Eugenio Alburquerque Frutos
Director del Boletín Salesiano y miembro del Consejo de Redacción de MJ
SÍNTESIS
El autor muestra la íntima relación entre esperanza y educación, pues para educar en la esperanza hay que empezar por creer en la educación y amarla. Después, tras describir la memoria, el deseo y la promesa como fuentes principales de la esperanza humana y cristiana, presenta unas actitudes básicas para educar en la esperanza.
El papa Benedicto XVI termina uno de sus mensajes a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación con una invitación cordial a la esperanza. Constata las asechanzas que se ciernen contra ella, de una y otra parte, de tal modo que también hoy los cristianos, como los antiguos paganos, corremos el riesgo de convertirnos en hombres “sin esperanza y sin Dios” (cf. Ef, 2,12). Y, según el Papa, “precisamente de aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis de confianza en la vida”. Por ello, subraya: “Solo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación”[1].
Según Benedicto XVI, la esperanza es el alma de la educación. Asegura María Zambrano que conocerse a sí mismo o a otro, conocer a una persona, es saber qué espera de verdad. Porque el hombre es una criatura cuyo ser verdadero está fiado al futuro, en vía de hacerse. Por eso existe un trabajo aún más inexorable que el de “ganarse el pan”; es el trabajo para ganarse el ser, a través de la vida[2]. Quizá este es el sentido más profundo del quehacer educativo y, desde esta perspectiva, es posible comprender mejor la afirmación del Papa. En realidad, la esperanza es el alma de la educación, porque es el alma del ser, del cumplimiento y realización de la persona como persona. Sin ella, ¿quién puede atreverse a educar?, ¿quién puede tener el valor de afrontar el futuro desconocido, imprevisible e incierto? Y, sobre todo, ¿quién se atreverá a acompañar y guiar a otros en el difícil reto de este afrontamiento?
Buscamos en este artículo un acercamiento a la esperanza desde una perspectiva educativa, intentando señalar algunas claves para educar en la esperanza. La reflexión se concentra especialmente en los fundamentos indispensables y básicos para emprender responsablemente esta tarea, en las fuentes mismas de la esperanza y en algunas actitudes necesarias especialmente por parte de los educadores.
- Creer en la educación
Afirma Victoria Camps: “El problema fundamental con el que se encuentra la educación en nuestros días es la falta de fe”[3]. Según Camps, no creemos en la educación; no sabemos qué podemos esperar de ella, qué le podemos pedir, con qué finalidad hay que educar. De esta manera, la educación se encuentra inmersa en el pensamiento posmoderno, débil, relativista, destructor del pasado e incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro.
Para educar en la esperanza hay que empezar por creer en la educación y amarla. Este es el fundamento. Y esta fe en la educación implica especialmente: que los educadores crean en los jóvenes, que la sociedad confíe en los educadores y que unos y otros amen la institución educativa, la escuela.
1.1 Educadores que creen en los jóvenes
La educación pone en el centro a la persona. Es este un criterio sobre el que fácilmente podemos concordar. Pero lo importante es actuarlo, reconocer en la práctica el carácter central del niño, del adolescente, del joven. Para ello, son necesarios educadores que crean en los jóvenes y les ayuden a valorar los recursos que llevan dentro de sí.
Creer en los jóvenes significa, ante todo, acogerlos en su propia vida y realidad. Abundan actualmente los estudios sociológicos sobre la juventud. Todos ellos apuntan grandes problemas y preocupaciones, pero también múltiples posibilidades abiertas y horizontes de esperanza. El buen educador capta unos y otros y, desde la misma realidad, a veces tan dramática, hace una opción de confianza en los jóvenes. Solo la confianza del educador en los jóvenes hace posible la de estos en él. Esto lo intuyó muy bien don Bosco y lo plasmó de una manera muy sencilla en su pedagogía. Escribe en la introducción al Reglamento de sus primeras escuelas y oratorios: la juventud “no es de por sí de índole perversa /…/ Si sucede alguna vez que ya están viciados a esa edad, es más por inconsciencia que por malicia consumada”[4]. Su experiencia con los muchachos que se encuentran ya en temprana edad en la cárcel o en correccionales, le hace ver que “en general, la juventud no es mala por sí misma; pero que casi siempre se hace tal en el contacto con los malvados y que estos mismos, separados unos de otros, son susceptibles de grandes cambios morales”[5].
