Cesare Bissolli, sdb
Note de pastorale giovanile, mayo 2011
Me pongo en la situación de un educador que quiere hablar de la beatificación de Juan Pablo II a los jóvenes. Sé muy bien que antes de hablar a los jóvenes, hay que encontrarse con ellos y mantener una buena relación con ellos… Démosla por hecha. Mi aportación es un input, que puede servir para hacerlo mejor…
¿Por qué hablar de ello?
Respondo partiendo de algo especial, por no decir extraordinario, que sucedió. La noche en que murió el Papa, el 2 de abril de 2005, a las tres de la noche me encontraba en fila para ir a “ver” a Juan Pablo II en S. Pedro.
No soporté el cansancio, me volví con un poco de vergüenza. En cambio, decenas de miles de jóvenes caminaron hasta siete y ocho horas para una breve mirada, pero sumamente intensa, como cuando se quiere estar por última vez con una persona amiga de verdad.
Se sabe que aquello, más que un cortejo fúnebre, era una procesión pensativa y serena, que quedó en la memoria colectiva como un acontecimiento históricamente único.
Impresionaron los solemnes funerales en la Plaza de S. Pedro, con todos los llamados ‘Grandes’ de la tierra. Impresionó especialmente una expresión usada varias veces a continuación por Benedicto XVI, que entonces, como cardenal presidente de la celebración, calificó a Juan Pablo II: “Nuestro amado Papa”, nunca hasta entonces usada oficialmente referida a un pontífice. ‘Amado’ traduce el ‘geliebte’ alemán, ¡es la palabra de los enamorados!
Y finalmente en la plaza resonó aunque dulcemente aquel grito por otra parte fuerte e intenso: John Paul Two, we love you!, desde siempre repetido en Buenos Aires, en Santiago, en Czestokowa, en Manila, en Denver, en París, en Roma, en Toronto, en Colonia…
Es aquí, en este resumen de historia viva, donde se radica la razón de hablar de Juan Pablo a los jóvenes de hoy, como por una memoria a la que tiene derecho y pueden tener necesidad. En resumen no está equivocado, conociendo los sentimientos que se habían creado entre el Papa y los jóvenes, pensar en una transmisión de herencia.
¿Cómo actualizar esta relación singular entre los jóvenes y el Papa “beato”?
¿Precisamente llamarle ‘beato’, es decir, envuelto por la gloria de Dios, tendrá también la capacidad, el carisma de suscitar la participación juvenil? No sabría responder a priori.
Es justo recordar que el entusiasmo del que estamos hablando tuvo su núcleo generador especialmente en las Jornadas Mundiales de la Juventud, y más ampliamente gracias a los encuentros con los jóvenes que Juan Pablo II quería siempre en su agenda en cualquier lugar de la tierra que fuese, entre cristianos, musulmanes, y budistas.
Es obvio que aquellos jóvenes de entonces se han hecho adultos, y sería una buena señal que se asomasen a S. Pedro o ante el monitor en las plazas de las ciudades o de la TV de su casa. Veremos lo que pasa, pero con esperanza motivada. Los años pasado no son muchos ¡y las raíces del corazón son cada vez más difíciles de arrancar!
Tal vez haya que verificar si ha cambiado la dirección del viento de la fe, si el contexto social no favorable a un futuro de empleo no ha producido escepticismo y desánimo, así como también si las orientaciones culturales dominantes, tan fragmentadas y miopes, no bloquean ideales de cambio y la misma posibilidad de hacerlo, no olvidando por otra parte la incoercible búsqueda de sentido, también en el ámbito religioso, y sin duda para una humanidad diferente, que precisamente estos jóvenes van manifestando.
Es pues en este clima de claroscuro donde se sitúan las generaciones más jóvenes – las que llegan hoy a los 18-20 años – que han oído hablar del Papa y tal vez lo han visto en la TV, pero no han estado con él en ninguna concentración. ¿Es difícil aventurar una previsión de participación por su parte, faltándoles precisamente una experiencia de compromiso? Desde luego – como se está verificando – que se dará el la presencia de masas de creyentes de todas las edades y los jóvenes de ayer y de hoy se preguntarán qué está sucediendo.
