[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE DE AUTOR:
Eugenio Alburquerque es profesor de Teología Moral en el Instituto Superior de Teología «Don Bosco» (Madrid).
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
«Durante siglos, la teología moral se ha visto más influida por el pensamiento greco-romano que por la revelación bíblica». El artículo trata de dejar claro que, entonces, ha de irse más allá del «dar a cada uno lo suyo» para ponerse de parte de los pobres y más débiles e injustamente tratados. Desde ahí, el amplio campo de la justicia ha de extenderse sobre la base de la dignidad e igualdad, tratando de superar la desigualdad y la exclusión. Finalmente, el autor se detiene a considerar cómo se ha de educar en y para la justicia.
Toda la ética social occidental ha girado en torno a la justicia. En realidad, la justicia ha sido siempre un valor clave en la vida social. Como dice Guardini, toda la historia de la humanidad podría contarse como la «lucha por la justicia». Si no existe la justicia, la dignidad de la persona es mera palabrería. Las cosas que importan al hombre, las grandes urgencias sociales, están en relación con la justicia: los derechos humanos, el desarrollo de los pueblos, las grandes desigualdades sociales, la paz y la guerra, la violencia, la pena de muerte, los conflictos laborales, la huelga, etc. Por encima de todas las controversias, cada una de estas instancias se encuentra en relación directa con la justicia.
Actualmente el término justicia es uno de los más utilizados, pero quizás también uno de los más manipulados y degradados. Todos los grupos sociales, los partidos políticos, las instituciones quieren ofrecer sus programas, objetivos e intereses, bajo la bandera de la justicia. Fácilmente resulta un concepto ambiguo y vacío de sentido. Por ello, es necesario precisar su significado y definir sus exigencias. Lo hacemos desde la perspectiva de la ética teológica, que ha afirmado constantemente que la aportación fundamental de Jesús a la moral ha sido la proclamación del mandamiento del amor y que la justicia representa su verificación concreta y el contenido de “las exigencias más importantes de la ley” (Mt 23,23). A través de la justicia, despliega el amor su fuerza creadora y promotora, su dimensión social. También la ética cristiana podría afirmar, con V. Camps, que “la justicia es la ética, la virtud propiamente dicha”[1].
- HACIA UNA NUEVA JUSTICIA
En la concepción de la justicia que durante mucho tiempo ha estado presente en la cultura occidental, han tenido una importancia decisiva la filosofía griega y el derecho romano. El concepto de justicia se basaba principalmente en el derecho de propiedad y, con frecuencia, se tendía a identificarla con legalidad, imparcialidad o neutralidad. Hacer justicia era dar a cada uno lo suyo. Por lo tanto, al que tenía mucho, se le daba mucho; al que tenía poco, poco; y al que nada tenía, nada se le debía «en justicia».
Es lamentable que, durante siglos, la teología moral se haya visto más influida por el pensamiento greco-romano que por la revelación bíblica. La renovación de la ética cristiana de la justicia parte de la Sagrada Escritura que promueve un horizonte muy distinto en su concepción y en sus exigencias e implicaciones. Para su comprensión señalamos simplemente algunos de los aspectos que nos parecen más significativos.
1.1. Justicia como liberación
Para entender la justicia bíblica, hay que comenzar con la experiencia de la liberación del pueblo oprimido y esclavo en Egipto. Yahvé irrumpe en la historia humana para libertar a los cautivos (cf. Ex 6,6). A la luz de este acontecimiento interpretaron siempre los israelitas la relación de Dios con el pueblo; y a su luz ve también el creyente a Dios como el Dios de la liberación. La liberación constituye el paradigma de la justicia de Dios[2]. Para todos los excluidos y oprimidos, hoy como ayer, la liberación es el comienzo de la justicia. La justicia bíblica empieza cuando Dios escucha las quejas y los gritos del pueblo. Según J. P. Miranda, son estos gritos los que le hacen intervenir, no el hecho de ser su pueblo. Dios libera al pueblo que gime y sufre, mostrando precisamente ahí su justicia: en la protección de los desprotegidos, en la liberación de los oprimidos, en la defensa del derecho de los pobres.
