[vc_row][vc_column][vc_column_text]Carlos Domínguez Morano es profesor de la Facultad de Teología de Granada.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La fe religiosa está íntimamente implicada en el mundo de los deseos. En este artículo se nos presentan “los ejes fundamentales por los que la fe puede discurrir para su maduración y crecimiento o para sus extravíos básicos” en el laberinto de los deseos. Con tal objetivo, el autor analiza cómo “la fe nace en el seno del deseo”, en estrecha relación con las experiencias fundamentales de amor de protección, de contacto y de comunicación. En esas experiencias encontramos precisamente cómo, para acceder de verdad al deseo y al reconocimiento de la alteridad, es necesaria la «separación»: “ en la experiencia de fe existe el enorme riesgo de confundir a Dios con el seno de una madre imaginaria a la que, de hecho, nunca se renunció”. Por eso existe el riesgo de que el deseo sofoque la fe, aunque también el contrario de que la fe mate al deseo. Descifrar el laberinto, pasa por una “fe que viene por la palabra” y, con todo, encuentra a Dios a través del deseo; a un Dios… «¡Deseante! »
Son íntimas las relaciones entre la fe y el mundo de los deseos. íntimas y, sin embargo, nada claras ni fáciles de comprender y, menos aún, de evaluar. Porque la fe se encuentra, a este nivel, en un auténtico laberinto: son múltiples las vías por las que puede deambular con el consiguiente riesgo de errar en el camino emprendido. Muchas veces, con el más profundo convencimiento de encontrarse en la mejor dirección. Como en todo laberinto, el extravío es fácil y, a veces, el resultado de la desorientación puede resultar fatal ¿Será necesario recordar situaciones en las que las creencias religiosas condujeron a todo tipo de alienación e incluso de destrucción total? Aún está reciente en la memoria de todos los suicidios colectivos de los que extraviaron su fe en un curioso mundo de deseos que circulaba por las vías del Internet a la búsqueda de un cometa fugaz.
Sin llegar a estos extremos, el mundo de los deseos puede convertirse, en efecto, en un laberinto en el que el engaño puede imponerse fácil y subrepticiamente. En la multiplicidad de vías a seguir, podemos dar por válida y verdadera la que no constituye sino una auténtica encerrona y callejón sin salida. Todo ello sin conciencia. Creyendo estar en el mejor punto de partida y disposición interior para llegar a la meta.
Pocas dimensiones de la existencia poseen tales implicaciones con el mundo del deseo. De ahí, que la fe religiosa sea capaz de originar una serie de comportamientos y actitudes de un dinamismo y calibre como pocas otras dimensiones de la vida. Para lo mejor y para lo peor. Pocas hazañas se han podido realizar como las que se han llevado a cabo en nombre de la religión. Francisco Javier muere a las puertas de China impulsado por el deseo de conquistar para su Dios todo un continente. No es fácil encontrar polarizaciones vitales de tanta intensidad. Teresa de Ávila muere porque no muere, en su anhelo más profundo de encontrarse con el objeto de su creencia Tampoco encontramos en otros campos ofrendas de sí mismo como se han podido efectuar en los altares de la religión: aztecas sacrificados a sus dioses, cristianos que aceptan ser ofrecidos a los leones antes de apostatar de su Dios. Negación de sí en una ascética feroz que, como san Jerónimo, empuja a revolcarse desnudo sobre las zarzas, o, incluso, a la mutilación de sus cuerpos, como en el caso de Orígenes y tantos otros.
Si se trata de combatir y luchar por la causa, pocas batallas como las que la religión ha propulsado; habiendo de tener en cuenta, además, que otro cualquier tipo de batalla se exacerba y dinamiza con una intensidad muy particular cuando la religión se presenta como parte de su causa. Savonarola o Jomeini prendieron hogueras capaces de acabar con todo lo que, desde su pasión religiosa, era considerado extravío en el discurrir de la fe. Probablemente, ninguna otra institución social cuenta con el potencial de deseos que anima y enciende a la experiencia religiosa. En pocos terrenos la pasión, el fervor, el entusiasmo, el fanatismo, la compasión, la violencia, etc., han podido jugar con la intensidad con la que lo hace en el campo de la religión. De ahí, su enorme potencial liberador y su tremenda capacidad también para la destrucción. El deseo, en su multiplicidad de derivaciones, constituye la energía básica por la que la fe auténticamente (y hay que reconocer en sentidos muy diversos) mueve montañas.
No se trata, por lo demás, de una cuestión de un pasado histórico, ya apaciguado y caduco. El poder y progresiva propagación de determinadas sectas religiosas, las manifestaciones sagradas que se advierten fácilmente en la New Age, los nuevos fundamentalismos de las grandes religiones monoteístas, todo hace pensar que, a pesar de la tan cacareada secularización de nuestro mundo, la religión constituye aún un poder de una intensidad nada despreciable. El deseo está ahí proporcionándole su motor más enérgico y poderoso. Veamos de qué forma se transmuta en religión y cuáles son las principales vías por las que puede extraviarse.
