La confortable levedad de las marcas

1 abril 2005

Carta a un joven “marcado”

Federico de Carlos Otto
 
Federico de Carlos Otto, doctor en Teología y licenciado en Filosofía
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Con un estilo epistolar, el artículo entra de lleno en el debatido tema de la importancia-fatuidad de las marcas entre los jóvenes, reflexionando sobre su sentido y su verdadero valor, sobre su levedad y su falso brillo. Pero, sobre todo, desde una perspectiva pastoral, propone la verdadera alternativa cristiana: una personalidad fraguada en el interior, abierta y solidaria ante el sufrimiento de los más necesitados.
 
Querido Fernando:
Me ha extrañado mucho tu carta. Ni siquiera esperaba un E-mail. Una llamada de teléfono, tal vez. Pero, en cualquier caso, nunca tan pronto, y menos, con ese contenido. Te doy mi palabra: me has descolocado. Es esta, por cierto, una expresión que vosotros, los jóvenes, utilizáis bastante y que, a mi juicio, os redime un tanto – sólo un tanto – de la pena que merecéis por tratar tan mal al lenguaje. De lo que no se puede dudar, desde luego, es de que tenéis capacidad de influencia en esto de las jergas. Sin proponéroslo, habéis logrado que muchos, muchos – probablemente demasiados – hayamos terminado adoptando algunas palabrejas de vuestro espantoso léxico. Sin ir más lejos, el otro día leía en un periódico digital a un ilustre sociólogo, especialista en esto del bien hablar, utilizar la palabra “mogollón”, quedándose tan pancho. De entrada, me escandalizó, pero bien pensado, ¿por qué no? El lenguaje es vida, y si algo derrocháis los de tu edad, si hacemos caso al tópico, es precisamente eso: fuerza vital, casi siempre en un estado algo salvaje, pero vida y fuerza al fin y al cabo.
Vuelvo a tu misiva. Veo que te impresionó nuestro encuentro. Te aseguro que ni siquiera sospeché que te diera que pensar lo que hablamos; pero ahora que me has escrito – y además, con tanta amplitud – no me importa confesarte que me alegro.
Los encuentros en la ciudad son muchas veces temibles, pero otras nos deparan ratos realmente gratificantes. A la sorpresa y a la casualidad, no pocas veces se une un rato de intercambio personal que además de agradar, enriquece.
Hacía mucho que no nos veíamos. Cuando te conocí, estudiabas ya eso de la ESO, o algo equivalente (llevo casi décadas perdido en la jungla de las siglas educativas). Ahora estás en la Universidad, y como todos tus colegas, muestras una mezcla de ilusión y sospecha, de ganas y frustración que te homologa con toda tu generación. Te encontré, de todas formas, más maduro. Y me alegré extraordinariamente de ello.
 
“Qué, ¿a las rebajas?”

Curiosamente, los dos íbamos al mismo sitio: El Corte Inglés. Haciéndome el listo, te pregunté:

  • “Qué, ¿a las rebajas?”

Me miraste con cierto desdén.

  • “Por favor, yo jamás compro en rebajas”.

No te lo dije, pero inmediatamente pensé: “este es de los míos”. ¿Que por qué no te lo dije? Porque en principio – milésimas de segundo en mi cerebro – tu respuesta me molestó. Mejor dicho: me molestó que la posición que expresaba tu respuesta coincidiera en el fondo con la mía. A mi tampoco me gustan las rebajas. Enseguida, sin embargo, me di cuenta de que la coincidencia entre nosotros era muy primaria y superficial. Mi rechazo de las rebajas es tan pragmático como egoísta y comodón: detesto las aglomeraciones y además tengo una cierta desconfianza – bastante paleta, lo reconozco – hacia productos rebajados con los que sospecho que el comerciante me quiere engañar. Sé de sobra que no es así, pero me cuesta liberarme del prejuicio (no olvides que nací en la posguerra y también entonces los comerciantes tenían que salir adelante aunque fuera a codazos, lo que generaba no pocas veces cierta desconfianza en el comprador).
Tu rechazo de las rebajas, sin embargo, aunque no absoluto como me reconociste, tiene otras causas. Tú lo quieres todo de marca; y las marcas – ¡sólo faltaba! – casi nunca se rebajan a rebajarse. Cuando te pusiste a hablar de este tema, me confesaste que la cosa te venía de la infancia. Todos tus compañeros rivalizaban tratando de exhibir, sobre todo en los recreos, la marca más cotizada del mercado, la más publicitada en TV, la que “molaba” más; aquella sin la cual, uno se convertía, lisa y llanamente, en un paria, un “pringao”, un don nadie. Y para qué hablar de los coches y de las motos. Además de conocerlo todo sobre el particular, cultivabais sin recato la envidia por lo que no teníais y el deseo de lo ansiado.
Tus padres – yo ya lo sabía – acudían atónitos y molestos al espectáculo de un hijo suyo, por lo demás encantador, que perdía los estribos cuando no le compraban no un buen jersey, no unas buenas deportivas, no un magnífico anorak, sino un jersey, unas deportivas y un anorak… de marca, y a poder ser de esta marca concreta, esa, precisamente, que “marcaba” la diferencia con los demás e impedía una ubicación casi casi humillante.
 
