Con demasiada facilidad, decimos de alguien que es nuestro amigo o calificamos una relación de amistad, cuando, de facto, sólo se funda en intereses de orden muy distinto, que constituyen el núcleo de tal vinculación. A veces, lo decimos por ingenuidad, otras veces, porque deseamos persistir en el engaño y creer que, de veras, tenemos amigos, cuando, la verdad, es que estamos enteramente solos.
De hecho, la amistad responde a la necesidad, al profundo deseo de comunicación y de vida compartida que siente el ser humano desde lo más hondo de su ser. Somos seres vulnerables, necesitamos la comprensión y el afecto de los otros. Sólo el dios de Aristóteles o el Uno plotiniano se pueden permitir el lujo de no tener amigos, pero el ser humano requiere del vínculo de la amistad, para vivir, para desarrollarse plenamente. A nadie se le escapa, que necesitamos amigos para aspirar a una cierta felicidad. Necesitamos confidentes, personas cercanas a quiénes poder revelar nuestros secretos más íntimos, nuestras angustias y temores. Necesitamos ser escuchados, ser amados, ser aceptados incondicionalmente, más allá del cálculo de rendimientos.
La amistad es la culminación de vida interpersonal, el más preciado de los vínculos. Más allá de la amistad útil y de la que se funda en el placer, está la amistad pura, la que se construye sobre el bien y cuya finalidad es el bienestar del amigo, su eudaimonia. La amistad solamente adquiere pleno valor si supera la prueba del tiempo, si el lazo que une a los dos amigos supera las contrariedades y los avatares de la historia.
Este vínculo se ha descrito de múltiples maneras y ha adquirido formas muy variadas a lo largo de la historia, pero la amistad constituye uno de esos lazos universalmente compartidos en todas las culturas. Es virtud, vínculo y sentimiento, una extraña mezcla de fenómenos que dota de valor y sentido de la vida humana. Se trata de una relación de mutua benevolencia, fundada en la complicidad y en la confidencialidad, que exige un pacto tácito de obligaciones y de deberes. Lazo profundo que se cuece a lo largo de los años y que salva a los hombres de la soledad.
¿Puede haber algo así como una amistad líquida? ¿No se trata de un contrasentido? La amistad requiere de solidez, de confianza. Uno sabe que cuenta con un amigo, cuando puede acudir a él a cualquier hora, cuando es aceptado por ser quién es y no por el papel que representa en la sociedad.
En tiempos de modernidad líquida, la amistad se presenta como un lazo excesivo, como algo desmesurado para la mentalidad de la debilidad. Da miedo afianzar un vínculo de tales dimensiones, ir más allá de la cháchara y la juerga de los viernes, estar dispuesto a sacrificarse por el bien del amigo. Es evidente que se requieren amigos, pero no se concibe este vínculo con la seriedad que tradicionalmente se le ha atribuido.
Chateamos y tenemos compinches con quienes chatear. Necesitamos comunicarnos, establecer redes y tener la sensación que somos socialmente relevantes. Los compinches o colegas on line, como bien lo sabe cualquier adicto, van y vienen, aparecen y desaparecen, pero siempre hay alguno en línea para ahogar el silencio con “mensajes”. En la relación de “colegas”, el ir y venir de los mensajes, la circulación de mensajes, es el mensaje, sin que importe el contenido. Esta relación de colega nada tiene que ver con la seriedad de la amistad, ni con las exigencias que acarrea tal vínculo.
Para hacer
Francesc Torralba habla de la amistad (Forumlibertas.com, 22/05/2006) dentro de la serie “Del amor líquido y sus paradojas” para recordarnos que necesitamos comunicarnos, establecer redes y tener la sensación de que somos socialmente relevantes. ¿Es así? Cómo funciona esto en nosotros?
¿Tiene algo que ver todo esto con los datos de la página anterior? (Recortes)