Don Bosco recibe en el Oratorio, que para él era casa, escuela, patio y parroquia, a muchachos difíciles, a veces entregados por la policía o recién salidos de la cárcel. Es realista; no asume una actitud pesimista, ni un optimismo ingenuo. Pero conserva siempre una imagen positiva de los jóvenes. Si Camus dijo que en todo ser humano hay más cosas dignas de admiración que de desprecio, el educador Bosco está convencido de que todo joven, por desgraciado que sea, tiene un punto accesible al bien y es el primer deber del educador descubrir ese punto, esa cuerda sensible del corazón, y sacar provecho de ella. Por eso apuesta por una pedagogía de la esperanza; es la juventud la que regenerará la sociedad.
En el fondo de esta confianza educativa en los jóvenes está la confianza radical en la persona humana, que procede de la convicción de su dignidad, de su valor absoluto en cuanto persona, creada a imagen de Dios.
Creer en los jóvenes implica, pues, la acogida incondicional de los jóvenes. Son, como somos en general los hombres, seres heridos, rasgados, débiles, vulnerables. Quizás niños, adolescentes y jóvenes constituyen el eslabón más débil, porque, más que los adultos, precisan de la comunidad para poder subsistir y porque tienen toda la existencia aún por construir y todo lo que hoy vivan, influirá en su futuro. Son vulnerables, porque son maleables, porque están haciéndose, porque todo el entorno en que viven, lo mismo que puede cuidarlos, puede también herirlos y quebrarlos. Acogerlos es amarlos. La educación es cuestión de amor; amarlos y que se sientan amados. No hay otra manera más justa de explicar el sentido de la educación: “educar es un acto de amor, un ejercicio de la caridad intelectual que requiere responsabilidad, dedicación y coherencia de vida”[6].
1.2 Confianza en los educadores
Si los educadores han de creer en el alumno, la sociedad ha de creer y confiar también en el educador. La educación necesita credibilidad y reconocimiento de los educadores. La sociedad espera mucho de los educadores y esto constituye para ellos una responsabilidad y una oportunidad. Sin embargo, la situación que atraviesan maestros y profesores en todas las etapas del arco educativo no es, ciertamente, halagüeña. De manera que se llega a afirmar que el problema de la educación coincide con el problema del educador[7].
La superación de la actual situación de crisis educativa pasa necesariamente por la recuperación de la dignidad social de los educadores. Quizá es necesario cuidar la selección y el ingreso en la profesión, mejorar el reconocimiento económico, cuidar los procesos de formación permanente, la puesta al día respecto a las nuevas metodologías y la innovación didáctica. Pero, sobre todo, resulta indispensable que sepan ser testigos creíbles de las realidades y de los valores sobre los cuales es posible construir tanto la existencia personal como la convivencia social. Un verdadero educador pone en juego en primer lugar su persona y sabe unir en la tarea educativa, autoridad y ejemplaridad. El verdadero educador está y se siente comprometido en el quehacer educativo con su propia vida, no simplemente con algunos aspectos de su vida, sino con toda ella.
Para iniciar el difícil proceso de recuperación de reconocimiento y credibilidad social, quizá la primera urgencia para todo educador es clarificar y situarse como educador en el actual contexto socio-cultural. En él se encuentran las claves de comprensión de las opciones e iniciativas educativas. Se trata de situarse adecuadamente en el momento presente y mirando al futuro con todo el bagaje del pasado, que no se puede arrojar por la borda.