También Jesús actúa dentro de la tradición del Éxodo. Así lo recuerda explícitamente Lucas, al presentar la proclamación pública de su ministerio: “El Espíritu del Señor sobre mí porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación a los cautivos” (Lc 4,18). Proclamar la buena nueva a los pobres, la liberación a los cautivos, la libertad a los oprimidos, constituye su misión.
En la perspectiva del Éxodo, Jesús enseña que Dios entregó su ley al pueblo para guiarle hacia la liberación plena, que Él vincula con el Reino. Pero expresamente declara que es el Reino y no la ley lo que libera. Por ello, aun sin rechazarla, rehusa siempre convertirla en el centro de la salvación liberadora. Y esto explica el rechazo frente a la práctica de la justicia de los fariseos: “si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 5,20). Jesús anuncia una justicia muy distinta de la justicia humana centrada en la ley: está fraguada en la interioridad. Sólo podrá entenderla y acogerla quien, superando el ámbito de la ley, se dispone a una auténtica conversión.
1.2. Ponerse de parte del pobre
La tradición bíblica atestigua que Dios se pone de parte del pobre, y, al mismo tiempo, que se conoce a Dios cuando también uno se pone de parte de los indigentes y necesitados. Ponerse de parte de ellos es practicar la justicia. Mientras en la cultura occidental la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, en la revelación bíblica consiste en defender eficazmente al que no puede defenderse por sí mismo[3]. Hacer justicia es defender al pobre, al marginado, al oprimido. Cuando la Sagrada Escritura proclama la ley de Dios, recuerda con frecuencia, que es Él quien reivindica la justicia para los hombres y quien vengará a aquellos cuyos derechos son violados. La sangre de un hombre asesinado grita a Dios protección; si los salarios justos no se pagan a los trabajadores, es Dios quien apoya su petición; si no se da el valor justo a las mercancías vendidas, es el Dios justo el que queda privado de sus derechos.
En la proclamación mesiánica de los profetas, el anuncio más vigoroso es que el Mesías ejercerá el derecho y la justicia y, al mismo tiempo, la denuncia más firme contra todas las injusticias que dominan la vida pública. Enseñan que no ama sinceramente a Dios, quien no ama al prójimo; que la adoración a Dios es un engaño si no va acompañada del respeto por el derecho de los hombres, especialmente de los pobres. Amós denuncia la explotación de los débiles por parte de los poderosos, los excesos de la «sociedad opulenta», el lujo y la mentalidad materialista, la injusticia social y la falsa confianza en un culto pagado con la sangre de los explotados.
La misma indignación contra la explotación de los campesinos por parte de los poderosos, se encuentra en Miqueas: denuncia además la actitud cobarde de las autoridades religiosas: en vez de ser «la voz de los sin voz» y defender la justicia, se ponen al lado de las clases dominantes para justificar sus desmanes (cf. Mi 3,1-12). Pero quizás la denuncia más estremecedora contra los dirigentes del pueblo se encuentra en la imagen de Isaías: “Machacáis a mi pueblo y moléis el rostro de los pobres” (Is 3,14-15)[4].
La justicia bíblica no es ni pretende ser neutral; toma claramente partido a favor de los más necesitados de la sociedad. Así actúa Jesús: promete y otorga una justicia nueva. Es la justicia del Reino, que saciará a todos los que tienen hambre y sed de ella. En el monte de las bienaventuranzas, anunciando el «evangelio del Reino» (Mt 4,23), Jesús declara solemnemente que Dios se pone de parte de los que ahora son pobres y oprimidos, de los que sufren y tienen hambre: “De ellos es el reino de los cielos” (Mt 5,3). El Reino constituye el horizonte ético que señala la negatividad, la injusticia, el egoísmo de los hombres y del orden social vigente. Cuanto más se viva y encarne la praxis de la auténtica justicia, más fuerza y desarrollo tendrá el reino de Dios[5].
1.3. Vinculación a la caridad
La «tremenda afirmación» (Tillich) de la carta de san Juan, definiendo a Dios como amor y situando al creyente en ese amor, nos abre al rasgo más propio de la justicia cristiana: su vinculación con la caridad. Según san Juan, conoce y está en Dios, quien ama al prójimo; y este amor se manifiesta en obras, en no cerrar el corazón cuando, poseyendo bienes, se ve al hermano en necesidad. Para Miranda, “uno de los más desastrosos errores de la historia del cristianismo es el haber querido diferenciar entre amor y justicia”[6].