Creo que aquí aparece nuestra tarea como educadores: hacer reverdecer la memoria, de plantear una reflexión con los jóvenes haciendo descubrir la persona de Juan Pablo II. ¿Cómo? Dejando que hable él mismo en las grandes intervenciones (¿cómo olvidar su gran discurso a los Centinelas de la mañana en la JMJ del 2000 en Roma en la noche de aquella inolvidable vigilia?), sirviéndose de tantos subsidios mediáticos, y haciendo hablar a los testigos, esos del “también estaba yo”, en las JMJ y en otras ocasiones. Sólo así puede revivir Juan Pablo II.
¿Qué puede recibir – gracias a los educadores – la generación joven de un Papa beatificado amigo suyo?
¿Qué añade la beatificación a una relación tan viva como la que hubo entre ellos? La respuesta es relativamente sencilla: beatificación quiere decir confirmación solemne, inspirada por el Espíritu Santo, del valor de la vida del beatificado, de su causa, de sus pensamientos, de sus decisiones y por tanto y en nuestro caso, del modo de Juan Pablo II de pensar, amar, querer, tratar a los jóvenes y acercarse a ellos. Aquí habría que abrir el ancho frente de la búsqueda, sabiendo que se han publicado varios estudios y muy poco sobre la totalidad de su ministerio pastoral entre los jóvenes. Téngase en todo caso presente su Carta a los Jóvenes del mundo en marzo de 1985.
Las JMJ, un observatorio especial
Las JMJ son el camino indiscutiblemente primario (¡aunque no único!) para su herencia. En efecto, estas Jornadas – que comienzan en 1986, pero fueron pensadas ya en 1984 – por inspiración interior e implantación estructural en las que participó directamente el Papa, por la extensión en el tiempo y la variedad de los ingredientes, por el contacto continuado de varias horas entre el Papa y los jóvenes son el acontecimiento más rico para tratar nuestro tema.
Por otra parte no hay que olvidar que precisamente la excepcionalidad del acontecimiento determina la singularidad de la experiencia y su no fácil repetición, sino a distancia de un año (es la JMJ anual, pero que se celebra en cada diócesis) o de varios años (son las clásicas JMJ). Añádase también la alta tasa de emotividad que se desencadena, por la fuerza del trinomio que actúa como eje soporte y clave del éxito: “Muchos, en fiesta, juntos”. Es sin duda un factor extremadamente comprometedor, pero necesitado de una pastoral juvenil permanente. Por lo demás lo decía el mismo Juan Pablo II al alguien que le objetaba en contra: “Yo enciendo el fuego, a otros les toca mantenerle encendido”. Honrar a Juan Pablo II beato supone tomar como válida su intuición pastoral de las JMJ.
Hechos para encontrarse
Es ciertamente uno de los capítulos más asombrosos. Donde Juan Pablo II se encontraba con los jóvenes, los jóvenes respondían al Papa en un crescendo que aumentó a lo largo de los años, tanto que después de su muerte, bastaba con que Benedicto XVI nombrase a Juan Pablo, para que estallase un aplauso irrefrenable con el estribillo: John Paul Two, we love you. No hay tampoco necesidad de buscar pruebas ya que fue tan evidente esta singular relación de estima, de amistad y de confianza recíproca. Decía uno de los muchos carteles enarbolados ante sus ojos. «Entre jóvenes y Juan sólo hay una n de diferencia (giovani – Giovanni)».
¿Qué hay de verdad dentro? ¿Sólo «seducción carismática», nostalgia del «gran símbolo» paterno/materno, o percepción, tal vez enfatizada, de Uno al que se espera y que ahora está ahí, capaz de una verdadera palabra de verdad y de amor? ¿Pero quién es verdaderamente ese «Esperado»?
Expresamos algunas notas, afrontando una sospecha extendida.
¿Papalatría?