Julián Marías escribió que el principal factor de perturbación en el mundo actual, la dificultad mayor para que se resuelvan los problemas y se orienten certeramente las vidas, reside en el desajuste entre la importancia que tienen las cosas y la que se les da. Según Marías, esta es la clave de que el mundo marche incomparablemente peor de lo que podía ser. ¿Qué es lo que verdaderamente preocupa e importa a los educadores?, ¿por qué se apasionan y a qué dedican especialmente sus esfuerzos en la labor educativa diaria?, ¿están centrados en lo esencial, en las auténticas finalidades de la educación?, ¿dirigen la atención a la persona, a su desarrollo y felicidad, a su demanda de verdad, de autonomía y libertad? Cuando vacilan los cimientos y fallan las certezas esenciales, aumenta la exigencia de una educación que sea verdaderamente tal, es decir, que sea capaz de responder a las cuestiones decisivas, a las cosas que “verdaderamente tienen importancia”: “lo solicitan los padres, preocupados y con frecuencia angustiados por el futuro de sus hijos; lo solicitan tantos profesores, que viven la triste experiencia de la degradación de sus escuelas; lo solicita la sociedad en su conjunto, que ve cómo se ponen en duda las bases mismas de la convivencia; lo solicitan en lo más íntimo los mismos muchachos y jóvenes, que no quieren verse abandonados ante los desafíos de la vida”[8].
1.3 Amar la escuela
La escuela comienza allí donde está el niño, el adolescente o el joven, creando un punto de encuentro con sus intereses vitales, entrando en diálogo con su corazón. Una buena escuela necesita “buenos maestros” y “buenos estudiantes”. No basta uno solo de estos componentes. Es necesario que uno quiera enseñar y otro quiera aprender; y es necesario que, junto a ellos, esto sea también lo que quiere la sociedad. En esto consiste, sobre todo, el verdadero amor a la escuela.
En un reciente discurso, de manera muy sencilla y cordial, Benedicto XVI explica a los niños, rememorando su propia niñez, el significado y la importancia de la escuela: “Queridos niños, vosotros vais a la escuela, aprendéis naturalmente, y he pensado que han pasado 77 años desde que yo comencé a ir al colegio. Estaba en un pequeño pueblo de 300 almas, un poco «detrás de la luna», se diría; sin embargo, aprendimos lo esencial. Sobre todo aprendimos a leer y escribir, y pienso que es algo grande poder escribir y leer, porque así podemos conocer el pensamiento de los demás, leer los periódicos, los libros; podemos conocer todo lo que se ha escrito hace dos mil años o incluso hace más tiempo; podemos conocer los continentes espirituales del mundo y comunicarnos […]. Y esto es muy importante: aprender en la escuela todas las cosas necesarias para la vida y aprender también a conocer a Dios, conocer a Jesús y así conocer cómo se vive bien”[9].
Pero la escuela afronta hoy grandes desafíos en el campo de la educación. Desde distintos frentes se siente la necesidad de repensar la escuela, no solo planteando abierta y directamente los problemas prácticos e inmediatos a los que hay que responder sin demora, sino también a las cuestiones esenciales, superando prejuicios y malentendidos, buscando un verdadero diálogo social.
Desde hace algunos años, Finlandia se ha convertido en un país de referencia educativa. El año 2004, en la comparación entre los resultados de la educación en diferentes países de la OCDE que establece el Informe PISA, Finlandia resultó ser una de las naciones con mayor éxito educativo, y así se ha seguido manteniendo en los años sucesivos. Según I.Enkvist, los finlandeses atribuyen sus buenos resultados a los siguientes factores: buena preparación académica de maestros y profesores, apoyo de la familia al profesorado, metas claras en el sistema escolar, inversión de forma constante por parte del Estado en la educación, grupos de aprendizaje no muy numerosos. De esta forma, Finlandia no ha tenido que hacer ninguna reforma educativa, porque, según la pedagoga sueca, tampoco había introducido la nueva y problemática pedagogía[10]. No es una fórmula mágica. Es fruto de mucho esfuerzo, trabajo, responsabilidad y dedicación, que son ingredientes esenciales del verdadero amor.
- Desde las fuentes de la esperanza
La esperanza está plantada en el ser humano. Podemos reprimirla, ajarla, dejarla agostar; o podemos apoyarla, regarla, desplegarla. Como el hombre, es realidad y realización. Hay fuentes que la riegan vitalmente. Para educar en esperanza es necesario ir y partir de esos manantiales. Son la memoria, el deseo y la promesa[11].
2.1 La memoria del pasado
La raíz primera y permanente de la esperanza es la memoria. De manera muy hermosa lo dice Luis Rosales: “La palabra del alma es la memoria; / la memoria del alma es la esperanza / y ambas están unidas como el haz y el envés de una moneda”[12].