Cuando la moral concibe la justicia desde una visión individualista y jurídica, según la visión grecorromana, necesariamente tiende a trazar los límites entre caridad y justicia de una manera rígida, y a entender la justicia como la obligación de dar al otro lo estipulado por la ley o por un contrato, mientras la caridad se extiende más allá de lo exigido legalmente. Siempre desde esta perspectiva, la caridad comenzaría donde acaba la justicia; la integraría y colmaría sus lagunas y vacíos. En el fondo, esta concepción entiende la relación caridad-justicia como mera yuxtaposición.
Sin embargo, existe entre ellas una relación más profunda: caridad y justicia son inseparables. La justicia es inseparable de la caridad, como la caridad lo es de la justicia. El Sínodo de Obispos de 1971 dice expresamente a este respecto: “El amor cristiano al prójimo y la justicia no se pueden separar. Porque el amor implica una exigencia absoluta de justicia, es decir, el reconocimiento de la dignidad y de los derechos del prójimo. La justicia, a su vez, alcanza su plenitud interior solamente en el amor”.
La justicia es mediación y camino de la caridad; y la caridad es el alma que vigoriza e impulsa la justicia. Caridad y justicia son, pues, dos expresiones de la misma realidad cristiana: el compromiso por construir la sociedad humana de acuerdo con el ideal de la salvación realizada en Cristo. Indudablemente se distinguen en sus objetos, pero también se compenetran. La justicia implica y radicaliza las exigencias más auténticas de la dimensión social de la caridad.
- EL AMPLIO CAMPO DE LA JUSTICIA
La sociedad actual está «marcada por el pecado de injusticia» (Sínodo 1971). Ante esta situación, la justicia cobra un valor y una función decisivos. Es la respuesta que esperan multitudes ingentes de seres humanos que viven situaciones inhumanas e injustas. Esta respuesta conlleva el reconocimiento de la dignidad del hombre y de sus derechos fundamentales, la exigencia de igualdad, solidaridad y participación, la construcción de la paz, la responsabilidad por el desarrollo y la liberación.
La justicia tiene que orientar toda la ética social. En realidad, no existe ningún campo ni actividad al que no llegue el compromiso por la justicia; abarca todos los ámbitos y problemas sociales; tiene un sentido integral y ha de hacerse presente en las personas y en las estructuras. Su establecimiento y promoción constituye el centro de la ética y una tarea educativa ineludible.
2.1. En la base: dignidad de la persona y derechos humanos
Con profundidad ha explicado Levinas que el acto fundamental de la ética es el reconocimiento del otro. Si este reconocimiento es efectivo, si es acogida y relación ética de promoción, entonces constituye realmente el momento primero de la justicia.
El reconocimiento del valor de la persona del otro implica tanto la afirmación moral de su dignidad, como de su dimensión social. Sobre la dignidad de la persona se fundamentan los derechos humanos, cuya defensa constituye el parámetro más importante para medir el nivel moral de la acción social y política de una sociedad democrática. Representan el contenido de la justicia y la realización auténtica del bien común. Son la base de la convivencia social y el fundamento de la paz. Sin duda, uno de los signos más importantes de nuestro tiempo lo constituye la incorporación de los derechos humanos al derecho internacional.
Pero ante el reconocimiento de los derechos humanos, expresado en las Constituciones democráticas, existe todavía la necesidad de superar la ambigüedad persistente entre su afirmación teórica y la práctica concreta. Es decir, una cosa es afirmar y rubricar solemnemente los derechos, y otra garantizarlos efectivamente, sin discriminación alguna, a todos los ciudadanos. No basta una proclamación formal. No basta que aparezcan escritos en las Constituciones de los Estados democráticos. Es necesario que lleguen a ser verdaderos «derechos subjetivos», que puedan ser exigidos por los individuos. La triste realidad está marcada por las frecuentes violaciones y amenazas que tienen lugar por todas las partes del mundo. Urge, pues, la sensibilización y la conciencia social ante tales amenazas.
Esta ambigüedad es amplia. Se encuentra presente en la falta de garantías en los derechos civiles y políticos de tantas personas que ni siquiera pueden reivindicar el derecho a la vivienda, a la atención sanitaria, al acceso al trabajo, a la cultura, a la educación. Si nos fijamos simplemente en el problema del empleo, éticamente no podemos perder de vista que se trata de un auténtico derecho. Constituye la base para la subsistencia, el desarrollo personal y la integración social.