Hay quien ha leído en todo esto una papalatría (papaboys). Más que adhesión de fans, la actitud de los jóvenes hay que interpretarla como un grito de ayuda y al mismo tiempo un «gracias» por recibirlo. El papa nunca bloqueaba los aplausos que le dirigían, pero los refería a Cristo: «¿A quién buscáis?», fue su pregunta en su primer encuentro de la JMJ en S. Pedro. «A Jesús, a Jesús… » fue la respuesta nítida.
Se sigue diciendo que la adhesión se daba porque el Papa tiene carisma de gran comunicador. Sin duda, ver y oír hablar a un personaje como Juan Pablo II, el del Muro de Berlín y del Muro del llanto, del viaje a Cuba y a Sarajevo, que encuentra y lo encuentran las máximas autoridades de la tierra, pero que es el único que puede elevar la voz como inocente en favor de la vida y para los más débiles, no podía dejar de despertar atracción, simpatía, escucha. Pero, como observó un periodista, «el Papa es un gran comunicador porque tiene un gran mensaje que comunicar, en su débil voz no hay más que la sencillez del mensaje evangélico. No hay fanatismos retóricos en su discursos, no nos reclama para sí, sino que nos invita a ir a Cristo».
Los jóvenes mostraban que estaban dando ese paso, es decir, indicando de ese modo que la primera Palabra de Dios pasa a través del testimonio de las personas, testimonio pedido y, gracias a Dios, encontrado en los vértices de la Iglesia, en el Papa, visto verdaderamente como servidor de Cristo ¡y por eso íntimo amigo suyo!
Resulta interesante desplegar esta doble relación desdoblada: cómo vivieron el Papa la relación con los jóvenes y los jóvenes con el Papa.
Cómo vivió el Papa la relación con los jóvenes
«Mi gozo y mi corona», llegó a decir en Roma en el 2000 en el saludo final. Expresaba, en términos de madurez también afectiva, la que fue su actitud profunda y constante hacia los jóvenes. Una estima radical, un compromiso alto, una apertura de crédito para el futuro. El Papa sabe de las condiciones de los jóvenes, de los males que los rodean, en los que están envueltos, que ellos mismos pueden provocar. Y sin embargo, como dijo uno de los organizadores, Don Sigalini, hoy obispo, «el Papa no llora por ello, sabe que los jóvenes pueden asumir las responsabilidades de crecer, y les da pistas de marcha». Claramente en Tor Vergata, en la JMJ del 2000, el Papa pudo dar lo mejor de sí, con lágrimas, el abrazo y el beso a los jóvenes, a los «reglamentarios» y a los «irregulares», quedándose en vuelo con el helicóptero para ver mejor la masa interminable, a lo que añadió aquel grito inolvidable: «Saludo especialmente a los que están más atrás, en la sombra, y no ven nada. Pero si no han podido ver, ciertamente han podido oír este clamor que no olvidarán nunca ».
Si ésta es en cierto modo la ‘fides qua’ del Papa hacia los jóvenes, no falta la ‘fides quae’, es decir, un mensaje enunciado, cuidado, teológicamente alto y exigente, que en cada JMJ se encuentra estratégicamente elaborado en las tres grandes intervenciones de la acogida, de la Vigilia y de la Misa final. En todas sus intervenciones, el Papa centraba el tema de la fe no como una cosilla devocional, marginal, sino como sal de la vida, para vivirla con valentía y decisión en la experiencia cotidiana (confesión, eucaristía, peregrinación, oración) en el hervidero de la fiesta como en el tono distendido de los días ordinarios. Para él la JMJ había de entenderse como un camino formativo original, por lo que un día dijo: «¡Gracias a Dios por los muchos jóvenes a los que han implicado en estos dieciséis años! Son jóvenes que ahora, hechos adultos, siguen viviendo en la fe allí donde residan y trabajen. Estoy seguro de que también vosotros, queridos amigos, estaréis a la altura de los que os han precedido. ¡Vosotros llevaréis el anuncio de Cristo en el nuevo milenio»!
