[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
Javier Martínez Cortés es profesor en la Universidad «CEU-San Pablo» y en el Instituto Superior de Pastoral (Madrid).
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Frente a la «cultura de ideas», nos encontramos ahora en una «cultura sensorial» donde domina el «área del consumo» y el ocio se reduce prácticamente a mero tiempo libre que, en el caso de los jóvenes, resulta un tiempo colectivo dominado por espacios sensoriales de autorrealización individualista, con no pocos tintes de manipulación. Desde esta perspectiva, el autor estudia la relación entre el tiempo libre y la religiosidad juvenil, concretando algunas implicaciones fundamentales y las correspondientes pistas de trabajo de cara a la «educación a la fe».
- Introducción
Un comentarista político recordaba, no hace mucho, y a un propósito absolutamente distinto, una escena de la película «La leyenda de la ciudad sin nombre». En el «salvaje oeste», un predicador advertía a sus oyentes de los peligros que conllevaba su disoluta vida, y de la necesidad de moderar sus indisciplinadas apetencias. El término de ambos caminos eran el infierno –en el primer caso– y la salvación en el segundo. «Y ahora os pregunto: ¿adónde queréis ir?», interrogaba el predicador. «¡Al infierno!», respondía con alegre unanimidad la asamblea.
El recuerdo de la escena sirve para introducir un tema más abstracto: el del cambio en el modelo de cultura dominante. Haciendo un uso simplificatorio, pero que no falsea sus planteamientos, de una distinción del sociólogo norteamericano Pitirim Sorokin entre culturas ideacionales y culturas sensoriales,parece evidente que vivimos tiempos de cultura sensorial. (Uno de cuyos rasgos característicos, por cierto, según Sorokin sería la corrupción política).
Una «cultura ideacional» (a la que Sorokin añade otra que denomina idealista, y que participa de ciertas características análogas) sería aquella en la que se juzga que para llegar al «conocimiento verdadero» es necesaria la confrontación de las ideas. En contraste con ella, una «cultura sensorial» juzga que el conocimiento de «la realidad» (en función del cual se ha de organizar la sociedad) ha de ser un conocimiento de lo concreto; y éste se obtiene a través de los sentidos.
Entiéndase que se trata de un planteamiento no estrictamente epistemológico, sino sociológico: según el patrón cognoscitivo fundamental con el que la sociedad organiza las pautas de conducta colectiva. En el caso de una «cultura sensorial», la consecuencia es que las sensaciones que afectan los sentidos se convierten en la herramienta primordial que regula los comportamientos. Las ideas no parecen capaces de prevalecer en una posible confrontación con el mundo de las sensaciones: pierden lo que llamaríamos «sustancia de realidad». El predicador de «La leyenda de la ciudad sin nombre» arguye desde un plano claramente ideacional (o mejor, idealista); pero su asamblea considera que su argumentación carece de poder persuasivo: es claro que sólo se moviliza por consideraciones abiertamente sensoriales.
- El cambio cultural: de lo ideacional a lo sensorial.
El «tiempo libre» en la sociedad de consumo
Desde esta perspectiva dicotómica (que simplifica la complejidad que consigo lleva toda cultura, pero que puede orientarnos globalmente) parece probable que no haya existido en la historia de las civilizaciones una época tan acusadamente sensorial como la nuestra, en esta etapa confusa que designamos como posmodernidad.
La modernidad se caracterizó por ser una cultura ideacional (en ella hemos sido formados las generaciones ya adultas de educadores). Estamos habituados (los «modernos») al manejo de ideas, a la confrontación de las mismas, y a esperar que una buena argumentación deba ser reconocida por el contrincante. De lo contrario, le acusaríamos de incoherente. Pero las nuevas generaciones parecen aceptar –y disfrutar con– un cierto grado de incoherencia. Las sensaciones, al sucederse, no son siempre coherentes. Y nunca –en la cultura sensorial– una buena argumentación tendrá la fuerza convincente que tienen mis sensaciones. A algo de esto es a lo que llamamos posmodernidad.
¿Es abusivo plantear así la cuestión del cambio que vivimos? Desde una perspectiva sociológica creemos que hay «razones» que explican este cambio: se trataría de un tránsito socialmente «lógico», aunque a los formados bajo el signo de lo ideacional, nos desconcierte
Es obvio que el refinamiento de las técnicas audiovisuales, los elaborados impactos de la publicidad contemporánea, la permanente incitación al consumo, la saturación de los sentidos, la necesidad, artificialmente producida, de sensaciones cada vez más fuertes, había de inclinar la cultura de masas hacia lo sensorial.