Tendremos que remontarnos a los orígenes mismos de nuestra vida. Allí donde el deseo jugó un papel esencial para nuestra misma venida al mundo. Porque, como vamos a ver, la manera en la que el deseo jugó, antes mismo de nuestro nacimiento marcará ya, de entrada, parte del juego que se va a desarrollar en nuestra vida entre la fe y el mundo de nuestros anhelos más particulares.
- La fe nace en el seno del deseo
De alguna manera se podría afirmar, al menos desde una perspectiva psicológica, que el deseo se presenta como madre de la fe. No sólo porque el deseo jugó de una manera u otra en nuestra concepción y venida al mundo. Sino, de modo más importante, porque el deseo, en su amplitud que desborda los avatares de la procreación, estuvo allí para acogemos en nuestra venida a la existencia y recibimos en unos brazos que iban a configurar de modo fundamental nuestra primera relación con la vida y el mundo. También con la creencia religiosa.
Creer significa, entre otras cosas, poseer una confianza básica en la vida. Contar con una certeza, no demostrable, de que la vida y el mundo, poseen un sentido, una lógica y una finalidad, por complicada que a veces nos resulte comprenderla. Desde las dudas y perplejidades, atravesando a veces «noches oscuras», desde la rabia apenas contenida en las que nos encontramos como el viejo y sabio Job, creer significa que, de un modo u otro, nos sentimos , fundados, protegidos, preservados. Creer significa que podemos pedir porque recibiremos, buscar porque encontraremos, llamar porque se nos abrirá (Mt 7,7). Creer conlleva que podemos estar apurados pero no desesperados, acosados pero no abandonados (2Cor 4,9). En definitiva, por recurrir al término que quizás cualifique mejor que ningún otro la esencia de la religión, por la creencia, nos sentimos «salvados», sea cual sea el modo en el que queremos entender esa salvación. Creer, significa de un modo muy fundamental, poseer una certeza de que pase lo que pase, al final no nos hundiremos en un pozo sin fondo; sino que, finalmente, seremos sostenidos y protegidos.
Pero para poder experimentar ese sentimiento, nuclear en toda vivencia de fe, de ser amado antes mismo de haber podido amar (Dios nos amó primero: Jn 1,7,10); de que somos
más importantes que los gorriones del cielo o los lirios del campo (Mt 6,28-29); para todo ello, es necesario haber tenido previamente ese mismo tipo de experiencia en los momentos mismos en los que nos abríamos a la realidad del mundo, en los que comenzábamos a tener los primeros contactos con la vida y en los que nos constituíamos como sujetos humanos[1].
La psicología de la religión ha mostrado fehacientemente que la experiencia religiosa difícilmente puede surgir donde no se han dado, como condición previa, experiencias fundantes de amor, de protección, de contacto y comunicación que nos hacen sentimos previamente deseados, amados y protegidos por otros.
El deseo humano no nace si el deseo de otro no le precede. Porque sólo del ser deseados podemos surgir como seres deseantes. Quien de hecho no fue deseado desde el principio, quien en su primera infancia no ha tenido la experiencia de ser realización del deseo de sus padres, quien no se ha experimentado a sí mismo como objeto primordial y sumo valor en su primer entorno, difícilmente podrá sentir que el deseo brota en él. Quien no se ha sentido acogido, contenido, abrazado y regalado, difícilmente podrá experimentar en su vida que el mundo es bueno, que la vida es un don, que la confianza en los otros es posible. Y si este tipo de experiencias no son dables, difícilmente podrá surgir un tipo de vivencia como la religiosa que incluye en su núcleo más íntimo un sentimiento básico de confianza, de resguardo, de creencia y expectativa en la posibilidad de un mundo mejor de lo que hay. Quien no ha experimentado en su pasado primero la felicidad de sentirse acogido y respaldado, difícilmente podrá sentir la esperanza de un futuro prometedor.
Tan sólo, en efecto, cuando el eros materno [2] ha proporcionado el sentimiento primero de felicidad, protección y esa posibilidad de abandono confiado que se deja ver, por ejemplo, cuando un niño duerme, es posible de adulto entonar con la cabeza y con el corazón un canto que dice Refugio mío, alcázar mío, Díos mío confió en ti… (Salmo 91). Con razón se ha dicho: los santos rezan como los niños duermen. Porque sólo desde la confianza básica infantil que posibilitó el dormir abandonado, se puede experimentar el adulto abandono en los brazos de un Dios madre y padre.
La vida, posteriormente, en muchas de sus etapas dejará sentir y ver esa vinculación íntima que existe desde el principio entre la energía del deseo y la posibilidad de descifrar la existencia en su sentido último trascendente. ¿No hemos podido todos experimentar que en los momentos en los que la vida nos roba las ilusiones o nos golpea sembrando sentimientos de corte depresivo, de soledad, de inseguridad y desaliento, la fe también se hace difícil y la esperanza se resquebraja, dejando su voz, en el mejor de los casos, al Dios mío ¿porqué me has abandonado? cuando no, al silencio y ausencia más absoluta de Dios?
