José Luis Moral
José Luis Moral es Profesor de Teología Pastoral en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Partiendo de dos claves esenciales, la relación Religión-Modernidad y el contexto histórico de cambio epocal en que vivimos, el artículo enlaza dos propuestas fundamentales: repensar y reformular la fe y la experiencia cristianas y también la praxis pastoral con los jóvenes, postulando tanto la necesidad de una teología hermenéutica y una pastoral con “sensibilidad dogmática”, como la humanización capaz de entrelazar cultura y evangelio, y la educación para restablecer la comunicación y encarar la vida. Desde este horizonte señala y apunta un conjunto de propuestas concretas organizadas en torno a la identidad y perspectivas de la pastoral juvenil.
Antes de comenzar el desarrollo de las claves propiamente dichas, me parece necesario señalar al menos dos premisas… indispensables de por sí, aunque no menos obvias.
La primera: se mire desde donde se mire, los jóvenes no son un problema sino una oportunidad y/o un desafío. Hablando propiamente, entonces, no hay tanto problemas o cuestiones juveniles cuanto problemas y contradicciones sociales (religiosas o eclesiales) que se reflejan o condensan en los jóvenes. En este sentido y por cuanto atañe a ellos, la cara principal de tal reflejo o condensación reside en el desafío y hasta en la provocación que estimula a encarar esos problemas de la sociedad o de la religión que los jóvenes ponen en particular evidencia. Respecto a la Iglesia católica, en nuestro caso concreto y amén de representar por excelencia el recurso que confirma o niega futuro, las nuevas generaciones constituyen una ocasión inmejorable para (re)pensar la experiencia original cristiana, correlacionándola con la existencia humana hodierna, para ajustar e inserir dicha experiencia en los actuales dinamismos antropológicos y, en fin, para (re)construir la praxis eclesial.
Segunda premisa: frente a las pretensiones de sentido (¿salvador?) de nuestra mercantil y consumista sociedad, el cristianismo es lo que es. Ni podemos edulcorarlo ni diluirlo con pequeñas componendas, so pretexto de facilitar una primera digestión. Anunciar la fe a los jóvenes no es cuestión de camelo o mero proselitismo. Ahora bien, siempre se trata de comunicar una buena noticia, por más que revuelva los humores egoístas e individualistas del sistema establecido; por eso mismo, tampoco ha de transmitirse con esquemas o lenguajes premodernos sino adquirir la carne de las mujeres y hombres –de los jóvenes– de hoy, esto es, resultar creíble y significativa, capaz de sintonizar con el estado de conciencia del ser humano contemporáneo, por excesivas que sean las interferencias.
Solo resta, para cerrar la introducción, declarar que la intención de mis reflexiones es, sencillamente, sugerir algunas claves y propuestas pastorales. Aludiré, pues, a dos claves hermenéuticas básicas –una más mediata y general en relación con la Iglesia y los adultos; la otra, inmediatamente referida a los jóvenes– y otras tantas propuestas globales, para acabar enumerando un conjunto de propuestas concretas con las que articular la pastoral juvenil o, mejor, una praxis cristiana con jóvenes en grado de responder tanto a las angustias y frustraciones, a los anhelos y esperanzas de las chicas y chicos de nuestro tiempo, como al reto que nos lanzan cuando se desentienden (¿se alejan?) de la religión y de la Iglesia.
- Primera clave: Religión, Iglesia y mentalidad premodernas
Sin duda que, entre los hechos más decisivos que marcan el reciente final de siglo, se encuentra el examen y juicio a la Modernidad. A pesar de todas las críticas, creo que el veredicto la confirma como un proceso irreversible. En cualquier caso, la evolución cultural y religiosa de Occidente están íntimamente relacionadas y, hoy como nunca, demandan un particular desvelo para aceptarse mutuamente y poder convivir. Una prolongada historia de desencuentros ha conducido hasta la presente crisis y malestar tanto de la cultura como de la religión. La primera ha propiciado una alteración radical de los modelos de vida; contra ciertos pronósticos, la segunda sigue ahí: ya no se reivindica su abolición, pero sufre también una metamorfosis sin precedentes. Con extraordinario tiento, J. Martín Velasco ha fundido e interpretado ambos procesos bajo la imagen del «malestar religioso de nuestra cultura». Al momento en que nos encontramos, han salido perdiendo las dos: la religión se ha quedado sin estructuras de plausibilidad y la cultura ha sido privada de un «plus» de sentido, de una apertura con la que dar respiro al sofoco causado por el actual achatamiento de miras. Sin pretender silenciar los desatinos de la Modernidad, el malestar más agudo, ese inconcreto y lacerante no sentirse a gusto, tiene un marcado signo religioso. En principio, porque es la religión la que no sabe cómo estar o no encuentra un modo adecuado para acreditarse en nuestro contexto socio-cultural; consiguientemente, se incapacita para ser la instancia crítica y revitalizadora que reclama la cultura. Después, aludiendo al cristianismo, la Iglesia no termina por reconocer la Modernidad y, con demasiada facilidad, el malestar desemboca en veredictos negativos que la rechazan como vehículo cultural de la fe.
1.1. «Cosmovisión secular» y «cosmovisión religiosa»
El ser humano, para su equilibrio vital, necesita convencerse de que el mundo y la historia, cuanto hace y piensa, forman parte de un todo con sentido. Por eso, aunque no siempre se sepa expresar adecuadamente o aunque sea de modo casi inconsciente, nos acogemos a una «cosmovisión», esto es, a una visión general del mundo, la vida, la historia, etc., con un sentido global (o un sinsentido total, lo que no dejaría de ser igualmente una cosmovisión con –un– sentido). Durante mucho tiempo, bien la filosofía bien la religión, o las dos a la par, se encargaron de esta tarea. En Europa y prácticamente hasta el siglo XVIII, el cristianismo proporcionó –cuando no impuso– el sentido y el «universo simbólico» con el que desarrollarlo en todos los ámbitos de la existencia. Justo es recordar que, para esta empresa, a la religión cristiana le resultó imprescindible y de gran ayuda la filosofía griega.
Pues bien, fue a través de la filosofía griega como se llegó a la pacífica conclusión de que para captar el sentido, la naturaleza o esencia de las cosas y las personas, bastaba con el poder de abstracción de la mente humana, sin casi necesidad de observar la realidad existencial y empírica que, incluso, constituían un obstáculo para el verdadero saber. Era la metafísica, en concreto, el espacio donde se encontraba y desarrollaba el sentido de todo. Todavía hay más. A esa «metafísica desde el hombre» se le unió otra más determinante y segura, la «metafísica desde Dios» aportada por el cristianismo, con la que el sentido se apoyaba en un sistema –más o menos inmutable y objetivo– de fines, valores y leyes que aseguraban cómo vivir, organizarse, comportarse, etc. Por eso, hasta la Ilustración, pocos son los problemas drásticos que se plantean en torno al «porqué» y «para qué» de la vida humana, y no demasiados acerca del «cómo» se debe hacer esto o lo otro.