Los medios de comunicación y las técnicas audiovisuales «crean» hoy el mundo de lo real para una inmensa mayoría. El hecho mismo de la producción de esta «esfera de lo sensorial» constituye su fuerza argumentativa. Lo artificial y lo virtual se han convertido en «lo normal». (Es paradigmática la anécdota del niño urbano de primaria que, en una excursión campestre de su colegio, se admira: «¡Hay ovejas, como en la televisión!»).
Esta cultura sensorial adquiere especial fuerza en el área del consumo (está ordenada a él: a mantenerlo en permanente movimiento. El ideal de una economía desarrollada es convertirlo en el «perpetuum móvile» buscado por los antiguos. Y en esta área del consumo ha hecho con fuerza su aparición un nuevo «objeto». Más bien habría que hablar de una magnitud espacio-temporal con características propias: el tiempo libre (lo que los clásicos denominaron «ocio»…).
El ocio ha sido siempre la búsqueda de un modo de vivir, al menos una parte de nuestra existencia, de un modo diferente. Tiene un componente necesario de corporalidad distendida –y por tanto, de sensorialidad–. Pero la manera de modular este componente sensorial puede ser múltiple. Tradicionalmente era una actividad propia de «élites»: se consideraba como un tiempo dedicado al desarrollo de la «parte más noble» del ser humano: es decir, se consideraba fundamentalmente «ideacional» en medio de sus componentes corporales.
Pero hoy ha cambiado no sólo el término (ahora la denominación común es «tiempo libre») sino el concepto y el modo de utilizar este tiempo libre –la palabra «utilizar» es significativa; el ocio clásico era un actividad «inútil»–. Su vivencia hoy se asocia por lo común a valores hedonistas y constituye una de las principales áreas de las llamadas, paradójicamente, «industrias del ocio». ¿Se puede industrializar la vivencia de la parte más selectiva de nuestra vida? Al parecer, es claro que sí, dentro de una determinada concepción del «tiempo libre»: el tiempo libre en una sociedad de consumo.
Comprar y consumir son verbos esenciales para comprender el modo en que se nos vende –literalmente– el ocio. Hay encuestas que muestran cómo «ir de compras» es, para ciertos sectores de población, la primera de sus aficiones y entretenimientos. Y los sociólogos constatan cómo en la sociedad española, el tiempo libre representa un gran valor en nuestras vidas. Después de la familia, los amigos, y la posibilidad de trabajar, ocuparía el cuarto lugar, distanciándose claramente de otros valores más «ideacionales», como la religión y la política.
Este concepto del tiempo libre no representa un valor meramente especulativo. Las familias españolas siguen aumentando sus gastos de ocio (que ya habían alcanzado un 13,5% del presupuesto familiar en 1992. Cf. España 1994. Una interpretación de su realidad social, Fundación Encuentro, Madrid 1995, 442).
El aumento de la esperanza de vida, las jubilaciones anticipadas, el final del pleno empleo…, todos estos elementos, añadidos a la presión sensorial que ejerce la publicidad de las industrias del ocio, abren perspectivas hasta ahora inéditas. Un ciudadano contemporáneo, en Occidente, no sabría vivir sin Tv., vacaciones, viajes, algún deporte… El s. XX, en las sociedades de consumo, ha desarrollado un nuevo espacio de autorrealización sobre cuya trascendencia aún estamos lejos de aclararnos.
- Jóvenes, consumo y tiempo libre
Esta importancia del tiempo libre como elemento definitorio de nuestra forma de vida es particularmente perceptible en el mundo juvenil. Los jóvenes entienden que vivir «su» tiempo libre es un derecho democrático, tan importante como otros de contenido acaso más problemático –por muy constitucional que sea (como el derecho al trabajo, por ejemplo)–. Y sospechamos que lo entienden como un derecho porque lo viven vinculado a la constitución de su identidad (en cuanto jóvenes) como contradistinta de la identidad de los adultos.