Sin embargo, siguen siendo muchos los ciudadanos privados de este derecho; y muchos más los que no pueden acceder a un empleo de calidad aceptable en cuanto a duración, remuneración, posibilidades de aprender y progresar. La afirmación del valor de la justicia sigue expresando la obligación moral de proponer como objetivo prioritario de la política económica y social la creación del pleno empleo; y, de una manera más amplia, la coherencia entre la formulación teórica y la consolidación práctica de los derechos humanos.
2.2. En el centro: la búsqueda de la igualdad
La justicia es, al mismo tiempo, una actitud subjetiva y un principio organizador objetivo de la vida sociopolítica. Es una de las actitudes fundamentales de la conciencia, como asegura Cicerón: “Por la justicia es, ante todo, por lo que llamamos bueno a un hombre”[7]. Pero es también condición esencial de la vida humana comunitaria, y principio organizador de la sociedad. Hoy son muchos los que defienden que el verdadero sentido y la exigencia ética fundamental de la justicia estriba en la búsqueda permanente de la igualdad humana[8]. Esto supone el cuestionamiento del orden establecido, pero implica, además, la solidaridad y responsabilidad colectiva. Es tarea ética de todos los hombres.
Este principio de la igualdad es posible situarlo y encontrarlo en la raíz misma del evangelio, que defiende la igualdad de todos los seres humanos al afirmar que todos somos hijos del mismo Padre y, por tanto, que todos somos hermanos. ¿Qué mayor fundamento podríamos buscar para afirmar la igualdad que la fraternidad entre todos los hombres? El artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos humanos establece: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Cristaliza en esa formulación la fuerte aspiración a la «libertad, igualdad, fraternidad» que, después de siglos de luchas, se manifiesta en la revolución francesa; en estos tres grandes principios podría expresarse también la visión cristiana de la justicia[9]. Pero, al mismo tiempo, habría que afirmar que el evangelio va más lejos. Por una parte, se puede buscar la igualdad a través de leyes y decretos; pero, por otra, hay que comprender que no ha existido nunca y que nunca va a existir en este mundo nuestro. La igualdad real y efectiva será siempre una aspiración, un horizonte. Por eso, el evangelio, más que el principio de igualdad plantea el principio de preferencia[10].
Jesús constata: “Pobres tendréis siempre entre vosotros” (Jn 11,8). Y ante esta realidad establece: “los últimos serán los primeros” (Lc 13,30). En esta breve y sencilla expresión podría quedar formulado el principio de preferencia que se encuentra después afirmado de múltiples formas en los evangelios. Es la opción preferencial por los pobres, los humildes, los hambrientos, frente a los ricos y poderosos (cf. Lc 1,51-53; 4,18-19; 6,20-26). Jesús pone su preferencia en los ciegos, los cojos, los leprosos, los pobres, los cautivos, los oprimidos, los marginados; en todos los degradados y descalificados de este mundo.
En este sentido, dice J.M. Castillo, el proyecto de Jesús no es una sociedad igualitaria, sino una sociedad preferencial; es decir, un modelo de convivencia y de sociedad en el que los preferidos son los últimos de la historia, las víctimas y los crucificados, los que peor lo pasan en la vida. Es el proyecto del Reino. Realizarlo ya, humanamente es impensable; pero sí es posible que los cristianos organicemos nuestra vida, nuestra espiritualidad, nuestra orientación de la justicia, poco a poco, y aunque sea lentamente, hacia la utopía por la que Cristo vivió y murió. En esta perspectiva, “la búsqueda del reino de Dios y su justicia” se manifiesta moralmente en la opción preferencial por los pobres.
2.3. Llegar a los márgenes: pobreza, marginación, exclusión
Frente al principio de la igualdad, la cuestión más grave y acuciante que hoy tiene planteada la ética social es la creciente desigualdad entre ricos y pobres. La existencia de cientos de millones de pobres en el mundo plantea un problema fundamental. Cada día más, la riqueza del mundo se concentra en menos personas. El galopante proceso de globalización está conduciendo hacia un sistema de organización económica dual con unos pocos (ciudadanos, regiones, países) muy ricos, y otros, muy pobres. Como señala L. de Sebastián, de no hacerse nada para atajar el avance de la desigualdad, el mundo corre hacia un apartheid universal, en el cual ricos y pobres estarán física y geográficamente separados[11].
