JÓVENES DE CINE: ÚLTIMA COSECHA

1 julio 2009

Jesús Villegas
 
El verano es buen momento para disfrutar del cine. En los meses pasados se han estrenado una serie de películas protagonizadas por jóvenes que, o bien por su calidad, o bien por su éxito de público, o bien, en algunos casos, por la trascendencia extracinematográfica que han alcanzado (caso de La ola, por ejemplo), merecen una atención particular de todos aquellos que estén interesados en el mundo juvenil. Esta es la razón de este artículo: primero, invitaros a ver estas diez películas por lo que pueden decir sobre la juventud del siglo XXI; después, compartir algunas impresiones sobre ellas que os ayuden a contrastar vuestro punto de vista con el siempre subjetivo de otro espectador. Los que siguen mis artículos en esta revista intuirán que estas páginas son complemento de los trabajos que el verano pasado publicó Misión Joven en el número doble de verano, dedicado a los jóvenes de cine.
Creo que las diez películas seleccionadas representan lo más significativo del cine con jóvenes reciente. Hay otras que, por espacio, no he abordado, aunque he visto, pero que ahora nombro por si estos meses de estío os dan para más y queréis seguir investigando en el tratamiento que de la figura juvenil hace el cine. Citaré sólo diez títulos, para no abusar: Frozen river, Cuscus, Camorra, Acné, The reader, El curioso caso de Benjamín Button, Fuga de cerebros, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal, La teta asustada y El juego del ahorcado.
 
Mentiras y gordas
 
            Bendecida por el público y vapuleada sin misericordia por la crítica,Mentiras y gordas se ha vendido como la nueva Historias del Kronen por su mirada directa a cierto sector de la juventud, el que hace de la vida alegre y ociosa su único centro de interés y su proclama. Sexo, drogas, cuerpos serranos, música y playita aderezan las experiencias monocordes de esta tribu urbana sin otros propósitos vitales que la efusión de adrenalina y el hedonismo sin tregua para el sentido común. Su equipo técnico ha sabido aprovechar el tirón televisivo de toda una generación de actores jóvenes para confeccionar un producto deficiente desde el punto de vista estético, pero interesante como reflejo de ciertas situaciones.
Aunque muchos han defendido la solvencia de Historias del Kronenfrente al despropósito de esta cinta, no es menos cierto que ambas aciertan en retratar a muchachos y muchachas enclaustrados en su propio vacío, que buscan “darle caña” al cuerpo porque no saben qué otra cosa pueden hacer con su existencia. Los creadores de esta obra no otorgan a sus criaturas ni pasado ni futuro y su “ahoridad” perpetua, al carecer de rumbo y de historia, no deja de ser una profunda trampa que ni la inmediatez versátil de los sentimientos en bruto ni ciertos amagos de camaradería pueden salvar. Sin ideales, sin responsabilidades, sin referentes adultos (sólo hay alguna vaga alusión a las circunstancias familiares que pretende ser un apunte sociológico y no es más que una nota innecesaria), tantas ausencias acaban por descubrir que vivir en vacaciones permanentes no suele satisfacer en plenitud a nadie.
La película no deja mal gusto en la boca por su inoperancia artística, sino, sobre todo, porque las vidas que vemos se sumergen en experiencias límite y salen siempre de ese atolladero desmadejadas: el sexo, más que una forma de comunicación, es una  sucia escaramuza; las drogas conducen, no a paraísos artificiales, sino a infiernos baldíos; la fiesta, más que dicha y placer, ocasiona vómito y sordera. Hay mucho de dantesco, de apocalíptico en ciertos planos, como los que, a vista de pájaro, nos muestran “la vida” en los baños de una macrodiscoteca, o la estampa final de la playa, atestada de jóvenes anhelantes de una nueva sesión de desparrame y desahucio mental.
Es una pena que los directores no acierten con el tono adecuado para contar una historia sin historia tan interesante como esta, la de todos aquellos que reducen sus expectativas vitales al esplendor del fin de semana, la locura de una noche de fiesta o el próximo verano incandescente en Ibiza. Y fracasan sus creadores, digo, porque unas veces apuestan por mirar desapasionadamente, sin juzgar; otras veces, al contrario, caen en el sarcasmo o en un humor fácil, sostenido sobre situaciones escabrosas; y demasiado a menudo (comercialidad obliga) optan por no esconder una mirada admirativa hacia esos cuerpos espléndidos y tristes que se buscan con la urgencia del deseo… Y, entre tanto cambio de registro, entre tanta intención globalizadora (amores heterosexuales, homosexuales, bisexuales, tríos, sexo en baños…), todo con la sana intención de no despeñarse en el fácil “discurso con mensaje”, la película navega como barco sin rumbo, sin encontrar ni el nervio ni el aplomo suficiente para mostrar sin moralizar, diseccionar sin buscar simpatías, reflejar sin que nada distorsione la dolorosa limpidez de una imagen sin fondo.
Al final, quedan las mentiras: personajes que se engañan los unos a los otros, que se autoengañan, que intentan esquivar la asunción de sus propias miserias y compromisos. Y, aunque sólo haya, en último extremo, una víctima mortal, todos los jóvenes que deambulan por este paisaje se nos antojan en realidad zombis inconscientes de la vida muerta que arrastran.
 
