictados. Cf. J.M. Lozano, o.c. pp. 8-16 y 18-22; P. González Blasco, Los jóvenes y sus identidades, en J. Elzo (Dir.), Jóvenes Españoles ’94, o.c., pp. 21-87; M. Martín Serrano-O. Velarde, o.c., pp. 203-227.
Cf. J. Elzo, o.c., pp. 183-202 y 406-411.
J. González-Anleo, La construcción de las identidades de los jóvenes, en «Documentación Social» 124(2001), 20.
P. González Blasco et Alii, Jóvenes españoles 89, Fundación Santa María, Madrid 1989.
Cf. J.L. Segovia, ¿Juventud versus sociedad? Un enfoque dialógico y P. Fuentes, Condenados a «juventud perpetua», ambos en: «Documentación Social» 124 (2001), pp. 53-73 y 75-95, respectivamente.
Las estadísticas nos indican que los jóvenes disponen mensualmente de una cifra que oscila entre las 12.000 pts. (Encuesta del CIS, 1997) o las 17.000 (Jóvenes españoles 99) y las 35.000 (cf. J.González-Anleo, La construcción de las identidades…, o.c., p. 25). La primera de las encuestas citadas también constata que un 98% de los jóvenes entre 15 y 29 años compra ropa todos los meses.
J. Elzo, El silencio de los adolescentes, Temas de Hoy, Madrid 2000, 209.
Cf. Jóvenes españoles 99, oc., pp. 13-37; cf. también y para los aspectos relativos a la familia y los amigos, pp. 121-182; 412-419.
Cf. Jóvenes españoles 99, o.c., pp. 355-371; M.T. Laespada, La nueva socialización de los jóvenes: espacios de autoformación, en «Documentación Social» 124(2001), 185-202.
Tantos estas opiniones como la afirmación textual conclusiva son de Javier Elzo: cf. Jóvenes españoles 99, o.c. 401-433 –la cita textual en p. 433–.
Cf. J. González-Anleo, La construcción de las identidades jóvenes y J. del Valle de Iscar, La participación y el compromiso socio-político de los jóvenes, ambos en «Documentación social» 124(2001), 13-29 y 175-183, respectivamente.
Cf. Tanto para este aspecto de la profecía como el relativo al jeroglífico: E. Falcón, ¿Cómo ven el mundo los jóvenes. Aproximación a las narraciones juveniles de hoy, Cuad. Cristianisme i Justícia, Barcelona 2001.
Tomamos los datos generales del último «Censo Nacional de Población», correspondiente a 1991 (Ine, Madrid 1996).
En función de distinguir la categoría sociológica de «jóvenes católicos», y sin mayores pretensiones, entendemos aquí por «jóvenes cristianos» aquéllos que tienen una identidad cristiana básica, que va más allá de la simple identidad sociológica católica vinculada a los residuos de cuanto hoy podría mantenerse de la llamada «cristiandad» o «imaginario colectivo» propio de una especie de religión o religiosidad social.
Tanto el gráfico como las notas ulteriores se basan en los datos tomados de las siguientes obras: M. Martín Serrano-O. Velarde, Informe «Juventud Española ‘96», o.c., pp. 262-267 y 442-445; J. Elzo (Dir), Jóvenes españoles ’99, o.c., pp. 263-354; A. de Miguel, Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, o.c., pp. 319-377.
J. Elzo (Dir), Jóvenes españoles ’99, o.c., p. 299. Cf. también y para los datos anteriores, pp. 312-321.
Ibíd., pp. 312-321. Cf. también y para los datos anteriores, pp. 57-80 y 294-307.
Nos guiamos en esto y en los datos que siguen por la obra de A. Tornos-R. Aparicio, ¿Quién es creyente en España hoy?, PPC, Madrid 1995.
Ibíd., cf. pp. 27-47.
Hemos de repetirlo una vez más: no encontramos con un grave obstáculo a la hora de tratar de responder a semejante interrogante, pues faltan estudios específicos sobre la religión y religiosidad de los jóvenes. Para mayor desgracia, desarrollamos una pastoral juvenil alimentada con escasos estudios y sin reflexión mantenida (ni tan siquiera existe un solo centro de carácter universitario que se ocupe de ella). Nada extraño que se origine –conforme denunciaron los propios obispos– “una pastoral ocasional y de iniciativas dispersas que dificulta una labor continuada y orgánica” (Conferencia Episcopal Española, Orientaciones sobre Pastoral de Juventud, Edice, Madrid 1991, n. 4).
