Jóvenes en la ciudad: ¿Qué pastoral hacer con ellos y ellas?

1 diciembre 2000

PIE AUTOR
Secundino Movilla es profesor en el Instituto Superior de Ciencias Catequéticas «San Pío X».
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La mayoría de los jóvenes viven en la ciudad. La Pastoral Juvenil, por tanto, tiene ahí su «lugar teológico». Será considerando sus valores y contravalores, además de los símbolos y lenguaje propios de las nuevas generaciones urbanas, como podremos orientar dicha pastoral. El autor responde precisamente a los dos desafíos fundamentales que plantean los jóvenes en la ciudad: 1/ Qué tipo pastoral; 2/ Cómo entrar en diálogo con los símbolos y lenguajes de los jóvenes de hoy.
 
 
Los jóvenes son un reto permanente para quien con ellos vive y convive. Lo son para la familia, para la educación, la convivencia social y, cómo no, también para la pastoral. Un reto tan novedoso y cambiante que, a poco que uno se descuide, les pierde enseguida la pista y no consigue siquiera conocerlos o reconocerlos.
Los jóvenes de la ciudad lo son aún más, pues el ritmo trepidante que en la ciudad se vive hace que los cambios y las evoluciones (o las revoluciones) que en ella se van dando adquieran una celeridad que a muchos desconcierta.
La pastoral no es que participe de ese desconcierto, pero sí que debe ser pensada, orientada y enfocada desde las nuevas circunstancias que ofrece el marco urbano. A esa reflexión y orientación está especialmente llamada la pastoral de juventud, por tener que vérselas con el amplio sector joven que es mayoritariamente urbano y postmoderno.
Mi aportación en estas páginas quiere orientar la mirada hacia lo que es reconocible y perceptible en el estilo de vida postmoderno y en el ámbito de la ciudad para, desde ahí, indicar por dónde ha de orientarse y practicarse la acción pastoral.
 

  1. Vamos todos camino de convertirnos en «urbanitas»

 
Si es que por «urbanita» (¡perdón por el barbarismo!) entendemos al que se siente atraído y «enganchado» a la ciudad de tal forma que no puede prescindir de ella. La ciudad ejerce una especie de magia seductora. Atrapa irresistiblemente con su ritmo y estilo de vida. Por eso afluyen día a día a la ciudad contingentes numerosos y hacen que en ella termine concentrándose la mayor parte de la población.
Hay cosas que seducen y atraen en la ciudad, como es la estética de su arquitectura, de sus edificios emblemáticos y de sus rincones típicos, del diseño armónico de sus avenidas, parques y jardines, del incesante ir y venir de multitudes, del colorido de luces en la noche…; como es también la continua movilidad de desplazamientos en todas direcciones que genera la sensación de libertad; como es además la sucesiva exhibición de novedades que dispone los ánimos para la sorpresa; como es en fin la pluralidad y el contraste de estilos de vida, de ideas e ideologías, de comportamientos y actitudes…, que acostumbran a convivir con lo que es diferente y a ejercer la tolerancia.
 
Hay, en cambio, otros factores que no favorecen una vida placentera y agradable en el marco urbano, como es la celeridad y las prisas, que generan esa sensación de falta de tiempo; como es el individualismo de ir cada uno a lo suyo, en pos de lo inmediato y de lo útil; como es el agudizamiento de diferencias y contrastes entre los integrados y los excluidos, entre los poderosos y los desposeídos, entre el centro y la periferia.
Del estilo de vida ciudadana hizo también un diagnóstico el episcopado latinoamericano en su reunión de Santo Domingo (1992), constatando que “las relaciones entre las personas se tornan ampliamente funcionales y las relaciones con Dios pasan por una acentuada crisis” y describiendo al hombre urbano como aquel que “confía en la ciencia y en la tecnología, está influido por los grandes medios de comunicación social, es dinámico y proyectado hacia lo nuevo, consumista, audiovisual, anónimo en la masa y desarraigado”, pero al mismo tiempo como el que “valora su libertad, su autonomía, la racionalidad científico-técnica, su subjetividad, su dignidad humana y sus derechos” (SD 255). Todo un entramado de rasgos y de aspectos que no deja de plantear notables desafíos a la pastoral.
En la dinámica del mundo urbano moderno se ha operado asimismo una nueva configuración del tiempo y del espacio. El tiempo ya no es el tiempo cíclico y el espacio no está ya polarizado en torno a los lugares de poder sagrado, lo cual afecta considerablemente al imaginario religioso. La ciudad moderna es policéntrica en sus manifestaciones y “la lógica urbana no tiene centros, sino intereses en torno a los cuales se reúnen las personas”.
 