Como observa González de Cardedal, se trata de memoria en sentido metafísico. El hombre, antes que inicio en sentido temporal, tiene principio en sentido metafísico; y éste le acompaña siempre sosteniéndole, empujándole, atrayéndole. Incluso, justamente la memoria del origen nos anticipa el sentido del fin. Por eso, filósofos y teólogos destacaron siempre que el inicio y el fin son la misma realidad, que no tenemos escatología sin protología.
No está de moda mirar al pasado ni apelar a la tradición; y no ha sido raro el afán de muchos educadores, seducidos por las nuevas corrientes pedagógicas, por desprenderse de la memoria, de lo “antiguo”. Y, sin embargo, resulta indispensable para pensar la relación educativa entre personas. En efecto, la relación educativa no está nunca cerrada en sí misma; participa necesariamente del pasado y gestiona un legado que la precede y la hace posible. Pertenece a una memoria educativa, a un determinado patrimonio cultural. La tradición ofrece precisamente hipótesis de vida, claves interpretativas, modelos de comportamiento vividos y experimentados. No tiene nada que ver con el culto tradicionalista del pasado; el tradicionalismo no es más que una caricatura de la verdadera tradición, que representa, más bien, la atención y el cuidado del pasado vivo en el presente. Se trata, realmente, del sentido profundo de la educación: “Educar es formar a las nuevas generaciones para que sepan entrar en relación con el mundo, apoyadas en una memoria significativa que no es solo ocasional, sino que se incrementa con el lenguaje de Dios que encontramos en la naturaleza y en la revelación, con un patrimonio compartido, con la verdadera sabiduría que a la vez que reconoce el fin trascendente de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio”[13].
María Zambrano observa que la honda crisis en que está inmersa la cultura occidental es crisis de la mediación en todas sus formas; y advierte cómo en el fondo de la crisis está el repudio de la tradición, rechazada con frecuencia sin percibir que el rechazo de la tradición es el rechazo de la historia, incluida también la propia historia[14].
La tradición constituye el dato originario en el que el niño ha nacido, con todo su aval de significados y valores. Realmente, la educación encuentra su origen en el dinamismo de la tradición. Ninguna expresión humana parte de cero. Tanto el descubrimiento científico como el pensamiento filosófico, la creación artística o la actividad deportiva, no surgen de la nada; dependen y están en relación con cuanto anteriormente ha hecho el pasado en cada uno de los sectores de la experiencia humana.
Por ello, la adhesión a la tradición representa un importante compromiso educativo. Es, según Giussani, una especie dehipótesis explicativa de la realidad. No se puede establecer relación alguna con la realidad, ni se puede dar un paso hacia la realización si no existe al menos una idea del posible significado de la misma realidad. Por ello, para educar es necesario proponer adecuadamente el pasado. Sin la propuesta del pasado, sin el conocimiento de la tradición, el joven crece sin los grandes pilares que pueden fundamentar su propia experiencia humana[15].
Educativamente, el malestar y la sospecha ante la tradición, considerada como contraria a la libertad y creatividad, resulta insidiosa y contraproducente. Cada ser humano, en su historia presente, dice Gadamer, es interpelado por la palabra del pasado. No, ciertamente, para volver al pasado, sino para poder avanzar hacia delante. Esta es la ley de la memoria: recordar lo sucedido para leer el presente y construir el futuro. Para ello, la tradición tiene necesidad de que cada generación se la apropie vitalmente, porque los grandes valores del pasado no se heredan sin más; tienen que ser asumidos y renovados a través de una opción personal, a menudo costosa.
2.2 El dinamismo del deseo
La naturaleza del deseo, dice Aristóteles, consiste “en ser sin límites, y la mayor parte de los hombres no viven más que para colmarlos”[16]. El ser humano es asiento de múltiples deseos. Unos son conscientes; otros, inconscientes. No somos dueños de ellos. Surgen en cualquier momento, en las situaciones más inesperadas: deseo de comer, de poseer, deseos eróticos, agresivos, etc., pero también deseo de conocer, saber, creer, hacer. Constituyen realmente una realidad dinámica, una energía.