Si se emplearon más de diecisiete siglos para consolidar este firme refugio al sentido de la vida, lo cierto es que en menos de tres saltó por los aires. Nos encontramos apenas a distancia de dos siglos de las explosiones más decisivas en el derrumbamiento. Lo hago notar para evitar que vacile la imprescindible lucidez con la que se debe afrontar el asunto. No ha de extrañarnos, por tanto, que actualmente nos resulte todo menos obvio, más problemático, complejo y oscuro. La Modernidad nacida de la Ilustración nos ha ido dejando sin la cosmovisión que por tanto tiempo nos protegió de cualquier inclemencia. En cierto modo, hemos tenido que comprar la libertad al precio de la inseguridad. Ni la naturaleza, ni Dios, ni las autoridades nos aseguran ya una base sólida al significado de la vida y su historia en el mundo; aunque sólo fuere porque hemos descubierto que el ser humano consiste precisamente en eso, en crear significado, en decidir por él mismo el destino. Nada ni nadie nos puede ahorrar o resolver tal responsabilidad.
Por aquí andamos o, mejor, malandamos a causa de la mutación de los «modelos de vida» que arranca con la Ilustración. Siempre los cambios sociales y culturales repercuten directamente en la configuración de la identidad personal y colectiva, de las relaciones y evolución de los grupos e instituciones. En el caso de nuestra Iglesia, si desenvuelta y ágilmente asumió el pensamiento griego frente a la original inculturación judía, de una manera completamente opuesta reaccionó ante el ilustrado, negándose obstinadamente a decir adiós a la cultura que fenecía. Comenzó entonces un período de creciente aislamiento y de actuaciones a la defensiva que ni el concilio Vaticano II ha permitido desterrar.
Simplificando mucho, lo cierto es que la Modernidad introdujo un radical cambio de paradigma (autonomía e historicidad, racionalidad y libertad, etc.), es decir, una innovadora forma de sentir, pensar, valorar y organizar la vida; mientras que el cristianismo –inculturado, concebido y actuado siguiendo las pautas del paradigma premoderno– mantuvo su esquema conceptual e interpretativo, incapacitándose para asimilar el cambio. De resultas, aún hoy seguimos en cierto modo asociándonos a una de las dos explicaciones básicas a las que todavía solemos aferrarnos para vivir: 1/ La «cosmovisión secular» que, asentada sobre la confianza en la razón y racionalidad de lo real, se adscribe a los procesos históricos de humanización con grados de implicación muy diversificados; 2/ La «cosmovisión religiosa» que, cual instancia final, envía a la «fe en Dios» como garante de la confianza radical necesaria para afrontar la vida. Frecuentemente, algunos humanistas del 1/ tildan de fideístas o crédulos a los creyentes del 2/, y estos últimos de reductores o relativistas a los primeros. Al respecto, no pocos se afligen con el permanente trastorno que conlleva la asunción de ambas visiones a la vez: sin una particular esquizofrenia paralizante, y a la larga destructiva, nadie es capaz de compaginar el ser un hombre o mujer de su tiempo, por cuanto toca a la sensibilidad y comportamientos sociales; mientras, en su religiosidad, se le exige ser el sumiso aldeano de otras épocas. En suma, bien podemos concluir que nos enfrentamos a un dualismo casi insalvable entre ser cristiano y, valga la expresión, ser una persona moderna.
1.2. Un «cristianismo romántico» para encarar la «postmodernidad»
Prosiguiendo con el tono simplificador, al que los lectores sabrán añadir las múltiples notas que le faltan para alcanzar la armonía interpretativa necesaria, los desarrollos modernos conocieron en el siglo pasado dos giros no menos copernicanos de cuantos usualmente reciben tal adjetivación. Me refiero a la revolución operada en la teoría del conocimiento y a la consecutiva alteración de la cuestión del sentido.
En cuanto al primero, los descubrimientos de las ciencias empíricas, la profundización en la formalización lógico-matemática y la revisión de la historia del pensamiento han destruido gran parte de los artificiosos resguardos inventados por esos complejos mecanismos de la abstracción deductiva de los que, especialmente, se servían la filosofía y teología católicas. Ahora sabemos mejor que todo «ver o conocer es interpretar» y, por consiguiente, más que conocer las cosas como son, todos las interpretamos; nadie puede ya abonarse a verdades cuya garantía no descanse en interpretaciones argumentadas y procedimientos dialógicos. Se impone, de base, una «mentalidad hermenéutica».
El tema de la racionalidad, por lo demás, aboca en el del sentido. Trastocada la racionalidad, se resiente el sentido. El universo simbólico del pensamiento y cultura actuales estructura el sentido más elemental de los seres y las cosas en torno a una explicación autónoma e intramundana de la realidad, introduciendo un cambio radical en la imagen de hombre y de mundo: mundo definido más como historia que como naturaleza, produciéndose la caída de la clásica visión estable y jerarquizada –que inculcaba y parecía propia del pensamiento católico–; hombre, como ser en perpetua creación de sí mismo, con la correspondiente transformación de las estructuras de credibilidad, trasladadas hacia el valor absoluto de la persona, la autonomía de la conciencia, la creatividad y pluralismo de proyectos, etc.
Aunque el concilio Vaticano II quiso comprometerse con ambos movimientos, la Iglesia y teología católicas no los han integrado con todas sus consecuencias. Incluso, si observamos la trama desde la óptica pastoral, da la impresión de que la estrategia eclesial los considera inadmisibles y ha optado por «huir hacia adelante», tras eludir peligrosamente exigencias (incuestionables) vinculadas al devenir histórico del pensamiento humano. A partir de los años 80 del siglo pasado, en efecto, las directrices pastorales se van progresivamente desentendiendo de los planteamientos modernos: la Iglesia, por un lado, evalúa la historia a través de las (desmesuradas) conclusiones postmodernas y, por otro, convalida así su rechazo a la Modernidad, al tiempo que organiza una especie de «respuesta romántica» a la que conceptúa como una situación de laicismo perverso.