Por lo dicho, es obvio que la pastoral que ha de ejercerse en la ciudad no puede desestimar esos indicadores de la vida urbana. No puede dejar de tomar en consideración los retos y desafíos que plantean, por ejemplo, la movilidad y la celeridad de sus habitantes, la nota de subjetividad y de individualismo que, junto a las relaciones funcionales y anónimas, caracteriza a las personas en el marco urbano; no puede hacer oídos sordos a la dimensión estética, al gusto por la novedad, la sorpresa y todo lo que es audiovisual, a la afirmación de las cualidades propias del sujeto; como tampoco puede ignorar las consecuencias que se derivan de esa nueva configuración del tiempo y del espacio.
En ese clima urbano es en el que viven los jóvenes. Ellos y ellas protagonizan de manera espontánea y llamativa la mayor parte de esos rasgos. Sus actitudes y comportamientos así lo evidencian y lo manifiestan. A ellos, pues, hay que dirigir una mirada atenta.
 

  1. Postmodernos y urbanos, estos jóvenes del 2000

 
Por estar mayoritariamente ubicados en el mundo urbano, los jóvenes de hoy día personalizan y encarnan el estereotipo de vida de la ciudad. Aman la movilidad y el desplazarse continuamente de una parte a otra. Se sienten atraídos por ese colorido estético de los lugares que ellos frecuentan, donde hay afluencia, luces y ruido, música estimulante y excitante, donde hay ambiente. Prefieren un cierto anonimato dentro de lo que es la masa, buscan estar cerca de los demás, con cercanía física y de contacto, pero sin demasiada implicación de sus personas, con relaciones débiles. Tienden al individualismo y procuran defender celosamente la parcela de lo personal. Son consumistas —dentro de sus posibilidades, claro está— de lo que el mercado les ofrece, especialmente de la música, de la televisión, del vestir y divertirse, de los juegos de ordenador y de Internet. Y practican una tolerancia —de convicción o de conveniencia, según los casos— que les permite bandearse cómodamente en medio de la diversidad y de la diferencia…
 
Por estar inmersos en la cultura postmoderna, los jóvenes tratan de vivir con intensidad el momento presente. Andan ávidos de sensaciones nuevas y se dejan seducir por el consumo hedonista. Son subjetivistas a ultranza y tratan de mirarlo y de medirlo todo desde su propia percepción o conveniencia. Cuidan y valoran el cuerpo como muestra de aprecio hacia lo sensorial y lo placentero. Aman lo lúdico y lo festivo y sintonizan a las mil maravillas con las expresiones musicales del momento. Cultivan una ética que pueda parecer también estética. Practican la solidaridad —de corto o de largo alcance, según su motivación y su altruismo— como indicio de sensibilidad ante lo injusto y de generosidad…
De hecho, los jóvenes se consideran a sí mismos “consumistas, rebeldes e independientes”, en primer término. También se reconocen “presentistas (pensando casi sólo en el presente), leales en la amistad, solidarios, tolerantes. Vienen luego otra serie de factores positivos y negativos: trabajadores, egoístas, maduros, con poco sentido del deber y de sacrificio. Finalmente, apuntan la generosidad”.
 
Existen otros indicadores del comportamiento de los jóvenes que no deberían ser pasados por alto. Se advierte en ellos, por ejemplo, una cierta preferencia por los así llamados «valores postmaterialistas», tales como la realización personal, el diálogo, la comunicación y la expresividad. Conceden mucha importancia a lo que es inmediato y personal, a lo que el sujeto puede dominar en su entorno concreto e imponerle un marchamo propio, a lo que es, en definitiva, «personalizar»; y es que “en nuestra sociedad se busca individualizar con sentido personal lo común, rechazando lo general, lo que todo el mundo tiene que hacer; personalizar las cosas, es decir, darles un toque personal, se enmarca también en esta tendencia de expresividad”. Resaltan el valor que para ellos tiene lo vivencial, lo emocional, lo existencial, vital y experimental, algo que no puede dejar de tener su incidencia en la práctica de la religiosidad.
De esta breve consideración del mundo de los jóvenes, de su condición postmoderna y de su contextualización urbana, se desprenden algunos toques y llamadas de atención para una pastoral que de verdad quiera ser educadora y evangelizadora del amplio sector joven de nuestra sociedad.
 