Contamos con estudios particularmente valiosos sobre algunos aspectos que nos permiten orientarnos en la dirección de la conclusión que apuntamos. Cf. uno de los más completos, Istituto di Teologia pastorale-Università Pontificia Salesiana, L’esperienza religiosa dei giovani (6 vols.), Elle Di Ci, Leuman (Torino) 1995-1997, particularmente los datos ofrecidos en los tomos 2/1 y 2/2.
Además de los datos extraídos de los estudios sociológicos que venimos citando, contamos con indicios originados en confluencias analíticas que pueden verse confrontado, por ejemplo, artículos como los siguientes: F.F. Fernández, Sentido y dirección de los cambios sociorreligiosos en los adolescentes y jóvenes españoles…, «Sociedad y Utopía. Revista de Ciencias Sociales» 15(200), 219-229; D. Sigalini, Linee di impegno per la pastorale giovanile dopo la GMG, «Cuaderni della Segretaria Generale Cei» 30(2000), 108-118; C. García de Andoaín, La iniciación cristiana, en CEAS-D. de Pastoral de Juventud de la CEE:, Pastoral de juventud y etapa catecumenal, Edice, Madrid 2000, 7-36; D. Sigalini, La etapa catecumenal en la Pastoral de Juventud, en: CEAS-D. de Pastoral de Juventud de la CEE, La etapa catecumenal, Edice, Madrid 1999, 11-32; S. Movilla, Las comunidades cristianas juveniles en la diócesis de Madrid, Extracto-Tesis Doctoral, Madrid 1999, 23-70; A. Torres Queiruga, Recuperar los caminos de Dios con los jóvenes, «Misión Joven» 264-265(1999), 5-16; R. Tonelli, Retrato de un joven cristiano, «Misión Joven» 268(1999), 23-32; J. González-Anleo, ¿Una Iglesia irrelevante para la juventud actual?, «Sal Terrae» 4(1999), 309-319; Aa.Aa, Dossier abierto: Cristianos de treinta años, «Misión Abierta» 7(1998), 15-37; J. González Anleo, Reconfiguración de la religiosidad juvenil, «Misión Joven» 261(1998), 5-13; J. Martínez Cortés, Jóvenes, religión e Iglesia: ¿entre la fe y la indiferencia?, «Misión Joven» 261(1999), 15-23; F. Vidal, Caracterización de los jóvenes católicos de la España 1990, «Cuadernos de Realidades Sociales» 37-38(1991), 173-182; A. Tornos, La fe de los grupos. Un cristianismo de interdependencia, «Sal Terrae» 10(1995), 777-790; R. Tonelli, Criteri per un corretto annuncio di Cristo ai giovani, en: A. Amato-G. Zevini, Annunciare Cristo ai giovani, Las, Roma 1980, 283-299. Especial relieve adquiere en nuestra consideración la novedosa «tipología religiosa» de J. Elzo en el último estudio de la Fundación «Santa María», donde se entreve la dirección del modelo de «cristianismo humanitario y autónomo» que postulamos.
Cabría preguntarse si no está ya ocurriendo que muchos de los «jóvenes cristianos» habitan o están fuera de la Iglesia. Ahora bien, el desenganche eclesial juvenil, según no pocos analistas, ni significa pérdida real de vínculos con la fe ni tan siquiera desprendimiento de la religión. No sería tanto la religión, sino su práctica concreta lo que parece haber perdido sentido; tampoco se desligan de la fe religiosa, cuanto de una Iglesia que no suscita interés.
Además de los grupos parroquiales particulares y comunidades cristianas juveniles, los grupos y/o movimientos juveniles cristianos inscritos en la Subcomisión de Juventud de la Comisión Episcopal de Apostolado Seglar son unos cuarenta.