Crepúsculo
 
Crepúsculo es una película de vampiros… buenos. Vampiros vegetarianos, por decirlo de alguna manera, aunque parezca paradójica. El protagonista, un joven y atormentado “vampiro a su pesar”, se enamora de una humana, pero quiere ahorrarle a esta el trámite terrible y engorroso de ingresar de un mordisco en el reino oscuro de los no muertos. Por su parte, la muchacha está tan encandilada con este monstruo maravilloso que no le importaría lo más mínimo dejar la existencia ordinaria para pasar a engrosar las huestes noctámbulas de los que se alimentan de sangre y están ligeramente muertos. En esa curiosa tensión (una chica que está dispuesta a entregarse por amor y un chico que se resiste a que la mujer amada pierda su flor más querida, la vida) ha querido verse una sutil invitación a la virginidad, al respeto sexual, al amor sostenido sobre la espera y la canalización del deseo. No voy a decir yo que no, pero eso no impide que la película sea un pastel de lo más soporífero, que confunde romanticismo con bagatela, que reduce el mito del vampirismo a fuerza de sacrificar lo que este tiene de provocador por indagar en las zonas oscuras del deseo humano.
Espero que se me entienda bien: puede que la película resulte irreprochable desde el punto de vista ético, pero, si la primera responsabilidad ética de una película es su brío estético, Crepúsculo cosecha un fracaso aún más sonado que el que obtiene Mentiras y gordas.
Estamos ante la enésima historia fácil de amor eterno para adolescentes en carne viva. La palidez de sus protagonistas no es malsana, sino interesante; ninguno de los personajes es marginal más que de pose; la atracción por la muerte (tan arraigada en el imaginario juvenil) es sólo coqueteo sin consecuencias. Incluso el vampiro, a la luz del sol, muestra su verdadera naturaleza, que no es otra que una piel y un cuerpo diamantinos, es decir, chulísimos. El hambre de sangre humana se corrige con lingotazos de sangre animal y buena educación. Los vampiros verdaderamente malos, que, como bestias, buscan desangrar a sus víctimas, reciben su merecido… Y así todo el rato: ofrecemos, pues, una  correcta conversión de lo fantástico y terrorífico, con lo que esto tiene de perturbador, en sentimentalismo del montón. A costa, insisto, de la decapitación de un mito, del sacrificio (innecesario) de un símbolo poderosísimo como es el del vampiro.
En el fondo, los jóvenes reciben, una vez más, un producto falso, esteticista, elemental y cómodo, que no les cuestiona, que corrobora ideas preconcebidas tópicas que ya manejaba, y todo ello tras renegar de la oportunidad de enfrentarse al miedo a lo desconocido, a la tentación del abismo, a la difícil emersión de los deseos… Crepúsculo domestica, no reta o convulsiona; silencia, no interpela; sermonea, no busca desatar misterios.
¿Recuperar el idealismo? ¿Ofrecer a los jóvenes unos modelos? Yo creo que el idealismo predirigido y los modelos precocinados no resuelven nada. Puede que por un momento entretengan, pero proponen formas de heroísmo indoloras: un heroísmo proyectado sobre personajes que no han pasado por el fuego ardiente que templa y vuelve resistente la pasta con la que está cocida toda persona. Si se quiere contar una buena historia de vampiros, tiene que haber sangre, sufrimiento, tentación de muerte y agonía. Lo demás es cuento.
Gracias a Dios, siempre nos quedarán Vampyr, Nosferatu, los soberbiosDráculas de Fisher o el de Badham, por citar sólo algunas aproximaciones clásicas a esta figura. O la reciente, magistral, emotiva, verdaderamente vampírica Déjame entrar que, sin salir de los márgenes del cine de terror, nos habla de soledad, de miedo, de acoso al diferente, de solidaridad entre los heridos. En fin, de vida de verdad (aunque escueza), y no de vampiros vegetarianos (aunque resulten políticamente correctos).
 