  1. ¿Qué reclama todo esto de la pastoral?

 
Reclama ante todo un discernimiento, es decir, una lectura serena y sosegada de la realidad juvenil con la que nos encontramos y un pararse a pensar, con sentido crítico y constructivo a la vez, el por qué y el para qué, el cómo y el hasta dónde de nuestras intervenciones educativas y evangelizadoras. A propósito de la pastoral en la ciudad y de la inculturación del Evangelio en el hombre urbano, los obispos latinoamericanos reconocían la necesidad de “discernir sus valores y antivalores y de captar su lenguaje y sus símbolos” (SD 256). Y eso mismo es lo que corresponde hacer aquí: discernir los valores y contravalores de la juventud postmoderna y urbana y captar su lenguaje y sus símbolos, no de una forma arbitraria, claro está, sino por relación al Evangelio y a lo que representan los valores del Reino.
 
q Valores
 
Como valores de los jóvenes vale la pena destacar el aprecio que tienen por lo corpóreo y lo sensible (¡no en vano el cuerpo es también hechura de Dios!); el deseo de personalizar lo que dan y lo que reciben, lo que hacen, expresan y manifiestan, como queriendo realzar con ello la importancia del sujeto (¡por algo la singularidad de Dios se refleja de alguna manera en la singularidad de cada persona!); las ganas de comunicarse y de relacionarse, de dialogar y de compartir, de intercambiar y de estar con los demás en actitud tolerante (¡así es como se ha revelado Dios en Jesucristo, palabra y comunicación viviente, y así es como ha configurado también al ser humano!); un cierto sentido de gratuidad, al menos como necesidad sentida, del que deriva tal vez ese impulso hacia la solidaridad (¡posiblemente un pálido reflejo de la gratuidad y solidaridad divinas!); la apertura e inclinación hacia lo nuevo, hacia una realización más plena, con predisposición también para la sorpresa (¡en Jesucristo se da la novedad por excelencia: Él es el Hombre Nuevo!)…
 

 Contravalores

 
En los comportamientos de los jóvenes se advierten, de otra parte, no pocos antivalores, en relación al Reino y al Evangelio, entre los que se puede señalar el individualismo exagerado, y en ocasiones egoísta, que repliega al sujeto a su pequeño mundo privado (y que no parece cuadrar muy bien con la fraternidad abierta y universal a la que se refería Jesús); el subjetivismo narcisista que incapacita para el reconocimiento de lo que es objetivo (“nunca hice lo que debía, siempre hice lo que creía”, dice un anuncio publicitario, mientras que el Evangelio invita más bien a ver la realidad desde el Otro —Dios— y desde los otros —los pobres—); la inclinación hedonista que lleva a buscar el placer por el placer (y que rehuye y no le ve ningún sentido al sacrificio y a la cruz); el consumismo exacerbado que nunca se ha de ver saciado y que termina haciendo «consumidores consumidos» (cerrando así el camino a la maravillosa experiencia de que «hay más gozo en dar que en recibir»); la ética de apariencias o de conveniencias y no de convicciones (que difícilmente inducirá al seguimiento de Cristo con todas las consecuencias)…
 
Símbolos y lenguaje
 
Pero además de analizar y discernir la convergencia/divergencia que se percibe en los comportamientos de los jóvenes con relación al Evangelio, hay que procurar también captar su lenguaje y sus símbolos. Captar en el sentido de conocer y de percibir los retos y demandas que se desprenden de ese lenguaje simbólico para la pastoral juvenil.
Predomina entre los jóvenes postmodernos y urbanos el lenguaje del presente acelerado y fugaz, el lenguaje de la velocidad y hasta del vértigo, cuyos símbolos representativos podrían ser el coche, la moto… y hasta el eslogan consumista de «usar y tirar». A ello va unido el lenguaje audiovisual o de la imagen, o mejor dicho el de la sucesión rapidísima de imágenes, cuyo símbolo más claro serían los juegos de ordenador y el Internet, hasta el punto de que, como sostiene Manuel Rivas, “se habla ya de una nueva cultura, la generada por la expansión cibernética, en la que la fórmula triunfadora es juventud más velocidad…; en la vida, como en los juegos de ordenador, lo que no ocurre vertiginosamente resulta antiguo, y, lo que es peor, aburrido”.
 