Y este tiempo libre colectivo, que los jóvenes en cuanto generación intentan producir para sí mismos, no podía menos de ser acusadamente sensorial. Una especie de connaturalidad relaciona a los jóvenes con particular intensidad con la cultura de los sentidos. (Un adulto que pretendiera ejercer de educador tal vez tendería a decir –ideacionalmente– que «los hace especialmente vulnerables»). Insertos en la cultura del consumo, ellos buscan su modo de consumir tiempo libre.
Pero la complejidad y diversificación del consumo hace de él una «área total» que los jóvenes comparten con los adultos, en la medida de sus posibilidades. No sirve de elemento diferencial cualitativo. Y la prolongación de la esperanza de vida hace, por otra parte, que también los adultos, incluso los ancianos, se esfuercen bravamente (ayudados a veces por la cirugía plástica) en mostrar su dinámica juvenil.
Así ocurre que en la sociedad de lo transitorio (los objetos son siempre sustituibles y su obsolescencia está planificada), lo «juvenil» es lo que tiene la pretensión de no ser transitorio. Se produce una observable juvenilización (y tal vez banalización) de la cultura. Ello no significa que la situación global de los jóvenes sea privilegiada. Es un mundo que ellos reciben ya «hecho» –por el mercado–, y sin muchas posibilidades de modificarlo.
Sin embargo, las generaciones jóvenes manifiestan un comportamiento, en general, adaptativo. Los estereotipos del «joven como rebelde» son rotos por el acceso al consumo. El consumo produce una remodelación del deseo individual: no se aspira a una «sociedad diferente». (Es la muerte de las utopías revolucionarias). En su relación con los objetos sustituibles (y mejorables por la tecnología), a lo que se aspira es a «reformar» las posibilidades de consumir para obtener nuevas sensaciones. Su relación con los objetos se transfiere a la sociedad (los objetos constituyen un elemento muy importante en sus vidas): y es claramente instrumental y mudable, en la línea de una intensificación sensorial.
El mercado laboral los «domestica» y el consumo posible les satisface. (Galbraith ha hablado de una cierta «cultura de la satisfacción» en las sociedades relativamente opulentas, pese a todas sus desigualdades).
Sin embargo en su relación colectiva con el mundo de los adultos persiste la necesidad generacional de diferenciarse frente a ellos. ¿Dónde buscar las señas de la propia identidad colectiva? Su consumo del tiempo libre será un consumo «diferente», prácticamente imposible de ser copiado por los adultos: he aquí el área de su rebeldía.
- Características del tiempo libre juvenil
Esta área se puede definir como una serie de «espacios sociales» en los que su determinación viene dada por elementos abierta, e incluso violentamente sensoriales: la música «joven», alta en decibelios; un tracto temporal considerado como «propio» (la noche de los fines de semana); las búsqueda de sensaciones inéditas de la propia corporalidad; (entre ellas la aproximación sexual); el consumo de alcohol, a edades cada vez más tempranas; la velocidad, si se dispone de vehículos…
Las características de estos espacios están relacionadas con una cierta vivencia de la libertad colectiva. Son espacios creados por los mismos jóvenes y usados por ellos –no impuestos por la sociedad adulta, hacia la que vienen a manifestar una actitud transgresora–. (Aunque sea cierto que son espacios objeto de márketing por parte de la sociedad adulta de la que se quieren «separar»). Proporcionan (al menos en el imaginario juvenil) gratificaciones (?) sensoriales, a ser posible difíciles de comprender por los adultos (el nivel de decibelios de la música). En resumen, son concebidos como espacios de autorrealización juvenil (y de propia «autoformación», ya que son los jóvenes quienes socializan a los mismos jóvenes en el uso de estos espacios).
Tales espacios tienden a producir una especie de «foso sin puente levadizo» (al menos en la intención juvenil) entre jóvenes y adultos. La «lógica social» del tiempo libre juvenil no puede ser la «lógica social» de los adultos, porque es ahí donde se siente comprometida la identidad social del joven, a la búsqueda de signos diferenciales.
Se dirá que siempre ha habido un cierto hiato entre adultos y jóvenes. (En eso, precisamente, consiste el «ser joven». ¿Hemos conocido jóvenes que se sintieran enteramente comprendidos por los adultos?) Pero hoy, la diferencia está en que, en una cultura de lo sensorial:
- La estructura de la familia se ha democratizado. Los padres ya no ordenan, sino que razonan y procuran convencer. Y es ahí donde tropiezan con la dificultad siguiente.