Excede las posibilidades de esta breve reflexión entrar en tema tan complejo. Sirva una síntesis estructural del mismo. En principio, la Iglesia refuta un cotejo crítico con la Modernidad, saltándosela con la disculpa de que basta comprobar sus resultados postmodernos (sin omitir la doble y aberrante imagen moderna, vivamente impresa en la retina de cualquier polaco: nazismo y comunismo). A partir de ahí, construye una réplica a la Postmodernidad al estilo de la que en su momento orquestó el Romanticismo ante la Ilustración. En semejante perspectiva hablo de «cristianismo romántico». El Romanticismo, ya desde finales del XVIII, incoa una sensibilidad enfrentada a la ilustrada que, entre otros rasgos: alimenta las iras contra una razón que quiere explicarlo todo; torna a justificar la necesidad de la fe y las verdades ocultas, considerando la realidad como la «automanifestación de la razón infinita»; promueve un nuevo misticismo que, también entonces, pudo ser aprovechado tanto para revalorizar la conciencia y sentimiento religiosos, como para la recuperación del cristianismo; y, en fin, propaga un pietismo y sentimiento religioso difusos estimulados por la nostalgia de lo infinito, del «Absoluto». Además–, en su rebelión contra la tiranía de la epistemología (newtoniana) ilustrada –otro dato sumamente significativo para el parangón que traemos entre manos–, la filosofía romántica e idealista no sólo rompe con el empirismo sino que hila uno de los más extraordinarios engranajes de la especulación metafísica.
Los trazos escogidos en el precedente dibujo del Romanticismo aluden por sí mismos al clima eclesial contemporáneo creado para contrarrestar los efectos nocivos del nihilismo, relativismo o hedonismo postmodernos; clima donde prospera de nuevo la reducción de la pastoral a una grandiosa meditación sobre la Iglesia (ahí entra de lleno el papel de los medios de comunicación, las concentraciones masivas, etc.) o simples sermones moralizadores donde se extraen las consecuencias de lo anterior. Bastaría un breve repaso panorámico para descubrir una experiencia cristiana aderezada con una «mentalidad intervencionista y milagrosa», que empapa la vida y piedad de las personas y comunidades; con un imaginario religioso colectivo plagado literalmente de imágenes increíbles y ligado a «méritos, intercesiones y sacrificios»; con un rebrote de devociones, oraciones y otras prácticas de piedad difíciles de casar con el estado de conciencia del hombre de nuestros días; sin hablar de los formularios litúrgicos, de ciertas orientaciones doctrinales o de la propia organización y relaciones intraeclesiales.
Cierro el apartado con un ejemplo concreto sobre dos formas típicas –paralelas al doble giro apuntado más arriba– de esta respuesta romántica que se salta a la torera las exigencias del nuevo paradigma cultural introducido por la Modernidad. Frente a las conclusiones de la teoría del conocimiento (que, por lo demás, conducen a la ampliación y flexibilización de la racionalidad, conclusión que apreció el concilio Vaticano II motivando la consiguiente «humanización de la revelación» para establecer un profundo diálogo entre la razón y la fe, el cristianismo y la cultura contemporánea), tanto la sistematización teórica de la doctrina católica como las directrices pastorales se empecinan en subrayar el carácter enfermizo de la razón y su incapacidad para hallar la verdad; a renglón siguiente, acentúan la energía reparadora de la revelación «depositada» en la Iglesia, la única en grado de arreglar los desmanes de una racionalidad siempre precaria. Similar recado nos llega respecto a la cuestión del sentido que, por tanto, no puede encontrarse en la secularidad y laicidad sino en el ámbito de lo trascendente y sagrado capaces de sanar o recomponer la vida profana. Es así como no sólo persisten dualismos inaceptables, sino que también se apuntala una concepción insostenible de la religión entendida como algo exterior, caído del cielo –o mandado por Dios– para remendar lo de la tierra, algo celestial que se superpone a lo terrenal. Surge ahí un falso conflicto de intereses entre religión y vida humana, entre Dios y el hombre, que frecuentemente se remata con la idea de que la religión y Dios obligan a sacrificar el entendimiento y la propia voluntad.
- Segunda clave: los jóvenes, metáfora y profecía del «cambio»
No es posible entender cómo son y lo que pasa a los jóvenes, por supuesto, sin remitirnos al contexto, cuya primera y más certera aproximación arroja el dato que ya sostenía la clave anterior: vivimos un particular momento histórico de cambio epocal que no sólo comporta un nuevo estado de conciencia sino que también incluye la gestación de un inédito modo de ser y vivir en el mundo; el individuo resultante fragua lentamente, y no faltan adversidades. Sin olvidar que las generaciones jóvenes son las más explotadas en los caprichos de la Modernidad y Postmodernidad, ahora ven obstaculizada la propia construcción personal en contratiempos como estos: la secularización y laicización, en grado de confirmar la autonomía, libertad y creatividad, pero rodeadas de unas condiciones sociales que frecuentemente dificultan la responsabilidad, mientras favorecen la dependencia y la manipulación; la complejidad y fragmentación, agudizadas con la presente crisis de las instituciones, que entorpecen, cuando no entrampan, los procesos de socialización; el pluralismo, a veces, extralimitado en la legitimación de un relativismo que imposibilita la existencia de sistemas de significado y valores culturales comunes, con lo que se produce una grave desorientación ética y la desviación hacia actitudes blandas y acomodaticias (pragmatismo, escepticismo) o duras en la reivindicación de seguridades a cualquier precio (racismos, fundamentalismos); la «lógica» capitalista y consumista que conduce a la multiplicación insolidaria de las necesidades, generando más y más insatisfacciones.
2.1. Metáfora: anticipación (dolorosa) de un «nuevo hombre»
No cabe duda: a su modo, los jóvenes nos anticipan múltiples facciones de ese inédito modo de ser y vivir en el mundo, de ese «nuevo individuo» fruto de las hondas transformaciones en curso; a trancas y barrancas, cuando un orden agrietado por todas partes debiera dar paso a otro que nos asusta por desconocido. Esta especie de nuevo orden sin fondo, a los adultos, nos hace recular y cargarnos con grandes dosis de disimulo e intentos desesperados por ocultar la inseguridad. En cambio, los jóvenes se lanzan a tumba abierta en la búsqueda de sentido para ese nuevo hombre –cuyo esqueleto ya es el suyo–, sufriendo como nadie los dolores que lleva consigo un parto semejante.
No obstante, también los adolescentes y los jóvenes, como hace tiempo mostró Erikson, se defienden contra las exigencias o los miedos que les produce la sociedad aprendiendo a no comprometerse, a no implicarse en los problemas que viven y se viven dentro de ella. Es ahí, en ese descompromiso –en sus numerosas y juveniles manifestaciones–, donde nos solemos incapacitar para leer la metáfora de su vida: con sus formas y comportamientos nos hacen llegar un mensaje claro, el de las quejas por el mal estado en que les queremos dejar el mundo (guerras, injusticia, sin sentido, etc.). La hoja de servicios de los adultos no está muy limpia. En esta perspectiva, la mayor denuncia que los jóvenes hacen a nuestra civilización está en el desinterés que muestran por ella. Ni tan siquiera persiguen acusar o atacar: simplemente ignoran sus instituciones, sus voces. Tiran por su lado, sin preocuparse mucho por los caminos que toman con tal de no repetir los de antes, los de los adultos, que ya saben adónde conducen.