En medios juveniles tiene fuerza de arrastre también el lenguaje de la moda, el prurito irresistible del significarse por lo que uno lleva encima, de donde se deriva esa especie de mimetismo de las pautas de conducta y de una identidad venida del exterior, y que tendría como símbolo las marcas, los adornos, peinados y amuletos, los piercing, etc. Con ello guarda una cierta relación la compostura estética que persiguen no pocos jóvenes en su manera de comportarse y de exhibirse, y sobre todo de divertirse, como se echa de ver en el símbolo de la noche, en lo que ella representa para los jóvenes como oportunidad de desinhibición y de transgresión, de ruptura con la monotonía diaria, de suspensión del tiempo, etc.
Vital y universalmente compartido resulta para los jóvenes, qué duda cabe, el lenguaje de la música, que toca tan de cerca su fibra emocional y su disposición para lo lúdico y festivo, y que vehicula “simbologías de su gusto, componentes de espectáculo y elementos que somatizan polisensualmente”. Símbolos de ese lenguaje son, entre otros, los conciertos,el ritmo vibrante de las discotecas, los cassettes y auriculares continuamente pegados a su cuerpo, etc.
 
Indicativo es, por último, el lenguaje del estar juntos, de ese tipo de relaciones cálidas, gratificantes y cercanas, aunque no demasiado comprometedoras, que buscan constantemente los jóvenes. No se reconocen a sí mismos como tales si no es en compañía de colegas y de amigos. Símbolo y manifestación de todo ello es la movida que inexorablemente se repite los fines de semana.
A toda esa gama de lenguajes y de símbolos ha de prestar suma atención la pastoral de juventud. Sin conocer esos indicadores, es decir, sin percatarse de lo que los jóvenes sienten y piensan, de lo que ellos prueban y experimentan y reflejan en sus actitudes de vida, no es posible hacer propuestas pastorales que sintonicen y conecten mínimamente con su situación. El criterio de la encarnación, que tanto invocamos en la pastoral, debe impulsarnos precisamente a acercarnos a «los jóvenes en situación».
 
 

  1. La pastoral con los jóvenes de la ciudad

 
Debe orientarse a realizar un trabajo que, sin descuidar el dinamismo e impulso propio de la evangelización, tome buena nota de los fenómenos que emergen en el mundo urbano y de los rasgos más característicos de la condición postmoderna de los jóvenes. Es condición previa para una buena orientación en pastoral: partir de la realidad que nos envuelve y nos sitúa, que es como es porque es reflejo de la vida misma, que esconde no pocas «posibilidades de evangelio» (aunque resulte también, en ocasiones, demasiado ambigua). La realidad determina en buena parte lo que es posible o conveniente hacer en pastoral. En el caso que nos ocupa, el contexto urbano y el talante de vida postmoderno en el que vive inmersa la mayoría de los jóvenes están demandando, aquí y ahora, una determinada orientación y realización de la acción pastoral.
 
4.1. Ciudad y pastoral
 
¿Qué demanda a la pastoral el conjunto de fenómenos que configura el vivir urbano?
Que se dé todo el impulso necesario al deseo de individualización y de personalización que manifiestan las gentes en general, y los jóvenes en particular, en el ámbito de la ciudad. Que el sujeto sea tenido suficientemente en cuenta por él mismo, en la afirmación de su libertad y autonomía, de sus aspiraciones y derechos, y también en la originalidad de su expresividad. La ciudad proporciona, entre otras cosas, una mayor sensación de libertad y, consiguientemente, también de responsabilidad en las decisiones personales que hay que tomar ante una pluralidad de ofertas. Por eso hay que cuidar y trabajar en pastoral las nuevas formas de subjetividad, como son el deseo de autonomía, de felicidad, de realización personal, de esperanza en un futuro mejor, etc. Desde las plataformas de Iglesia, la pastoral puede mostrar a ésta como rehabilitadora de la dignidad personal, en un reconocimiento recíproco —jóvenes e Iglesia— bajo forma de empatía, pues sólo cuando se acepta a la otra persona como única e individual es posible sentir empatía y ubicarse con cariño y comprensión en su encrucijada.
 