- El hiato generacional en el lenguaje con el que los padres intentan construir un «puente» es mucho mayor. Las ideas (u opiniones) de los padres se mueven en un plano diferente del de las sensaciones de los hijos. El largo combate, y la general derrota paterna, a propósito de la hora nocturna de la vuelta a casa los fines de semana, lo atestigua.
- La especial relación del joven de hoy con el «grupo de iguales», que le abriga. Lo necesita –aunque no lo sepa– para su propia identidad vacilante. El joven –especialmente el adolescente– piensa que elige su uso del tiempo libre, y que elige bien porque otros muchos han elegido como él.
- El comportamiento juvenil encuentra un aliado fuera del ambiente familiar: el gran «guru» contemporáneo, el mercado, viene a estar de su parte (conflicto por las horas de cierre de bares, etc).
- Algunas consecuencias de la concepción juvenil colectiva
a propósito del uso del tiempo libre
Con un lenguaje empresarial se diría que conciben el tiempo libre como una magnitud que debe ser situada en la columna de los «beneficios» juveniles, oponiéndola a la columna de los «costes», representada por el mundo de los adultos: el estudio, el trabajo, o las imposiciones derivadas de la vida familiar (por mucho que se sientan arropados por las propias familias).
Es una concepción derivada de la cultura del individualismo posesivo: el «tiempo libre» lo es, precisamente porque es un tiempo mío y para mí, del cual dispongo agudizando sensaciones de mi corporalidad.
Indirectamente, tal concepción viene a legitimar a la sociedad que pone este tiempo a disposición de la libertad juvenil. Este es aproximadamente, el tipo de discurso –inconsciente, si se quiere– que produce: esta sociedad, cierto, tiene deficiencias, pero ¿quién se embarca en la dudosa aventura colectiva de querer cambiarla por otra –supuestamente– mejor? El pragmatismo actual de los jóvenes hunde aquí sus raíces y no se deja tentar fácilmente por visiones utópicas.
La identidad juvenil que ensaya su propia autorrealización no es sino una versión (a veces variopinta, pero igual en lo sustancial) del individualismo posesivo de la sociedad adulta, con una mayor acentuación de lo sensorial.
Anclado en su individualismo –propio de las sociedades de mercado– y poseedor al menos de su tiempo, la cultura juvenil es reacia (en general y sin desconocer la generosidad altruista de muchos jóvenes) a movilizarse ante proyectos colectivos. Los índices de asociacionismo juvenil –con la excepción significativa de las asociaciones de ocio y de las ONGs vienen a confirmar estadísticamente lo que es la experiencia directa de muchos educadores.
Parece también acorde con la realidad el hacer notar que estos «espacios de autorrealización» (que los jóvenes consideran como creación suya) constituyen el espacio mercantil donde nuestro actual modelo de sociedad instaura un nuevo mecanismo de control social: «suave», pero muy eficaz.
Diríamos que el «pájaro en mano» de la disposición del tiempo «libre», pero organizado por las industrias del ocio, atornilla al joven a la sociedad en la que vive.
Porque si no fuera así, podría imaginarse que –abandonado a la libre disposición de individualidades– este tiempo libre reflejaría más bien el caos que un perfil sólidamente estructurado.
Sin embargo, este perfil existe y es manejado por las industrias del ocio. Lo cual abre paso a la sospecha de que el tiempo libre de los jóvenes –que tan celosamente procuran guardar para sí– es un tiempo manipulado. Eso sí, persuasivamente manipulado. He aquí algunos de los elementos de esta capacidad persuasiva:
- Su modo de alcanzar al destinatario, por varios canales sensoriales (imagen, sonido); canales por los que se filtra una sensación de movilidad permanente.
- La saturación invasora del mensaje sensorial. No puede dejar de ser percibido. Pero en medio de su reiteración, está lejos de producir hastío, debido a su formulación pluriforme y seductora. Aparece siempre como una acertada combinación de redundancia y variedad.
- Su apariencia no coactiva, de mera oferta. La libertad no se ve amenazada, sino solicitada, como un reconocimiento de la soberanía de la voluntad juvenil. Pero esta soberanía es un objeto expreso de márketing.
¿Y cuál sería el impacto de esta concepción del ocio sobre la religiosidad de los jóvenes?