Moralmente no puede ofrecer ningún género de dudas que un sistema económico-político que genera tales resultados es un sistema profundamente injusto, y que la justicia debe llegar a los márgenes de nuestro mundo. Si la moral cristiana defiende el destino universal de los bienes y enseña que Dios los creó para satisfacer las necesidades básicas de todos los hombres, de manera que “deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia” (GS 69), hay que afirmar entonces con claridad que los seres humanos tienen derecho a poseer lo que necesitan para vivir dignamente. Y consiguientemente, los que poseen más de lo necesario, tienen la obligación de justicia de dar a los pobres. Este principio, firmemente defendido por toda la tradición cristiana, conlleva serias exigencias en relación con la práctica de la justicia. Me referiré simplemente a algunas cuestiones puntuales en las que hoy está especialmente en juego la justicia.
Ante todo, si la justicia llega a los márgenes, no puede menos de defender la condonación o notable reducción de la deuda externa. Es cierto que en relación a la deuda externa existen múltiples responsabilidades y que, seguramente, hay que empezar por denunciar a muchos gobernantes corruptos. Pero, del mismo modo, no puede ser justo que el pueblo, los millones de pobres de estos países, cargue con el peso del endeudamiento, ni que no se impida que el negocio del gran capital siga su creciente proceso de opresión[12].
Del mismo modo hay que seguir reivindicando la urgencia de la ayuda al desarrollo, lo que implica no sólo la aportación del 0’7 del PIB por parte estatal, sino también la ayuda sistemática de la iniciativa privada, la ayuda médica, la promoción cultural, las presiones para hacer ilegal la venta de armas o para eliminar el mal gobierno de algunos países.
Otro de los ámbitos que manifiesta la situación de injusticia es la emigración. Los países pobres son los países más ricos en natalidad. Cerca de 75 millones de personas de estos países dejan todos los años su tierra por razones económicas, en calidad de emigrantes, ya sea legal o ilegalmente. A esto se tiende a responder con el rechazo y las restricciones legales. Naturalmente que lo mejor sería crear oportunidades de trabajo en el propio país. Pero cuando éstas no se dan, a nadie se le puede negar el derecho a abandonar su país para buscar mejores condiciones de vida; y esta necesidad no puede convertirse en ocasión de explotación. Como enseña Juan Pablo II, no puede ser explotada una situación de coacción; la justicia pide que el trabajador emigrante no se encuentre en desventaja en el ámbito de los derechos laborales respecto a los demás trabajadores.
Junto a los emigrantes, la justicia exige la atención a todos los colectivos marginados. El sistema utiliza y maneja seres humanos que luego, cuando dejan de ser útiles, los arroja a la calle. Surge así una zona de marginalidad en la que encontramos parados de larga duración, ancianos desvalidos, mujeres que viven solas con hijos a su cargo, jóvenes fracasados, drogadictos. Pobreza y vulnerabilidad conducen a la marginación; y ésta, a la exclusión. De hecho ha surgido la figura de los excluidos sociales. Son personas, grupos, países que son arrojados fuera del sistema. Su preocupación básica es afirmarse como vivientes[13]. La cuestión moral está en que muchos de los hoy excluidos no lo serían en un sistema económico distinto, con una organización social más justa y solidaria.
- EDUCAR EN Y PARA LA JUSTICIA
Si la justicia es la clave y el corazón de la ética, en una sociedad marcada por la injusticia y por las más flagrantes desigualdades sociales, constituye necesariamente el centro no sólo de todo compromiso moral, sino también de todo el quehacer educativo. Quizás, ante el vasto horizonte abierto por la justicia, la primera convicción ética ha de ser precisamente ésta: hay que educar en y para la justicia. No puede ser de otra manera, porque la experiencia manifiesta que quien no educa para la justicia, educa para la injusticia.