High school musical 3
 
            Los muchachos de esta exitosa saga deben licenciarse. Han culminado su paso por el instituto y tienen que abandonar las aulas para fraguarse un futuro en la universidad. Se verán obligados a separarse, porque la vida los espera fuera, lejos de la cómoda madriguera que ha sido su colegio.
El dilema es obvio. ¿Qué elegir? ¿Lo que esperan los otros de mí? ¿Lo que llevo planeando desde hace años por camaradería con mi mejor amigo? ¿Estar cerca de la chica a la que amo? ¿Cómo calibrar, sin equivocarme, cuál es mi lugar en el mundo, entre tantos estímulos, condicionantes, formas de presión? Al final vencerá la voluntad propia y el amor, de modo que el protagonista buscará su destino sin dejar de lado a la chica que ha iluminado su transformación y su crecimiento.
Los mismos defectos que achacábamos a Crepúsculo podrían atribuirse a esta discreta cinta, pero no. Allí se atrevían a invocar en vano los principios del género de terror, aunque fuera en versión juvenil. Aquí estamos en el ámbito relajado y un tanto irreal de la comedia musical para adolescentes. La exigencia es, pues, menor. Se trata de un producto Disney, una franquicia archiconocida, de origen televisivo, cuyo éxito motivó que la última entrega se estrenara en las salas comerciales. Todo esto atenúa las evidentes limitaciones de este trabajo, con un guión endeble y unos números musicales más esforzados que brillantes. Su mensaje, transparente y acomodaticio, sus personajes, intrascendentes pero agradables, merecen nuestro perdón crítico. La película no es nada, sin llegar a ofender por su nulidad.
Dado el éxito de esta creación, o el de Camp Rock, o el de Hannah Montana, todas ellas ideas procedentes del Canal Disney, todas ellas manufacturas con protagonistas adolescentes, que calan hondo sobre todo entre el público femenino preadolescente, quizás se imponga una reflexión más atenta sobre los sueños y anhelos que estas fábulas avivan. Fijémonos en los ingredientes de estas pociones mágicas elaboradas para garantizar el éxito fulgurante: la música pop como forma de expresión y evasión; la corrección y la blandura, disfrazados a veces de un humor socarrón que nunca se desmanda; los personajes guapos sin apabullar, simpáticos sin alarde, espontáneos y correctos, pero sin sosería; cierta naturalidad de cuento de hadas de andar por casa; estética visual televisiva, ramplona, nada elaborada… Todo esto altamente norteamericanizado (de fondo siempre un sistema educativo, unas tradiciones, unas convenciones que no son las nuestras, pero que hemos adoptado con cariño sincero). Igual que el canal MTV ha dirigido los gustos y las tendencias musicales en medio mundo en las últimas dos décadas, es ahora el Canal Disney el que predispone en una determinada dirección a todos aquellos que están dejando de ser niños desde el punto de vista biológico y manejan como verdaderos adultos el patrimonio económico de los hogares.
Sorprende en este contexto, en un mundo donde, supuestamente, cada vez la inocencia se pierde antes, cómo los ritos de paso culturales de la infancia a la juventud resultan de una candidez tan llamativa e insulsa. Nada de pruebas de fuego o ceremonias iniciáticas. Triunfa el desafío de parque de atracciones, el acartonado amoldamiento del imaginario infantil y juvenil al esquematismo argumental de una teleserie de sobremesa. Al pasar por el Canal Disney, todo se adereza, se enmascara, se entrega demasiado suavizado. Es como si los sueños de los que hablábamos en el párrafo anterior nacieran domesticados. Los niños descubren el amor, la rebeldía, la desazón púber con Pluto. Yo creo que luego el salto es mayor. Y atroz. Madurar con sobredosis de infantilismo (¿y qué son High school musical o Crepúsculo si no formas demasiado mullidas de iniciación a la vida?) quizás predisponga a acabar protagonizando historias turbias, de inmadurez malsana, como las que relata Mentiras y gordas.
La clase
 
            Las películas norteamericanas que se desarrollan en el entorno escolar y presentan el trabajo de un profesor o profesora con una clase de alumnado díscolo tienden hacia la hagiografía. El docente acaba siempre por enderezar a sus pupilos y estos, por su parte, no dudan en sacar a relucir lo mejor de ellos mismos al contacto con un educador ejemplar por definición. La clase es otra historia, una historia muy diferente, más incómoda, sí, pero también más auténtica. En esta película, la cámara acompaña durante un curso a un profesor de lengua en un instituto francés de un barrio periférico. Su labor (más pundonorosa que efectiva), su didáctica (nada memorable), el trato que propicia a sus tutorandos (que oscila entre lo paternalista y lo exasperado) no logran otra cosa que desdén, abulia, broncas y pocos, pero que muy pocos resultados. El milagro americano se torna en manos de un director de cine europeo en agria constatación de un fracaso, un desfase o, cuanto menos, un conflicto.          La película es honesta: así son las cosas y así se las contamos. Como ocurre en la vida, la tarea desgasta al educador, lo violenta, si no lo noquea. Y el alumno permanece impertérrito en su pupitre, desencantado, esperando hastiado el timbre que tarda en sonar. Para este profesor, arrancar la motivación de sus destinatarios resulta tarea titánica, a veces inaccesible. No estamos ante ningún genio de la pedagogía, es verdad, y se agradece por una vez la honesta confesión de un buen tipo que lo intenta a su manera, siempre oscilando entre el desaliento y la esperanza, entre el hartazgo y la vocación, entre la cabezonería y la tentación del abandono. El material humano con el que trabaja, muchachos y muchachas de orígenes geográficos muy distintos, asiste a clase como quien espera a que le extraigan una muela. Nada o casi nada de lo que van a enseñarles despierta en ellos interés; su mundo discurre a años luz de la pizarra y el puente entre esos universos paralelos aparece roto sobre un abismo.
Una película con jóvenes de verdad, no con meros estereotipos; un discurso no dirigido por una moraleja, sino fluyente, inesperado, libre: así es esta obra. Si se extrae alguna conclusión de su metraje, no será por imposición de sus creadores, que rehúsan cualquier lección. Se necesita cine como este, que enseñe, no que aleccione, que mire, no que diseñe. La clase, con rigor casi espartano, planta la cámara en el aula y, sin salir de esos muros, sin indagar en el entorno o los problemas personales de cada estudiante retratado, explora una realidad y un tiempo poco conocido a pesar de su cotidianidad, el de las horas lectivas.
La película, para cualquier educador, actúa como revulsivo y como punto de partida. Aunque parezca una crónica de la imposibilidad, al final nos interpela y se convierte en una invitación a la mejora. Hay nudos que deshacer, sendas que abrir, mentes que adecentar. Nunca ha sido fácil hurgar en las conciencias y avivar curiosidades; pero estos jóvenes, multiformes en sus raíces y uniformados por un sistema de vida globalizado,  no son mejores ni peores que los de antaño. Tarea ímproba y excitante, condenada de antemano a la insuficiencia, pues mil horas de clase dan como fruto, a menudo, mucho olvido.
El final de la película rubrica la magnificencia de esta radiografía envolvente: cuando el profesor pregunta lo que han aprendido después de un curso, la mayoría de los estudiantes menciona algún contenido suelto, quizás insignificante, quizás trascendente, aunque siempre misérrimo en comparación con el despliegue de objetivos, actividades y explicaciones que un año escolar supone. Una vez que todos han abandonado la clase, una muchacha se dirige al profesor para confesarle, con angustia, que no quiere seguir estudiando, porque no ha aprendido nada, absolutamente nada, en diez meses de trabajo. Y eso nos hiere y, por qué no, nos invita a continuar sobre la tarima, o a bajarnos de ella, para seguir enseñando.
 