La respuesta inicial parece ofrecer pocas dudas: catastrófico. Pero este tipo de respuestas son poco rentables pastoralmente. Tratemos de aproximarnos con ánimo de «inculturadores de la fe», que no pueden dejar al margen de ella el tema del ocio.
- Tiempo libre y religiosidad juvenil
Juzgamos que es difícil responder de un modo unívoco a la cuestión, generalizando excesivamente. En principio, parece claro que el concepto de tiempo libre, digamos, hoy mayoritario en las generaciones jóvenes, está lejos de favorecer cualquier actitud «seria» ante la vida (como lo es la religiosa).
Pero al ser un espacio estrictamente acotado (el tiempo libre) puede hacerse compatible con actitudes «serias» –en el tiempo no-libre–: por ejemplo, el estudio. Es evidente que hay grupos de jóvenes que saben compaginar el estudio (aunque probablemente no sean los mejores estudiantes) con un uso del tiempo libre como el aquí descrito. Habría también que tener en cuenta el factor de intensidad: hasta qué punto el joven se abandona al elemento transgresión de normas adultas que se puede dar en el uso del tiempo libre.
Sin embargo, aun admitiendo la distinción de posturas personales del joven ante el tiempo libre y el no-libre, la cuestión de la religiosidad plantea dos dificultades propias:
- Primera:el tiempo libre se concibe por los jóvenes como vinculado a la búsqueda de identidad. Y en la concepción descrita no hay ningún elemento religioso (más bien hay elementos que dificultan la actitud religiosa, aunque no constituyan un entramado inevitable). Luego la búsqueda de identidad juvenil, en este modelo de ocio, se hace al margen de toda referencia religiosa.
- Segunda:parece posible, como señalamos, compaginar actitudes diferentes en esta manera de acotar el tiempo (libre/no libre). La fragmentación es una característica de la posmodernidad y tenemos el ejemplo del estudio. Pero no es transportable, sin más, al tema religioso. El estudio, por seriamente que se tome, puede tener (y la tiene en la sociedad de mercado) una finalidad pragmática, utilitarista, y ajena a cualquier consideración transcendente. Es muy posible encontrar el joven «serio», pero cerrado a los aspectos religiosos de la vida.
Por último, es preciso tener en cuenta los evidentes fallos en la socialización religiosa de los jóvenes (en cuyo análisis no podemos entrar aquí). Por mucho que ellos lo pretendan, su identidad no proviene, solamente, de su uso del tiempo libre, sino de situaciones previas, como la familia, el grupo de iguales, las actitudes religiosas de los padres, el tipo de educación recibido…
En resumen: diríamos que esta combinación de ausencia de cultura religiosa previa (difícil de negar) + búsqueda de identidad en «espacios sociales» en los que no hay referencias religiosas + mundo de lo sensorial, cerrado sobre su propia inmanencia, donde tampoco abundan los referentes religiosos, o tienden a vaciarse de sentido (sacramentos recibidos más bien como ceremonia social: bautismo y comunión como ritos de paso en países de tradición cristiana…), vienen a configurar un panorama pastoral poco reconfortante en lo que toca a las nuevas generaciones.
¿Somos excesivamente pesimistas al trazar este perfil? No quisiéramos. Pero tampoco cerrar los ojos a la realidad. Los datos de que disponemos, es cierto que no son toda la realidad (y menos en cuestiones religiosas, donde los números son un tosco indicador). Pero sí dicen algo sobre la realidad de lo que está ocurriendo.
En estas recientes formas de existir, la vivencia del tiempo libre, en general, tiene una importancia que aún no calibramos bien. Pero hay sociólogos que sospechan que el Ocio (con mayúscula) comienza a ocupar el lugar que la religión tuvo en el pasado. El aumento del tiempo dedicado al ocio ha ido unido a la disminución de las prácticas religiosas. En 1995, el 25% de los ciudadanos de algunas comunidades autónomas llevaba a cabo prácticas religiosas una vez, o más, a la semana. En ese mismo año eran el 39% de esos mismos ciudadanos los que practicaban algún deporte semanal (cf. J. ELZO y otros: Los valores en la comunidad autónoma del País Vasco y Navarra, Vitoria 1996, p.113). No sería correcto argüir una relación causal directa entre ambos fenómenos. Pero sí es lícito ser consciente de la primacía colectiva de ciertos valores (ocio/salud) sobre la religión en el uso del tiempo libre. Claro que podrían compatibilizarse ambos valores, y sin duda muchos ciudadanos lo hacen. Pero colectivamente, el deporte supera a la importancia concedida a la religión.
