Juventud y cultura: Narraciones para aprender a vivir

1 octubre 1997

Jesús Villegas es profesor de Literatura y Anima­dor socio-cultural, con diversas publicaciones situa­das en esa intersección de literatura y animación.
 

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Un planeta en el que todas las personas nacen con gafas, una clase de dibujo en ple­na tarea de hacer un retrato-robot de Dios o una humanidad gobernada por la «cultura del test», son los relatos de los que se sirve el’ autor para adentrarse en la relación establecida hoy entre los jóvenes y la cultura. La apuesta es clara (además de llegarnos narrada con una belleza y sonoridad inusuales cuando se analizan «temas serios»): los relatos como al­go imprescindible para comprender el mundo, para que los jóvenes aprendan a vivir asu­miendo, entre otras cosas, su «cultura de contradicción»
 
 

Relato primero: El paraíso de los oftalmólogos

“Erase que se era un planeta donde la gente nacía con gafas. Al venir al mundo, los bebés de tan singular rincón del universo llevaban en su cara su barbilla correspondiente, sus narices reglamentarias, su boca dispuesta para berrear, sus ojos bien provistos de pestañas… y, además, unas preciosas lentes de contacto.
Para que entendáis el alcance de tan curio­so fenómeno, debéis saber que estos aparatos ópticos, en esa región remota, formaban parte del organismo de cada persona, eran un miem­bro más, como una pierna o un codo. Nadie, por ejemplo, podía arrancarse las gafas de la cara sin desangrarse, del mismo modo que a ti no se te ocurriría jamás rebanarte una oreja pa­ra limpiar cuidadosamente la cera del oído. Las gafas constituían la parte del cuerpo de estos seres más noble, querida e intocable.
En fin, ¿para qué les servía este apéndice? Pues, obviamente, como al Lobo de Caperuci­ta, «para ver mejor», o sea, para ver literalmen­te con cuatro ojos. Los dos primeros (esos que se llevan cómodamente incrustados entre los párpados) estaban preparados para observar la superficie de la realidad. Gracias a ellos, per­cibían colores, formas, acontecimientos, mate­rias: en fin, los ojos convencionales les servían, como a ti, para echar vistazos, ni más, ni me­nos. Pero con los otros dos, con los de regalo, tenían la posibilidad de atravesar el cascarón de cualquier cosa para descubrir las maravillas y los secretos que se esconden detrás; para ver, en definitiva, lo que el ojo no ve.
No sé si ha podido entenderse bien el su­perpoder de estas gafas y lo felices que llega­ron a sentirse sus propietarios. Pues bien, por si acaso, quiero haceros partícipes de un se­creto: el planeta del que hablo se llama Tierra, los marcianos somos tú, yo, y todos los de­más habitantes de este mundo y las gafas­ sorpresa existen, están a disposición de cada uno. Eso sí, en nuestro caso, son invisibles, aunque todos, si queremos, podamos usarlas. Las gafas en cuestión aparecen bautizadas en nuestros diccionarios con el curioso e impro­pio nombre de «cultura».
La cultura es esa maravillosa parte de no­sotros, ese trocito de nuestro organismo más íntimo que, desarrollado mediante el estudio, la lectura, la preocupación por nuestros mitos, el interés por nuestra historia, nuestras tradi­ciones y nuestra lengua, etc., etc., etc., nos permitirá ver a tope, ver a fondo, ver de ver­dad; ver, como los alienígenas de esta estrella inventada, hasta encontrar en el centro de ca­da cosa, de cada vida, de cada historia, el au­téntico y valioso talismán del sentido».
 
Hemos querido comenzar nuestro breve estudio sobre jóvenes y cultura de forma imper­tinentemente juguetona, con una especie de metáfora inaugural. Tras hojear numerosos manuales a la búsqueda de definiciones científicas y convincentes que acotasen el terreno de eso que, con desvergüenza e inexactitud convencida, nosotros vamos a atrevernos a lla­mar desde ahora «cultura», optamos por sustituir la información objetiva y seria proporcionada por tamaño saber libresco por una parábola gratuita y apócrifa, por un esqueje de cuentecillo ina­cabado, por un (he aquí el término clave) relato. Nuestra elección responde a motivos secretos que más adelante desvelaremos. Por ahora, conformaos con recordar que hemos puesto en ac­ción dos conceptos, cultura y relato. Antes de enhebrar el hilo de nuestras reflexiones, debemos dar entrada a un tercero en discordia: el joven.
 