La ola
 
Comparar La clase y La ola puede proporcionarnos interesantes revelaciones. Donde una apuesta por el rigor, la mostración y la falta de alegatos, la otra se lanza a perorar, presuponer y corroborar tesis. Dos sistemas muy diferentes de plantear un relato: el de quien no sabe de antemano adónde va a llegar y, por lo tanto, deja que los hechos se sucedan (La clase), y el del que en el punto de partida ya ha decidido un desenlace y, en consecuencia, debe trazar una línea recta a escuadra y cartabón, un sendero previsible hacia la meta prefijada. Cine de la realidad y cine de tesis, por decirlo de algún modo. Me gusta más el primero, aunque debemos reconocer que el segundo, en términos pedagógicos, resulta más manejable, impacta más y, no vamos a engañarnos, se asemeja más a la dinámica educativa clásica de transmisión de unos conocimientos programados.
Como se trata de una obra muy comentada, sólo recordaré que esta película alemana expone cómo un profesor pretende demostrar vivencialmente a sus alumnos en un seminario que las circunstancias que condujeron al nazismo se pueden repetir en cualquier lugar y con cualesquiera sujetos: basta un líder carismático y manipulador, tres o cuatro consignas que creen un grupo fuerte y convencido, una estricta sumisión a unas normas, una estética y una leyenda y,alehop, el autoritarismo, la segregación del distinto y los himnos patrióticos empezarán a sonar. La película se centra, pues, en el trabajo didáctico de un profesional empeñado en demostrar a sus educandos lo mismo que el director de cine quiere argumentar con imágenes a sus espectadores: curiosa caja china. Fijémonos que el proyecto o experimento educativo diseñado es atractivo y está guiado por una imaginación viva, lo que distancia aún más a este maestro del que, en La clase, intentaba enseñar la aridez de la gramática con explicaciones y preguntas.
Claro, si un profesor juega con materiales inflamables como estos, primero, logrará su objetivo y, después, el objetivo logrado, convertido en bomba, se le escapará de las manos y le estallará en las narices. Que sean jóvenes alemanes vuelve más dolorosa y paradójica esa posibilidad confirmada de repetir la barbarie totalitaria; que en el proceso quepan los disidentes, los dubitativos, los convencidos, los convertidos, los exaltados y el homicida asegura al menos un nutrido conjunto de retratos juveniles, depositarios de diferentes actitudes vitales. No obstante, uno y otros, educador y educandos, se ajustan en sus perfiles al estereotipo. Mientras la reflexión que suscita La clase se deriva de la propia y conflictiva realidad, en La ola nos sometemos a los cauces de una narración prototípica, que se desarrolla siempre dentro de los límites de la convención.
Estamos ante una película de esas en las que la ficción se ve desbordada por la realidad. A veces distinguir dónde termina el experimento y dónde empieza la vida se torna complicado, y si nos tomamos demasiado en serio lo que sólo pretendía ser una demostración, quizás lo peor de nosotros aflore y el juego desencadene la verdad más turbia de cada uno. Por esta vía de lectura, creo, la película resulta más aterradora e interesante que por la otra. Es decir, a mí me parece que, por mucho que lo pretenda, La ola no logra convencernos de que el experimento reproduzca las condiciones del nazismo (todo es un poco impostado de más), pero sí comunica cómo, en ciertas circunstancias aparentemente inocuas o lúdicas, nuestro yo íntimo y oscuro brota con una fuerza destructiva insospechada. El ego hipertrofiado del profesor, los miedos, complejos y deseos secretos de los alumnos se desatan en medio de lo que, en teoría, sólo es una clase, un proyecto, una actividad o un juego. ¿No estamos, ahora sí, en el reino de la realidad? ¿No estamos, en definitiva, ante el problema de lo virtual, del rol, del ciberespacio, del que se toma en serio una película, una canción o un cómic y decide exterminar a sus compañeros de clase?
 