Ante la imposibilidad de citar aquí una bibliografía detallada de cada uno de los grupos y movimientos, cf. los siguientes análisis generales y particularmente orientadores al respecto: A. Favale et Alii, Movimenti ecclesiali contemporanei, Las, Roma 1991; R. Tonelli, Gruppi giovanili e esperienza di Chiesa, Las, Roma 1983; M. Midali-R. Tonelli (Dir), Chiesa e giovani, Las, Roma 1982.
No es posible hacer justicia, tanto si se citan como si no, a cada uno de los grupos o movimientos. Además de los nombrados, tienen una especial relevancia también: JVM (Movimiento Juvenil «Vicenta María» de las Religiosas de María Inmaculada), MTA (Movimiento Teresiano de Apostolado), Acit-Joven (Institución Teresiana-Padre Poveda), Jufra, Montañeros y montañeras de Santa María, los Scouts católicos, etc. Entre las experiencias de jóvenes cristianos con particular significatividad hoy y que difícilmente pueden encuadrarse en los modelos reseñados, merecerían citarse: Taizé o el Gen de los focolares y tantas otras iniciativas con cierto gancho entre los jóvenes, léase «Oasis», «Comunidades de San Egidio», «Fe y luz», etc.
J. Elzo, Aspectos de la religiosidad de los jóvenes, en «Documentación Social» 124(2001), 97-112 (el texto citado aparece en p. 109).
Ibíd., p. 102.
A. de Miguel, Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, o.c., p. 160.
Cf., además de lo expuesto anteriormente: A. Andreoli, Giovani, Rizzoli, Milano 1995; C.G. Vallés, Los jóvenes nos evangelizan. Dinámica de dos generaciones, San Pablo, Madrid 1998 y J. Elzo, El silencio de los adolescentes, o.c.
Sigue siendo voz bastante común que hablar de «Teología Práctica o Pastoral» y encontrarnos en un terreno movedizo e incierto es todo uno. Sigue sin desterrarse la idea de que no sería más que una disciplina al servicio de las afirmaciones dogmáticas –siendo éstas tan complejas y difíciles de entender, la pastoral ha de ocuparse en hacerlas un poco más atrayentes con los envoltorios de la simpatía del pastoralista, de sus técnicas, su música, etc.–. No contentos con esa obligada dedicación de la teología pastoral a componer partituras para las letras de las canciones dogmáticas, después se le achaca la superficialidad del contenido de cuanto cantan los pobres pastoralistas. A tal desmedida ha llegado el asunto, que hasta en el ámbito práctico no es infrecuente comprobar cómo se estima más y mejor una orientación doctrinal que las referencias a intervenciones pastorales.
Cf. J.L. Corzo, Razón pedagógica y acción pastoral, «Misión Joven» 278(2000), 27-32 y 49-52.
Ibíd., p. 30 y cf. también: J.L. Corzo, La razón pedagógica en la teología y la catequesis, «Teología y Catequesis» 66(1998), 27-53.
Cf. R. Tonelli, Per la vita e la speranza. Un progetto di pastorale giovanile, Las, Roma 1996.
Lenta pero inexorablemente vamos comprendiendo cómo las dificultades, incluida una cierta incapacidad de muchas parroquias y agentes de pastoral para entrar en contacto con los jóvenes, tienen la raíz común de un cierto descuido de las actitudes educativas. Aunque el tema sea complejo, básicamente nos enfrentamos a una cuestión de competencia o incompetencia pedagógica.
Hemos estudiado más detenidamente el tema, aunque aplicado en otra perspectiva, en: J.L. Moral, La acogida incondicional de los jóvenes, clave de crecimiento y maduración espiritual, «Cuadernos de Formación Permanente»/5, Ed. CCS, Madrid 1999, 145-166.
Cf. J.L. Moral, ¿Qué hacer con los jóvenes? La urgencia de reconstruir la fe y la religión, «Cuadernos de Formación Permanente»/6, Ed. CCS, Madrid 2000, 129-150: ahí hemos tratado más específica y ampliamente todos los aspectos que siguen.
Cf. R. Tonelli, Ripensare i luoghi ecclesiali, «Note di Pastorale Giovanile» 1(2000), 54-62.
J.A. Marina, El misterio de la voluntad perdida, Anagrama, Barcelona 1997, 13.
Ibíd., p. 14 (citado allí).