Segundo relato: Dios a carboncillo

Hoy nos han mandado en clase de di­bujo realizar un retrato-robot de Dios. Como lo
oyes. De la primera a la última fila de la clase se ha ido extendiendo un incontenible murmu­llo de estupor, mientras unos y otros nos íba­mos quedando prácticamente de piedra. ¿Un retrato-robot de Dios? ¿Es que en esta santa escuela no se conforman con obligarnos a re­dactar textos en honor a la primavera en cuan­to asoma el sol, es que no tienen bastante con urgar en nuestra resistencia al dolor con sus refinados instrumentos curriculares de tortura para, además, pretender que aprendamos a pintar a carboncillo realidades tan intangibles como los suspiros de una berza?
 
En el recreo hemos despellejado sin ningún escrúpulo al profesor promotor de la idea, el apodado «Tocinillo de Cielo», quien, en este caso, se ha comportado como un producto de repostería envenenado. Cada uno de mis cole­gas ha insinuado alguna alternativa descabe­llada para afrontar con cierta dignidad esta inu­sual tarea propuesta por el de dibujo. Desde el que ha decidido ventilar el asunto mediante el recurso al triangulito de marras hasta el forofo de esa incombustible postal de Dios con su barba blanca y su majestuoso aspecto de no haber roto nunca un plato, uno tras otro hemos empezado a desvariar sobre dioses a imagen y semejanza de nuestras más retorcidas fanta­sías: dioses con formas animales, vegetales o minerales; dioses haciendo calceta mientras el género humano expresa su amor sin fin a na­vajazos; dioses con pendientes en la oreja y crestas de colores; dioses de género femenino y número plural, dioses de llavero o de fin de semana, dioses… En fin, nada consistente, un homenaje colectivo a la ensalada mental sin aliñar y, lo que es peor, un deber sin resolver.
He llegado a casa con un humor de perros. A primera hora debo entregar mi personal fo­tomatón del Altísimo. Metido en estas lides, hasta la merienda me ha sabido a cabello de ángel casposo, Mi cerebro entra en erupción y pongo perdidito de lava mi escritorio.
Después de desechar una colección com­pleta de ideas, que acabaron criando malvas en la papelera, y cuando ya estaba a punto de rendirme una especie de iluminación impre­vista me saco del atolladero. En apenas diez minutos completé mi obra. Luego pude des­cansar tranquilo, sin más problema que el ha­bitual de conciliar el sueño.
Al día siguiente entregué mi trabajito. Don Tocinillo de Cielo leyó con cara de pocos ami­gos el texto por el que yo había sustituido el obligado dibujo. Este manifiesto revoluciona­rio decía algo así:
«Dibujar el rostro de Dios me resulta imposi­ble. Si estamos hechos según su patrón, Dios ha de tener, necesariamente, todos las caras habidas y por haber. No tengo espacio, ni tin­ta, ni tiempo en mi escasa vida para dibujar el firmamento infinito de rostros que la humani­dad entera compone. Sí se puede afirmar, tras constatar este dato, que no podrá obtenerse nunca, gracias a Dios, un Dios clónico.
Pero decir que Dios tiene todos los rostros no me parece razón suficiente para escaque­arme de esta agradable obligación académi­ca. Existe un segundo motivo que me empuja a no dibujar nada. Dios, además de todos los rostros, no tiene ninguno: nosotros, con nues­tros actos, dibujamos sus rictus, sus arrugas, sus patas de gallo, sus sonrisas, su acné, su colorete, sus bostezos, sus miradas compren­sivas, su ceño fruncido, su cosmética, su lifting, sus besos, sus mofletes… Nosotros so­mos, en definitiva, las expresiones y los órga­nos del rostro de Dios. Sin nosotros, el rostro de Dios sería invisible, inexpresivo y feo.
Sea Dios todos los rostros, sea Dios ningún rostro, me siento incapaz de una tarea tan pre­tenciosa como la de inmortalizar un perfil de condiciones portentosas».
Don Tocino de Cielo, como era de esperar, calificó con un insuficiente mi original trabajo de dibujo sin dibujo. Añadió, por si su evalua­ción fuera poco contundente, la siguiente no­ta a mis sagaces reflexiones: «Tú sí que tienes rostro». Mi conciencia, sin embargo, permane­ce tranquila ante el deber cumplido. Eso sí, tendré que dejarme el resto y el rostro en el bloc de dibujo si no quiero que esta asignatu­ra me acompañe fielmente hasta septiembre».
 