Slumdog millionaire
 
Tras la santificación de esta película con el aluvión de oscars, a uno le da apuro expresar que la cosa no es para tanto. Hermano bueno y dulce, hermano macarra pero redimible, una mujer amada con fiel perseverancia por el primero, buscada y perdida en varias ocasiones a lo largo del tiempo (infancia, adolescencia y juventud de los tres personajes protagonistas como marco vital de los hechos), hasta el definitivo final feliz… El idealismo de Jamal (el Abel de la función) le permite sobreponerse a las dificultades y alcanzar sus metas… ¿Con trampas?, ¿gracias a la suerte?, ¿por genialidad?, ¿por destino? La película se decanta por la última posibilidad: si gana el máximo premio en el concurso “¿Quieres ser millonario?”, si consigue a la chica amada, si la vida ha sonreído al chico de la calle es porque el azar se ha aliado a su favor. ¿Divina providencia?, ¿conjugación de los astros?, ¿las leyes universales que rigen el amor platónico?, ¿mera manipulación narrativa? Ejem, no expresaré mi punto de vista para no ponerme peleón. Si en La ola la tesis que guionista y director pretendían sostener reducía la película a una fórmula cuadriculada, aquí se postula con descaro aceptado que quien rige nuestras vidas es la fuerza ciega de la predestinación, es decir, la cuadricula ahora se asienta en nuestras propias existencias. Me gustan más los héroes que se forjan a contracorriente que los que se dejan arrastrar, y Slumdog Millionaire convierte la terquedad, la valentía y el saber de su protagonista, que lucha por lo que quiere con determinación, en destilaciones no premeditadas de unas circunstancias todopoderosas. Una lectura espiritual del relato, que intente depositar la explicación de su redondez y feliz desenlace en la intervención del Misterio, a mí me desazona, porque la luz en esta obra procede de una mera estrategia de cine bienintencionado y no de una verdadera revelación en medio del caos de lo existente. Puede ser otra película muy aprovechable desde el punto de vista pedagógico, pero su fondo último no logra la rotundidad de la Verdad ficticia, sino la amabilidad antigua de la ficción idealista.
A Slumdog Millionaire le beneficia mucho el envoltorio: una India entre turística y miserable (turísticamente miserable, yo diría), una banda musical de sonoridades hindúes clásicas en medio de ritmos modernos, un ingenioso punto de partida argumental (por muy retorcido que sea, a saber, alguien sin cultura acierta las preguntas de un concurso, a pesar de su dificultad, porque las respuestas las ha ido hallando en su propio itinerario vital), una forma narrativa saltarina, en medio de una estética fácil, bien ritmada y resultona… Todo esto conjugado camufla el clasicismo un tanto tópico de su sustancia narrativa. Es una película que se ve bien, pero que no remueve nada dentro de nosotros. Bonito cuento de hadas a lo Bollywood o frívola aproximación a las entrañas de los desposeídos, según la seriedad del crítico; relato de un héroe anónimo que regala esperanza a los que menos tienen o mero confeti para quienes necesitan pan, todo según se mire.
Que el dinero no da la felicidad y nada vale sin amor; que todo relato es una mentira hermosa y necesaria (esa danza final, irreal y pletórica, en la estación), que el sacrificio obtiene su recompensa y las cosas serán lo que tienen que ser son moralidades de fondo poco discutibles y las aceptamos por su ternura de dieta blanda. Pero, ¿Nos hace mejores la luz del imposible o urge afrontar las sombras de lo probable? Ocho oscars a una película en clave de felicidad, ¿es una buena noticia? El año pasado triunfaron las historias brutales (Pozos de ambición, No es país para viejos), ¿es lo de este año mejor, aunque se trate de peor cine? ¿O es mero caramelo en medio de la crisis, la multitud de seres humanos que no encuentran sentido a su vida o la desigualdad sangrante? Yo no sé. Eso sí, por naturaleza personal creo más en la esperanza que brota, difícil, de la angustia, que en el exceso de jardines.
 