A su aire, la juventud nos está diciendo que, así como somos los mayores, no les interesamos. Que, por ejemplo, ni nuestra religión ni nuestra Iglesia les conciernen, pues no se sienten atraídos por el cómo creemos, celebramos y vivimos los adultos. Cargadas de escepticismo, pluralismo y adaptabilidad, las generaciones jóvenes perciben las instituciones de la sociedad adulta y sus cuadros éticos de referencia como mantenedores de unas fachadas sin casi nada detrás, como estructuras y principios en los que esa misma sociedad cree poco y practica menos.
2.2. Profecía: demanda, denuncia y deseo
Balbuciendo…, inventan signos y liturgias laicas; sus vivencias, lo experimentado, lo intuido y lo soñado… va más allá de la simple metáfora. En los gestos, palabras y actuaciones de los chicos y chicas, sin duda, podemos alcanzar a leer una «pequeña profecía» que nos demanda acogida, que denuncia su exclusión y expresa, sobre todo, un profundo deseo de «sentirse reconocidos y necesarios».
¡ Demanda de acogida (y búsqueda de «padres»)
Una de las primeras notas con las que se suele caracterizar a los jóvenes de hoy se resume en la extendida afirmación de que lo tienen o han tenido todo. Puede ser verdad que hayan crecido como la generación más protegida. Sin embargo, se les ha dado de todo, menos de lo que más necesitaban. Se les ha llenado la vida de cosas y vaciado de afecto, de compañía, de modelos para aprender a vivir.
El actual concepto de bienestar conduce frecuentemente a dar a los jóvenes aquello que faltaba a los adultos, sin caer en la cuenta de lo que verdaderamente tienen necesidad. No creo que debamos considerarlos extraordinariamente afortunados por todas las cosas que tienen a su disposición, cuando darles cosas ha conducido a desentenderse de la preocupación por acogerlos o de la responsabilidad de acompañarlos con autoridad: ¡protegidos… a costa de trocarse en rehenes!, prisioneros de las mismas cosas que les entregamos y hasta insatisfechos pese a tener tantas, porque muchos de sus deseos, hasta los más simples, les resultan inalcanzables. Jóvenes protegidos sí, pero pobres hasta el extremo de no saber formular ni siquiera aquello que de verdad desean. ¡Por supuesto que ni saben lo que quieren! Nadie ha educado sus sentimientos y su voluntad. De ahí que tampoco su inteligencia alcance a prolongar los deseos en proyectos.
El denominado debilitamiento o «eclipse de la familia» es una de las causas principales que explica la falta del calor y la luz que necesitan los niños y las niñas para crecer. Solo el clima acogedor de la familia permite esa imprescindible educación primera que funciona por vía del ejemplo y se apoya en gestos de cariño e imitación. En definitiva, vivimos una particular carencia de padres y maestros, una crisis de compañeros y acompañantes, unida a lo que algunos llaman la «plasticidad de los deseos», por lo que la generación actual padece un singular déficit del querer que no llega a fraguar sólidamente.
En fin, muchas de las formas de encarar la vida que tienen los jóvenes, en este aspecto y con la ambigüedad que les caracteriza, manifiestan la humilde profecía que se concreta en la petición de acogida, en la búsqueda de compañeros, de padres y maestros.
¡ Denuncia de la exclusión y deseo de «sentirse necesarios»
Es el nuestro un «tiempo de espera» para los jóvenes y tiempo también de profundas transformaciones. Esa espera, hasta descubrir en qué ocupar la vida –para largo, como bien sabemos–, y las transformaciones en curso, les obligan a reconstruir una identidad que hasta ahora se orientaba con la preparación para la vida adulta (trabajo, matrimonio, etc.). La complejidad y las nuevas perspectivas de ordenamiento de la vida social dificultan gravemente la construcción de la identidad personal. En la mayoría de los casos, los jóvenes sólo pueden aspirar a una identidad débil y fragmentaria, sometida a frecuentes cambios. No les queda otro remedio que alargar la estancia en el hogar paterno y los estudios (quienes pueden). Por supuesto que estas prolongaciones se van configurando más como instalación u ocupación alternativa y cada vez menos como preocupación y responsabilidad.
Las formas de vida de la gente joven han experimentado modificaciones muy drásticas, que afectan sobre todo a sus ocupaciones, sus relaciones, sus recursos y sus necesidades; con los consiguientes «ajustes axiológicos» –en relación directa con el retraso del desarrollo de una personalidad autónoma– cuyo verdadero calado todavía desconocemos. La espera que tienen que soportar los jóvenes en nuestra sociedad, hace que se tomen la vida con la filosofía que mejor les conviene. ¿Qué hacer cuando uno se encuentra en «lista de espera», sabedor de que no le tocará el turno hasta transcurrido tiempo y tiempo? Pasar el rato lo mejor posible, jugar, divertirse, «hacer el tonto»… para aligerar esa tediosa cola que sería capaz de amargar la vida al más pintao. Aunque sea por huir, entonces, terminan por considerar la vida como un simple espectáculo –por lo menos hasta ser acogidos en cualquier ventanilla–. Es claro que, en la fila, la vida entera pierde valor o resulta algo muy relativo.
Por esos vericuetos discurre su denuncia de la «exclusión social» a la que se ven condenados. Pero la profecía no se queda ahí. Los jóvenes intentan llamar la atención de todos los modos posibles. Por debajo de los parámetros de su visión del mundo o de una fácil búsqueda de autorrealización –más o menos narcisista, hedonista y carente de sentido moral–…, está latiendo la necesidad de sentirse vivos, de sentirse necesarios, de encontrar sentido. Y no sólo denuncian, también anuncian o comunican el deseo, la necesidad de un sentido no tanto filosófico cuanto concreto para algún otro. «Ser necesario para otro» que tiene necesidad de ti y sentir que se cuenta para él, bien a través de la solidaridad, de la amistad o del amor: tres modalidades que los jóvenes utilizan para manifestar la necesidad de servir, sintiéndose necesarios; la necesidad de entrega a algo o a alguien.
- (Re)pensar y reformular la fe y experiencia cristianas:
Propuesta en y desde la primera clave
Así formulado, está claro que se trata tanto de una propuesta como de una apuesta o, con otro juego de palabras, de una propuesta que no es sino respuesta a la situación hermenéutica en que nos encontramos. Me limitaré, como es obvio, a trazar unas cuantas pinceladas sobre el argumento, con una doble trayectoria: la exigencia de postular una teología más hermenéutica y afirmativa, por un lado; y, por otro, la obligación de reestructurar el polo visible del misterio (sacramento) de la comunión eclesial.
