Pedro José Gómez es Profesor de la Universidad Complutense y del Instituto Superior de Pastoral (Madrid)
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo parte de la situación preocupante que se advierte: los jóvenes desaparecen de las parroquias, y muchos se preguntan: ¿qué hacemos o qué hemos hecho mal? Analiza el cambio sociocultural que se ha producido entre nosotros y en el que se encuentran las raíces del distanciamiento juvenil, y los distintos modelos de parroquia que cronológicamente se han sucedido. Señala también algunas paradojas e insuficiencias pastorales y propone algunas pistas para relanzar la potencialidad evangelizadora de la parroquia.
“Había una vez un párroco que andaba desesperado. En su parroquia habían comenzado a pulular una serie de incómodos ratoncillos que aparecían en cualquier lugar en los momentos más inoportunos… El pobre párroco no sabía que hacer. Había probado a poner pequeñas cantidades de raticidas convencionales que compró en la droguería del barrio. Pero todos sus esfuerzos habían resultado inútiles. Los ratoncillos surgían en cualquier momento y a cualquier hora.
Las mujeres que acudían a la parroquia comenzaron a sufrir tantos sobresaltos encadenados que la asistencia parroquial descendió a niveles insospechados. Abatido y sin soluciones humanas, el sacerdote acudió al obispo para contarle la terrible desgracia que asolaba a su parroquia. El obispo, con una sonrisa paternal, le sugirió que acudiera a una empresa especializada en desratización. Sin duda que los profesionales tendrían solución para aquel pequeño problema… Y el párroco marchó con la convicción de haber hallado la respuesta al problema que amenazaba con desertizar pastoralmente su parroquia.
Pero al cabo de cuatro semanas volvió a presentarse ante su obispo con el rostro abatido y ojeras de no dormir. Con voz compungida, relató al señor obispo que la mejor empresa de la ciudad había fracasado en el intento. Los ratoncillos seguían allí, en su parroquia, enseñoreándose de todo y fluyendo desde los rincones más insospechados. Fue entonces cuando el señor obispo, bajando la voz como quién revela un secreto, sugirió al apesadumbrado sacerdote un remedio infalible:
“Mire, una tarde de estas iré personalmente a su parroquia. Pondremos pequeñas raciones de queso, dejaremos que salgan los ratoncillos de sus rincones… y, cuando los tengamos frente a nosotros, los “confirmaré” a todos ellos. Ya verá usted como no vuelven a pisar la parroquia. De esta forma, se verá definitivamente libre de la plaga de ratones”.
- Una situación preocupante
Con esta deliciosa narración iniciaba el salesiano y miembro del consejo de redacción de Misión Jóven, J. J. Gómez Palacios, un magnifico artículo sobre los jóvenes publicado hace pocos años en la revista Sal Terrae[1]. Y quienes nos dedicamos a la pastoral de juventud o simplemente participamos de la vida ordinaria de las parroquias sabemos que el cuento no es una mera obra de ficción humorística, sino una desenfadada descripción de la realidad.
Los últimos datos sociológicos sobre la religiosidad juvenil apuntan en el mismo sentido. Según el conocido informe Jóvenes Españoles 2005, el porcentaje de jóvenes españoles que cree en Dios es del 55%, los que se consideran católicos el 48%, los que confían mucho o bastante en la Iglesia como institución el 42%, los que asisten a la iglesia mensualmente un 10%, los que participan frecuentemente en la Eucaristía el 5% y los que creen que en la Iglesia se dicen cosas importantes para la vida el 2,2% [2]. Para que caigamos en la cuenta del tremendo “cambio climático” al que hemos asistido en el ámbito religioso puede ser bueno recordar algunos datos de la vivencia religiosa de los jóvenes en 1960: se autodenominaban fervientes el 7% de los varones y el 17% de las mujeres; normales el 69% de los varones y el 74% de las mueres; tibios el 16% de los varones y el 6% de las mujeres; y no practicantes el 7% de los varones y ninguna mujer. En ese mismo año, declaraban no faltar ningún domingo a la misa, el 71% de las jóvenes y el 40% de los varones [3].