Revolutionary road
 
            Siempre me han interesado las películas que abordan ese momento clave en toda vida humana en el que los sueños de juventud se tienen que ver las caras con la cruda realidad, el momento del paso a la madurez por la vía del aterrizaje forzoso en la cotidianidad adulta. En la mayoría de las ocasiones, aceptar la vida consiste, más que en verificar cómo se cumplen las expectativas, en soportar con dignidad su vulgarización. Nuestras aspiraciones nunca suelen alcanzar la plenitud soñada al materializarse. Uno aspira a comerse el mundo, aunque demasiado a menudo somos gente afortunada si este no nos devora a nosotros. Que conste que mi visión de las cosas no tiende al pesimismo: simplemente constato que el cumplimento literal de lo que nuestra ferviente imaginación adolescente planeaba para nosotros es imposible y a la asunción tranquila, equilibrada y pletórica de sentido de esa rebaja debe uno consagrar esfuerzos serenos si no quiere vivir en perpetua insatisfacción. Por supuesto: sin renunciar a todas aquellas metas que consideremos trascendentales, sin dejarnos vencer por la resignación, pero también sin obcecarnos en perseguir Dorados o Atlántidas.
Revolutionary road es, sobre todo, la crónica de una mujer incapaz de soportar esa frustración de los sueños. Vivir en París, alejarse de la monocorde satisfacción burguesa de la urbanización en la que vive, seguir siendo, con su marido, la pareja más envidiada por joven, guapa y alegre: todo se desmorona paulatinamente hasta que la vida se vuelve insoportable para quien no supo granjearse la dicha en medio de lo corriente. Con brutal y trágica fuerza, el fraguarse de una nueva vida en su vientre, en lugar de esperanza, suministrará a esta mujer el último argumento para la desolación y la muerte.
Estamos ante una historia con personajes en el límite de la juventud. El matrimonio protagonista está casado, con dos hijos, una casa bien puesta, un trabajo. Pero un gusano, larvado desde hace tiempo, empieza a carcomer los cimientos de esta familia, el de la eterna pregunta: ¿y si las cosas pudieran ser distintas? Para el imaginario americano, París encarna lo exquisito, la bohemia, lo distinto: la eterna juventud, la otra y buena vida. Y cuando el plan de emigrar allende los mares para inventar una nueva vida se frustra porque el marido se conforma con permanecer en Estados Unidos a cambio de una mejora laboral, el veneno empieza a actuar hasta, al final, emponzoñarlo todo.
La película es pegajosa, incómoda, desagradable dentro de su magnificencia. El progresivo deterioro de las relaciones matrimoniales, las breves aventuras adulteras sin sentido de ambos cónyuges, las relaciones con amigos y compañeros de trabajo, trufadas de pequeñas envidias y medias verdades, o el reconocimiento de la propia mediocridad reflejada en aquellos a quienes no queremos parecernos…: todo este panorama termina por incomodar porque presentimos que el relato se adentra en el callejón sin salida de la frustración. El final, desesperanzado, puede abrumarnos… Y, entonces, ¿esta inmersión amarga en el sinsentido de quien no supo aceptarse es preferible a la liviandad triunfalista de Slumdog Millionaire?
Aunque se suele defender (yo, el primero) desde la perspectiva de la lectura del cine en clave humanizadora y evangélica el cine afirmativo, es decir, las obras que trasmiten valores a través de personajes que encarnan en positivo lo mejor del ser humano, cada vez me convence más la necesidad de trabajar a la contra: las películas sobre el nihilismo, el vacío existencial, el error humano o el fracaso nunca invitan a imitar lo representado, sino que predisponen a la reflexión y al diálogo. Donde no hay problema, no hay posibilidad de solución, y un cine  idealista en extremo, empeñado en los “buenos valores” como principioapriorístico puede caer en la insipidez. Slumdog Millionaire es fácil de ver y oxigena, pero Revolutionary road interroga, hiere, amarga… Y, de ahí en adelante, está todo por hacer y en nuestras manos.
 
Rudo y cursi
 
            ¿Pero qué pasa cuando los sueños se alcanzan? Esta película mejicana puede entenderse, en cierto sentido, como perfecto complemento deRevolutionary Road. Porque viene a demostrar que, si el incumplimiento de las aspiraciones puede destruirnos, cuando se hacen realidad nuestras mejores fantasías el peligro de ruina personal tampoco deja de amenazarnos. La historia de dos hermanos, provenientes de la miseria, que consiguen triunfar en el mundo del fútbol demuestra que detrás de todo éxito hay a menudo una puerta abierta a la megalomanía, al delirio, al despilfarro y, por consiguiente, a la degradación. Si tus deseos no se cumplen, malo, pero si se cumplen, ¿aún peor?
Tato y Beto trabajan en una plantación de plátanos. Son dos jóvenes ya demasiado viejos, como los de la película de Sam Mendes,  en los últimos estertores de su juventud. En un par de años y si nadie lo remedia su vida estará encarrilada para siempre. Entonces aparece Batuta, un cazatalentos futbolístico que reconoce en ambos muchachos dotes ciertas para el balompié. Se los lleva a Ciudad de México. Uno y otro se convierten en estrellas futbolísticas, Tato como portero, Beto como delantero. El dinero comienza a entrar a espuertas en sus arcas. Y, con él, el juego, las apuestas, las drogas, las deudas impagadas (Tato) o el derroche, la mujeres interesadas, los proyectos descabellados (Beto en realidad aspira a ser cantante a pesar de sus pocas dotes), el descuido de la propia carrera deportiva… Al final ambos acaban casi como estaban al principio, un poco más magullados, pero con el amago de felicidad que proporciona regresar a la realidad modesta y anónima desde las regiones de la fama.
Rudo y cursi no disimula en ningún momento su condición de película ecléctica. Sus diálogos frescos y espontáneos, llenos de coloquialismos mexicanos, y su desparpajo consiguen un verismo regionalista que, en contraste con su carácter a medio camino entre la fantasía y el apólogo moral,  llevan a la película a un curioso terreno de mezcla de lo didáctico, lo esperpéntico y lo naturalista. Real e irreal a un tiempo, socarrona y moralizante, con apariencia de película modesta y, sin embargo, ambiciosa en intérpretes y producción, Rudo y cursi se enreda al final en su propia filigrana, frecuenta el lugar común y no acierta a rematar lo que propone, pero no deja de ser un entretenido desbarajuste.
El narrador (el propio Batuta) adereza el desarrollo de la acción con comentarios ingeniosos en los que se trazan analogías entre las leyes del fútbol y las reglas no escritas de la vida, con lo que esta estrategia de la frase lapidaria tiene siempre de supuesta potenciación del trasfondo o, al menos, de mecanismo suministrador de frases de película. Entre ellas destaca una para el tema que nos ocupa, y es aquella que viene a decir algo así como que confundir talento e ilusión conlleva fatales consecuencias. Todos padecemos durante la juventud sobrepeso de ilusiones; sólo algunos desarrollan un talento equiparable a esa hipertrofia: de encontrar el justo equilibrio entre unas y otro, y entre ambos y la práctica vital tratan las dos últimas películas y también, por supuesto, la madurez de cada uno de nosotros.
Pero no sólo podemos relacionar esta creación con Revolutionary Road,sino también con Slumdog Millionaire. Otra vez la relación de amor, odio y rivalidad entre dos hermanos (con inevitables concomitancias bíblicas) se despliega ante nosotros; de nuevo, un juego (antes un concurso televisivo; ahora, el fútbol) actúa como metáfora de la vida y despierta el interés de todo un país (la India o México), lo que permite aprovechar esa circunstancia para componer un retrato nacional; también se produce en ambas el clímax ante las cámaras de televisión, y ambos espectáculos en realidad esconden para sus protagonistas una trama privada; de nuevo el dinero es un motivo central que se llena de significaciones… No apuraremos la analogía de estas obras que, dentro de los márgenes del cuento de hadas (este más predispuesto  a lo satírico y al cinismo amable), no dudan en guiñarle un ojo a la vida.
 
