La alargada sombra de la fragilidad familiar

1 noviembre 2001

 Realidad

 
¿Qué está ocurriendo hoy con el matrimonio y la familia? Antes de nada, por un lado, el pluralismo de sentidos impide un consenso básico a la hora de definir la realidad conyugal y familiar; por otro, se persigue un modelo de pareja más simétrico, supeditando el compromiso y otros aspectos institucionales a los afectivos, a la calidad de la relación. Existe actualmente, sin duda, un menor aprecio de la dimensión jurídica o pública del matrimonio, pero no es menos cierto que la institución se ha humanizado: la mujer ha salido del rincón destinado al «ama de casa», se valoran –por sí mismas– la relación y comunión afectiva, se insiste en la paternidad responsable, etc.
Mucho tiene que ver con estos frutos positivos de la evolución de la familia en Occidente, la buena prensa de que goza entre las nuevas generaciones. Los adolescentes y jóvenes españoles, en una gran mayoría, opinan rotundamente que la familia es lo más satisfactorio e importante de sus vidas. Se encuentran «a gusto en casa» y es en ella donde hallan las ideas e interpretaciones fundamentales para guiarse y entender el mundo.
 
 

       Ambigüedad

 
Con todo y por múltiples factores, la simetría de la pareja y la promesa de felicidad bajo la cual se configura han conducido también a una provisionalidad y endeblez cuyas consecuencias resultan, cuanto menos, inquietantes. Un cierto subrayado unilateral de los aspectos afectivos corre peligro de minar las implicaciones del compromiso; la institucionalización social del «derecho a equivocarse» tiende a subsanar errores humanos, sin embargo termina por reforzar la inestabilidad, abandonando todo tipo de vínculo a la simple volubilidad de las personas. Por ahí discurre la grave ambigüedad en la que están sumidos tanto el matrimonio como la familia: la institución se ha humanizado, pero a costa de resultar una «institución frágil».
Así se explica que los adolescentes y jóvenes actuales, debido a esta ambigüedad y consiguiente debilidad de la institución familiar, se encuentren a sus anchas en casa: hijos e hijas están encontrando en sus padres una especie de «colchón protector» y no la autoridad –entiéndase en su etimológico «ayudar a crecer»–, el calor afectivo y la luz que necesitan para madurar como personas. La «coexistencia feliz» con la que ya Toharia calificaba hace 20 años las relaciones familiares en España, en buena medida, obedece al aséptico llevarse bien porque padres e hijos no llevan casi nada juntos, entre ellos apenas si existe diálogo, intercambio, confrontación y transmisión de valores.
En fin y por otra parte, numerosos datos apuntan a que el actual agotamiento de la transmisión religiosa –en el caso de los adolescentes y jóvenes, en particular– está estrechamente relacionado con la imposibilidad de que las nuevas generaciones se agarren a un cristianismo capaz de sintonizar con la sensibilidad del hombre actual.

       Repercusiones

 
La alargada sombra de la fragilidad familiar oscurece, sobre todo, la vida de los hijos; ellos son quienes sufren las consecuencias peores del denominado «eclipse de la familia». Difícilmente se puede negar el principio básico de que todo ser humano, para conseguir un desarrollo armónico de su personalidad, requiere la confluencia de presencias y afectos femeninos y masculinos, la presencia activa de un padre y una madre.
El clima de desarraigo propio de nuestra cultura, el aislamiento del individuo en una sociedad competitiva y poco compasiva encaminan la felicidad por sendas cerradas, individualistas y egoístas que terminan por entrampar la vida. De poco sirve pasar sin más de las «lógicas sociales» a las personales o de la fría institución a una casi «salvaje afectividad». Necesitamos una pareja como «comunidad de personas» que buscan la felicidad, pero que no declinan la responsabilidad de sacar adelante la familia acompañando y posibilitando –por encima de cualquier otro empeño– el crecimiento armónico de hijos e hijas.
 
 

       Proyectos

 

  1. Elzo afirma en uno de los estudios de este número de Misión Joven que “necesitamos una reorientación de los papeles del padre y de la madre”. A la hora de constituir una familia hay que ir jerarquizando los objetivos, siendo conscientes de que no se puede priorizar por igual el ascenso social y la atención a los hijos, pues corremos el peligro de que –en la práctica– la dedicación y entrega a estos últimos padezcan los efectos perniciosos de unos padres que, al menos en los primeros años, no centran su atención en ellos.

Las bases de la persona dependen esencialmente de la estructura interna de cada familia, de una sólida consistencia emocional e ideológica capaz de arropar, de conformar actitudes y estructuras de pensamiento; capaz, en fin, de transmitir valores amasados en un historia profunda de experiencias vividas, palpadas… que se transmiten de padres a hijos. Una familia así, crece a través del encuentro mantenido y de una comunicación fluida donde los adolescentes y jóvenes, en particular, comparten con el padre y la madre sus posturas, las incertidumbres y hasta las angustias vinculadas a las verdades de la carne –sexo, procreación, enfermedad, muerte…–, de la fuerza –violencia, ambición, dinero, guerra…– o del sentido –qué significa «ser hombre», su destino…–.
Desde una óptica específicamente cristiana, vivir «con espíritu», con el Espíritu de Jesús de Nazaret, obliga a tomar en serio la vida concreta e histórica del ser humano, a salir de nosotros, a descentrarnos para lanzarnos al servicio de los demás. Por lo tanto, los padres evangelizan cuando los hijos pueden verles comprometidos, celebrando y encarnando el amor de Dios al estilo de Jesús de Nazaret, esto es, a favor de los más pobres e injustamente tratados. Planteamiento que queda lejos de aquel pacato «buen camino», verificable a través de la asistencia a la misa dominical. Por lo demás, ante las historias de cada día de no pocos adolescentes y jóvenes no caben mojigaterías, por más desconcertantes o mayúsculas que nos resulten. (Algo de esto venimos ensayando en el campo de la pastoral juvenil con las portadas de nuestra «joven misión». La del presente número constituye otro buen ejemplo del asunto).
José Luis Moral
directormj@misionjoven.org