Júbilos para un «Jubileo»

1 enero 1998

[vc_row][vc_column][vc_column_text]BERNARDINO M. HERNANDO ES PROFESOR EN LA FACULTAD DE «CIENCIAS DE LA INFORMACIÓN» DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE (MADRID).
 
Síntesis del Artículo
«Andando por los caminos de la ciudad…», el autor descubre y nos descubre cuatro jubilosas «imágenes» para el «jubileo»: el paraguas, los jubilados, la revolución, los redichos. Imágenes para “salir a la calle dispuestos a regarla de ternura”, para “sentir eso mismo que siente Dios”, para prepararnos jubilosamente la jubilación, para distinguir a los pobres “por ser los amados”, para desterrar los disfraces -por inevitables o beneficiosos o salvadores que parezcan-. Imágenes para proyectar una larga vida por delante. “Por algo hace tanto tiempo que pintan a Dios como un jubilado de larga barba blanca. Era una premonición. No es que Dios se hiciera respetable por su ancianidad: es que se hacía alegre”.
 
 
Casi todas las profecías son tristes. Algunas terribles. Muy pocas son esperanzadoras.
Hay otra literatura, en el vago ámbito de lo profético –aunque jamás se reclame de tan esotérico título– que pretende inventar el futuro. Es inevitable citar la famosísima novela de Orwell, «1984». Se podrían citar todas las utopías, más o menos novelescas, desde el mundo clásico hasta hoy mismo. Todas las utopías podrían dividirse, en plan grueso y sin matices, en dos clases: las que prevén catástrofes y las que prevén paraísos. Ninguna se arriesga lo más mínimo, porque sus autores hablan de un futuro remoto y nebuloso. «Después de mí, el diluvio», parecen decirse estos utópicos utopistas.
 
Cuando se atreven a dar fechas, como Orwell, suelen aferrarse a lo que ven para sugerir lo que puede venir. Es una tarea de deducción, menos arriesgada, más modesta, pero mucho más higiénica. Profetizar para el año 2000 es tan fácil, que sólo se hace el ridículo. Ya estamos en el año 2000.
 
Lo bueno de las profecías que se referían al 2000 es que no se han cumplido. Ni las de mal agüero ni las mesiánicas. Y esto es lo mejor: quienes pronosticaban para el 2000 un paraíso se equivocaron. Por fortuna. Porque el paraíso que pronosticaban era un auténtico infierno: todo irían bien, todo sería maravilloso, todos nos amaríamos muchísimo, los avances tecnológicos serían asombrosos, todos los paisajes serían soleados, todas las hambres satisfechas y el mundo viviría en perpetuo estado de gracia, lindeza y complacencia. ¡Qué horror! Nada tan infeliz como el mundo felizque temió Huxley.

1  Júbilos y contrajúbilos

 
He salido a la calle por la mañana. A media mañana. Esta zona popular, a veces demasiado, de la gran ciudad es una permanente lección de vida. Una enciclopedia de realidades y sugerencias. Y salí a cazarlas –realidades y sugerencias– con descaro, con el agravante de la diurnidad y observación.
 
 
 

2  El paraguas

 
Venía el hombre por la acera con el paraguas abierto. Venía refugiado bajo él como si lloviera a cántaros. Pero no llovía a cántaros ni a nada. La gente lo miraba con curiosidad y con retintín en la mirada. Aquel hombre bajo el paraguas estaba haciendo el ridículo. Y él tan tranquilo.
 
¿Por qué llevaba así el paraguas? No había llovido en toda la mañana y, por tanto, no se había olvidado de cerrar el paraguas. Salió así de casa por motivos difíciles de precisar. Quizás porque le dio la gana. Que dé a alguien la gana de hacer una cosa tan rara no parece que pueda explicarse sino por una de estas razones:
 
¾ El hombre está un poco para allá, algo tararí, chiflado.
¾ El hombre es un humorista. El paraguas siempre ha sido objeto de humor. Sobre todo, abierto y sin lluvia.
¾ El hombre es un exhibicionista y no encuentra otro modo más fácil de llamar la atención.
¾ El hombre es muy despistado. Salió de casa creyendo que llovía, sacó el paraguas y lo abrió sin preocuparse de averiguar si de verdad llovía.
 