Hoy – y seguimos la JMJ de Roma, ‘madre’ de todas las JMJ – disponemos de una imagen para decir lo que el Papa ponía en el centro de su relación con los jóvenes y les pedía firmemente: el «laboratorio de la fe centrado en Jesucristo bajo la gracia del Padre», siguiendo la pista de tres preguntas: «¿A quién buscáis?» (o la búsqueda como camino hacia Cristo); «¿Quién decís que soy yo?» (o el reconocimiento de su identidad); «¿También vosotros queréis iros? Señor, ¿a quién iremos…?» (la afirmación de pertenencia). Brota de ello una ley de vida: “Sois santos del tercer milenio”.
Esta comunicación venía a romper los riesgos de una «captura» selectiva del Papa por parte de los jóvenes, situados como estaban ante una propuesta seria, más aún, severa, pero donde se superaba el foso del distanciamiento de contenido con el puente de la bondad y del aliento. Expresa cosas grandes, una visión que fascina pero no desalienta, propone pero no impone; a los jóvenes nunca les reconviene, sino que los pone en la ocasión de mirarse dentro con verdad, no los aterroriza con los fantasmas del infierno ni de aquí ni de allí, sino que los anima con el amor de Dios que nunca decepciona: «¡Cristo nos ama también cuando le fallamos!».
Con acierto el Card. Martini pudo afirmar: «Es mérito de este Papa haber entendido que con los jóvenes se puede atreverse a más y se atrevió; y los jóvenes han correspondido».
Cómo vivieron los jóvenes la relación con el Papa
Más allá de banderas y de eslóganes, una agudeza sintetiza bien la profundidad de la relación. A la periodista norteamericana que en una conferencia de prensa preguntó a un joven qué regalo querían hacer los jóvenes al Papa, el joven interpelado respondió escuetamente: «Un millón y medio de jóvenes, a nosotros mismos». Fue la respuesta más bella y certera.
La verificación seria del afecto tan reiterado pasa por la inteligente y paciente capacidad de escucha. Por este camino puede reconocerse la casta de eclesialidad de estos jóvenes: no están en absoluto prevenidos ni son desconfiados hacia la Iglesia, la aceptan también como institución (ritualidad, jerarquía, gobierno), pero están implicados sólo a través de mediaciones creíbles, de las que Juan Pablo II se ha convertido en su figura emblemática, precisamente por su modo de relacionarse con los mismos jóvenes.
«Son los jóvenes los que hacen al Papa joven», dijo el Card. Ruini, añadiendo que con ellos Él «logra dar lo mejor de sí ». Y el Papa más de una vez trató él mismo la calidad de ser joven junto a los jóvenes, como hizo en Tor Vergata, recordando también el proverbio polaco: «Si vives con los jóvenes, tendrás que ser también tú joven. Así vuelvo rejuvenecido ».
Líneas de acción educativa
Volviendo al título del comienzo – ¿qué puede decir Juan Pablo II “beato” a los jóvenes de hoy? –, después de haber reflexionado deteniéndonos en la fuente más rica que son las JMJ, podemos reunir las consignas que el nuevo Beato deja a los educadores.
Del magisterio de Juan Pablo II hacia los jóvenes se extrae ante todo un concepto clave: los jóvenes son un bien común: son – como ya aparece en la Biblia – el patrimonio mejor. Quienquiera– sociedad e Iglesia – que quiera futuro debe querer a los jóvenes. Lo decía ya el Vaticano II.
¿Pero qué supone esto? El Papa habla de jóvenes más que de mundo juvenil. Y, en efecto, hay una tendencia a una objetivación sociológica que los separa de la subjetividad personal, para homologarlos como objeto que perseguir con vistas a un mercado del disco, de la diversión, de los productos de consumo. Se tiende a componer una cultura juvenil cerrada cuando diferentes sociólogos tienden a decir que de por sí no existe una cultura juvenil en sentido estricto, si acaso una subcultura. En realidad deberíamos verlos come miembros del pueblo en edad más joven y en clara fase evolutiva, evitando encerrarlos en el perímetro estrecho que va desde los 18 años en adelante, como si antes viviesen en el limbo, negando con ello la atención a preadolescentes y adolescentes.