De un modo menos literario o científico pero igual de contundente se expresaban un grupo de mujeres de las parroquias del arciprestazgo de Leganés –en su mayoría catequistas y animadoras de la liturgia- cuando hace tres meses me pidieron una charla con el siguiente e insólito título: “¿Qué hemos hecho mal para que se vayan todos los jóvenes?”. La pregunta indicaba una honda preocupación que se encuentra muy extendida entre nosotros–¿cómo no hemos sabido transmitir el tesoro de nuestra fe a nuestros hijos?- pero también, y esto es lo que a mí más me duele, un determinado sentimiento de culpa -¿será que no nos hemos esforzado lo suficiente, que somos unos testigos tibios, que no somos suficientemente coherentes, que no sabemos formular el cristianismo de un modo atractivo…?. Es lógico que experimentemos estos sentimientos cuando muchos de nosotros hemos empleado mucho tiempo e ilusiones en comunicar la Buena Noticia a los jóvenes y, sobre todo, cuando sabemos por propia experiencia la extraordinaria suerte que significa creer en Jesús y vivir su Evangelio.
Pero es equivocado e injusto pensar que el desentendimiento generalizado de los jóvenes respecto al cristianismo se debe a “lo mal que lo hemos hecho”. El problema se sitúa, sobre todo, en otro lugar: el del enorme cambio cultural que hemos experimentado en España en las últimas décadas más profundo y acelerado que el del resto de Europa [4]. Si algo puede criticarse a la Iglesia es no haber sabido responder al acelerado ritmo de cambios de los nuevos tiempos. Y, siendo sinceros, hay que reconocer que no resulta nada fácil que una institución tan grande y que tiende a considerarse portadora de valores eternos pueda adaptarse a mutaciones tan veloces y profundas. Pero aquí viene a cuento la máxima: renovarse o morir.
- Parroquia y cambio sociocultural
Resulta imposible exagerar como se ha podido transformar la sociedad en medio siglo. En realidad, hoy nos encontramos a caballo entre tres culturas entendidas como sensibilidades ante la vida: la premoderna, la moderna y la posmoderna. Las tres coexisten en nuestro entorno, aunque con el lógico declive de la primera y el pujante ascenso de la última en los países económicamente desarrollados. Las tres mentalidades han producido modelos de parroquia diferentes que, en nuestro país se han sucedido cronológicamente. Hagamos un ejercicio de memoria para situar más adecuadamente el momento en el que nos encontramos. Confío en que la inevitable simplificación del los tres paisajes parroquiales que describo a continuación, haciendo mención expresa de su vinculación con los jóvenes, no conduzca a una visión completamente distorsionada de su realidad.
2.1. La parroquia tradicional
Ubicada típicamente en el mundo rural –lugar de su origen remoto-, la parroquia alimentaba una experiencia religiosa percibida como “normal”, “natural”, “inmutable” y “ampliamente mayoritaria”. Lo religioso lo impregnaba todo y remitía a un tiempo casi eterno ordenado por el sonido de las campanas. La iglesia parroquial, situada en el centro del pueblo, manifestaba geográfica y espiritualmente la importancia de la fe. La ubicación de los asistentes en el interior del templo, en especial en las grandes solemnidades, expresaba con claridad el lugar de la autoridad y el orden. Incluso la separación de varones y mujeres sancionaba una situación social de grave discriminación de género. El cura, el alcalde, el maestro, el médico y el boticario son, como recordaba una costumbrista canción de José Luis Perales, el centro del poder. La parroquia ejerció durante buena parte del franquismo como institución de control social (desde la mirada crítica hacia los que no “iban a misa” a la emisión de certificados de comunión para cobrar el jornal) en lugares pequeños donde todos se conocían y siendo los sacerdotes mayoritariamente conservadores tanto desde el punto de vista religioso como político. Predominaba en España una religiosidad muy arraigada pero muy poco ilustrada y personalizada críticamente (la mayoría de la gente poseía estudios muy elementales).