Cada cual está en su derecho de buscar otras razones. O de no buscar ninguna y quedarse mirando al hombre del paraguas abierto con la inmensa ternura que producen las actitudes pacíficas, raras e inexplicables.
Sin embargo, no solemos salir a la calle dispuestos a regarla de ternura, sino más bien a fomentar el vituperio.
 
Dicen que Dios lo ve todo, lo sabe todo. Por tanto, ve al hombre del paraguas y sabe por qué va así. Además, cabe sospechar que, a su infinito y perfecto modo, Dios piensa algo, siente algo en relación al hombre del paraguas. ¿Qué? ¡Misterio!
 
Espero que no se  me tome a mal, y menos a falta de respeto o de fe, si digo que me gustaría sentir eso mismo que siente Dios ante el hombre del paraguas. Ante las catástrofes o ante las maravillas es más o menos fácil colegir, por aproximación teológica, qué puede sentir Dios. Ante algo tan baladí como el hombre del paraguas no hay modo de colegir nada.
 
Lo evidente, por pura doctrina, es que Dios ve al hombre del paraguas. Y lo ve con amor, como a todas sus criaturas. Incluso ve el paraguas también con amor como obra benéfica que es del hombre. Dios ama al hombre y cuanto de bueno hace el hombre. Dios ama, pues, al hombre y al paraguas, y no sabemos, al menos yo no sé, qué matices adquiere el amor divino cuando ve juntos, de tan excéntrica manera, al hombre y su paraguas.
 
Quien, a estas alturas del texto que lee, crea que estamos rizando el rizo, sepa que, por menos motivo, hubo sabios que levantaron catedrales de doctrina y artistas que construyeron monumentos de belleza. No es el objeto observado lo fundamental, sino los ojos de quien observa.
 
 

3  Los jubilados

 
Venía delante, cargada con la compra, una mujer de unos 40 años de rostro ajado y mirada triste, muy triste. Tras ella, un hombre y una mujer en edad de jubilación –¿sus padres?–, caminando con alguna dificultad y mucha alegre deportividad sobre obstáculos callejeros.
– Tened cuidado, casi gritó la mujer de la compra sin volverse.
– Ya lo tenemos, contestaron a coro los jubilados. Por la cuenta que nos tiene, añadieron con una franca sonrisa. Y se fueron perdiendo en la distancia entre risas y palabras.
 
Cualquier estudiante adolescente en época de celo literario haría una novela de tan nimio pasaje. Sobre todo por la tristeza llamativa de la mujer de la compra en contraste con la sugerente alegría de los jubilados. Hasta una novela cruel podría hacerse. La hija cuarentona, acaso desgraciada en malos pasos matrimoniales o maternales, que ha de vivir con sus jubilosos padres, siempre tan contentos de disfrutar con júbilo la jubilación. No tienen problemas de dinero, hasta se permiten más de una ayuda a la hija triste, y encima siempre andan por ahí de excursión con el Inserso.
 
Por primera  vez en siglos, jubilación viene de júbilo. O lo proporciona. Hay muchos viejos tristes, pero su tristeza siempre será menor que la de los cuarentones, condenados a jugar a jóvenes y privados de todo jubilamiento. Y por delante, una larga vida imprevisible. Por algo hace tanto tiempo que pintan a Dios como un jubilado de larga barba blanca. Era una premonición. No es que Dios se hiciera respetable por su ancianidad: es que se hacía alegre.
 
Los niños ríen por inconsciencia. Los adultos ríen con cuentagotas. Los viejos ríen con júbilo. «Que nos quiten lo bailao», parecen pensar. «Y lo que nos queda», podrían pensar.
Morirse no es tan grave. Sobre todo, porque es irremediable. Incluso la muerte de Dios/Jesús no hubiera tenido mayor importancia a no ser por la salvajada de su asesinato. Intento de asesinato, mejor.
 
Lo grave es envejecer mal. Ni siquiera envejecer. Envejecer despacito y calentitos, jubilados y jubilosos, tiene que ser una gozada.
Lo más grave es ir muriéndose a partir de los 40 años. Muriéndose de tristeza, de aburrimiento, de hambre y sed, de falta de amor, de falta de trabajo e ilusión.
 
