No todos los jóvenes son iguales. La misma estructuración social estratificada marca diferencias significativas. No es lo mismo ser joven en situación de integración y de confort que vivir en los márgenes de la exclusión social o estar anclado en la franja de la más estricta vulnerabilidad.
Con todo, más allá de las razonables diferencias, si hacemos caso a lo que dice la sociología descriptiva, podríamos destacar tres valores fundamentales en la juventud actual: el deseo de libertad, el afán de experiencias y el anhelo de conexión.
En primer lugar, está el deseo de ser libres. Desde tiempos inmemoriales, la juventud ha simbolizado el ímpetu de la libertad, pero también es cierto que los jóvenes de hoy ofrecen unas características peculiares: han nacido y crecido en la democracia, en libertad (los que nacieron en 1975 tienen ya 33 años). No conocen otro horizonte político ni otro entorno cultural. Y como, además, viven sin las penurias económicas de décadas pasadas, su libertad implica también la posibilidad de ejercer el consumo con bastante eficiencia.
Valoran profundamente la libertad, hasta el punto de no poder imaginar una vida en la que ésta esté ausente; pero en realidad no está claro que la ejerzan, en parte quizás porque la dan por supuesta, no han tenido que luchar por ella.
Nuestro mundo les ofrece una cierta sensación de libertad que, a la vez, atrofia su misma capacidad. Son libres, cuanto menos desde un punto de vista religioso, político, cultural, pero se sienten fatalmente arrastrados por la lógica del mercado.
La ambigüedad en el modo juvenil de situarse ante la libertad es clara: una libertad a la carta, centrífuga, sin compromisos estables, desvinculada del bien común. Una libertad-de, pero no una libertad-para. Una libertad, al fin y al cabo, sin proyecto propio, víctima fácil de todo tipo de manipulación.
El segundo gran rasgo que define a la juventud actual es el afán de tener experiencias o lo que coloquialmente se denomina el puenting.
Se mueren por romper el aburrimiento, hacer algo, vivir lo instintivo, hacer caso a los impulsos inmediatos, disfrutar, no tener que dar razones para hacer lo que apetece. Todo ello constituye un valor para los jóvenes. Ahí están consumiendo deportes de riesgos o de aventura, la pluralidad de experiencias sexuales, la nueva generación de drogas, el interés por experiencias religiosas diferentes, los juegos animados por ordenador.
Como explica Josep Maria Lozano, la juventud actual no se orienta por brújula, sino por radar. No tiene un norte fijo al que seguir, sino que más bien experimenta distintas cosas, prueba, recibe estímulos diversos… y, a partir de ahí, intenta sacar sus propias conclusiones provisionales para seguir avanzando.
Obviamente, este hecho tiene también unas consecuencias dramáticas para los propios jóvenes, pues al verse sometidos a un nivel tal de excitación (sobreexcitación), encuentran cada vez más difícil acceder a alguna experiencia gratificante. La dinámica de buscar experiencias siempre nuevas y cada vez más llamativas corre veloz, de la mano acechante del desencanto.
Quizás el símbolo juvenil por excelencia de este momento que vivimos sea el teléfono móvil. Se ofrece al joven la oportunidad de estar conectado con sus amigos, de mandarles mensajes en cualquier momento y sobre cualquier temática. ¡Qué más da! ¡Lo importante es estar conectado!
En medio del anonimato y de la soledad, el teléfono móvil, las macrofiestas, internet, el correo electrónico, los conciertos de música pop, el chateo, el botellón, los programas interactivos de televisión y, especialmente, los macrofestivales veraniegos, ofrecen oportunidades para encontrarse con otros, para sentirse acompañado, para experimentar vínculos, aunque sean virtuales.
e-cristians.org, 01/02/2008