En este contexto, la parroquia era una institución especializada en el cultivo de lo “sagrado”: culto, doctrina y moral. Aunque la sombra de “lo sagrado” fuera alargada y afectara significativamente a los ámbitos social, político y, especialmente, al mundo de la vida familiar y de la sexualidad. La mayor parte de los cristianos ejercía una función meramente pasiva: los feligreses asistían a las celebraciones litúrgicas como espectadores individuales que alimentan su piedad aisladamente. Existían signos externos que visibilizaban la desigualdad intraeclesial muy claramente: el altar para los clérigos y la nave para el pueblo, las mujeres en una zona de la iglesia y los hombres en otra, la falta de espíritu crítico (“doctores tiene la Santa Madre Iglesia”…), etc. Cuando el concilio transformó algunos signos muy visibles como el del idioma de culto, siguieron subsistiendo muchas parroquias cuyo estilo seguía siendo muy tradicional.
La parroquia preconciliar no desarrollaba una actividad muy intensa o específica con los jóvenes. Los niños recibían una breve preparación para la primera comunión a través de la memorización de las preguntas y respuestas del catecismo que se consideraba formación religiosa suficiente para toda la vida. Los jóvenes reproducían los patrones aprendidos de los adultos (varones o mujeres) y, todo lo más, se sumaban a las prácticas de la religiosidad popular: romerías, cofradías, hermandades, etc. Una minoría podía asistir a actividades más personalizadas como ejercicios espirituales o retiros. De hecho, la socialización ambiental y familiar era suficiente para que los jóvenes se hicieran adultos asimilando las convicciones religiosas de sus mayores.
2.2. La parroquia postconciliar
Un cambio social muy importante se produce a partir de los años 60 con el desarrollo económico de nuestro país: los barrios de las grandes ciudades crecen a partir de la actividad industrial, llenándose de vecinos procedentes del mundo rural que se encuentran, al principio, un tanto desorientados. Las ciudades representan un ámbito social mucho más anónimo, crecientemente plural y mucho más permeable al pensamiento moderno: ciencia, espíritu crítico, emancipación, igualdad, etc. El concilio Vaticano II trajo, por su parte, un cambio profundo de eclesiología: de concebir a la iglesia como Sociedad Perfecta jerárquicamente articulada en estamentos desiguales, se pasa a describirla a través de las imágenes de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo o Templo del Espíritu. Pero, además, propugnó un cambio radical de mentalidad respecto al mundo que ha sido felizmente expresada como el paso “Del anatema al diálogo”. La aceptación de la libertad religiosa (nadie puede ser forzado a creer) y de la igualdad fundamental que existe entre todos los bautizados (más allá de la existencia de ministerios y estados de vida distintos), condujo a la búsqueda de estructuras más igualitarias y participativas para favorecer la participación del laicado y la renovación de la actividad catequética, litúrgica y caritativa.
A nivel de la vida de las parroquias se observan dos grandes cambios. En el terreno específicamente religioso se inventan todo tipo de actividades para iniciar, renovar y personalizar una fe, que ya no se va a sostener en un ambiente religioso que no es homogéneo y que, incluso, puede llegar a ser hostil con el cristianismo. Se percibe la urgencia e importancia de evangelizar a los bautizados, ya que, en su mayoría, carecen de una experiencia de fe personalizada o la tienen formulada en unas claves culturales y religiosas superadas tanto por la cultura de la modernidad como por la teología del Vaticano II y se constata, así mismo, la necesidad de articular comunitariamente la fe, superando el individualismo anterior. Por otra parte, en el terreno social, las parroquias van a jugar un papel decisivo en la transición social y política de nuestro país. En los nuevos barrios, creados por la afluencia de personas procedentes de mundo rural, la parroquia se convierte en lugar de encuentro social y creación de vínculos de amistad, en centro de servicios sociales de primera necesidad, en altavoz de críticas al régimen franquista, en espacio de reinvindicaciones vecinales, en escuela popular para gentes con baja formación, en foro de debates, en espacio liberado para las reuniones clandestinas de partidos sindicatos y asociaciones, etc. De este modo, la parroquia pasará a ser una institución importante y valorada por los vecinos por su doble función, religiosa y social.