El secreto de la acogida
Otro elemento fundamental deriva del ejemplo de Juan Pablo II: no es por su cargo por lo que se le acepta, sino que su cargo, en todo caso, les hace reflexionar y ver que los acepta. Es la aceptación abierta, sin prejuicios ni suspicacias, la que provoca el buen funcionamiento del cargo y por tanto del influjo papal. Ellos saben distinguir muy bien la diferencia del cargo, pero al final aceptan a quien los acepta aunque sean malos maestros, porque el que desempeña un papel significativo como los padres, maestros, los pastores no da ese paso decisivo de la acogida.
Sentirse acogidos, amparados sin más título que el de ser pobres personas humanas o, tal vez mejor, dotadas de recursos inexplorados, capaces de destruir, de hacer el vándalo, pero también de ofrecer una amistad cálida y sincera.
Significa realizar la proximidad según el buen samaritano de la parábola: “¿Quién es mi prójimo? Ve y conviértete en prójimo”. Creo que fue el motor decisivo de la actuación de Juan Pablo II. Se llegó a la situación en la que el Papa y los jóvenes se acogían recíprocamente.
He esperado tanto poder encontraros…
Juan Pablo II nos entrega al joven en sí mismo. Los jóvenes son personas que gozan del bien de la juventud, saben mostrarse creyentes, practicantes, pero también son frágiles, expuestos a lo contrario de lo que querrían ser. Juan Pablo II se ha encontrado con ellos en la estima y en la confianza, con una perspectiva alta de futuro: « Vosotros, jóvenes, estaréis a la altura de los retos del nuevo milenio». Les habla como un árbol que crece, no como a un sauce llorón. Ellos se han sentido aceptados y animados también cuando fallan: «¡El Señor nos ama también cuando lo decepcionamos!». Estimarlos, amarlos, escucharlos, acompañarlos, ayudarles a crecer: esto es educar según nuestro futuro beato.
Hacerse educadores de lo cotidiano
Tengamos en cuenta que la JMJ es una forma excepcional de experiencia cristiana, de algo no cotidiano que los jóvenes han llegado a querer, una utopía milagrosamente alcanzada para un momento. Pero enseguida viene lo cotidiano.
En una entrevista después de las diversas JMJ en las que he participado, los jóvenes expresaban un cierto temor por el «después” o, mejor, expresaban al máximo el deseo de continuar las opciones hecha allí, pero pedían en las parroquias un camino eclesial correspondiente, en cuanto a contenidos y lenguaje.
Aquí resulta oportuna una reflexión de F. Garelli, que considera la vida del asociacionismo católico juvenil como un motor de dos tiempos: el extraordinario, del tipo de las JMJ, y el ordinario, que debe cuidarse igualmente y que hoy sufre de debilidad. Y anota: «El proceso educativo está en general en dificultad. Por ejemplo no nos cuesta mucho encontrar voluntarios. En cambio nos cuesta muchísimo encontrar adultos que sepan hacerse educadores, y no para una ocasión episódica; y sacerdotes jóvenes capaces de estar con los jóvenes; y el problema eterno de los muchachos de 14-15 años que desaparecen. Si no se afrontan estos problemas vinculados a lo ordinario, no querría que la extraordinaria JMJ tuviese una especie de «efecto anestesia». La pregunta que debemos hacernos es: ¿hace bastante la Iglesia italiana para atreverse con el problema de la pastoral juvenil? ¿Dedica a ello suficiente pasión y energías?».
