Los jóvenes somos apáticos, conformistas, aburguesados, pasotas, egoístas… es cierto, pero nos estamos manifestando contra la guerra como jamás nadie habría imaginado, ni siquiera nosotros mismos. Hemos crecido en democracia, en un país optimista en plena reestructuración social, cultural y política después de cuarenta años de retrógrado franquismo. Nuestros padres han sido más tolerantes con nosotros que los suyos con ellos, nos educaron con la condescendencia, el respeto y la libertad de la que carecieron. Nos han entregado una España rica, plural y llena de oportunidades, un mundo larga y sufridamente anhelado que nosotros, sin embargo, damos por hecho.
Los jóvenes llevamos toda la vida escuchando el testimonio de nuestros mayores sobre sus años de represión, sobre sus luchas callejeras delante de los grises, sobre sus pintadas en la facultad, sobre sus libros, sus porros y sus besos de contrabando. Nos han contado la historia desde la óptica del triunfador, avalados por una quirúrgica transición y por una democracia rápidamente solidificada. Nuestra juventud ha madurado en una sociedad pacífica y permisiva sin censuras políticas y besándose abiertamente en los parques. Nuestros obstáculos vitales son otros; encontrar un trabajo fijo que nos permita adquirir una vivienda digna antes de los treinta y cinco. Estas aspiraciones son, evidentemente, diminutas, comparadas con la conquista de la democracia, pero nos amargan los días.
Nuestros padres, “derrocadores» de un régimen fascista, nos han recriminado la ausencia de espíritu combativo, preocupados únicamente por nuestro bienestar individual, la falta de compromiso con causas más elevadas como la defensa de los derechos y las libertades(…). Nosotros peleamos por mejorar nuestra realidad más inmediata, ¿no hacían lo mismo nuestros padres durante un franquismo que paralizaba, condicionaba y manipulaba sus vidas?, ¿o acaso pugnaron ellos por un ideal o contra un sufrimiento de otro continente?
Pero ha llegado la guerra y todos nos hemos sorprendido. El conflicto de Irak ha sido la excusa perfecta, la ocasión que estaba esperando nuestra generación para mostrar un talante inconformista y rebelde, quizá porque nuestro país está en el auténtico eje del mal, quizá porque Aznar se muestra despótico y sordo con su pueblo como nunca. Hasta ahora batallábamos por nuestra trayectoria vital individualmente, a pequeña escala, una cruzada para nosotros, pero una contienda invisible socialmente, incluso para nuestros padres. Pero ahora salimos a la calle a gritar, nos pintamos la cara y confeccionamos pancartas, coreamos eslóganes, tal como se hacía en los sesenta, en esas manifestaciones universales por cambiar un mundo que sigue igual o peor.
En el «No a la guerra» hemos encarnado un grito de desesperación reprimido durante mucho tiempo. Hemos exteriorizado nuestro descontento no sólo con el conflicto de Irak, sino con el planeta que a nosotros, como a todos los jóvenes de la historia, tampoco nos gusta y creemos mejorable (…). Y es también un grito para nuestros padres, un aullido de desahogo que apaga poco a poco el complejo y la vergüenza con la que de alguna forma vivimos por no ser tan contestatarios y rebeldes (…).
Eduardo Verdú
El País, 08.05.03