Es entonces cuando los jóvenes empiezan a tener una atención específica –la pastoral de juventud- al comprobarse que su mundo cultural se diferencia notablemente del de sus padres y que el cristianismo convencional, propio de la etapa anterior al concilio, tiene muy poco atractivo para las nuevas generaciones. A mi modo de ver, la creatividad y generosidad de miles de agentes de pastoral empeñados en evangelizar los espacios juveniles durante las décadas de los setenta, los ochenta y los primeros años noventa, no puede minimizarse en absoluto: campamentos, convivencias, pascuas juveniles, campos de trabajo, coros, grupos de tiempo libre, equipos deportivos, clubes juveniles, voluntariados, catecumenados, etc. Dos fueron, a mi modo de ver, los pilares sobre los que se construyó esta acción pastoral: el monopolio eclesial del ocio educativo y la recuperación del sacramento de la confirmación como ocasión para intentar un proceso de educación en la fe. Ni que decir tiene que muchos padres que sentían cierta impotencia para comunicar su experiencia religiosa a sus hijos y que confiaban en la seguridad que emanaba de la institución eclesial frente a los crecientes peligros de ”la calle” empujaron a muchos niños, adolescentes y jóvenes a las actividades parroquiales.
2.3. La parroquia actual
El contexto en el que operan las parroquias en la actualidad viene marcado por el paso de la sociedad industrial a la de los servicios y el ocio, por la extensión de la sociedad del bienestar con sus secuelas de individualismo, consumismo e indiferencia religiosa, que aleja de los espacios eclesiales a la mayoría de nuestros conciudadanos[5]. Podemos decir que la dimensión religiosa ha quedado relegada a un lugar marginal de las preocupaciones colectivas y que sólo aparece cuando se trata de expresar simbólicamente acontecimientos vitales muy significativos como el nacimiento, el matrimonio y la muerte. El clima cultural de la posmodernidad ha debilitado las creencias, ha erigido el disfrute como criterio de orientación vital y potencia un estilo de vida notablemente superficial. Las iglesias, al mismo tiempo, no están siendo capaces de descubrir los valores positivos de este clima cultural: la tolerancia, la pluralidad, la humildad, el valor de la corporalidad, la sensibilidad ante la naturaleza, el rechazo de todo tipo de discriminaciones, la recuperación de los sentimientos y la estética, etc. Y, lo que es peor, mantienen posiciones en el terreno de la organización interna (clero-fieles; varones-mujeres)o en campos como la moral sexual y familiar que son percibidas por la mayor parte de los ciudadanos –creyentes incluidos-como profundamente anacrónicas y autoritarias.
Por otra parte, muchas de las funciones sociales que la parroquia venía desarrollando son menos demandadas por una sociedad mucho más individualista que privilegia los espacios privados sobre los públicos o son ahora realizadas por instituciones públicas o privadas carentes de cualquier referencia religiosa. La democracia ha desplegado un conjunto muy diverso de iniciativas sociales, sindicales y políticas. Las distintas administraciones y asociaciones varias prestan un amplio abanico de servicios sociales, culturales y recreativos que antes tenían su arraigo natural en la parroquia. Esto, como es natural, ha reducido el ámbito de actuación de las misma, su importancia y significatividad pública. Muchos de nuestros conciudadanos prefieren demandar servicios de un modo anónimo e individual a formar parte de tejidos humanos estables.
Los jóvenes, en general, brillan por su ausencia debido a que lo religioso se encuentra cada vez más alejado de sus preocupaciones cotidianas. Los motivos de esta situación son múltiples. De hecho, creer se ha vuelto una opción minoritaria que conlleva el esfuerzo de ser justificada en los entornos juveniles; la institución reguladora –la Iglesia- posee una imagen muy negativa entre los jóvenes que, además, son alérgicos a las grandes instituciones; sus padres son incapaces de comunicar la fe con convicción o encarnar un tipo de existencia creyente atractiva; al ocio educativo –espacio privilegiado de la evangelización juvenil- le ha salido el fuerte competidor del ocio consumista; el valor social del sacramento de la confirmación se ha reducido de un modo significativo, etc. Añadamos a estos fenómenos el agravante de que la brecha generacional tiende a realimentarse así misma: no es muy probable que los jóvenes deseen participar en espacios donde ellos son muy pocos y la tercera edad representa el 80 % de los asistentes. Se produce, así, lo que Javier Elzo ha denominado “el divorcio asimétrico” porque, mientras la Iglesia desea contar con los jóvenes y se dirige e ellos con toda suerte de reclamos, estos huyen de las proposiciones amorosas de la primera[6]. Y en este desconcierto nos preguntamos: ¿Qué hacer?