No se puede negar el aprieto de la religión y fe católicas en el momento presente. A nada sirve, bajo pretexto de que mayor desorientación sufre la sociedad moderna, ocultar la crisis de la «estructura sistemática» o estructura básica de las ideas con las que se formula el cristianismo. La última asamblea conciliar fue bien consciente de ello: acertó con el diagnóstico, pero no prescribió el tratamiento; lo mismo que no tuvo en cuenta que tanto las fórmulas finales de compromiso como los tributos que exigirían las tensiones teológicas provisionalmente acalladas llegarían a contradecir o negar la misma diagnosis. Por lo demás, a la crisis ideológica, se ha unido la existencial.
Tanto las formulaciones concretas de la doctrina como el imaginario del cristianismo, a quienes respiran profundamente los aires culturales de esta época, acarrean representaciones y experiencias poco menos que inadmisibles para la conciencia autónoma y libre del ser humano de nuestros días. En la experiencia de los cristianos se va aposentado una imagen dislocada de la realidad: por una parte, quieren interpretarla a través de las síntesis doctrinales aprendidas y a través del magisterio eclesial; por otra, asimilan espontáneamente la visión autónoma y libre, cuyas explicaciones se imponen como si del más elemental sentido común se tratara. ¿Qué cristiano no ha experimentado en alguna circunstancia ese «resquebrajamiento dualista» de su conciencia al oír hablar dentro de la Iglesia de un Dios escasamente creíble, cuyos dictados resultan incomprensibles y del todo imprevisibles; un Dios que, las más de las veces, remite a una verdad abstracta –incapaz de entrar en relación con los procesos históricos y creativos del ser humano– y en permanente competencia con las verdades del hombre? ¿Quién no ha percibido dolorosamente cómo, cuando de «exigencias de religión» se trata, quedan frecuentemente comprometidos algunos de los rasgos más importantes del estado de conciencia del hombre actual, esto es, la autonomía, su conciencia histórica, la capacidad crítica o la libertad? ¿Cuántos no han tenido la impresión, en ciertos momentos, de que la Iglesia está envejecida y sin demasiados reflejos, hasta parecer una instancia a superar, cuando no una realidad superada?
3.1. Teología hermenéutica y «afirmativa» para reformular la fe
La teología ha de pensar a Dios, en definitiva, para pensar al hombre o, mejor dicho, sólo puede descubrir el pensamiento de Dios en el hombre. Por más que pretenda ser un «discurso sobre Dios», sólo podrá serlo del Dios hecho hombre y a través de las reglas vigentes para cualquier decir humano. El «misterio de Dios» ni sirve ni está para justificar nada que se escape a la responsabilidad y obligación de control racional por parte del hombre.
- Geffré acertó de lleno con la imagen –a la par que nueva definición–: desplazarse desde el saber a la interpretación, “es decir, el paso de la teología como saber constituido a la teología como interpretación plural, o también el paso de la teología [como] dogmática a la teología como hermenéutica”[1]. Tal es también el recorrido de la reconstrucción epistemológica dentro de las ciencias, aceptando la conclusión incontestable de que todo acto de conocimiento es un acto de interpretación (paradójicamente, la pérdida de certezas que acarrea la matriz hermenéutica permite a la teología recuperar y reivindicar un estatuto científico específico).
Por causas bastante bien conocidas, el cristianismo ha sufrido un acentuado proceso de abstracción, un despliegue abusivo del esencialismo y una tendencia exagerada al intelectualismo y conceptualismo que comieron terreno a la experiencia originaria e hicieron prisionera a la teología de estructuras axiomáticas y deductivas que hoy resultan epistemológicamente inadmisibles. En concreto, no se puede pretender apoyar la realidad en unos «hechos metafísicos» cuya garantía –cifrada en complejas deducciones–, sin más, se remite en ultima instancia a Dios. Un construcción de este género se incapacita para entrar en contacto con la verdad humana y para probar que la fe cristiana no abdica del pensamiento.
En fin y con palabras de Torres Queiruga, “toda teología tiene que pensarse y re-pensarse desde la convicción radical de que cuanto viene de Dios sólo es interpretable legítimamente cuando cobra un sentido positivo y liberador para nosotros. De suerte que toda interpretación que haga aparecer la historia de Dios con la humanidad como amenaza, carga o agravamiento de su destino es, por eso mismo, falsa”[2].
3.2. La pastoral como «sensibilidad dogmática»
Ante la doble crisis enunciada, si a la teología –en general– compete correlacionar críticamente la interpretación del «hecho cristiano» con la situación contemporánea, a la pastoral o práctica incumbe adentrarse sin miedos en la vida y experiencia de los hombres y mujeres del momento. Ni la fe puede transmitirse bajo formas y esquemas culturales claramente caducados; ni la experiencia cristiana, meramente desplegarse al son de rutinas celebrativas –más o menos fuera de la vida– y devocionales que perpetúan una cierta mentalidad retrógrada, mágica y mercantilista. Por otro lado, la organización y algunos modos de proceder de la estructura eclesial realizan un flaco favor a la credibilidad de la existencia cristiana. A las mujeres y hombres contemporáneos, en modo particular a los jóvenes, la Iglesia les parece cada vez más anacrónica y reaccionaria contra las posibilidades humanas de una autónoma, libre y creativa organización de la sociedad. Su estructura interna y el ejercicio de la autoridad, el sistema de creencias y leyes que promueve, el lenguaje y razonamiento empleados, etc., no resultan comprensibles y terminan por ser contraproducentes.
El Vaticano II se percató de estos o parecidos problemas. Respondió, sobre todo, afirmando el «carácter pastoral» tanto del acontecimiento conciliar como de la Iglesia. Verdad es que no nos hemos puesto todavía de acuerdo sobre el significado de la expresión[3], pero no lo es menos que el Concilio expresaba con ella una «sensibilidad dogmática» inédita o, con otras palabras, subrayaba la correlación imprescindible entre lo «práctico-pastoral» y lo «dogmático-sacramental». Las formas pastorales deben hacer visibles las estructuras sacramentales invisibles: así como las últimas fundamentan las primeras, también la pastoral verifica los enunciados de la sacramentalidad, de modo que el carácter pastoral sin el sacramental se vacía, al igual que éste se pervierte sin aquél. De ahí que, si el destino sacramental de la Iglesia está en la salvación, no podrá realizarse auténticamente sino es a través de caminos prácticos o pastorales en grado de acercarla (hacerla comprensible en las formulaciones, visible en sus estructuras y acciones) a los hombres y mujeres en el hoy y aquí de cada momento de la historia.