Conocedora del anonimato que impera en la ciudad y de las relaciones funcionales y superficiales que organizan entre sí los jóvenes, la pastoral ha de ser sobre todo práctica de la acogida y del acompañamiento de esos jóvenes, proporcionándoles espacios de encuentro y de intercambio, de comunicación vital y existencial, de compartir sincero. La pastoral podrá mostrar así el rostro de una «Iglesia samaritana» y demostrar de manera efectiva que “la convocatoria eclesial en el mundo de los jóvenes se articula primariamente en torno al valor de la compañía y de la proximidad que se ejercen como comunicación personal y tiene su tiempo propio en la cotidianidad”. Podrá incluso educar esa disposición para la tolerancia que se advierte en los jóvenes, con el fin de que pase de ser una tolerancia de conveniencia a ser una tolerancia de convicción, que reconoce y acepta lo que es diferente no con la indiferencia del que todo le da igual, sino con una verdadera implicación vital y personal.
El factor de rapidez y de celeridad, de movilidad incesante, que se refleja en el vivir urbano, reclama una pastoral más «flexible y abierta», más ágil y más «misionera» (SD 257). No es procedente que en medio de los cambios tan rápidos y continuos como los que se experimentan en la ciudad se siga haciendo una pastoral fija y repetitiva, casi mecánica, de prácticas habituales, poco dispuesta a la novedad y a la creatividad. Procurando evitar, eso sí, el extremo contrario de organizar la pastoral sólo en función de las necesidades momentáneas e inmediatas que se perciben en el comportamiento cambiante de los jóvenes.
 
El hecho de que en la ciudad se haya operado un desplazamiento de los «lugares-espacio» a los «lugares-interés» invita a practicar por ello mismo “una pastoral ambiental y funcional, diferenciada según los distintos espacios de la ciudad” (SD 260), una pastoral que privilegie los centros de interés. Si bien hay que advertir que la lógica de los intereses tiende a favorecer momentos comunitarios y no tanto la creación de verdaderas comunidades. Será éste un aspecto en el que habrá que trabajar por añadidura.
Tampoco habrá que desoír el gusto por lo estético, la inclinación hacia lo nuevo y la disposición para la sorpresa, que constituye una de las aspiraciones más vivas de los jóvenes urbanos. En efecto, la pastoral de la ciudad está desafiada hoy por la belleza. ¿No hay aquí un reclamo importante para que la Iglesia en su ser y en su actuar, en toda su expresividad, se muestre como mediación visible de la suprema belleza que es Dios? ¿No hay aquí todo un desafío para que en nuestras celebraciones y asambleas comunitarias, en nuestra manera de construir el Reino y de armonizar las relaciones fraternas… aflore mucho más lo estético y lo bello?
 
4.2. Pastoral, símbolos y lenguaje
 
¿Qué demandan, por otra parte, los lenguajes y símbolos con que se expresan hoy día los jóvenes postmodernos a la orientación y a la praxis que debe adoptar hoy la pastoral del juventud?
Para con el lenguaje y actitudes de los jóvenes que realzan la vitalidad el presente la pastoral debe hacer ver que también ella valora la riqueza y densidad de cada instante, del aquí y del ahora, pues lo considera como kairòs, como oportunidad y gracia, como vida en estado intenso, como condensación de lo que ha sido el pasado y ha de ser el futuro. Por referirse a Jesucristo, que «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8), ella se sabe memoria y profecía, pero desde una viva actualidad en el presente. Y es desde esa referencia a Jesucristo desde donde la pastoral debe educar e impulsar una identidad en los jóvenes que sea progresiva, abierta y dinámica (la «identidad narrativa», de la que hablaba Paul Ricoeur), pero que nunca llega a des-centrarse ni a perder el punto de mira.
 