Como punto de partida, dos actitudes me parecen indispensables. Por una parte, la conciencia clara de que la educación para la justicia hay que realizarla hoy en un mundo profunda y estructuralmente injusto, en una sociedad fuertemente arraigada en el individualismo, que hace más difícil y ardua la acción educativa. Por otra, ante la magnitud y envergadura de los problemas, los educadores no podemos sentirnos impotentes, renunciando a comprender los problemas y desentendiéndonos de todo eso. Es, quizás, el recurso de tantos que se refugian en su mundo privado, proclamando valores abstractos y prescindiendo de la conflictiva realidad social, a la que consideran inabarcable[14]. Desde esta doble convicción, de una manera rápida y concisa, sugerimos algunas pistas educativas.
Ante todo, hemos de considerar la justicia social como un eje transversal que atraviesa y vertebra toda la educación. Incide profundamente en el proceso de crecimiento, humanización y socialización de la persona. Ilumina el sentido de la existencia y del propio destino. Compromete a empeñarse a crear, junto y al lado de los demás hombres y mujeres, un mundo más humano, una sociedad en la que todos podamos disfrutar de iguales derechos y vivir solidariamente. Educativamente este carácter transversal de la justicia exige la colaboración de tres realidades: la persona del educador, la relación educativa y la institución[15]. Al educador se le pide la coherencia del propio testimonio. Si no estuviera personalmente comprometido por la justicia, nunca podría ser agente educativo en la justicia. Del mismo modo, la relación que se establece entre educador y educando no puede ser reflejo de dominio, violencia, coacción o injusticia; ha de regirse por el sentido auténtico de la justicia. Y la institución de la que ambos forman parte (centro escolar, grupo, comunidad cristiana), en su proyecto y funcionamiento, en su programación y organización concreta, tiene que hacer visible la justicia que proclama.
Desde el sentido de la transversalidad, pensamos que la educación para la justicia se orienta a formar personas capaces de comprometerse por el establecimiento de la justicia en el mundo. Este es su objetivo, y a esto ha de tender. No se trata, pues, de simple teoría, ni de asimilación de conocimientos. Es práctica, se lleva a cabo mediante la acción, la participación y el contacto vital con las situaciones de injusticia. La educación para la justicia está implicada en la transformación de las estructuras injustas y en la solidaridad con la causa de los pobres y excluidos del sistema. Aspira a formar la conciencia social, la libertad interior y la responsabilidad efectiva. Todo ello supone llevar a la persona a tomar conciencia de su dignidad y, consiguientemente de sus derechos y de los derechos de los otros, a promover la implicación y responsabilidad social, a trabajar por la dignidad y desarrollo de los demás. Y como la educación no puede restringirse a un periodo de la vida humana, la educación para la justicia tiene que tender a suscitar educadores. Si, realmente, el quehacer educativo logra realizar los objetivos que persigue, quienes han llegado al compromiso por la justicia, se convierten también en educadores para la justicia.
Teniendo clara la meta, es necesario emprender un proceso lento. El primer paso es el acercamiento a la realidad. El comienzo del compromiso está en la experiencia, y la implicación brota del impacto producido por la realidad. Para educar en la justicia es necesario, pues, asomarse y aproximarse a la realidad de las víctimas, a los pobres y marginados, a los «náufragos del sistema». En la parábola evangélica, cuando el samaritano se acerca al prójimo maltratado, «se le movieron las entrañas a compasión» y, por eso, lo venda, lo sube a su caballo, lo conduce al mesón y cuida de él. Ante el sufrimiento y las heridas de los pobres, la acción educativa tiene que verse alterada. Para cargar con el peso de la marginación, tiene que descabalgarse, acercarse y mirar la realidad sufriente. Es posible realizar una acción educativa cerrada y amurallada dentro de su propio círculo social, sin dejarse cuestionar por lo distinto. Es posible cerrarse y vivir de espaldas a la realidad social. Al no tener experiencia de las necesidades, problemas y sufrimientos de los otros, se pasa de largo. Abrirse a la realidad, percibir el mundo de la carencia, de las desigualdades y de la injusticia, y dejarse interpelar por él, sigue siendo el primer paso de una auténtica educación para la justicia[16].