En nuestra primer relato trazábamos una analogía torpe pero suficiente entre la cultura y unas hipotéticas e inusuales gafas. Dicha analogía se basaba en varias coincidencias funcio­nales: ambas realidades sirven, en esencia, para agudizar, mejorar o corregir nuestra visión de las cosas, de la realidad en bruto. Las experiencias motivadas por ambas se asientan, repo­san, se fraguan en el mundo de las sensaciones, de la sensibilidad, para desde ahí acabar acce­diendo a los complejos entramados de la percepción, la idea, el sentimiento. Finalmente, gafas y cultura aseguran que la materia, borrosa, incomprensible y sin entidad previa, cobre forma, ad­quiera una identidad, se cubra de sentido.
 
En este segundo texto nos habíamos propuesto «dibujar», de alguna manera, un esbozo de jo­ven actual. !De nuevo hemos renunciado a una vía científica, teórica, analítica de acceso a la reali­dad (por ejemplo, acudiendo a la psicología, la sociología u otras ciencias relacionadas con el co­nocimiento del ser humano) para abismarnos, ya no en lo puramente analógico, sino más allá, en lo simbólico, en lo meramente sintético-artístico e intuitivo. Una vez más hemos sacrificado la defi­nición en aras del relato: el joven abstracto, fruto de la estadística, la reflexión y el estudio se ha con­vertido en un personaje literario. En lugar de explicar-desvelar hemos preferido expresar-revelar, y para ello hemos montado un relato con un joven de protagonista, un joven en búsqueda, inten­tando dilucidar el imposible e improbable rostro de Dios, en un intento inconsciente de autorretra­tarse, de bosquejar una identidad a fuerza de dotar de sentido lo que aparentemente carece de él.
 
Con estas alforjas podemos continuar nuestro camino: joven, cultura y, al fondo, la idea de re­lato, íntimamente ligada a la producción de sentido. Utilizando el binomio juventud-cultura po­demos plantearnos varias cuestiones sugerentes. Dos de ellas se imponen por su singular atrac­tivo: 1 / ¿Cómo son las gafas-cultura de los jóvenes de hoy?; 2/ ¿Qué papel pueden desempe­ñar las manifestaciones culturales en la trayectoria de crecimiento de los jóvenes actuales?
 

Relato tercero: Ser o no ser y otros dilemas

“Desde hace cierto tiempo están de mo­da los test. Ojeas cualquier revista y, cuando menos te lo esperas, al pasar la página más inocente, allí está, emboscado y perverso, el test de turno. Enciendes el televisor y el noti­ciario divulga los resultados catastróficos de la última macroencuesta, es decir, del último ma­crotest. Sacas a pasear al perro y, sin tregua para que orine el pobre bicho, te asalta en el parque un sujeto armado con su corbata, su hueso para el chucho, su cara de chico afeita­do con goma de borrar y su correspondiente test traicionero camuflado en la sonrisa. Suena el timbre, abres el correo, coges el teléfono y, sin explicación posible, hace su acto de pre­sencia tras la puerta, en el sobre, al otro lado del auricular, el dichoso, el inevitable: el test.
La cultura del test se impone. ¿Que uno quiere saber si es simpático? Rellena el consi­guiente test. ¿Que necesita conocer cuál es la profesión de su futuro? No lo duda: se enchu­fa el cerebro a un test. ¿Que no tiene claros su valores, el amor de su pareja, su inteligencia? Pues nada, cuatro o cinco test entre ceja y ce­ja resuelven la angustia. Una curiosidad: se­gún dicen, en Japón ya han inventado un sobre con sopa de letras que, cuando es vertido en el plato, organiza aplicadamente su pasta sobre el caldo en forma de test. ¿Dónde llega­ el progreso humano en este terreno? ¿Podrá un test desvelar si hay vida en otros rinco­nes del universo, si mi método de adelgaza­miento me engaña, el muy adúltero, con las grasas, si fue antes la gallina o el huevo?
 