Vayamos al ejemplo de una de las afirmaciones más incontestables del Vaticano II: la «eclesiología de comunión». Pues bien, pocos serían capaces de negar que la «teología de la communio» va adelante en medio de prácticas cuanto menos conflictivas, cuando no literalmente «incomunicativas». En análoga situación, hemos de preguntarnos por la relación que ha de establecerse entre el misterio de la Iglesia como comunión y su estructura o dimensión visible e incluso empírico-sociológica. La teología preconciliar ofrecía una respuesta exclusivamente dogmática, sin mayores implicaciones pastorales: para garantizar la verdad y unidad de la fe era necesaria una «obediencia incondicional» a la «jerarquía» encargada de custodiar el misterio de la Iglesia, por lo tanto, existía una «identificación unívoca» entre misterio y estructura jerárquica; lo demás, desobediencia o infidelidad. Pero la teología conciliar introduce aquí un cambio fundamental: la relación ya no consiste en esa identificación unívoca sino que se orienta por la «unidad sacramental», es decir, la «compleja realidad» de la Iglesia puede y debe compararse con la encarnación de Dios en Jesús (cf. LG 8). Entre otras consecuencias, la lógica interna de semejante simbolismo sacramental nos advierte que la Iglesia debe existir en unas estructuras y estilos de relación que signifiquen comprensiblemente la comunión-comunicación. De donde se sigue, desde un punto de vista racional (al objeto de dirimir si esta o aquella estructura, tal o cual forma de relación, expresan o no cuanto humanamente consideramos comunión y comunicación), que para entender y organizar la eclesiología de comunión en su sentido pleno, en su sentido sacramental, no podemos servirnos tan solo de las formulaciones dogmáticas sino que han de integrarse las socio-científicas de las que más directamente se ocupa la pastoral. En «román paladino»: existe una profunda y mutua implicación entre la identidad dogmático-sacramental y las realidades práctico-pastorales utilizadas para expresarla, por lo que nadie puede separar el contenido dogmático de la praxis pastoral, pero tampoco considerar la segunda una simple aplicación o deducción de la primera, antes bien y precisamente por esa trabazón, la coherencia pastoral impulsa también la revisión y reformulación de la dogmática, al igual que la doctrina exige una práctica adecuada a ella. Quiere todo ello decir, que no se puede mantener una identidad comunional sin que se respeten los signos de participación o los procesos comunicativos con los que la conciencia moderna comprende y delimita una comunidad humana.
Por una parte, las cuestiones de fe y religión ni son –ni se trata en ellas de– cosas o procedimientos esencialmente distintos de los que normalmente discurren por la vida cotidiana de las personas, de ahí la exigencia de su correspondiente verificación; por otra, el carácter pastoral de la Iglesia obliga a poner en acto tal contrastación con una nueva sensibilidad dogmática: atenta a lo concreto, a la práctica histórica; en permanente actitud de diálogo con la vida y la cultura; preocupada por buscar un lenguaje adaptado a nuestro tiempo.
- (Re)pensar y reformular la praxis cristiana con jóvenes:
Propuesta en y desde la segunda clave
La complejidad problemática que rodea la vida de los ciudadanos y cristianos de nuestro tiempo es susceptible de agruparse en dos núcleos plurales: «identidad-orientación» y «comunicación-acción»; en el primero se concentra el desafío del futuro, esto es, humanidad o inhumanidad, justicia e injusticia; el segundo, señala la alternativa del diálogo educativo, los acuerdos y, en suma, la búsqueda del entendimiento posible para hacer viable un mundo más justo. Con lo dicho hasta ahora, en cierto modo, he pretendido recalcar que la presente «situación incomunicativa» entre el mundo y la Iglesia reclama un marco interpretativo que, por un lado, permita recuperar la experiencia original cristiana en sintonía con las experiencias de los hombres y mujeres contemporáneos –es decir, enraizándola consistentemente en sus dinamismos antropológicos más sentidos– y, por otro, reorganizar en consecuencia la praxis. Esto supuesto, menciono seguidamente la propuesta básica y global que se refiere a la segunda clave, disponiéndola en un doble rumbo, paralelo a esos dos núcleos problemáticos citados: la humanización como respuesta a la búsqueda de identidad-orientación; la educación, para salir al encuentro de la comunicación-acción.
4.1. Humanización para entrelazar fe y vida, cultura y evangelio
Huelgan los comentarios tanto acerca de la desorientación como sobre el atolladero al que se ve conducida la identidad personal. Otro tanto cabe alegar por cuanto atañe a la humanización: «lo humano auténtico» es lo que cabalmente representa el «criterio común» de cualquier acción, eclesial y pastoral incluidas. Criterio que, desde nuestra perspectiva cristiana y de cara a los jóvenes, ha de poderse leer cual «criterio ético» –para señalar la línea de comportamiento que rechaza de raíz cuanto pueda contradecir la humanidad– y, a la par, cual «criterio místico» –por integrar, dentro de la autenticidad, la apertura a un cierto «absoluto» o trascendente–[4].
La tarea de conocer a Dios y su proyecto sobre la humanidad no comienza por Dios «en sí» mismo. Podemos conocerlo porque se nos ha revelado, para más señas, a través de un rostro concreto y personal, en un hombre, en el hombre Jesús de Nazaret. La encarnación no sólo da forma a la asombrosa fe que el Padre tiene en nosotros; nos manifiesta también que, para conocer a Dios, no hay que huir o elevarse por encima de lo humano, sino todo lo contrario: alcanzarlo no supone una salida de ese ámbito, antes la realización más profunda del propio hombre. De este modo, cambia de trayectoria la pregunta por la significación y sentido del cristianismo: no es tanto cuestión de preservar la identidad ante una posible amenaza de las propuestas seculares y laicas del pensamiento y cultura modernos, cuanto de encarnar o fundir –sin confundir– esta «nueva carne humana» (secular y laica) con la vida y salvación ofrecidas gratuitamente por Dios en Jesús.
En este sentido y hasta el concilio Vaticano II, el cristianismo buscó por encima de todo ser coherente con la divinización del hombre; pero quizá no hizo otro tanto para aceptar la humanización de Dios y el consiguiente descentramiento hacia la vida y humanidad que tan diáfanamente proclamó Jesús en su mensaje del Reino. En esta perspectiva –acaso sea bueno recordar que el centro de las relaciones entre Dios y los hombres no es otro que la vida (a secas)–, tanto la fe o la religión como la Iglesia tampoco existen para sí mismas sino al servicio de la vida y humanización íntegra del hombre. Es la humanización, sin duda, el mejor «terreno común» para redefinir la unión entre fe y vida, cultura y evangelio, y designa inmejorablemente el objetivo específico de una praxis cristiana consciente de la situación de los jóvenes: la ruta de la humanización para crecer y madurar de tal manera que se favorezca e implique en ello la experiencia de la fe; a fin de cuentas, creer significa amar… con tanta intensidad las personas, las cosas y el universo que resulte imposible declararlos un simple juego de azar y necesidad o un absurdo a sobrellevar como mejor podamos.