La aproximación a la marginación y al sufrimiento genera no sólo la crítica y la denuncia, sino también un movimiento compasivo hacia los de abajo, que promueve la acción por la justicia. Es claro que si nuestra sociedad democrática se sintiera realmente afectada y alterada por el grito de los pobres, cambiarían la planificación y la ayuda al desarrollo que proponen y deciden nuestros responsables políticos; serían distintos los objetivos y prioridades económicas de cualquier presupuesto. El mundo se ve de distinta manera desde las favelas que desde los palacios, desde las pateras que cruzan el Estrecho que desde la orilla de la «tierra prometida», desde los parados que desde los empresarios. Y para educar en la justicia hay que empezar situándose. Situados desde los pobres, es posible que lleguemos, como educadores, a la convicción firme de la urgencia de la justicia. Y, situados nosotros, podremos enseñar a situarse.
Quizás el aspecto más importante del proceso educativo se cifra en despertar la conciencia social. Es decir, el acercamiento a la realidad, que mueve a situarse de parte de los necesitados, tiene que conducir a una auténtica conciencia social. No se trata simplemente, como explica Mardones, de mover a una actitud compasiva, capaz de movilizarse para aliviar una situación concreta. Es importante llegar al «asistencialismo». Pero la educación para la justicia no puede quedarse aquí. Es preciso llegar a promover y suscitar esa conciencia social, capaz de ver la gravedad de los problemas, de inferir las causas sociales y humanas, de percibir los mecanismos de la organización social, las contradicciones de la sociedad, las estructuras de pecado arraigadas en el entramado social; capaz, especialmente, de pasar de la compasión por los pobres a la «causa de los pobres». No es, en modo alguno, un paso sencillo. Resulta arduo y complejo, porque no es fácil percibir las estructuras y mecanismos que tejen la realidad social y, en particular, las situaciones de miseria y marginación. Es más fácil dejarse llevar por las explicaciones dominantes, que no tienen interés en mostrar las contradicciones del sistema. Sólo desde la reflexión y el «sentido crítico» es posible, quizás, llegar a superar las tergiversaciones, ocultamientos y medias verdades que se esconden en tantos proyectos y propuestas sociales. Por ello, la educación para la justicia reivindica una educación crítica, porque sólo desde una honda visión crítica se llega a la conciencia social.
La conciencia social tiene que llegar a cuestionar el propio estilo y ritmo de vida, y tiene que mover a la acción. Al ver y sentir, al situarse críticamente ante la realidad, ha de seguir el actuar. La educación para la justicia promueve el acercamiento, el análisis, la denuncia y la acción social. Pero estas acciones, transformadoras de la realidad, difícilmente pueden quedar fijadas y establecidas de antemano. Surgen y han de plantearse desde la realidad concreta. Pueden ser de gran alcance, aunque deben partir de la realidad local, y exigen trabajo en equipo, reflexión, creatividad, programación y evaluación. Todo ello recomienda el apoyo en grupos y asociaciones ya organizadas. De la experiencia de este trabajo en equipo puede surgir la militancia activa en partidos políticos, sindicatos, movimientos sociales y eclesiales. Suscitar y promover la militancia constituye también uno de los aspectos más relevantes de toda educación social.
Las acciones que desde una conciencia social hay que impulsar, miran especialmente a la implantación de la igualdad y al desarrollo de la solidaridad. En relación a la igualdad, lo primero que se pide a la educación, si quiere ser educación para la justicia, es que no resulte discriminatoria. La discriminación educativa puede seguir produciendo marginación y exclusión. Toda acción educativa tiene un papel determinante en el establecimiento de la igualdad. Es cierto que es impotente ante muchas de las desigualdades existentes, por ejemplo, ante las desigualdades económicas. Pero tiene mucho que decir y que hacer en relación al reconocimiento y respeto del otro, de la dignidad de la persona, de los derechos fundamentales, y de la promoción y desarrollo humano. Educar en la justicia es enseñar a respetar a todos, al blanco y al negro, al pobre y al rico, al minusválido y al seropositivo. Todo centro educativo -también, por supuesto, la familia- resulta un espacio idóneo para ello[17].
Finalmente, en la actual situación social de injusticia institucionalizada, la solidaridad representa el camino más efectivo para instaurar la igualdad social y restablecer las relaciones humanas desde la justicia. La instauración de la justicia en nuestra sociedad necesita la solidaridad; y, por ello, educar para la justicia supone siempre desarrollar actitudes y comportamientos solidarios.