- Los jóvenes y la parroquia: algunas paradojas
Como hemos señalado, las raíces profundas del distanciamiento juvenil respecto a las comunidades cristianas se encuentran en el acelerado cambio socio-cultural, en el intenso proceso de secularización y en la aguda crisis pública de la institución eclesial global. No obstante, en el terreno cercano de la vida común de las parroquias –del que la mayoría de los jóvenes han tenido, hasta ahora, una impresión mucho más positiva que de la “gran Iglesia”- pueden encontrarse también pistas para comprender el progresivo éxodo juvenil. Voy a plantear telegráficamente algunas paradojas o insuficiencias pastorales, que me parecen importantes[7]:
- La acción evangelizadora entre los jóvenes ha mostrado durante años mucha capacidad de dinamización, como señalábamos en el apartado anterior, pero con frecuencia, todas esas actividades –divertidas y muy positivas desde el punto de vista de la educación en valores- no fueron suficientes o adecuadas para hacer posible en encuentro personal con Jesucristo en la fe. Cuando se diluían los lazos afectivos, cuando la pérdida de novedad de las actividades reducía su atractivo o cuando cambiaban las circunstancias en las que vivían los jóvenes (el paso del colegio al instituto o la universidad; el cambio de amigos o pareja; o el comienzo de la actividad laboral…), se rompía también la relación con la parroquia, que no estaba motivada por una experiencia religiosa con calado.
- La pastoral juvenil condujo a la multiplicación de iniciativas de tipo servicial, lúdico, simbólico o formativo pero que, en general, se encontraban carentes de referencias sugerentes de cristianismo adulto y de encarnación en la propia realidad educativa, laboral, afectiva, social o política. Por ello, los jóvenes de la parroquia parecían situarse en un mundo “virtual”, en un “invernadero” en el que no encontraron los recursos como para enfrentarse al mundo real como creyentes adultos. Así la experiencia “de grupos” acababa viviéndose no como iniciación a una existencia cristiana madura y comprometida, sino como “una etapa” propia de la condición juvenil a superar cuando hubiera que “sentar la cabeza” y que no resistía la “prueba del algodón” de la vida ordinaria fuera de la protección eclesial.
- La acción educativa y catequética con los jóvenes estuvo muy marcada por su propia subcultura lo que, sin querer, generó una brecha entre éstos y el resto de la comunidad adulta que, a la postre, no llegaba a cerrarse casi nunca. Era tan distinta la manera que tenían los grupos juveniles de orar y celebrar, de organizarse y comunicarse, o la teología que utilizaban respecto a los adultos de la parroquia que, a la postre, no podían integrarse en una organización que consideraban ajena a su sensibilidad y con muy poca vitalidad. Lo cierto es que en la mayoría de los casos, los adultos estaban encantados con que los jóvenes participaran en la vida parroquial –aunque hubiera algunas parroquias inmovilistas opuestas a sus “novedades”-, pero éstos raramente asumieron el deseo de salir de su microclima juvenil para integrarse en uno común.
- A pesar de la proliferación de materiales de educación en la fe y de la larga duración de los itinerarioscatecumenales, podemos decir que los procesos fracasaron decisivamente tanto por lo que respecta a la iniciación a la experiencia religiosa cristiana, como en la formulación de un cristianismo capaz de presentarse como forma de existencia alternativa, gozosa y liberadora en un mundo marcado por los valores y horizontes de las sensibilidades moderna y postmoderna. Los jóvenes terminaban percibiendo la fe cristiana como una realidad anacrónica, opuesta a las nuevas corrientes de la historia y se encontraban sin capacidad intelectual como para acreditar su opción creyente en un entorno de creciente indiferencia religiosa. La pérdida del horizonte crítico y utópico y el fortalecimiento de la sociedad del bienestar implicó una seria crisis, incluso para el cristianismo progresista.