Quería hablar ahora sobre la creatividad. Es­to del test ha sido, simplemente, una digresión. Pero, después de darle unas cuantas vueltas al asunto, me vino a ;la cabeza una idea brillante y temible. ¿Por qué no confeccionar, es más, por qué no emitir a través de estas páginas un test, el test definitivo, el test de los test? Un test para que todos vosotros, convertidos por unos instantes en pura masa encefálica y críti­ca, valoraseis de una vez y para siempre vues­tra capacidad creativa. Un test de los buenos, con preguntas sagaces y un surtido de cruces o circulitos coro que cubrir los huecos del «Sí/no/pachi, pachá/ no sabe, no contesta,,.
El test constaría de cuestiones sobre la cre­atividad del tipo «¿serias capaz de hacer de tus tripas corazón», ¿crees que todo lo que no son filetes sor patatas o admites más posibili­dades?, ¿pondrías una correa a tus sueños?, ¿estarías dispuesto a convertir en confetti toda tu tristeza cuando l[e deprime y acabar la amar­gura en una fiesta?, ¿desayunas con frecuen­cia mala leche o prefieres mojar en optimismo tus magdalenas. ..?».’Tenía medio terminada la elaboración de este prodigioso examen de más de trescientas preguntas cuando, en un acceso de cordura, decidí romper todos mis papeles y rnandar el test a freír espárragos.
 
Un test sobre la creatividad. ¿Un test sobre la creatividad? ¡La creatividad y los test son in­compatibles! Son dos mundos, dos formas de entender la vida. La creatividad es una puerta enorme y siempre abierta: el test, una cerra­dura. La creatividad nos da alas: el test fabri­ca jaulas. La creatividad nos permite reinven­tar el mundo cada día: el test intenta parchear con ridículas chapucillas nuestro ombligo mal­trecho.
Vivir del test o vivir de la imaginación, he ahí el dilema. Estudiar o trabajar para solucionar correctamente el ejercicio de evaluación o el problema del cocido (cultura del test) o estu­diar y trabajar con el fin de aprender y enri­quecer nuestra persona (cultura de la creativi­dad). Ser una máquina programada (cultura de¡ test) o programar nuestro trabajo para ser más humanos (cultura de la creatividad). Cre­ar cada uno de nuestros días a conciencia (cultura de la creatividad) o abortarlo, derro­chando el tiempo en deshojar margaritas (cul­tura del test). La serie de parejas podría ser in­finita: al lado de¡ test todo lo artificial, lo faci­lón, lo inauténtico, la fórmula hecha y cerrada con resultados estándar al final de la revista; al lado de la creatividad lo espontáneo, la inven­tiva, lo personal, lo que es fruto de un esfuer­zo propio, original y auténtico.
 
Tal vez vaya siendo hora de dejar a un lado la ética del que va por la vida agarrándose a los test para empezar a afrontar creativamente nuestra existencia. ¿Que cómo se hace eso? En primer lugar, poniéndole pilas a la fantasía. Y después, estrenando ese nuevo juguete, tu imaginación, ahora mismo, sobre este día».
 