Ben X
 
El infierno son los otros. Ni la enfermedad  ni las dificultades constituyen limitaciones insalvables: la vida sólo se vuelve imposible cuando nuestros semejantes se empeñan en amargárnosla. De eso habla esta sugerente película belga. Su protagonista, un adolescente que padece un tipo de autismo llamado síndrome de Asperger, mantiene una conflictiva relación con su entorno. Imposibilitado para establecer con los seres humanos una comunicación natural y fluida, encuentra su verdadero lugar en el mundo en un juego de rol en línea, en el que ha alcanzado un nivel de destreza inusitado. En él es quien le apetece ser, sin las cortapisas de la realidad, sus códigos incomprensibles, sus repeticiones insidiosas, sus ruidos, sus apariencias restrictivas. Pero fuera, en su instituto, esel marciano: sus compañeros se burlan de él. Lo ignoran, lo acosan, lo humillan. Dos de ellos, sobre todo, alcanzan altas cotas de bellaquería y crueldad, en las que caben el insulto, la agresión física y el robo.
La película incluye muchos elementos de interés: aborda el tema del acoso en las aulas, se asoma a las simas del trastorno síquico, tantea los efectos de la dependencia de lo virtual… En este último asunto nos encontramos un planteamiento original: a Ben el mundo ficticio creado en la pantalla no le priva ni limita, sino que lo libera y sana. Es una forma de terapia. Frente a la tendencia al alarmismo que genera el ciberespacio, la película reconoce que, gracias a esa realidad paralela, nuestro adolescente soporta la intensidad de lo físico y puede enfrentarse a su caos con algunas armas. Existen formas de fantasía escapista y otras que, al contrario, nos adentran por caminos insospechados en las entrañas de lo real: con este segundo tipo de imaginaciones se escuda el personaje y de su necesidad nos habla la película.             El director visualiza en muchos momentos cómo Ben se mueve por el mundo traduciéndolo al peculiar lenguaje de avatares, enemigos, pruebas y encrucijadas de su videojuego. Por eso alterna una y otra vez su imagen real con la de su personaje en la ficción: sus compañeros se convierten en monstruos; las calles, en mapas virtuales; sus deseos de liberación, en luchas sin cuartel a espada. Cuando el personaje observa sobre la misma pantalla en que juega las imágenes brutales que sus compañeros de clase han grabado de él tras subirlo a una mesa y desnudarlo, comprueba que, mal herido por esa bocanada fétida de realidad, ha llegado la hora de destruir el juego y, por tanto, de acabar con su vida. Sin la escapatoria imaginaria, Ben no puede enfrentarse al laberinto de su mente. En un final sorprendente que no descubriré del todo, la heroína con la que ha compartido cuitas ficticias sale de la pantalla para acompañarlo en los compases definitivos de su aventura.
A lo largo de todo el metraje se insiste en trazar un sabroso paralelismo entre Ben y Jesucristo. Una clase de religión donde el profesor reflexiona sobre las palabras de  Jesús en la cruz sobre el abandono del Padre; la humillación del protagonista en el aula, con mucho de pasión pública; las miradas que lanza a un crucifijo en la calle en un par de ocasiones, el hecho de que forje un crucifijo-estilete para vengarse de sus acosadores… Estamos ante una figura crística y esas continuas conexiones conducen hacia un desenlace que justifica todo este juego: si Jesús muere y resucita, entre otras cosas, para denunciar todas las injusticias del mundo, Ben se inmola y vuelve también a la vida para que se descubra el ignominioso comportamiento de quienes lo sometieron a indignidades y torturas.
Como transición a la última película que comentaremos hemos de decir que en una y otra se produce una solución narrativa final muy ingeniosa: cuando esperamos que los protagonistas recurran a la venganza violenta para librarse de sus enemigos, la inteligencia de ambos encuentra una salida menos visceral y más efectiva a sus conflictos: aquí, la puesta en evidencia de los linchadores del personaje central mediante una sorprendente estratagema; en Gran Torino, la inmolación de un anciano para liberar a unos jóvenes y posibilitar su futuro.
 