Los deseos han preocupado siempre a los humanos; y preocupan, de manera especial, actualmente, porque vivimos en una cultura del deseo. Durante siglos se consideró que era necesario controlarlos. Hoy, todavía, en la cultura oriental, el budismo da una visión terrible del deseo: es el origen del sufrimiento y solo quien logra liberarse de ellos, se libera de la tiranía del yo y alcanza la completa libertad. En la cultura occidental, junto a la memoria, el deseo es raíz de la esperanza. Es cierto que muchas veces ha estado puesto bajo sospecha, se le ha despreciado como racionalmente insignificante o se le ha rechazado con muy diferentes razones. Pero el hombre es deseo, aspiración, inquietud. Y aquello que no anhelamos ni deseamos, como dice san Agustín, no puede ser objeto ni de nuestra esperanza ni de nuestra desesperación.
Realmente, la esperanza proviene del deseo; del deseo de amor, de libertad, de realización. Y cuanto más fuerte es el deseo y más arraigado está en nosotros, mayor es la capacidad de transformar el futuro, de presentárnoslo luminoso y deseable[17].
Educar en esperanza implica siempre una auténtica pedagogía de los deseos. En realidad, no se educa si no se llega a la estructura de los deseos, a lo que el adolescente siente y quiere, a aquello a lo que aspira y ansía más fuertemente. Hay que ayudar a conocer los deseos, a hacer orden en ellos, a integrarlos y vertebrarlos, a suscitar, impulsar y promover los nobles, los buenos, los grandes deseos capaces de suscitar ideales y valores; y hay que ayudar a dominar y someter los deseos bajos, reconociéndolos en medio de todo el cúmulo de deseos que anidan en el corazón humano.
Desde la perspectiva cristiana, el deseo es nuestro eco a la acción desiderante que Dios realiza en el corazón humano, concediendo dinamismo al ser, provocando libertad y poniéndole en camino[18]. El hombre es deseo, precisamente porque Dios se hace deseo en su corazón: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti” (San Agustín).
2.3 La promesa
Cuando Alejandro Magno deja Grecia y emprende la conquista de Asia, deja a su madre en el trono y reparte y entrega a sus amigos todo su patrimonio: tierras, bosques, aldeas, incluso todas sus rentas. Terminado el reparto, uno de sus amigos más íntimos, Pérdicas, le pregunta si no conserva ninguna cosa para sí mismo, ni siquiera algún recuerdo. Y Alejandro, mirándole fijamente, le respondió: “Sí, la esperanza”. Entonces Pérdicas renunció también a los bienes que le había donado y le dijo: “A nosotros, que iremos a combatir a tu lado, déjanos también compartir esa esperanza”.
La esperanza es fuerza hacia el futuro, meta y promesa de aquello que puede ser, de lo que podemos realizar, de lo que debemos perseguir. En la tradición judeocristiana, Abrahán es el padre de la fe, de la promesa y de la esperanza. Cree contra toda esperanza. Abandona su tierra, su patria, su casa. Como el gran Alejandro, renuncia a todo, a su pasado y a su futuro, para confiar solo en la promesa de Dios, la promesa de “la tierra que te mostraré” (Gen 12,1).
La promesa se concreta en alianza y responsabilidad. Abre al hombre al futuro; y se va cumpliendo y ampliando a la vez, sucesivamente. Se convierte en la raíz suprema de la esperanza. Realmente el cristianismo es religión de la promesa cumplida. Es religión de la esperanza teologal, porque, al llegar la plenitud de los tiempos, la promesa de Dios, anticipada en los profetas, es cumplida definitivamente en Cristo. En Él sabemos que la esperanza no defrauda, “porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
La acción educativa, especialmente la educación en la fe, ha de empeñarse en mostrar cómo la promesa de Dios y su cumplimiento en Cristo, responden a algo esencial e irrenunciablemente humano. Pero no puede limitarse a sondear y fundamentar el sentido de la espera, ha de mostrar también los signos concretos en los que es posible reconocer la huella de la presencia y de la promesa de Dios en la historia humana.
