Era el once de agosto de 1965, en Munich, Alemania. Allá afuera las flores explotaban en los parques y se asomaban sonrientes por las ventanas. Son las dos de la tarde. El cartero me trae la primera carta de mi patria. Con el corazón en un puño, la abro. Me escribe toda la familia. Presiento un misterio:
«Querido: ya estarás en Munich cuando leas esta carta. A diferencia de otras, ésta te trae una noticia alborozada. Dios nos ha pedido, pocos días después de tu partida, un tributo de fe y de amor. Nos ha mirado uno a uno, y ha escogido para sí al más preparado, a nuestro querido padre. Querido: Dios no se lo ha llevado de entre nosotros, sino que lo ha puesto más entre nosotros. Papá no se ha marchado, sino que llegó. Ha dejado el espacio, para entrar, definitivamente, en nuestro espacio, para poder estar presente contigo en Alemania, con Waldemar en EEUU y con Ruy y Clodovis en Bélgica».
La muerte era saludada como hermana y como forma de comunión para unir a la familia, dispersa en cuatro países. En la avalancha de lágrimas, no dejaba de haber una serenidad profunda: morimos para resucitar, para expandir nuestra comunicación.
Al día siguiente me di cuenta de que en el sobre de la carta que anunciaba la muerte había una señal de vida: una colilla amarillenta de cigarro. Era el último que había fumado mi padre, momentos antes de que un infarto fulminante lo liberada de esta cansada existencia.
A partir de entonces, esa colilla de cigarro ya no es una colilla de cigarro. Es un símbolo. Guardada en un frasquito, su color típico y su olor fuerte hacen que todavía esté encendido en mi vida. Hace presente la figura del padre, que ahora ya es un arquetipo familiar de valores que apreciamos. En su tumba escribimos: «De su boca lo escuchamos, de su vida lo aprendemos: quien no vive para servir, no sirve para vivir».
¿Por qué cuento todo esto? Para rescatar la dimensión simbólica que cada día se está perdiendo más y más. Si perdemos la visión simbólica, se cierran las ventanas del alma y se pierde la magia de las cosas. Si nos damos cuenta, a los símbolos los cristianos los llaman sacramentos. Nacen de la vida diaria, del juego que se establece entre el ser humano y el mundo. Ante las cosas, primero sentimos extrañeza, después las domesticamos y por fin nos habituamos a ellas.
► En ese juego, las cosas y nosotros cambiamos, porque nuestra mirada ha cambiado. La colilla de cigarro puede ser mirada desde fuera, como un objeto neutro. Es el mirar de la ciencia. Ésta analiza el tabaco, el humo, el nivel de nicotina y concluye que, como colilla, no tiene ningún valor.
► Pero podemos mirarla desde dentro, desde lo que significa para mí por causa de mi padre. Entonces se convierte en un sujeto, pues me recuerda y me habla. ¡Adquiere un valor incalculable! Se convirtió en un símbolo. Siempre que una realidad del mundo, sin dejar de ser lo que es (colilla de cigarro), evoca otra realidad diferente de ella (mi padre), asume la función de símbolo. Todo puede convertirse en símbolo. Depende de nuestra mirada. Si insertáramos las cosas en nuestras experiencias, ellas no dejan de ser cosas, pero se convierten en símbolos que hablan.
Esa actitud hoy es urgente si queremos conservar los árboles, los animales, los paisajes, y así salvar la Tierra. Importa no sólo utilizar las cosas, sino sentirlas y amarlas. Entonces ellas se hacen únicas. Y cuidaremos de ellas. Son sacramentales.
Nuestras casas están llenas de símbolos: las lentes de la abuela, una flor seca de un antiguo amor, una nota de la persona amada. Si encantamos todas las cosas a nuestra vez, nuestro mundo quedará encantado y también bien cuidado.
Leonardo Boff
koinonía.org, 2003.12.12
Para hacer
- Leer el artículo. Responder después: ¿Cómo es nuestra mirada?
- ¿Cuáles son lo símbolos que pueblas nuestra vida? Partir de objetos concretos y significativos…