- La teología renovada que durante el postconcilio se transmitió a muchas generaciones de jóvenes y la misión de renovar la Iglesia que recibieron durante los años 70 y 80 por parte de numerosos miembros de la jerarquía, han sido posteriormente desautorizadas por las tendencias contrarreformistas que han predominado en el catolicismo de las últimas dos décadas. Son miles los jóvenes que, ilusionados desde su adolescencia con el Evangelio de Jesús, se comprometieron en actividades de voluntariado social y de evangelización para terminar sufriendo una profunda decepción cuando, al ir avanzando en edad y espíritu crítico, empezaron a padecer el regreso del tradicionalismo. La discriminación de género, la falta de verdadera corresponsabilidad, o el inmovilismo en materia sexual, llegaron a ser inaceptables para muchos de ellos.
- Es indudable que la vivencia grupal ha sido uno de los puntales de la pastoral de juventud hasta la actualidad, hasta el punto de olvidar que, muchas veces, la situación espiritual de cada miembro podía ser muy distinta. Sin embargo, pocas han sido las parroquias capaces de lograr que esos grupos juveniles desembocaran en la constitución de verdaderas comunidades cristianas, cuando los procesos catecumenales tocaban a su fin. Si las generaciones anteriores podían sentirse partícipes de una parroquia a título individual o familiar, los creyentes más jóvenes solo han permanecido como miembros activos de la Iglesia en el seno de comunidades y movimientos capaces de proporcionarles la intensa relación interpersonal propia del pequeño grupo. Sigue siendo un dato casi universal que las parroquias que hoy conservan su vitalidad creyente y evangelizadora están constituidas por el encuentro de fraternidades cristianas diversas y no por la suma de feligreses individuales y anónimos.
- Por último, es preciso hacer mención de la ambigua experiencia de participación que los jóvenes han tenido en la parroquia. Es cierto que, en un contexto social que retrasa la edad en la que los jóvenes asumen responsabilidades familiares, laborales o sociopolíticas, las parroquias han sido un espacio en que éstos han podido sentirse útiles, valiosos, necesarios e, incluso, protagonistas. Pero, no es menos cierto que, en muchos casos, su labor era aceptada como colaboración en lo que otros decidían. Muchos jóvenes, celosos de su libertad y habituados a las prácticas igualitarias de la democracia, han experimentado con dolor elneoclericalismo –sea en su versión “autoritaria”o “paternalista”-, cuando se ha producido como consecuencia de un cambio de párroco o de la aplicación de nuevas normas diocesanas o de la Iglesia universal, y han decidido marcharse.
- La pastoral con jóvenes desde la parroquia
La parroquia no debe ser concebida como la única instancia para la inserción eclesial de los jóvenes, que pueden sentirse mucho más inclinados a participar en equipos, movimientos y comunidades mucho más flexibles, homogéneos y cálidos, pero sí parece la institución más adecuada para iniciar a las nuevas generaciones en el cristianismo común, católico, no teñido de los acentos y carencias de un carisma o espiritualidad particular. Un espacio capaz de alimentar la fe de un colectivo humano cercano, sencillo y plural.
Acabada la época de las convocatorias masivas y estandarizadas realizadas a propósito de la preparación para el sacramento de la confirmación que se dirigían a unos jóvenes bastante homogéneos en sus convicciones religiosas; acabada también la época en la que la pastoral estaba anclada en la diversión –campo en el que resulta muy difícil competir con el “negocio del ocio”-, la tarea de la Iglesia en general y de cada parroquia concreta no puede ser otra que la de invitar a conocer a Jesús y lo que este puede aportar a la vida de cada ser humano: la experiencia profunda del amor fundante de Dios, una fuerza para vivir apasionadamente, una luz para orientarse, una alegría que viene de regalo, un sentido para la existencia, una misión liberadora, un horizonte utópico, una mirada llena de misericordia, un amigo incondicional… Y lo cierto es que esta invitación sólo puede ser realizada por aquellas personas a quienes Jesús haya tocado el corazón y haya cambiado su vida.