4.2. Educación para restablecer la comunicación y encarar la vida
Tampoco aquí me detengo a justificar la premisa, por incontrovertible: análogamente a lo que ocurre con la formulación del cristianismo o su relación con el mundo moderno, el quid de la evangelización de los jóvenes reside en la comunicación o, para ser más exactos, en las interferencias comunicativas. Sea la revelación de Dios que la respuesta humana a la misma, vistas desde la óptica de la comunicación, entrañan un profundo vínculo con la cultura y la historia. Bajo este aspecto, las dificultades del anuncio de la salvación a los jóvenes obedecen, por un lado, a los rumores que interfieren la comunicación o a la falta de sintonía y, por otro, a la carencia de significatividad y envejecimiento de las estructuras, formas y lenguajes con los que se les pretende transmitir una «novedad cargada de vida y sentido» que, por tales incoherencias, perciben como algo viejo y ajeno.
Justamente por esto, R. Tonelli piensa la pastoral juvenil en el marco de una «evangelización entendida como comunicación»; ligándola, por tanto, al análisis de las interferencias comunicativas y a cinco de los planos (relación intersubjetiva, mensaje, intencionalidad, instrumentos expresivos y contexto) donde se ha de intervenir para afrontarlas con todas las consecuencias. Planteamiento que, entonces y a título de sumario, hace depender la praxis cristiana en este ámbito de los siguientes debates: 1/ La multilateral complicidad entre «contenido y relación», viciada en el caso de los jóvenes por una deficiente cualidad de las relaciones que los adultos de la comunidad cristiana mantienen con ellos; 2/ La diversidad de categorías culturales y la escasa «conjunción semántica» del «habla cristiano» con la vida y lenguaje de los jóvenes; 3/ La notable diferencia entre el sentido que cada persona elabora y el que viene sugerido por la fe; 4/ La dificultad a la hora de encontrar «signos» para hablar del «Dios inefable» o cómo seguir convirtiendo la experiencia en mensaje; 5/ La carencia de comunidades que funcionen como «contexto» dentro del cual entender el mensaje cristiano[5].
Así las cosas, tanto para restablecer la comunicación como para afirmar la vida y esperanza de las nuevas generaciones son ineludibles, por una parte, los procesos hermenéutico apuntados para repensar la doctrina y la teología; por otra –la que ahora interesa–, la colocación de la pastoral juvenil en una rotunda disposición educativa capaz de restaurar sintonías, sensibilidad y, sobre todo, convalidar la «Buena Noticia». Por fortuna, nadie discute a estas alturas que la pastoral con jóvenes se especifica en procesos de «educación a la fe». Teóricamente, tampoco existen dudas acerca de la estrecha relación existente entre educación y fe. No obstante, en la práctica, ambas afirmaciones se desdibujan. Y es que en la práctica, muchas veces, la pastoral juvenil se reduce a simple «catequesis juvenil» y la educación se utiliza cual mero instrumento para el adoctrinamiento.
La situación actual de los jóvenes y el «principio encarnación», pese a todos los pesares, empujan decididamente a entrelazar profundamente educación y fe, hasta fundirlas en procesos de «mutua implicación», es decir: madurar como personas y crecer como cristianos se implican recíprocamente, por lo que el hecho educativo contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, al igual que ésta comporta la maduración que persigue la educación.
- Identidad y perspectivas de la pastoral juvenil
Entramos en una enumeración rápida, casi telegráfica, de algunas propuestas más concretas organizadas en torno a la «identidad y perspectivas de la pastoral juvenil». Como hasta el momento, el leitmotiv es el mismo: (re)pensar y reformular. En esta caso, empezando por replantear la cuestión fundamental, es decir, preguntándonos a nosotros mismos, primero y antes de interrogarnos por cuanto «debemos transmitir a los jóvenes», qué escuchamos, qué anuncio o qué nos anuncia hoy el Evangelio. Quizá por ahí atisbemos que toca recomenzar, esto es, atisbemos a leer el estado generalizado de la fe como un «momento (seminal) de muerte» y la brega por el (re)inicio de una vida distinta, que no será posible sino haciendo brotar una fe y una religión «al servicio» y en solidaridad efectiva con las mujeres y los hombres contemporáneos; recomenzando, pues, con una inteligencia y libertad renovadas para dar que pensar…, alejados del poder y más allá de la resistencia nostálgica o del repliegue sobre la identidad.
Este reiniciar incluye una clara invitación a reconstruir con los jóvenes la fe y la religión. Querámoslo o no, es desde la nueva conciencia con la que ellos y ellas viven –y no desde nuestra seguridad de «convencidos»–, desde donde hemos de (re)pensar la experiencia cristiana. El cuaderno de bitácora para travesía similar, al menos, debiera incluir las siguientes pautas de navegación.
¡ La vida y el rostro de los jóvenes como «lugar teológico»
La comunidad cristiana más que buscar principios para comunicar y compartir con los jóvenes, ha de explorar –en contacto directo con ellos– sus esperanzas y frustraciones, sus anhelos y contradicciones, etc., y desde ahí, con dicho bagaje, discurrir creativamente cómo transmitirles el evangelio de la salvación. Inicialmente, pues, es cuestión de reflexionar «con ellos» a fondo cómo y porqué les resulta difícil o imposible creer, y de reconstruir, después, con una sinceridad drástica, lo que queremos decirles a la hora de hablar de Dios, de Cristo… La pastoral juvenil ha de orientarse, no tanto por el contenido y objeto de la propuesta cristiana, cuanto por la condición existencial de los destinatarios.
¡ Encarnación, fe y educación
El «acontecimiento Encarnación» destruye cualquier pretensión ideológica de sometimiento a dictados incomprensibles en nombre de un «Ser omnipotente e imprevisible»: al amor universal, gratuito e incondicional de Dios siempre está tratando de manifestarse, mora en el fondo de cada persona; por eso, la revelación divina no trata de introducir algo externo al sujeto sino de ayudarle a caer en la cuenta, a «dar a luz» su intimidad más radical habitada por Dios. En tal perspectiva y aunque don, la fe debe entenderse como respuesta a esa increíble y provocadora apuesta divina: no tanto cuestión de descubrimiento y afirmación de la divinidad, cuanto respuesta a la realidad humana más íntima y primordial; Dios asume todo «sí» a esa realidad cual si fuera un «sí» a Él mismo. Precisamente, entonces, el camino de educación a la fe se configura como hecho educativo que contiene la posibilidad de la experiencia religiosa, lo mismo que la vivencia de la fe comporta la maduración y crecimiento perseguidos por la educación.