Para con la «ética estética» o de apariencias bien vistas, que parece estar de moda entre la juventud postmoderna, la pastoral debe hacer un aporte de concienciación y de estímulo. Debe invitar a los jóvenes a progresar desde una ética más bien aparente a una verdadera moral del seguimiento, pues a eso apunta precisamente la radicalidad evangélica. Todo lo que se exhibe y recomienda como light debe ser confrontado y convertido al «sí», definitivo y consecuente, que es Jesucristo.
En relación a la valoración de lo corpóreo, de lo emocional y sensible, que tan claramente ponen de manifiesto hoy día muchos jóvenes, la pastoral debe saber reconocerla y estimarla en su justa medida (y debe incluso mostrarse agradecida a este recordatorio que le hacen los jóvenes), pues de siempre la sensibilidad de la persona -y el cuerpo en el que ella resuena y a través del cual se expresa- ha sido un componente importante en las vivencias de fe. No se puede hoy día pensar en la educación de la fe sin integrar en esa educación la dimensión de lo emotivo, de lo sensible, de lo corpóreo, Si, acaso, el desafío que se plantea aquí a la pastoral es cómo hacer para que los jóvenes pasen de las vivencias a las experiencias de vida y de fe, cómo hacer para pasar de la vivencia a la experiencia, lo que supone la necesidad de asumir procesos tanto en la educación como en la evangelización. Aquí echa sus raíces también el talante lúdico y festivo, que anima en general la vida de los jóvenes, y que debería incorporarse mucho más efusivamente a la pastoral juvenil, teniendo en ella cauces mucho más expresivos.
 
La importancia que tiene hoy día entre los jóvenes el lenguaje visual, el uso (y el abuso) que de él hacen y la facilidad con que en él se expresan, reclaman que la pastoral se ponga también en esta onda. No podemos seguir haciendo pastoral en medio de los jóvenes con sólo palabras, libros y papeles… La «era de la imagen» pide, sin duda, que la pastoral vuelva a recobrar y a actualizar la fuerza de lo icónico y de lo simbólico. Y en la medida en que la pastoral se adentre en este campo descubrirá además la necesidad de incentivar a los jóvenes a que no se contenten con navegar por la «realidad virtual», sino a que se confronten con la «realidad real».
Un último reto que se plantea a la pastoral juvenil está en el hecho de acompañar y de educar la sensibilidad de los jóvenes hacia la solidaridad. Hay probablemente una disposición valiosa por su parte, no exenta de ambigüedad, que requiere ser practicada y madurada no como actitud de moda pasajera, sino como experiencia profunda de vida. A ello puede ayudar el oportuno discernimiento y acompañamiento. Así podrá mostrar también la pastoral el rostro de una «Iglesia solidaria», que no sólo se pone de parte de los últimos y que hace suya la causa de los excluidos, sino que interviene eficazmente en las estructuras sociales para que no haya ni últimos ni excluidos.
 
Varias son, pues, las tareas y los cometidos que debe acometer la pastoral con jóvenes en la ciudad. Hay toques de atención desde la realidad urbana y postmoderna que la pastoral no puede dejar de atender, porque en ello le va la correcta orientación de su labor. Y hay demandas, urgencias y desafíos, provenientes de esa misma realidad, a los que la pastoral debe entregarse con ilusión y pasión, porque le va en ellos la realización de su misión. n
 

Secundino Movilla

estudios@misionjoven.org
 J.B. LIBANIO, A Igreja na cidade, en: «Perspectiva Teológica» 28(1996), 22.
 P. GONZÁLEZ BLASCO, Jóvenes españoles 2000, Acento Editorial, Madrid 2000, 88.
 P. GONZÁLEZ BLASCO, o.c., 19.
 La obra de G. SCHULZE, La sociedad de la vivencia (Francfort 1992) detecta una tendencia similar en el conjunto de la sociedad, al menos de la sociedad más vanguardista.
 J.J. GÓMEZ PALACIOS, Lenguajes y símbolos juveniles, en: «Revista de Pastoral Juvenil» 313 (1993), 5-35.
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 J. GARCÍA ROCA, l.c., 20-21.
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