- Educar en la esperanza: algunas actitudes básicas
Desde las raíces y fuentes de la esperanza, asentado también el fundamento educativo, podemos los educadores emprender el arduo camino de educar en la esperanza a las jóvenes generaciones. Educar es siempre proponer valores y cimentar actitudes. En relación a la educación en la esperanza hay un conjunto de actitudes indispensables para hacerla crecer y desarrollar. El cortejo de la esperanza es muy amplio. Junto a ella están la fortaleza, la audacia, el coraje, la paciencia, la humildad, la generosidad, la creatividad, el entusiasmo, el optimismo, la búsqueda de sentido, la verdad, la aceptación de la realidad, el amor, la amistad. Nos detenemos simplemente en alguna de ellas.
3.1 Discernimiento y apertura a la novedad
La profunda crisis educativa que sufrimos actualmente no puede dejar indiferente ni a la sociedad ni a la Iglesia, porque, además de la formación de las personas, está en juego el futuro de la sociedad. El problema resulta efectivamente tan grave que parece difícil mantener la confianza en el futuro. Con frecuencia, cunde la desesperanza también entre los educadores, frustrados y desconfiados ante el presente y con la mirada vuelta hacia un pasado que quizá añoran.
Especialmente en los educadores es fundamental un cambio de actitud. Ante un futuro incierto tienen la responsabilidad de aportar a las nuevas generaciones razones para vivir y para esperar. Dice Benedicto XVI en este sentido: “Los jóvenes albergan una sed en su corazón, y esta sed es una búsqueda de significado y de relaciones humanas auténticas, que ayuden a no sentirse solos ante los desafíos de la vida. Es deseo de un futuro menos incierto gracias a una compañía segura y fiable que se acerca a cada persona con delicadeza y respeto, proponiendo valores sólidos a partir de los cuales crecer hacia metas altas, pero alcanzables”[19].
La importancia de un acompañamiento educativo, capaz de responder a la sed de sentido, hace urgente un replanteamiento pedagógico en positivo. Educativamente, sirve de muy poco censurar los comportamientos que se juzgan autodestructivos y que es posible constatar día a día en la vida de los jóvenes. Es preciso ser capaces de ver lo positivo de los jóvenes, comprender y valorar cuanto es posible valorar y comprender, sin tener que abdicar de las propias convicciones ni mostrarse de acuerdo en cuanto dicen o hacen. Realmente, en el quehacer educativo es fundamental el discernimiento del educador, tanto de los padres como de los maestros y profesores.
Día a día, los educadores han de ser capaces de situarse con una verdadera actitud de discernimiento ante la realidad. Por una parte, no pueden dejarse impresionar y desorientar ante lo nuevo que irrumpe con la fuerza de la moda, de las opiniones dominantes o de los nuevos postulados culturales. Pero tampoco pueden dejarse llevar de una desconfianza instintiva hacia cuanto no corresponde a los propios esquemas mentales. Con frecuencia, “lo diverso” molesta e irrita. Muchos educadores quisieran que sus hijos o alumnos siguieran las reglas a las que ellos están acostumbrados y no se preocupan ni siquiera de analizar el significado de los comportamientos que rechazan.
Discernimiento significa la capacidad de ir más allá de las propias reacciones emotivas o instintivas, aceptar una valoración más seria y objetiva, capaz de individuar los elementos positivos y de valorarlos. También el educador necesita aprender y, para ello, es preciso abrirse a la novedad sin resistencias, como se exige a los alumnos cuando se les enseña algo en lo que se cree. Apertura a lo nuevo y renuncia también a las propias convicciones, comportamientos o valores, ligados simplemente a un tiempo, a un contexto social y cultural ya pasados, conforman una actitud verdaderamente educativa. Solo así puede el educador ajustarse positivamente al presente y preparar el futuro. Está en juego el valor indispensable de la esperanza. Ninguna otra actividad como la de educar supone una proyección más esperanzada hacia un mundo distinto del nuestro, todavía en estado embrionario. El educador lo prepara y construye, preparando a quienes pueden hacerlo posible.
3.2 La esperanza produce paciencia
Dice san Pablo: “La tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda” (Rom 5,3-4). Se trata de un círculo que adquiere una extraordinaria resonancia educativa. La esperanza ha de engendrar paciencia, y esta, a su vez, alimentará la esperanza si el hombre es capaz de aprender a soportar los sufrimientos, contrariedades y dificultades de la vida.