Para aquellos jóvenes en búsqueda espiritual, que no se conforman con estrujar momentos de disfrute o que no confunden el nivel de vida con la calidad de vida, ni la abundancia material con la vida abundante de la que habla el evangelio de Juan, la parroquia y sus grupos deben ser el lugar de iniciarse en un tipo de existencia realmente alternativa respecto a la que predomina entre nosotros, a través de la realización de las experiencias cristianas básicas[8]: la experiencia de la contemplación y la oración en la era del ruido y la superficialidad; la experiencia de la austeridad solidaria en la época del consumismo; la experiencia de compartir en la fase de la acumulación; la experiencia de la comunicación profunda en cultura de la apariencia y la soledad; la experiencia de cooperar en una etapa histórica que da la primacía a competir; la experiencia de servir en un entorno narcisista; la experiencia de comprometerse en un clima de amplia indiferencia hacia los problemas colectivos; la experiencia de celebrar cuando predomina la diversión sobre la fiesta, etc.
Las parroquias necesitan que la convocatoria a la fe sea realizada por todos sus miembros con invitaciones mucho más personales y explícitas que en el pasado. Pero para que esas convocatorias puedan tener algún éxito, tendrán que ser también mucho más diferenciadas en las ofertas, los ritmos, las exigencias, etc. Tendremos que cambiar muchas cosas para que la mayor parte de los jóvenes que tienen “sed” quieran acercarse a los “pozos parroquiales” y modifiquen su impresión de que ya están secos. Especialmente necesitan que los cristianos seamos capaces de contar “lo del evangelio” de un modo que sintonice con su lenguaje y preocupaciones, aunque sea para cuestionarlas.
Me parece también que será necesario recuperar ciertos equilibrios. Sin duda los jóvenes necesitan su propio espacio y actividades, pero también necesitan hacer cosas con adultos y los mayores, para aprender de ellos y de su experiencia. Los grupos seguirán siendo importantes, pero cada vez se percibe más claramente la necesidad de acompañar personalmente a cada joven en su itinerario creyente. Habrán de mantenerse las sesiones de catequesis, pero parece claro que debe reducirse la reunionitis y dar mayor cabida al acercamiento a realidades y experiencias provocadoras. La liturgia, la formación y la acción social de nuestras parroquias necesitan una profunda renovación, pero también hemos de reconocer que los jóvenes carecen de una verdadera iniciación simbólica al misterio de la fe. No tiene sentido aprender fórmulas doctrinales caducas pero hoy, el problema mayor es la carencia de una formación teológica medianamente seria que asuma las aportaciones de la modernidad y la postmodernidad. Por otra parte, dialogar con las nuevas sensibilidades culturales no significa aceptarlas sin más; el desarrollo de un sentido más crítico y profético para denunciar los elementos de nuestra sociedad que deshumanizan o agreden a los más débiles es algo que los jóvenes deberían aprender en la parroquia.
Finalmente, pienso que la parroquia necesita dar mucha importancia al clima que se respira dentro de ella. Tanta o más que a las “acciones” que se llevan a cabo. Como diría José Luis Rodríguez Zapatero si se dedicara a la pastoral en lugar de a la política, es el talante lo que evangeliza hoy más que otra cosa. Los jóvenes son muy sensibles a las “vibraciones” que sienten en los lugares donde se encuentran; la imagen y el sonido de una institución ejerce sobre ellos una acción de atracción o de rechazo. La parroquia tiene la posibilidad de generar un clima familiar de afecto mutuo, de estímulo, de acogida del que estamos hoy muy escasos y también la devisibilizar -en el entorno del barrio en el que se enclava-, a través de pequeños gestos prácticos de ayuda, la solidaridad que emerge del Evangelio.
No corren tiempos fáciles para la pastoral juvenil parroquial. Algunos piensan que habrá que esperar a que los jóvenes lleguen a los treinta años para que empiecen a plantearse con alguna profundidad el sentido último de la vida y vuelvan a cultivar su dimensión religiosa. Bastantes ponen su confianza, más bien, en los movimientos eclesiales. Otros denuncian nuestra pasividad y falta de creatividad cuando esperamos a que vengan los jóvenes mientras tantos se encuentran aburridos, solos, frustrados o conectados permanentemente a internet. Hay quienes proponen que la pastoral juvenil se realice a nivel de zonas y arciprestazgos, para que el número de jóvenes sea mayor y más estimulante. Confieso mi perplejidad ante esta situación desde una doble convicción muy profunda: sigo creyendo que Jesús de Nazaret, su persona, su vida y su mensaje, siguen siendo el más formidable invitación a la plenitud que puede esperar un ser humano y, al mismo tiempo, constato la dificultad de que los jóvenes capten el valor y el desafío extraordinarios del evangelio, seducidos como están por la cultural de la satisfacción.