La cultura del joven es, ante todo, una cultura de contradicción, una cultura que oscila sin re­gla tija entre los dos extremos fijados por nuestro escrito anterior: el ansia de test y el an­helo de creatividad. Por un lado, sus “gafas” se ajustan a los cánones establecidos por los medios de comunicación y manipulación de masas, responden sin paliativos a los estímulos del entorno: son gafas de sol cuando aprieta la canícula y se exige la ocultación del punto de vista propio (en el grupo, en la multitud, en la norma establecida): permiten ver lejos si el ambiente recomienda el ejercicio premeditado de la trascendencia focal o la divinización frívola; apuntan a un palmo de sus narices cuando el “aquí y ahora” (materialismo, hedonismo, inmediatez) impe­ra. Gafas tipo test, camaleónicas y plurales, más que propias, nacidas como floración espontánea al contacto fértil con una realidad múltiple y enérgica, incapaz de tolerar una óptica original, úni­ca e inamovible, un sistema de valores resistente y fiable.
Pero, por otro lado, las gafas del joven reclaman un diseño único, una solidez de montura, un ajuste adecuado y personalizado entre las necesidades del ojo que mira y la calidad/calidez del cristal intermediario. Frente a la cultura del consumo, adocenada en listas de éxito y revistas de corazón cuadriculado, el joven intenta configurar su propia fuente de visión. un objetivo desde el que organizar de forma personal e intransferible el mundo en el que vive.
Más que una división gratuita y tajante entre individuos, es decir, entre jóvenes-hijos de la so­ciedad del consumo, la diversión, la evasión y el bienestar (los de las gafas tipo test) y jóvene- disidentes, alternativos, comprometidos, de buena pasta (los que calzan modelos de gafas cre­ativos), creernos que en cada joven actual se produce un desquiciamiento, un desgarro entre es­tas dos formas de cultura y, por tanto, entre estos dos sistemas de comprensión de la realidad, que conviven a menudo simultáneamente. En el momento vital de la juventud, todos nos hemos visto enzarzados en esa inconmensurable tarea de dotar de coherencia un universo y una vida amorfa, descontrolada, regida aparentemente por las leyes fortuitas del azar y la paradoja cons­tante. Ante este reto, uno echa mano, como buen náufrago, de cualquier objeto flotante que en­cuentre a mano en esa misma marea de los días en la que él se debate. En este ir y venir, en es­te agarrarse a todo, en esta indefinición radica, precisamente, la mayor originalidad del sustrato cultural de nuestros jóvenes.
Obviamente, se corre un riesgo manifiesto: el cambio de gafas frenético, el constante vaivén, la falta de una cosmovisión consolidada puede provocar el estrabismo, la desorientación, la frac­tura de la personalidad y, como consecuencia, el hundimiento del sujeto en las simas del sin­sentido. Es entonces cuando surge la necesidad imperiosa de organizar ese aluvión imparable de señales, de estímulos, de interrogantes, de culturas posibles que afectan al joven hasta embar­garlo: se requieren en ese justo instante maquinarias preparadas para reconducir el caos hacia el cosmos, para articular el estruendo en mensaje, para reconstruir con las tremendas piezas de lo real el puzzle del discurso; para, en definitiva, generar sentido. Varias son las alternativas cultu­rales en esta labor organizadora: entre ellas, destacaremos en este momento la ciencia y el arte.
Sistemáticamente hemos mostrado cierta fobia pasajera a los sentidos literales, a la definición, a las sendas de asunción a la realidad que desbroza la maquinaria científica. Si privilegiamos en nuestro estudio los sentidos figurados, la connotación, el símbolo como forma de conocimiento, es porque creemos que en el joven esta tendencia a comprender la realidad siguiendo derroteros más inspirados que racionales está particularmente agudizada, aunque eso no signifique que la ciencia no esté en disposición de ser también un excelente artilugio productor de significados.
Va siendo hora de ahondar en la segunda cuestión planteada: ¿qué aporta la cultura homolo­gada al crecimiento de las personas y, por lo tanto, a la construcción de sentido para la vida? En­tre todas las manifestaciones culturales vigentes en la actualidad, nos decantaremos en nuestro análisis por valorar aquellas más próximas al joven, precisamente aquellas que germinan sobre el relato, aquellas de corte figurativo que surgen de la aplicación de códigos narrativos sobre di­ferentes materias de expresión.
 

Relato sin relato: El relato

Para comprender con claridad el papel que el relato puede desempeñar en la consti­tución del joven corno sujeto estructurado, co­mo ente homogéneo, primeramente definire­mos este concepto por oposición a otro igual­mente significativo y latente en todo nuestro estudio: el concepto de realidad, de mundo. Pondremos frente a frente mundo y relato pa­ra, a partir de sus íntimas divergencias, recor­dar cómo la invocación del relato se torna ab­solutamente imprescindible en cualquier inten­to de comprender el mundo. Por lo tanto, diseccionemos la dicotomía planteada, mundo versus relato:­
 
-» En principio, el mundo carece de límites espacio-temporales abarcables. Su comienzo está encerrado todavía en una espesa neblina de imprecisiones y su final (¿feliz, desdichado, ambiguo?) no resulta previsible siquiera. Al contrario, el relato se ordena con absoluto de­terminismo, tiene un principio y un final prefi­gurado, que confiere unidad y globalidad al texto en el que se manifiesta.
 
-» El mundo se desenvuelve sin responder a una intención conocida. El azar, la incertidum­bre, la irracionalidad, la contradicción, el ab­surdo influyen notablemente, son en muchos casos la sustancia de los múltiples aconteci­mientos que, sin objetivo trazado, sin morale­ja posible, sin orden ni concierto, se suceden sobre la superficie del universo. Frente a esta erupción anárquica de la realidad, el relato presenta una trama lógica, ordenada en torno a constelaciones posibles de significado, has­ta configurarse en discurso. El mundo nos bombardea, nos abruma con su salvaje e in­comprensible variedad, su violencia, su vacío de intenciones. El relato, al contrario, estable­ce en la historia narrada y en el universo que se intuye debajo de ella (eso que los narrató­logos llaman universo diegético y a lo que vol­veremos más adelante) una armonía, una trabazón sistemática, un porqué.
 