En lo que respecta a los jóvenes, tal vez los números no digan mucho sobre su posible religiosidad (una materia delicada y posiblemente recóndita). Pero sí sobre su actitud sobre la tradición católica recibida (que al parecer, interesa poco a su posible religiosidad oculta). He aquí algunos datos.
No cesa la disminución de la práctica religiosa: 12 de cada 100 jóvenes (de edades entre los 18 y 24 años, es decir cuando comienzan a sentirse «religiosamente autónomos») asisten semanalmente a misa (ocho puntos menos que en 1994, según los estudios de la «Fundación Santa María»). Los jóvenes que creen en la reencarnación (27%) superan ligeramente a los que creen en la resurrección (26%). Un 60% señala que «Dios existe y se ha dado a conocer en la persona de Jesucristo» (suponen diez puntos menos que hace cinco años). En contraste, la afirmación «Yo paso de Dios. No me interesa» sube del 18% al 24% (casi la cuarta parte de la juventud española).
¿No es éste un indicador de que en la formación de su identidad los referentes religiosos van perdiendo significado?
Y esta formación de la identidad ¿no trataba de hallar un espacio propio en el uso de su tiempo libre, que se distinguía por la búsqueda de sensaciones, sin ningún tipo de significado trascendente?
¿No cabe la sospecha de que el ocio, así configurado, gana importancia en la vida de los jóvenes, y les inclina a «prescindir» de la idea de Dios (convertido en un Dios «ideacional»)?
- ¿Qué hacer?
¿Qué perspectivas se pueden buscar para una «educación a la fe»?
Para ser sinceros, habría que comenzar por decir que aparece más claro lo que no tendríamos que hacer para una posible «educación a la fe».
Ante todo, no desanimarnos, y seguir «tomando parte en las duras tareas del Evangelio». Las jóvenes generaciones parecen irse convirtiendo en un nuevo territorio de misión: incluso dificultades de lenguaje abren nuevas distancias entre «sensoriales» e «ideacionales» (a los que sin duda pertenecemos los educadores). La Europa ex-cristiana es hoy una misión menos ilusionante (y psicológicamente más difícil tal vez) que algunos territorios más «clásicos» de misión.
No parece tampoco conveniente (por inútil) argüir tratando de mostrar el carácter alienante de muchos rasgos en el uso, hoy predominante entre adolescentes, del tiempo libre. «Contra facta –y en este caso, las sensaciones son el factum– non valent argumenta».
Más positivo parece el intento de recuperar, no el concepto, sino la experiencia de un ocio diferente, para poder ofrecerlo a adolescentes y jóvenes, como una alternativa posible.
Entiéndase: no se sugiere la competencia con las masivas industrias del ocio, sino el enriquecimiento del «mercado del ocio» con nuevas posibilidades. El ocio no puede ser un campo ajeno a los cuidados de los educadores. Menos hoy, que parece ser un ingrediente importante en la formación de la identidad juvenil.
En este sentido, a la búsqueda de nuevas formas de evangelización, el pasado histórico del catolicismo debería aguzar nuestra creatividad. La Iglesia ha sido muy propicia a un determinado tipo de cultura sensorial. Su teología de los sacramentos fijando la materia y la forma, las escenas de las vidrieras de las catedrales, la «Biblia pauperum», las imágenes de los santos (se ha podido hablar de un «materialismo católico»), las procesiones… El barroco cultivó un estilo de religiosidad, que puede hoy resultarnos lejano, pero que fue exacerbadamente sensorial. Y la religiosidad que hoy perdura, indemne frente a los embates de la secularización, es la religiosidad popular, abierta a los sentidos, donde religiosidad y raíces locales llegan a confundirse…
Pero sucede que en toda «fiesta religiosa de los sentidos» la materia tiene una apertura hacia la trascendencia, que la cultura sensorial de hoy ignora. Las sensaciones de la cultura actual están desprovistas de cualquier simbolismo trascendente. Es cierto que funcionan como signos, y constituyen un lenguaje. Pero un lenguaje que sólo habla de este mundo. El problema no son los sentidos, sino su cierre sobre la pura inmanencia.