Gran Torino
 
Cuando un maestro del cine habla de senectud y muerte, de jóvenes, de religión, del peso del pasado, de convivencia multicultural, emigración, comunicación entre generaciones, familia o delincuencia juvenil podemos esperar todo menos discursos previsibles. No habrá limpias proposiciones éticas, ni redondas geometrías, ni personajes estereotipados y maniqueos. Nada de corrección política, nada de miedo a ofender o deseo de agradar. Si ese director es Clint Eastwood, que no ha escondido nunca su gusto por las formas más bruscas de la hombría, su aceptación de la violencia como salida al desorden, su escepticismo de perro viejo, su individualismo a ultranza, su tendencia al enaltecimiento del heroísmo a la americana (sea este un héroe problemático, absoluto, a contracorriente o a su pesar), habrá quien sospeche que buscar en este maremagno algo aprovechable en la clave humanista que proponemos se torna labor imposible.
Sin embargo, la profunda verdad artística de esta soberana película relativiza todo lo demás, lo vuelve secundario: la grandeza de este relato sobre ocasos vitales, sacrificios mesiánicos (otro más), puentes intergeneracionales y tolerancia al límite nos dice más sobre los seres humanos (y eso es lo que importa en nuestra lectura de las películas: conocernos más y mejor a través del cine) que cualquier bienintencionado canto a los buenos sentimientos de esos que esquivan las aristas del alma humana. El viejo director americano sabe que el deber de todo cineasta es contar con convicción una buena historia hasta hacerla verdadera. Lo demás es trampear y lanzar brindis al sol.
Walt Kowalski es un anciano que acaba de enviudar. Vive en un vecindario atestado de asiáticos, a los que aborrece. No soporta a su familia, se burla de los valores religiosos. Es mal hablado, machista y misántropo. No duda en encañonar con su escopeta a cualquiera que le amenace en su ostracismo voluntario. Bebe de más. Un tipo, a primera vista, insoportable, que rehuye el trato humano y espera la muerte atrincherado en sus prejuicios. Poco a poco vamos descubriendo que nada es tan simple: su pasado poco heroico en la guerra de Corea sigue pasando factura a este excombatiente; la pérdida de su mujer le ha condenado a la desorientación vital; sus formas tienen mucho de mecanismo de defensa. Tampoco es un bendito ni ama con toda el alma a sus semejantes, no vayamos a engañarnos. Pero el gigante egoísta no es sólo un viejo cascarrabias sin corazón.
La película empieza a definirse cuando Kowalski entra en contacto con dos jóvenes coreanos, dos hermanos que viven en la casa de al lado. Uno, Thao, el muchacho, intentó robarle su viejo coche (el “Gran Torino” del título, que encarna lo mejor de los tiempos perdidos) a instancias de una banda de criminales de su misma familia. La otra, Sue, la hermana, establece con él un vínculo estrecho y lleno de complicidad desde la naturalidad, la comunicación, la invitación a trazar puentes entre generaciones y culturas. Ella es el futuro posible, una mujer que, sin renunciar a sus raíces, se ha integrado en el país de adopción y, sin dejar de ser joven, acepta  la amistad sincera de un hombre de otra época. Cuando el grupo de delincuentes juveniles abusa de Sue y amenaza con malear a Thao, al que el viejo Walt ha acogido bajo su protección, este debe arriesgar una salida que posibilite el futuro de estos dos hermanos, personificación de todos los jóvenes de bien del mundo.
Clint no es pedagogo ni lo pretende: una panda de macarras del calibre de los que perfila la película no va a encontrar jamás a un profesor de película americana que los salve. Sólo merecen castigo. Pero, en un final impactante y sabio, el mejor Eastwood esquiva su pasado fílmico de vengador a tiros (recordemos Sin perdón, por ejemplo) y opta por la autoinmolación. Los malos deben acabar en la cárcel, la violencia sólo es una cadena sin fin que debe frenarse y si para ello un hombre sin mucho más futuro debe sacrificarse, bendita sea su entrega.
Llama la atención que una película rodada por un anciano sobre un viejo en días postreros se erija en la más juvenil de las propuestas de la temporada y la que de forma más halagüeña hable de la posibilidad de un futuro para las nuevas generaciones. Paradojas sólo al alcance de los genios.