-» Puesto que el mundo no nace de un emi­sor definido, es incapaz de comunicarse por sí mismo; su naturaleza inhumana lo anula como mensaje. Adolece de lenguaje, no puede en­tenderse como signo más que en segunda instancia (sólo cuando el ser humano oficia de intermediario y apuesta por apropiarse la rea­lidad, por estructurar en relato su condición matérica y muda). Sin embargo, el relato, sea cual sea el cauce sobre el que fluya (la ima­gen, la palabra) es siempre un acto de lengua­je, una experiencia comunicativa, un mensaje. El relato nos remite a un sujeto de la enuncia­ción (el relator, el narrador). El mundo no pre­cisa un transmisor, lo ignora incluso: se con­forma fácticamente con ser.
-» Como conclusión diremos que el mundo no es un relato, ni un relato es el mundo, y, sin embargo, ambos exigen una mutua compare­cencia. El relato representa o recrea el mundo, lo cuenta y, mediante los procesos de la na­rración (creación de personajes, tiempos, lu­gares, historias…) lo colma de sentido; mien­tras tanto, el mundo se hace habitable porque diferentes tipos de relato, de simbolizaciones (religiones, mitos, obras de arte…), aminoran su naturaleza monstruosa y radicalmente in­humana. El relato se funda en el mundo y el mundo se funde en el relato.
Creemos que esta mera asociación de con­trarios bastaría para explicar por qué todo ser humano tiende a entregarse con innegable delectación a la vorágine de los relatos: sim­plemente, su espíritu se los exige para saber, casi para poder vivir. Bajo formas orales, es­critas o visuales, con trasfondo mítico o reli­gioso, sancionados por la cultura o emanados del más vulgar cotilleo, los relatos nos animan a comprender las sorprendentes causas y las no menos misteriosas consecuencias de la existencia. Si este «hambre de historias» debe ser saciada a diario por todos y cada uno de nosotros, en el joven (esa persona que perci­be con especial intensidad el caos del mundo, ya que todavía no ha pergeñado el relato sóli­do y central que le construya, el relato-patrón que le garantice un sustrato cultural orgánico) adquiere las dimensiones de una necesidad de primer orden. Los relatos, creados por él o recibidos del contexto cultural próximo en sus manifestaciones más accesibles (cine, litera­tura, música) acaban así por alzarse en los ins­trumentos elementales para la labor de confe­rir un sentido al mundo.
 
Qué tipos de relato cumplirán más adecuadamente la misión de iluminar al joven en su de­sarrollo? ¿Qué condiciones deben reunir? ¿Dónde encontrarlos? En esta última nota de nuestro estudio concretaremos algunos de estos aspectos de forma sintética y, en la medida de lo posible, práctica. Iremos abordando, punto por punto, los distintos constituyentes de una narración para perfilar, sobre ellos, posibles ideales en ese horizonte que nos hemos marca­do: facilitar al joven el acceso al sentido y, con ello, a una cultura propia. Así que, a continuación y para terminar, ahí va eso de «todo relato ha de constar, necesariamente, de…»
 
4.1. Materias de expresión
 
Los códigos de la narración no son exclu­sivos del lenguaje verbal, sino que también conciernen a otros registros (cine, cómic, tele­visión…). Además, dentro de las mismas len­guas naturales, lo narrativo, en convivencia con otros códigos expresivos, recorre distintos gé­neros: la novela, el teatro, la poesía narrativa, la canción, la misma conversación… recurren, entre otros lenguajes, al del relato, con mayor o menor preeminencia.
 
De todos estos soportes, tal vez sean los ci­mentados en el lenguaje verbal, sobre todo en los géneros literarios narrativos, los más sus­ceptibles de alcanzar el objetivo formativo per­seguido (armar de sentido la vida del joven). El cine y los lenguajes audiovisuales conectan fácilmente con el espectador, pero sufren dos lastres fatales en su uso pedagógico: primero, el receptor de signos audiovisuales no está en condiciones de intercambiabilidad; no cuenta con medios, generalmente, para reaccionar ante una obra mediante emisiones de mensa­jes del mismo tipo (es difícil rodar una película como respuesta a un estímulo cinematográfi­co); y segundo y más grave, las producciones fílmicas o televisivas tienden, por razones de mercado, a generar imágenes donde prevale­ce, o bien el sinsentido, el sentido laxo (impac­tos sensoriales, fragmentarismo, acción por la acción, ausencia de progresión dramática…), o bien el conformismo con aquellas versiones del mundo que aseguren la buena marcha del capitalismo imperante, del que depende la in­dustria del cine (concepciones monolíticas de las figuras de héroe y villano, ideales de vida reflejados de corte conservador, códigos mo­rales reduccionistas…).
Esto no quiere decir que los relatos del cine o la televisión no sean excelentes recursos pa­ra la modelización de la personalidad, pero para enfrentarse con ellos, antes de promocionar la identificación (punto de partida ina­pelable en la busca de sentido) debe haberse educado la capacidad crítica.
 