¡ Experiencia religiosa humanizadora
La grave situación comunicativa que rodea tanto a la fe como a la educación exigen un cuidado particular en el engarce experiencial de cuanto pretendemos transmitir, su ensambladura antropológica y, en fin, la consiguiente praxis humanizadora. Es tornando a la experiencia como, por una parte, accedemos a las intenciones de fondo de la Escritura y de la tradición y, por otra, palpamos la historia hodierna de los avatares humanos. En segundo lugar, los contenidos de la fe necesitan una profunda ensambladura antropológica: la palabra divina nos llega bajo formas humanas y, del mismo modo que la divinidad de Jesús se realiza en su auténtica humanidad, cabe afirmar que la revelación de Dios «acontece» en la realización del hombre: cuanto más ahondamos en la condición humana, tanto mejores serán las disposiciones para «caer en la cuenta» de quién nos habla en ella y qué nos dice. Por último, sólo un praxis humanizadora nos consentirá verificar el valor y sentido del mensaje cristiano; no en vano, las jóvenes generaciones –a su modo, ¡claro está!– conectan con una forma nueva de cristianismo que podríamos calificar de «humanitario y autónomo».
¡ Nueva alianza con los jóvenes
La Iglesia, en general, y las comunidades cristianas, en particular, necesitan establecer una nueva alianza con los jóvenes, basada en la «acogida incondicional»: lo mismo que Dios promete estar con su pueblo, pese a la infidelidad con que Israel vive la alianza, así hemos de colocarnos «con y de parte» de los jóvenes. Una «pedagogía de la alianza», en suma, que exige la actitud educativa básica de la acogida incondicional. En un mundo donde todo se colorea con el tinte de la utilidad, donde todo se compra y se vende, donde más que amistad existe intercambio –pues lo que importa es tener buenas relaciones más que buenos amigos–, la acogida incondicional viene a ser la profecía por excelencia de la praxis cristiana. A ella se han de sumar, al menos, tres opciones cardinales: 1/ Traducir y actuar la fe y la religión como «sentido salvador», es decir, restituyendo vida –con su dignidad y seriedad– a la existencia concreta de los jóvenes; 2/ Situar los procesos educativos en la vida colectiva y cotidiana con modelos de pedagogía social que arranquen de la persona en grupo, etc.; 3/ Implicarse todos, jóvenes y educadores, en afrontar la realidad tomando partido, con actitudes y compromisos concretos. Opciones que remiten a una pastoral juvenil del compartir con los jóvenes tiempos, espacios y temas: el tiempo de la vida cotidiana, en el espacio privilegiado de la escuela, para resucitar constantemente el tema del sentido; el tiempo libre, tiempo de calle y –¡ojalá!– de centro juvenil, para introducir el tema de la solidaridad en una identidad (tejida en el grupo de iguales) expuesta al peligro del aislamiento egoísta; el «tiempo interior», amasado en la soledad, para abrir huecos a la invocación y a la trascendencia.
¡ De los proyectos a las estrategias
Nos hemos acostumbrado ya, desde hace tiempo, a trabajar con «mentalidad de proyecto». Una gran conquista, sin duda. Ahora es necesario otro paso: unir los proyectos a la elaboración de perspectivas de futuro mediante la definición de estrategias[6]. Ha sido un poco el ejercicio de estas líneas que, leídas bajo este punto de vista estratégico, pretendían «incitar a repensar»… la identidad de la fe y de la experiencia cristiana –y, por lo mismo, a repensar en clave creativa la fidelidad a la tradición–, la imagen de Iglesia y de «joven cristiano» que queremos, la «cotidianidad educativa» y las acciones concretas a desarrollar con las chicas y los chicos, etc. Imposible entrar aquí en ulteriores concreciones; baste una triple referencia a la educación del sentimiento, a la importancia del grupo y a la parroquia como «laboratorio de la fe».
Las actuales características de las nuevas generaciones –importancia capital de lo afectivo y emocional, subrayado de lo interpersonal y del «sentirse a gusto», etc.– demandan una atención especial a la educación del sentimiento y de la voluntad, al igual que a la participación y al compromiso. Ello exigiría desterrar toda manera funcionalista de entender la religión, al tiempo que superar el habitual déficit de kerigma e integración vital del mismo. Además, los jóvenes estiman sobremanera el grupo; de ahí que los movimientos eclesiales tengan una importancia crucial para construir un entramado capaz de organizar el paso del grupo a la comunidad cristiana. Por último, toca a la parroquia renovarse para que sea comunidad que ayude a comprender las preguntas vitales y a lanzarlas más allá de las pequeñas y cómodas respuestas de un «Evangelio simplificado», rebajado o de corte meramente ritualista. Parroquia, por consiguiente, como laboratorio de lenguajes, celebraciones, de radicalidad profética, evangélica, etc. En el caso de los jóvenes, por lo demás, adquieren una importancia estratégica de primer orden, por un lado, los espacios propios; por otro, las comunidades cálidas, abiertas y comprometidas.
JOSÉ LUIS MORAL
[1] C. Geffré, El cristianismo ante el riesgo de la interpretación, p. 27. Cf. Id., Credere e interpretare, La svolta ermeneutica della teologia, Queriniana, Brescia 2002, 5-25; Id., Du savoir à l’interprétation, en Institut Catholique/Paris, Le déplacement de la théologie, Beauchesne, Paris 1977, 51-64.
[2] A. Torres Queiruga, Fin del cristianismo premoderno. Retos hacia un nuevo horizonte, Sal Terrae, Santander 2000, 37.
[3] W. Kasper, entre otros, ha subrayado el hecho grave de que “no hayamos llegado a un consenso sobre qué contenido se encierra bajo ese término [pastoral] y, menos aún, sobre la correspondiente hermenéutica” (W. Kasper, Teología e Iglesia, Herder, Barcelona 1989, 406.
[4] Tomo la formulación de C. Geffré (cf. Credere e interpretare, p. 123), quien lo usa en relación directa con el «pluralismo religioso» como cuestión teológica que obliga a replantear el mismo modo de hacer teología.
[5] Cf. R. Tonelli, Per la vita e la speranza. Un progetto di pastorale giovanile, Las, Roma 1996, 43-60.
[6] Obviamente no puedo entrar en detalles: cf. Istituto di Teologia Pastorale-Universitá Pontificia Salesiana, Pastorale giovanile. Sfide, prospettive ed esperienze, Ldc, Leumann 2003.