La esperanza es la virtud que nos permite perseverar sin resignarnos pasivamente y sin dejarnos determinar por los conflictos, problemas y dificultades. Educar en la resistencia, enseñar a renunciar, a superar el inmediatismo del deseo, a aguantar, a hacer frente al mal, quizá alcanza actualmente una importancia decisiva. Porque la sociedad actual parece estar empeñada en hacer desaparecer la espera y la paciencia, pretendiendo eliminar la demora de la satisfacción. Fácilmente se deslegitima el sacrificio; todo se trivializa y reina la ley del mínimo esfuerzo. El hombre no se entrega a nada con pasión. Solo se reserva para sí mismo y para el disfrute personal. De esta manera se va escorando hacia una debilidad progresiva, hacia la cultura y la vida light, en la que todo deviene liviano, vacuo, insustancial.
Sin la fuerza de la paciencia difícilmente se acepta la realidad y se emprende creativamente el camino de la propia realización. Muchos jóvenes tienen hoy la experiencia de un mundo duro que no aceptan, pero que tampoco esperan cambiar. Por eso no sueñan un mañana distinto; buscan solo acomodo en el hoy. Se busca pasar e ir tirando; y surge entonces la apatía y la indiferencia. Es el reto de la esperanza, engendradora de paciencia.
Es el reto para el educador, que tiene que ser capaz de sobreponerse a la sobreprotección familiar y a los modelos de éxito fácil aireados por la televisión y la cultura del espectáculo. Esquivando el trabajo constante, el esfuerzo cotidiano, la propia responsabilidad no se consiguen las metas deseadas. La persona se hace cada vez más frágil y vulnerable; las esperanzas se desvanecen y comienza el reino del desencanto.
3.3 La humildad, preludio de la esperanza
Ensalzada en el medioevo cristiano, hace tiempo que en el mundo moderno la humildad ha dejado de ser considerada como virtud. Nietzsche llega a considerarla como esclavitud y encadenamiento. ¿Quién elogia hoy a una persona por su humildad? Los valores en alza son otros.
Sin embargo, para quien sigue a Jesús, es y sigue siendo una virtud poderosa y liberadora. Se entiende y se comprende, en la vida cristiana, a la luz del misterio de Cristo, manso y humilde, que se anonadó y entregó por la salvación de todos. Pero educativamente es bueno considerar y comprender también su verdadero sentido humano. La humildad implica una actitud hacia el mundo, hacia nosotros mismos y hacia Dios.
Hacia el mundo, nos ayuda a ver la verdad de nuestro proceder, tantas veces ciego y arrogante. Hacia nosotros mismos, nos hace conscientes de que no valemos más que el resto de las personas, de que incluso en nuestros éxitos debemos mucho a los demás, de que siempre podemos equivocarnos y siempre hay cosas que aprender. Por eso es un instrumento fundamental para corregirnos, para mejorar, para superar las dificultades, para aceptar las pruebas y las derrotas, para alcanzar el éxito y las metas propuestas. Hacia Dios, nos ayuda a sentirnos criaturas suyas, llamadas por él a la vida y acompañadas por su gracia en el camino. Es “la virtud del hombre que sabe que no es Dios”[20].
Por todo ello es una virtud importante. Nos hace ser conscientes de nuestros deberes en la tierra y para el futuro. Nos estimula a entender a los demás, a respetarlos, a tratarlos con objetividad y tolerancia. Nos hace prudentes y generosos. En este sentido, dice Alberoni, la humildad es el preludio de la esperanza[21].
3.4 Apreciar la vida
Para Benedicto XVI, en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis profunda de confianza en la vida: “Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre” (CV 28). Si se pierde la sensibilidad y el respeto por la vida humana, se pierde también la sensibilidad ante lo que es humano y lo que no lo es, debilitándose, al mismo tiempo, el sentido de la dignidad de la persona y de sus derechos fundamentales. Falta la confianza radical en la vida y se quiebra entonces la confianza en la educación, porque la esperanza es el alma de la educación y de la vida.