Como camino de instauración de la justicia, la solidaridad implica, especialmente, la adhesión a la causa de los otros y el compromiso por el bien común. Este es su contenido; va unido, según Max Scheller, a una «sintonía afectiva», es decir, a un sentimiento de simetría afectiva. Por ello, la solidaridad implica cooperación recíproca y también simbiosis personal. Llegar a una real sintonía afectiva, a un verdadero sentimiento compasivo, capaz de adherirse, de comprometerse, de tomar parte en los males de los otros, entraña un cambio profundo de nuestras actitudes. Traer más justicia e igualdad a nuestro mundo, tan desprovisto de ella, no es cosa de indignaciones pasajeras ni de sentimientos rosa. Requiere un cambio profundo, nuevos «hábitos del corazón», nueva mentalidad, nuevo estilo de vida.
Hacer posible este cambio es la tarea más ardua y más digna de la educación. La esperanza de un futuro más humano, de un orden social más justo, pide que la acción educativa suscite aquellos gérmenes que señalan un cambio radical en vistas a una humanidad más solidaria. Para mejorar la situación de todos, especialmente de los excluidos y marginados del sistema, es necesario entrar en el dinamismo del compartir. Hay que ser más solidarios para que libertad, igualdad y justicia se realicen en la práctica.
Es necesario, pues, elevar la conciencia solidaria de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Se trata de llegar a ser más conscientes de la mutua implicación existente. Todos formamos parte de la familia humana; todos estamos en el mismo barco de la historia; todos somos responsables de todos. Porque todos, hombres y mujeres, formamos un cuerpo, un nosotros, trabado, interdependiente, solidario[18]. Esta es la gran tarea social: educar al hombre moderno para ver y tratar al otro solidariamente. Es el camino de la justicia. n
Eugenio Alburquerque
estudios@misionjoven.org
[1] V. CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid 1990, 33.
[2] Cf. K. LEBACQZ, Justicia en un mundo injusto, Herder, Barcelona 1991, 109-117; J. P. MIRANDA, Marx y la Biblia, Sígueme, Salamanca 1975, 101-133.
[3] Cf. J.M. CASTILLO, Los pobres y la teología ¿Qué queda de la teología de la liberación?, Desclée, Bilbao 1997, 49-56.
[4] Cf. F. STRUIK, Justicia integral. El mensaje social de los profetas pre-exílicos, «Biblia y fe» 50(1991), 27-49; J.L. SICRE, Con los pobres de la tierra. La justicia social en los profetas de Israel, Madrid 1985.
[5] Cf. A. SALAS, Justicia y Reino. El mensaje social de Jesús, «Biblia y fe» 50(1991), 50-81.
[6] J.P. MIRANDA, o.c., 87.
[7] De officiis, I, 7.
[8] Cf. J. RAWLS, Teoría de la justicia, Fondo de Cultura Económica, Madrid 1978; J. HABERMAS, Conciencia moral y acción comunicativa, Península, Barcelona 1989; N. BOBBIO, Igualdad y libertad, Paidós, Barcelona 1993; T. KENNEDY, Teorías sobre la justicia y el concepto de bien, en AA.VV., La justicia social, PS, Madrid 1993, 203-218.
[9] Cf. J. COMBY, Libertad, igualdad, fraternidad. Principios para una nación y una Iglesia, «Concilium» 22(1989), 27-37.
[10] J.M. CASTILLO, o.c., 338-350.
[11] Cf. L. DE SEBASTIÁN, ¿Dónde se juega la justicia en nuestro entorno en los próximos diez años?, «Revista de Fomento Social» 55(2000), 509-520.
[12] Cf. J. ATIENZA, La deuda externa y los pueblos del Sur, Madrid 1998
[13] Cf. J. GARCÍA ROCA, Contra la exclusión, Sal Terrae, Santander 1995.
[14] Cf. I. CAMACHO, Tres tareas de fondo ante los problemas de justicia hoy, «Revista de Fomento Social» 55(2000), 521-538.
[15] L. GONZÁLEZ CARVAJAL, «Educación para la justicia”, Diccionario de Catequética, CCS, Madrid 1987, 305-306.
[16] Cf. J.M. MARDONES, Fe y política. El compromiso político de los cristianos en tiempos de desencanto, Sal Terrae, Santander 1993, 184-189.
[17] V. CAMPS, Los valores de la educación, Alanda, Madrid 1993, 41-53.
[18] Cf. J.M. MARDONES, 1994.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]