Marcados por las marcas
Todo aquello, me dijiste, te influyó decisivamente. Fuiste creciendo rodeado del resplandor de las marcas. Y las marcas te marcaron. Rechazabas de plano que te llamaran pijo – “¿pijo yo?” -; pero sabías que lo eras, sobre todo, cuando llegaba el día de tu cumpleaños y cuando escribías tu carta a los Reyes.
La otra tarde te pregunté directamente por todo esto. Te vi algo más dubitativo, aunque sin llegar al desencanto. De hecho, estuviste a punto de comprar una bufanda preciosa, digna de cualquier primera marca; pero como no viste, después de mirar y remirar, el logotipo de rigor, terminaste rechazándola. Yo me la hubiera comprado sin dudar, pero es que – como te dije – a mi no me gustan las bufandas.
Al principio no sabías muy bien qué decirme.

  • “¡Hombre, las marcas tienen siempre mejor calidad!”

Sin dejarte terminar, te espeté: los peores polos que he tenido en mi vida fueron unos “Lacoste” que compré en una “supertienda” especializada hace ya bastantes años.

  • “Sería casualidad” – añadiste.
  • “Sí, desde luego, lo sería, pero yo”, te aseguré, “no he vuelto a por uvas”.

Entonces pasaste a otros argumentos: las marcas te hacen sentirte importante, aumentan tu autoestima, te destacan y te sacan de la vulgaridad y el anonimato. ¿Y no será, te pregunté, que te sientes inseguro? ¿No te parece que necesitar el refrendo de una marca pone de manifiesto tu falta de seguridad, tu carencia de poso? Me salió el predicador que llevo dentro. Te dije: ¿tan poco crees en ti mismo, en tus cualidades, en la formación que vas adquiriendo, en lo absolutamente único, irrepetible e intransferible de tu yo – físico y psíquico – que necesitas – repito – el refrendo de un logotipo que casi siempre no es otra cosa que el sello superpuesto al final de un proceso de producción que si lo conocieras de cerca tal vez te decepcionaría para siempre?
Te conté entonces, ante una coca-cola tú, un poleo yo, lo de mi gabardina Burberrys. No dabas crédito al relato, pero como te dije, era – y es – real como la vida misma.
Vivía yo durante aquel verano en una parroquia en Inglaterra; concretamente, en una ciudad bastante cerca de Londres. Un domingo, después de celebrar la Eucaristía, se acercó a saludarme una familia de feligreses, gallegos ellos, que llevaban viviendo en esa ciudad la tira de años. Cariñosos como ellos solos (todos los emigrantes que he conocido, y no son pocos, me han impresionado por su calor humano y su gran bondad), me invitaron un día a ir a cenar a su casa. Allí descubrí con admiración que la ocupación de la señora era cortar y confeccionar gabardinas a las que, una vez terminadas, les ponía la célebre etiqueta que todos conocemos y que a vosotros os deslumbra, y que además, hace que, como poco, se cuadruplique su precio de mercado: “Burberrys”. No pude por menos que desmitificar, en ese mismo momento, la mencionada marca. La señora – es verdad – trabajaba muy bien; supongo que la firma le exigía y le controlaba la calidad del proceso de fabricación, pero Burberrys, “made in England”, con precios desorbitados en los mismos almacenes en los que estábamos esa tarde tú y yo, en adelante sería para mí, y para siempre, la señora gallega de Reading (esa era la ciudad, no creas que estoy fantaseando) que, por cierto, me dio para cenar un “pulpo a feira” mil veces mejor que cualquier “roast-beef” de cualquier tienda gourmet de la City guisado por mis amigos ingleses.