La compañía educativa
El Papa en las JMJ ha puesto en evidencia con la fuerza del ejemplo un principio pedagógico-religioso que se podría definir como la ‘compañía entre personas’: «El problema esencial de la juventud es profundamente personalista… Es importante darse cuenta de que entre las muchas preguntas que dan vuelta en vuestro espíritu, las decisivas no son sobre «qué». La pregunta fundamental es «quién”: hacia quién ir, a quién seguir, a quién confiar la vida». Al decir estas palabras, Juan Pablo II tiene presente la figura de Jesús, cuya compañía o amistad es el fundamento de todas las demás. Pero aquí entran los necesarios signos o mediadores de Jesús, el Papa mismo, y, naturalmente, los animadores educadores. Nos viene al recuerdo – nos repetimos felizmente – la presencia continua, trabajosa y sumamente determinante de jóvenes sacerdotes y laicos que han vivido literalmente el calor, la sed, el cansancio, el camino, la oración, la tienda de los mismos muchachos. Ahora en lo diario, el criterio de estar juntos «educadores y jóvenes» tendrá otros signos, pero no se le puede mandar al trastero.
Aquí se unen tres aspectos que desde el Beato Juan Pablo II dan sin duda un nuevo perfil a la educación juvenil:
- Estar con los jóvenes, vivir con ellos, no «elogiarlos y después abandonarlos». Como ha subrayado varias veces M. Pollo, «educar es acompañar» con la sabiduría y el afecto iluminado de un adulto hacia un joven. Para el educador vale lo dicho por L. Sciascia: «El Evangelio seguirá viviendo en el corazón de los hombres que tienen corazón». Pueden hacer eso los «educadores, es decir, los guías en los significados profundos de la vida, referencia parar la búsqueda de los valores, personas capaces de ponerse en juego» (D. Sigalini);
- Hablar con ellos como interlocutores reales. Nota con decisión Mons. Nosiglia: «Después de la JMJ cambia sin duda el modo de acercarse a los jóvenes. Basta mirarles a los ojos, hablar directamente con ellos, escucharlos, corresponsabilizarlos en cometidos fuertes, que son los mismos de nuestra fe cristiana»;
- Considerarlos y querer que sean sujetos activos, que asumen responsabilidades para tareas que realizar. En esa perspectiva se plantea la responsabilidad de la vida como proyecto y, por tanto, como vocación. Capaces de hacer «una historia joven» de la fe.
Echar el ancla en el Misterio
El componente emotivo – lo hemos insinuado antes – pide una pedagogía del anuncio que desde los signos de una experiencia concreta lleve a la clave del misterio como razón de vida: el misterio del hombre, el misterio de Dios, que se encuentran plenamente en el misterio de Jesús, en tensión hacia el misterio del futuro más allá del tiempo. Este encuadramiento en la historia de la salvación es una visión de conjunto indispensable que ofrece anclaje a un presente que se desea intenso, pero que la cultura de hoy propone a los jóvenes, y ellos mismos viven, tan fragmentado porque está desanclado de valores, de verdades ciertas, de presencias fuertes y creíbles.
Pedagogía del diálogo
Toda comunicación de Evangelio supone una pedagogía del diálogo. El mismo Juan Pablo II en la JMJ romana decía: «Os agradezco este diálogo, acompañado de gritos y aplausos. Gracias por este diálogo. En virtud de vuestra iniciativa, de vuestra inteligencia, no ha sido un monólogo, ha sido un verdadero diálogo».
Considerando la capacidad de encarnar la fe de estos jóvenes, el Card. Ruini juzgó el acontecimiento de Tor Vergata como un signo grande de inculturación de la fe, con su estilo de modernidad que asume la fe en Jesucristo, sin rémoras del ‘68’, sin atender para nada al juicio ampliamente difundido de un cristianismo en extinción fatal bajo los golpes del progreso tecnológico. Por lo que volver a los jóvenes significa para la Iglesia encontrar el itinerario para el futuro. Por tanto, no sólo ayudarlos a seguirnos, sino ayudarnos nosotros adultos a seguirlos. Dijo con mirada profunda Juan Pablo II: «La Iglesia tiene muchas cosas que dar a los y los jóvenes tienen muchas cosas que dar a la Iglesia» (ChL 46).
¿Irán los jóvenes a encontrarse con su fiel amigo Juan Pablo II declarado beato? El corazón dice que sí… Pero el corazón y la inteligencia afirman que ciertamente se ha producido en la Iglesia una historia entre los unos y el Otro que requiere que se considere como un patrimonio de pastoral juvenil que no se puede perder.