La autoaceptación como base de la autoestima

1 octubre 2000

En mis cursos suelo desarrollar, de una forma u otra, el tema —hoy conocido y a aceptado universalmente en psicología—, de que el hombre aprende a no amarse, a estar descontento consigo mismo, como aprende, prácticamente, casi todas las cosas.
 

  1. El autodescontento

 
Es algo llamativo, pero es así; el hombre que nace emocionalmente identificado consigo mismo, aprende a separarse de sí, a estar insatisfecho, inseguro, dudoso… de sí; aprende a estar descontento de sus acciones; aprende a considerarse poca cosa, alguien a quien no merece tomarse en cuenta; aprende a de-preciarse y aún a despreciarse como persona; aprende a tenerse por basura humana…
En el hogar, durante la infancia, aprende esa terrible lección del auto-descontento. Que ¿cómo? Algo podemos responder sobre el tema: bajo el peso de las críticas casi continuas; de las correcciones repetidas machaconamente; de las desaprobaciones de su conducta y muchas veces, de su persona… el niño aprende a autocriticarse, a descontentarse, a ver sus defectos y no sus cualidades, a sentirse poca cosa, nada o casi nada.
 
Uno aprende lo que le enseñan. Criticado, reprobado, marginado, continuamente corregido, el niño aprende eso: la auto-crítica y el auto-desprecio. De ahí el descontento de sí que, normalmente (claro, según grados), distingue al ser humano.
Instalado en esos sentimientos negativos, así aprendidos en el hogar principalmente —no exclusivamente—, el niño actúa desde ellos y, sin quererlo ni advertirlo, acaba haciéndose eso que siente. Los sentimientos, a través de la acción, se vuelven verdaderos, se hacen verdad.
 
Un ejemplo. El niño que aprende que no le quieren (aunque realmente le quieran): se va a comprobar como corresponde a uno que se siente «no querido»; se retirará, se volverá antipático. Y así hará que realmente no le quieran. La autoexpectativa se cumple y hace real.
 
El proceso implicado es el siguiente: 1/ Siento de mí lo que he aprendido; 2/ Actúo según eso que siento; 3/ Con mi conducta acabo haciendo real el contenido de mis sentimientos.
Este proceso puede cumplirse en un área de la vida, «soy feo»; «no valgo para matemáticas», «soy poco simpático», etc. Pero puede cumplirse, y entonces es más doloroso y destructivo, en la vida entera. En este caso queda afectada la persona entera y toda su conducta.
El proceso que acabamos de describir lo vi descrito en un libro, aplicado a la vida entera de un hombre, con el título: «La oración del hombre perro». Me pareció tan interesante que lo transcribo íntegramente.
 

  1. «La oración del hombre perro»

 
“Hace algunos días fui a la parroquia que hay cerca de mi casa, y para sorpresa mía, vi un perro que parecía rezar devotamente. Me acerqué despacio y vi lo siguiente:
 
—«Señor, no sé si te habrás dado cuenta de mi existencia; estás tan ocupado con los hombres que pienso que te olvidas de nosotros, los animales.
»Soy un perro. Donde vivo, tengo fama de ser uno de los guardianes más celosos de la casa; la gente me teme. Verás, aunque yo sé que tú sabes mi historia mejor que yo, sin embargo te diré…
»Nací hombre, pero a medida que fui creciendo, perdí poco a poco los rasgos humanos. Primero me dejé arrastrar de los instintos que surgían en mi interior, fueron días malos aquellos: todo me molestaba; de tanto enojarme me empezó a salir hocico; creía que todos murmuraban de mí, y agudicé los oídos para escuchar a los otros, hasta el punto que las orejas se me alargaron. La inseguridad y duda de mí, que tenía, me forzaron a encorvarme, y acabé caminando como cuadrúpedo. Veía, Señor, el mundo al revés. Me sentía continuamente atacado y desarrollé garras y colmillos; y aprendí a ladrar; tenía que defenderme.
 
»¡A cuántos habré herido desde que se operó en mí este cambio! Tú lo sabes, Señor. Y sin embargo, a pesar del rencor y odio que sentí hacia mí y hacia los demás, he encontrado hombres que me han querido de veras. Otros han querido ser mis amigos, pero a esos los he rechazado.
»Ahora, una vez que he vislumbrado el paraíso del amor, busco amar y ser amado, pero no acierto, Señor, y fracaso continuamente. Por eso acudo a ti. Señor, ayúdame a amarme como soy, para así poder amar a los demás. El desprecio y el odio a mí mismo me transformó en perro; la autoaceptación me volverá hombre; dame fe en mí mismo; fe en la obra de ti en mí, hazme creer que puede ser amado y amar; no quiero ya seguir siendo perro, quiero ser hombre, empezar a serlo, Señor».
 
Así terminó su oración. Yo me alejé rápidamente, no quería que se diera cuenta que le había estado oyendo, y menos que viera mis ojos enrasados en lágrimas. Y ya solo en casa, me pregunté y sigo preguntándome ¿será verdad que hay hombres que, por fuera, parecen duros como perros, porque no se aceptan, pero por dentro son buenos como una madre?”.
 
Confieso que cuando leí esta oración me hizo pensar: ¡Qué distinto el hombre visto por fuera —dureza de perro— y visto por dentro —ternura de madre—. n