Pienso que, quienes hemos descubierto la verdad, bondad y belleza de la concepción cristiana de la vida no podemos dejar de anunciar lo que “hemos visto y oído”, pero creo que tampoco debiéramos obsesionarnos con la evangelización como si no confiáramos en que el Espíritu Santo habita en cada ser humano invitándole al amor. No podemos crear el “hambre de Dios”, ni somos responsables de la acogida que los jóvenes hagan al anuncio de la Buena Noticia. Sí somos responsables, sin embargo, de difundirla con alegría y creatividad de modo que, por lo menos, se entienda.
- Para terminar
Los jóvenes se preguntan –como en el conocido anuncio de una sopa- si la Iglesia “cuece o enriquece”. Los que solo tienen acceso a la versión estereotipada y conservadora que proporcionan los medios de comunicación social piensan que, sobre todo, “cuece”, es decir, frena, encorseta, prohíbe, controla… Aquellos que han participado en las numerosas actividades de ocio educativo, expresión religiosa y compromiso social impulsadas por tantas parroquias, saben que, muchas veces, “enriquece”.
Quienes creemos en la potencialidad evangelizadora de las parroquias tenemos que trabajar intensamente para que sean lugares que ayudan a los jóvenes a crecer, a creer y a crear lazos de fraternidad y de solidaridad. Y para que se encuentren a gusto en ellas y no se sientan “visitantes”, “inquilinos” u “okupas”, será preciso que los valores de la libertad, la igualdad y la fraternidad, que fueron lema de la Revolución Francesa, pero que tienen unas raíces indudablemente evangélicas, configuren su clima de relaciones y su funcionamiento práctico.
En una sociedad convertida a la religión del bienestar y el consumo, que tiende a percibir la experiencia religiosa como un residuo del pasado y al creyente como un espécimen en peligro de extinción, los jóvenes sólo se acercarán a la parroquia y se interesarán por sus actividades, si en ella descubren un grupo humano como con el que soñaba Pablo VI en la Evangelii nuntiandi: “La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar mediante el testimonio. Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esta manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien, este testimonio constituye ya, de por sí, una proclamación silenciosa pero también muy clara de la Buena Nueva”[9].
PEDRO JOSÉ GOMEZ
estudios@misionjoven.org
[1] GÓMEZ PALACIOS, José Joaquín: “Los jóvenes y la iniciación cristiana: un proceso educativo en una “cultura del espectáculo”, Sal Terrae1.056, Santander 2002, pp.389-406.
[2] GONZÁLEZ-ANLEO, J. Mª, en. AAVV: Jóvenes españoles 2005 Fundación Santa María, Madrid 2006
[3] DE MIGUEL, Amando: Dos generaciones de jóvenes 1960-1998, Madrid, Instituto de la Juventud 2000
[4] GONZÁLEZ FAUS, J.I.: “Crisis de credibilidad en el cristianismo. España como síntoma”, en Concilium nº 311, Verbo Divino, Estella, junio 2005, pp.323-332.
[5] BARBERÁ, Carlos F.: La parroquia, más o menos. Posibilidades pastorales de la comunidad parroquial. Alandar, Madrid, 2006.
[6] J. ELZO: «Los jóvenes ante el futuro», Misión Joven nº 286, noviembre 2000 p. 10, CCS, Madrid.
[7] CEREZO, J.J. Y GÓMEZ SERRANO, P.J.: Jóvenes e Iglesia: caminos para el reencuentro. PPC, Madrid, 2006.
[8] Un desarrollo mayor de estas sugerencias en el libro de CEREZO, J:J: y GÓMEZ SERRANO, P.J., ya citado, y en GÓMEZ SERRANO, P.J.: “¿Por dónde van los tiros? 10 pistas para impulsar una Pastoral de Juventud Actualizada”, Misión Joven nº 318-319, pp. 99-106, julio-agosto 2003, Madrid.
[9] PABLO VI. Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi nº 21.