 
4.2. Sujetos de la comunicación
Para que se produzca un relato es im­prescindible el contacto mediante el puente del texto entre un narrador y un narratario, entre un emisor y un receptor. En nuestra aven­tura a la caza del sentido, el joven reclamará controlar alternativamente estas dos posiciones. No basta con la lectura de buena literatu­ra juvenil (de este modo, el joven hereda sen­tidos, pero no los disputa, no los conquista gracias a su iniciativa: en definitiva, no los lle­ga a reinventar): el narratario ha de pasar por la experiencia de explorarse mediante sus obras, de cimentar relatos donde obsesiones, miedos, dudas o seguridades cristalicen y se revistan de impulsos liberadores.
 
4.3. Personajes
 
El personaje es, el hilo conductor del rela­to, su garantía de homogeneidad. Su compa­recencia conduce, además, a la identificación más inmediata del receptor con lo narrado. Pa­ra lo que a nosotros nos interesa, el personaje ideal ha de situarse en la proximidad del joven lector o creador. Esta cercanía se conseguirá directamente, mediante aspectos puramente físicos o mecánicos (coincidencias en edad, sexo, vestuario, hábitos…) o, indirectamente (y a veces de modo más intenso) a través de apuntes homólogos de tipo psicológico o ide­ológico (preocupaciones, inquietudes, rasgos de carácter..;. Evidentemente, que el relato cuente corno protagonista con un joven contemporáneo que ha de vérselas con sus fantasmas más acuciantes augurará, en primera instancia, una identificación automática del re­ceptor coetáneo, aunque no necesariamente supondrá la consecución del sentido.
Este segundo logro dependerá, más bien, de que la profundidad/sensibilidad/fidelidad con que el autor haya pulsado el alma representada haya sido captada por el lector (en definitiva, estamos hablando de la calidad literaria del tex­to y de la competencia de su receptor). Aclara­mos este punto porque la literatura juvenil ac­tual peca en exceso de una predilección por la superficie problematizada de los jóvenes de hoy, olvidando a menudo sus entresijos, la raíz vital de sus problemas. Esto no es óbice para que algunos autores indaguen con particular habilidad en la trastienda de los seres por ellos creados. Destacaremos, a título de ejemplo, dos autores: la obra de corte más realista de Jordi Serra i Fabra, por citar un clásico de nues­tra literatura, y las dos novelas juveniles de Jo­sé María Plaza, quien ha demostrado en tan es­casa producción una agudeza poco habitual para reflejar el tumultuoso y riquísimo mundo del adolescente (No es un crimen enamorarse y, sobre todo, la tan magnífica como su título Me gustan y asustan tus ojos de gata).
 
4.4. Espacio y tiempo Mundos diegéticos
 
Cualquier relato encajaría en una sinopsis mínima que podría redactarse de la siguiente manera: alguien cuenta algo que sucede a al­guien en un lugar y en un tiempo. Las coorde­nadas espacio-temporales, por lo tanto, incar­dinan el relato de forma definitiva en las di­mensiones de la realidad, a pesar de su ca­rácter ficticio.
Pero hay algo más: todo argumento, por bre­ve que sea, nos propone tácitamente un cosmos: en otras palabras, el espacio y el tiempo de la ficción presuponen la existencia, en la sombra, de un universo potencial más amplio y complejo en el que se recorta ese retazo de mundo que nosotros conocemos a través del relato. Este «mundo insinuado» se denomina «universo diegético y cualquier lector puede reconstruirlo después de clausurar un relato, respondiendo a esta pregunta: ¿cuáles serían las característi­cas; las leyes, los principios de un Inundo en el que esta historia tuviera cabida?
 