«Dentro de cien años, todos calvos», decían antes los cuarentones con ganas de vivir. «Dentro de cien años, todos jubilados». Ojalá.
Hay viejos tristes, ateridos de soledad y ruina. Pero peor es la ruina de los cuarentones que jamás llegarán a jubilados. O que llegarán sin ninguna capacidad de júbilo.
 
 

4  La revolución

 
En medio de aquella barriada de casas pobres, miserables si tenemos en cuenta el año 2000, un inmenso cartelón anunciaba a pie de solar: “Pisos de lujo. Construcción inmediata”. Hace años, habría sido un casus belli. Los pobres del entorno habrían subido a destruir el cartelón y hubieran malpintado un sucio letrero de reivindicación. Hoy no. Hoy miran el cartel con envidia y piensan para sus adentros y gritan para sus afueras que a ver cuándo pueden ellos comprarse un piso de lujo. Los pisos de lujo no hay que destruirlos, ni siquiera mancharlos con pintadas de revolución: hay que aspirar a ellos.
 
Alguien grita por ahí: “Pobres del mundo, uníos para así haceros ricos con mayor facilidad”. Los pobres andan hoy muy domesticados, porque se han acostumbrado a algunas migajas y yo no quieren renunciar a ellas: quieren el mendrugo entero.
 
El Evangelio de Jesucristo lo tiene muy difícil. Es lo malo de algunos Jubileos: que se encuentran en la «necesidad» de editar el Evangelio en encuadernación de lujo. Ya no se da posada al peregrino, se le da hotel de cinco estrellas. Tan bellas nos parecen las flores y los pájaros de estallante colorido que los imitamos a fuerza de color, pero no a golpe de humildad y despreocupación. Quien tome el Evangelio de Jesucristo al pie de la letra –Amar a los enemigos, amar la pobreza y otros admirables consejos– rápidamente será conducido al manicomio. También para eso valen los Samur.
 
La vida avanza. No se puede ni debe vivir como hace mil años. Estamos en el 2000. Por supuesto.
Pobreza no es miseria. Ser pobre hoy no es lo mismo que hace mil años. Por supuesto.
 
Ya sólo falta averiguar en qué consiste ser pobre hoy. ¿Lo sabrá alguien? Fíjense lo grave del caso, que yo he llegado a pensar que ser pobre hoy podría ser el carecer de teléfono móvil. Pero conozco a varios pobres que lo tienen y yo, por desgracia no soy pobre, no lo tengo. O sea, que nada.
Lo que nos negamos a admitir es que ya no está vigente el concepto de pobreza. De pobreza evangélica, por supuesto.
 
Pobre es el que no tiene poder o tiene poco o muy poco o lo imprescindible para sentirse vivo y amado por Dios y por los hombres. ¿Es que los hombres aman a los que no tienen poder? Pues sí. Es a los únicos a los que aman. Los poderosos son envidiados, cortejados, alabados, festejados. Nunca amados. Y si lo son, es gracias a algo que nada tiene que ver con el poder. El poderoso, como poderosos, jamás es amado.
De donde se deduce que los pobres se distinguen por ser «los amados». ¡Qué bicoca!
 
 

5  Los redichos

 
Venían quitándose la palabra de la boca. Sólo alcancé a oír dos de sus palabras: traumático y estética. Así como suena. Cuando los habitantes de esta barriada pobre empiezan a decir palabrotas, o sea, esdrújulas, algo está pasando. Que lo que está pasando sea bueno o malo es otro cantar.
Cuando un pobre dice traumático, ha aprendido a disfrazar su dolor. Cuando un pobre dice estética, ha aprendido a disfrazar su pobreza. Lo cual no es bueno. Ningún disfraz es bueno, aunque haya disfraces inevitables o beneficiosos o salvadores.
 
Dios conoce todas las palabras. Y las sabe pronunciar. Baste recordar al «Verbo». Incluso sabe jugar con las palabras. El humor se manifiesta en el juego con las palabras. Sin él habría humor, pero no manifestación del humor. La Biblia está llena de palabras y de manifestaciones de humor. Pero hace tantos siglos que Dios no dice palabras…
El humor de Dios está en los hechos. Por ejemplo en que dos pobres vayan por la calle diciendo traumático y estética.
 
 
Bernardino M. Hernando
 
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