  • “Te voy a buscar una con defecto y te la regalo, Federico”, me dijo mi anfitriona pasándose de amable. Y a Madrid que me vine con una gabardina Burberrys: los pliegues de su forro hablaban gallego, y su dulce suavidad disimulaba el defecto que, por cierto, ningún amigo mío fue capaz de descubrir.

Puedes imaginar que cada día que llovía salía yo a la calle con mi “Burberryña” y hacía algún gesto para llamar la atención de mis “compis”, ninguno de los cuales llevaba marca alguna y fingían despreciarme… por pijo londinense.
Esto último que te digo, en broma como puedes comprender, me lleva a comentar otra consideración que me hiciste. Las marcas, me diste a entender, te permiten relacionarte con los demás en una posición a veces de superioridad y casi siempre de igualdad, bien entendido que se trata de una igualdad siempre en la escala alta. Yo te decía que este razonamiento se me antojaba falaz y poco digno. ¿Es que se puede valorar a una persona por las etiquetas de sus prendas de vestir, por la marca del automóvil que conduce o de la moto con la que frecuentemente se juega la vida? Te vi vacilar, pero seguías aferrado a tu “visión del mundo” desde el submundo de las marcas y las etiquetas. Yo te reconocí que me parecía plenamente aceptable comprar cosas buenas, de calidad, ya se trate de prendas de vestir, de aparatos o de automóviles, y que es verdad que con mucha frecuencia son las grandes marcas las que tienen más cualidades, aunque también es verdad que se dan clamorosas excepciones, como la que te he contado de mis polos, y como las protestas que tantísimas veces suscitan determinados coches muy renombrados, pero que a un gran número de usuarios les salen peor que mal.
 
Del hastío y el desencanto al anhelo de lo indeleble
Entrados ya en filosofías, me vino algo a la cabeza y me atreví a compartirlo contigo; algo que yo explicaba siempre en mis clases sobre el bautismo, cuando exponía el tema de los sacramentos cristianos. Me dio cierto miedo meterme por esos vericuetos, pero como sabía que eres inteligente y receptivo, y como además no ignoras que jamás trato de disimular lo que soy, lo que pienso, y aquello desde lo que trato de vivir, entré con tranquilidad en materia.
Te hice saber que en los primeros siglos del cristianismo a los que se bautizaban les llamaban los “sellados”, los “marcados”. “Dame el sello”, era la forma equivalente de solicitar el bautismo, de decir: “bautízame”.
Después de toda esa conversación sobre las marcas mientras seguíamos moviéndonos entre ellas – ¡Dios mío, qué agobio! -, te sugerí que, teniendo en cuenta lo que te había dicho, nadie tan capacitado para entender el valor de la marca y de relativizar todas las marcas como un cristiano. Cuando las marcas muestran su inanidad, cuando se logra hacer la crítica del narcisismo al que conducen y en el que instalan, cuando se descubre que las relaciones interpersonales no tienen sentido ni pueden ser duraderas y gratificantes a no ser que se fundamenten en lo más hondo y valioso que llevamos dentro, entonces se pone en marcha un proceso que tiene dos fases:

  • primera: el desencanto (a veces hasta el hastío), y la relativización. Lo aparente, lo exterior, la cáscara, se descubren en su trágica poquedad; deja de importar lo que está fuera, lo superpuesto, lo blando y carente de poder de penetración.
  • segunda: se inicia la nostalgia y el anhelo de lo hondo, de lo indeleble, de lo permanente. Se empieza a apetecer esa marca que convierte en inútiles para siempre las demás marcas.