También la Iglesia procuró liberar un tiempo para el descanso. Y supo estructurar la fiesta popular, en torno a los santos patronos. (Lo que hoy todavía perdura e incluso se renueva). Pero su sentido de «la fiesta» crea comunidad y no coincide con la moderna concepción individualista, por más que sea masiva, del tiempo libre en la sociedad de consumo.
Parece, pues, urgente recuperar no la idea (permaneceríamos en el plano ideacional), sino la experiencia del ocio humanista. Junto al ocio del consumo, caben otras experiencias de ocio, ancladas en el desarrollo personal. En ellas se vive el ocio como calidad de vida, motivo de realización personal, derecho a la cultura, ámbito de encuentro… Sin embargo tendrá coincidencias con el «tiempo libre» juvenil en el hecho de ser un espacio reivindicado como un derecho, que se le debe a la existencia simplemente humana. En él, la vivencia juega un papel fundamental como justificación del mismo. Es una oferta que puede servir de «puente» de entendimiento entre generaciones, a la hora de encontrar un lenguaje común.
Este modelo de «otro ocio» se sustenta, también, –como el ocio dominante entre adolescentes– en la necesidad de identificación personal y grupal. Pero no masivas, sino seleccionadas según capacidades y afinidades. Y en él puede también tener cabida un ocio solidario, y una motivación cristiana.
En definitiva, es un ocio que no se agota en sí mismo (mera producción de sensaciones), sino que se abre sobre el desarrollo de la persona (lo que conlleva también sensaciones placenteras) y sobre la apertura al otro. El ocio humanista debería ser «una re-creación existencial»; es decir «un medio para restablecer la voluntad y el valor de vivir» (Kriekemans). Sería también un ocio desde el cual tendría sentido la apertura a Dios, como camino de crecimiento.
Pero ha de tenerse en cuenta que todo ocio, en la medida en que es masivo, es un fenómeno anclado en el mundo de «valores» dominantes en la sociedad. Una sociedad de consumo nos vende cada día sus productos basándose en la desmesura y en un tipo de placer sensorial, cerrado sobre sí mismo –en el que no resulta disonante la introducción de la violencia–. Y sus efectos sobre la identidad de adolescentes y jóvenes se deja notar.
La ansiedad existencial busca únicamente una «evasión» y una diversión. Apoyándose en la necesidad de olvidar, la sociedad de consumo propone una alternativa –sin duda necesaria– a la dureza del trabajo. Pero una alternativa cerrada en el círculo del individualismo y que no conlleva tampoco la idea de crecimiento. Más bien, llevada a la desmesura, parece producir degradación.
El ocio humanista, por el contrario, no sólo supone un crecimiento de las capacidades individuales –lo que conlleva satisfacciones profundas–, sino que es, por esencia, un gozo compartido al desarrollar ámbitos de comunicación humana. La personalidad enriquecida posee nuevos campos de comunicación con los demás.
- Conclusión
Visto en su conjunto, el tema del ocio –sobre todo del ocio humanista– es un tema complejo y difícil (como todo lo que supone crecimiento humano). Y hoy es un campo en el que procura autoidentificarse el adolescente y el joven. Por lo mismo es un tema que no puede ser ajeno al esfuerzo por la inculturación de la fe.
En cualquier caso, el ocio humanista no es algo que se desarrolla espontáneamente, sino que es necesario un proceso de formación que permita su vivencia. No sería suficiente la disposición de un tiempo libre para tener una experiencia de ocio, en sentido humanista. Se dan también niveles en la experiencia de lo lúdico.
Y esa es una de las razones fundamentales para situarlo en el campo de trabajo de los educadores. En el área de la educación ya no basta con crear «grupos de trabajo», sino que hay que prestar especial atención a la oferta lúdica de «grupos de ocio» (donde también puede encontrar cabida la satisfacción de un ocio altruista).
Será, con toda probabilidad, una oferta para minorías. Pero minorías en las que se ofrezcan vivencias a la identidad del adolescente y del joven, que desarrollen sus capacidades humanas -no meramente técnicas- en la apertura a los demás y en la apertura a la presencia de Dios. Porque también la Sabiduría de Dios «se regocijaba sobre la tierra jugando con los hombres». n
Javier Martínez Cortés
estudios@misionjoven.org[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]