Por ello, al referirse a la crisis educativa, insiste el Papa en la necesidad actual de defender la vida humana. Es esta quizá la herencia más negativa de la reciente historia occidental: el olvido de que la vida se conserva solo transmitiéndose, que la vida humana se transmite también a través de una generación simbólica, cultural, espiritual, y que esta trasmisión es esencial. La educación pertenece a este universo generativo.
El amor a la vida genera vida y “solo un verdadero amor sabe custodiar la vida” (EV 97). En esta perspectiva ha de plantearse y realizarse la labor educativa, que tiende siempre a ayudar al hombre a ser cada vez más hombre, “lo introduce más profundamente en la verdad y lo orienta hacia un respeto creciente por la vida” (EV 97). Juan Pablo II advirtió que en el mundo actual coexisten dos actitudes existenciales diferentes, dos formas de situarse ante la realidad, que él llamó: “cultura de la muerte” y “cultura de la vida”. Cada una de ellas supone un modo de pensar y de entender al hombre, al mundo y a Dios. De manera que la clave de la actual crisis cultural se derivaría de la coexistencia en su seno de esos dos planteamientos de fondo, opuestos entre sí, que aspiran ambos a impregnar los comportamientos y las instituciones de nuestra civilización.
Actualmente, la dominante parece ser la “cultura de la muerte”. Nace de un modo superficial de concebir la vida; penetra en el hombre y oscurece la conciencia. Es más nociva y perjudicial que cualquiera de las muchas amenazas de muerte, porque frente a ellas, la persona es capaz de reaccionar, pero cuando la “cultura de la muerte” entra a formar parte de la mentalidad de un pueblo, los individuos se hacen incapaces de distinguir el bien del mal, la vida de la muerte, el interés personal del respeto debido al ser humano, especialmente al débil e indefenso. Contra la ambigüedad, la indiferencia o incluso el menosprecio, corresponde especialmente a los educadores “la tarea de poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y sostienen el respeto de cada vida humana” (EV 82). Es la aportación educativa a la “cultura de la vida”.
[1] BENEDICTO XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 de enero de 2008.
[2] Cf. M. ZAMBRANO, Filosofía y educación, Ágora, Málaga 2007, 123-128.
[3] V. CAMPS, Creer en la educación, Península, Barcelona 2008, 205.
[4] “Plan de Reglamento para el Oratorio masculino de San Francisco de Sales”, en San Juan Bosco. Obras fundamentales, BAC, Madrid 1978, 546.
[5] J. BOSCO, “Apunte histórico del Oratorio de San Francisco de Sales”, en J. M. PRELLEZO, El Sistema Preventivo en la educación. Memorias y ensayos,Biblioteca Nueva, Madrid 2004, 74.
[6] BENEDICTO XVI, Discurso a la Congregación para la Educación Católica, 7 de febrero de 2011.
[7] Cf. L. GIUSSANI, Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, 125 ss.
[8] BENEDICTO XVI, Mensaje a la diócesis de Roma sobre la tarea urgente de la educación, 21 de enero de 2008.
[9] BEDEDICTO XVI, Discurso a los alumnos de la escuela pontificia Pablo VI, 23 de septiembre de 2010.
[10] Cf. I. ENKVIST, Repensar la educación, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid 2006, 53-54.
[11] Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, Raíz de la esperanza, Sígueme, Salamanca 1995, 487-497.
[12] L. ROSALES, Poesía reunida, Barcelona 1981, 218.
[13] BENEDICTO XVI, Discurso a las LXI Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 27 de mayo de 2010.
[14] Cf. M. ZAMBRANO, o.c., 115-118.
[15] Cf. L. GIUSSANI, o. c., 16-18; 105-109.
[16] ARISTÓTELES, Política II, 7, 1267.
[17] Cf. F. ALBERONI, La esperanza, Gedisa, Barcelona 2001, 19-21.
[18] Cf. O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, o. c., 492.
[19] BENEDICTO XVI, Discurso a la LXI Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, 27 de mayo de 2010.
[20] A. COMTE-SPONVILLE, Pequeño tratado de las grandes virtudes, Paidós, Barcelona 2008, 149.
[21] Cf. F. ALBERONI, o. c., 74-76.