Y a lo tonto a lo tonto, cuando terminado mi poleo, caí en la contradicción de pedir un Rioja, y tú – genio y figura – le dijiste al camarero que te trajera un Bloody Mary, me di cuenta de que nuestro encuentro fortuito nos había deparado la oportunidad de mirar de frente y sin miedo a eso que llamamos muchos la alternativa cristiana.
Me vinieron a la cabeza toda clase de escrúpulos. Me dije: no tienes remedio; en cuanto te dejan, sueltas una catequesis o colocas una homilía. Sin embargo, registré, allá en el subconsciente, que saliste de aquella inmensa e interminable tienda, en la que no estuvimos menos de dos horas, sin comprar absolutamente nada. Tuve la sensación – insisto: subconsciente – de que antes de mi “homilía”, habías comenzado a hacer una cierta opción, llevado probablemente por una pregunta tan tonta como eficaz: “¿y para qué quiero yo esto si realmente no lo necesito?”
 
La alternativa verdaderamente cristiana
Tu carta me lo ha aclarado todo. En ella me dices que nuestra conversación fue simplemente el empujón que necesitabas para dar en tu vida una especie de golpe de estado y avanzar unos pasos hacia la madurez.
Me llama la atención – ¡qué poco me lo dijiste, bribón! – que estés leyendo desde hace tiempo cosas sobre el Budismo, que te fascine la figura de Francisco de Asís hasta el punto de haber leído dos biografías suyas, y que te empiece a dar cierto miedo comenzar a recorrer un camino que, aunque ahora mismo no sabes a dónde te puede llevar, temes que te aleje para siempre de esa confortable – y no, como dicen, insoportable – levedad del ser en la que has vivido instalado tanto tiempo.
La ayuda y el apoyo de Marina veo que están siendo determinantes. Ella – me dices – es, y ha sido siempre, radical: más de una vez estuvisteis a punto de romper – ¡bendito sea Dios! – por tu obsesión consumista con las marcas. A ella, me confiesas, le humillaba esa arrogancia, esa voluntad de poder, esa filosofía del desprecio que iba creciendo en ti y en tus compañeros, atrapados todos por el falso brillo de las etiquetas.
Me dices que nunca se atrevió a reprocharte tu fatuidad, a despreciarte por vacío. Tuvo paciencia y te fue enseñando sin sermones, pero a veces, eso sí, con plantes y sin contemplaciones, que la verdadera personalidad se fragua en el interior, que la estatura humana de la que somos capaces no nos la otorga ninguna multinacional que acierta a confeccionar ropa atractiva, o a diseñar vehículos deslumbrantes poniéndoles después un hermoso logotipo.
Ella, según me cuentas, casi nunca va a Misa, pero no lo dudes ni un minuto: posee un alma o, si prefieres, un universo mental cristiano. Tú – en eso has sido constante – no hay domingo que te pierdas tu ración de Iglesia, pero, al menos hasta ahora, me temo que, además de aburrirte en las celebraciones, no has entendido casi nada de lo que supone el evangelio.
Probablemente, por lo que me cuentas en tu larga carta, ha sido fundamental para tu vida el que hicieras caso a Marina y os fuerais los dos a ayudar en lo del chapapote. Amigo mío: allí te diste cuenta de que, ante el dolor y el sufrimiento de verdad, no hay marcas que valgan. Te colocaron un buzo y no te dio tiempo de saber quién lo había fabricado ni cuál era su marca; la única marca la tuviste aquellos días en tus manos llenas de pegajosa porquería. Pero aquella marca era de otro orden: fue una marca que te marcó, como te dije el otro día que marca el bautismo cristiano: enseñándote a vaciarte, a renunciar, a desprenderte de todo lo superfluo. Esta marca tan original, aunque tan poco valorada, te sugiere y te invita a que te pongas el mundo por montera, porque sólo así podrás hacer la experiencia de una libertad sin dependencias ni servidumbres incapaces de aportarte nada de interés.
Marcados, sellados para ofrecer a los que viven prisioneros de la exterioridad una alternativa que, porque todo lo relativiza, puede abrazarlo todo sin rendir vasallaje a nada ni a nadie.
Tengo que terminar, Fernando. Me gustaría conocer más a Marina, por eso, me atrevo a hacerte esta sugerencia: ¿por qué no nos reunimos un día los tres, tomamos cosas ricas y nos permitimos cenar – sin que sirva de precedente – con un buen vino “de marca”?
 

Federico de Carlos Otto

estudios@misionjoven.org