Tan larga explicación se vuelve imprescindi­ble si querernos consensuar las condiciones espacio-temporales y diegéticas de nuestros relatos con sentido». Creemos que en ellos el espacio-tiempo preferente surgiría de la con­fluencia de dos inclinaciones estético-forma­les básicas: la tendencia a la cotidianidad, en cuanto al marco de ubicación de los hechos, y la sugerencia de mundos positivos, morales y habitables, en cuanto al universo de la dié­sis connotado.
Respecto a lo primero, el ámbito urbano con­temporáneo, los centros de socialización más frecuentes en el joven (escuela, zonas de di­versión…), sus reductos privados (habitación propia, lugares de reunión, rincones confiden­ciales…), los referentes reales de su experien­cia (fenómenos socioculturales como la músi­ca o la televisión, personajes o hechos de ac­tualidad…) actuarán, en los relatos, como estí­mulos precioso-s en la conformación por parte del joven de sus fuentes de significado.
 
Por lo que respecta al universo diegético, pen­samos que la literatura juvenil ha de alimentar la esperanza, la hipótesis o la presunción de un mundo feliz: detrás de cada relato debe palpi­tar un universo optimizado para evolucionar en una dirección creadora, salvífica, humanista, vi­talizante. Con esta intención, además de la lite­ratura estrictamente realista, recomendamos frecuentar aquellos autores de literatura fantás­tica entregados a diseñar universos de ficción futurista o atemporal con cierta fuerza clarifica­dora y, en última instancia, redentora de la con­dición humana: la literatura de Joan Manuel Gisbert, los clásicos de Tolkien o Ende, el re­ciente y magistral libro para todas las edades Olvidado rey Gudú, Los perros de la Mórrlgan de Pat O»Shea o el deslumbrante El enigma N.I. D.O. de F. Lalana coinciden en la explora­ción de imposibles mundos paralelos cuyo co­nocimiento ayuda a enriquecer y/o comprender el nuestro.
 
4.5. Narrador / Punto de vista
 
Dada la complejidad teórica del concep­to ahora manejado y por simplificar, nos confor­maremos con resaltar la efectividad y el atractivo que en esta «odisea en pos del sentido» con­lleva el recurso al narrador-joven en primera persona. Su función será referir experiencias autobiográficas a través de modalidades de la literatura íntimo-personal (cartas, diarios, me­morias, confesiones, monólogos…).
La focalización (lo que sabe el que narra so­bre los hechos narrados) debe renunciar por principio a la omnisciencia: en su lugar y con la intención de reproducir con cierta fidelidad el estado de conciencia del joven, el narrador ha de descubrir paulatinamente el mundo a medida que este se le ofrece, siempre desde su posición parcial, incómoda y subjetiva.
Finalmente, cabe subrayar la conveniencia de que el discurso del narrador convoque verbal­mante los rasgos diferenciales de su habla (con sus matices de ironía, lirismo, ingenio…: con su estilo propio) como trasunto fiel de un carácter y una filosofía de la vida personal y única.
 
4.6. Historias
 
La multitud de acontecimientos narrables y el criterio de originalidad que a menudo los motiva convierte este elemento en el de más compleja catalogación. Sí citaremos, esque­máticamente, algunos argumentos preferen­ciales de indudable pregnancia a la hora de al­canzar la meta del sentido. Los clasificaremos en tres bloques:
 
– Argumentos donde se rocen cuestiones de interés palpitantes en la intimidad de todo jo­ven: sentimientos (amistad, amor, relaciones familiares…), valores (opciones de vida, acti­tudes, aspiraciones…), misterios de la exis­tencia (sexualidad, temporalidad, muerte…).
– Argumentos en los que el conflicto, el dile­ma moral o humano se localicen en el nú­cleo de la trama: situaciones críticas, experiencias personales límite, momentos cru­ciales de la existencia, elecciones que con­tradigan las fuerzas de¡ destino, problemas físicos, psíquicos o de conciencia.
– Argumentos donde un trayecto, una acción heroica o una aventura marquen el ritmo del crecimiento del personaje, al asimilarse su itinerario físico a su itinerario moral.

Moraleja

 
Todo relato les una propuesta de sentido, un intento de conciliar al sujeto que narra o es­cucha con el mundo que le rodea y al que menciona. Por su propia situación vital, el joven reclama con especial urgencia relatos que le ayuden a apropiarse y comprender su destino, leyendas que le presten refuerzos en su constante reafirmación sobre la tierra, na­rraciones que le capaciten para revisar a diario las perspectivas desde las que observa los sig­nos de su tiempo. Tal vez no se mato recordar, para terminar, que «érase que se era un pla­neta donde la gente nacía con gafas…»
 

Jesús Villegas