Desde esta relación íntima entre el mundo del deseo y la creencia habría que comprender también lo que sucede en muchas crisis religiosas de la adolescencia y primera juventud. No son ajenos a la crisis o al abandono religioso los profundos sentimientos de corte depresivo que en esos momentos de la vida suelen irrumpir en el corazón humano. Es difícil creer y esperar cuando las entrañas experimentan soledad y el alma se ve invadida por sentimientos de perplejidad y desamparo.
- El deseo nace de la separación
Ser deseado, amado y protegido constituye, según hemos visto, una condición básica para poder desear y amar a otros. Pero no se accede al deseo y al reconocimiento de la alteridad y, por tanto, a la capacidad de relación y de amor, sino a partir de un complejo proceso en el que vamos asumiendo nuestra condición básica de estar constituidos como «seres separados»[3].
En efecto, en los inicios de nuestra vida somos una pura aspiración a la recuperación de un estado originario fusiona¡, cuya representación prototípica vendría dada por la situación intrauterina. En ella no existía lugar para la distancia ni la diferencia. De ese modo, lo que fue realidad física mediada biológicamente el día de nuestro nacimiento (la separación del cuerpo de la madre) no llegará a ser realidad plena, a un nivel psíquico, sino mucho más tarde. Sólo cuando se posea la capacidad para asumir una separación básica, sin vuelta atrás, respecto al imaginario materno.
Así, pues, sólo mediando un complejo proceso, lo que fue la separación biológica que nos entrega a la vida mediante el parto, se podrá hacer realidad psíquica, que nos hace sujetos humanos de pleno derecho. Como en un nuevo parto. Y sólo a partir de ahí, ya como sujetos separados, seremos para siempre y, por ello mismo, permanentemente deseantes.
Todo ello se llevará a cabo mediante la intervención de la palabra paterna[4]. Ella posibilita esa separación del mundo materno con el que se pretendía mantener una situación fusional, imposibilitadora de la propia palabra y del propio deseo. Con la pretensión de constituirnos como objeto único y exclusivo del deseo del otro, no podíamos acceder a nuestro propio mundo de deseos. Solo, pues, por la mediación de un desgajamiento que nos constituye como falta, de una cesura que nos adapta a nuestra condición de seres separados, podemos pasar de ser deseados a ser también seres deseantes. Porque la separación es como una herida nunca plenamente cicatrizada que origina una fuerza tendente a la primitiva unión que es, justamente, lo que llamamos deseo: anhelo de un objeto que pudiera colmar y calmar plenamente esa hendidura, esa carencia de fondo que nos constituye. Pero ningún objeto podrá ya colmarla. Y, por eso mismo, serán innumerables los objetos que harán surgir el encantamiento ilusorio de ser ellos mismos los que podrían hacerlo. Nace el mundo del deseo, de las ilusiones y anhelos. Imparable, permanente. Porque nada ni nadie podrá ya, por nunca, cerrar esa herida que nos mantiene por siempre inquietos.
- El deseo como sofocamiento de la fe
Pero si el deseo es, de alguna manera, seno materno para la fe, también ésta puede morir sofocada por ese mismo deseo en el que vio su origen. Veamos cómo.
Efectivamente, cuando el proceso de separación descrito no tiene lugar de modo acabado, se permanece en una aspiración oculta y dominante a reencontrar la situación paradisíaca infantil de fusión y de totalidad. Sólo reconociendo nuestra separación constituyente podemos liberar nuestro deseo. Sólo aceptando que nunca seremos todo para nadie y que nadie podrá nunca ser todo para nosotros, entramos en una disposición de encontramos realmente con la vida y con los demás. El deseo será entonces en nuestra existencia propulsión, motor permanente que nos induce a la búsqueda constante de algo nuevo y mejor.
Cuando esto no es así, cuando no está suficientemente aceptada esa separación que nos constituye como falta y carencia de base, el deseo se convierte en algo devastador que nos empuja a la quimera y el engaño. No impulsa ya un dinamismo de futuro por hacer, sino que arrastra a la búsqueda de un pasado que ya es imposible. Es muy fácil, entonces, perderse en el laberinto de los deseos. Dentro del campo religioso con una intensidad particular.
En la experiencia de fe, en efecto, existe el enorme riesgo de confundir a Dios con el seno de una madre imaginaria a la que, de hecho, nunca se renunció[5]. En realidad, en esa situación no se desea a Dios, se desea tan sólo la experiencia misma de la relación con lo que, como Dios, se imagina Se pretende, además, mantener una presencia ininterrumpida, una permanencia constante del gozo de la fusión. Y en esa permanente aspiración a fundirse con una totalidad de corte materno, hay una incapacidad para asumir la ausencia del otro, la distancia inevitable que nos constituye como «seres separados. Dios queda reducido a la condición de fuente de placer y de consuelo. Nos encontramos así con la pasión mística que pretende ignorar cualquier limitación en su aspiración a fundirse con la totalidad. Sólo quiere saber del deseo, deseo de fusión, de inmersión en un todo en el que pretende perderse. La fe se convierte entonces en una vana ilusión en el sentido más estrictamente freudiano del término: pura quimera, realización de deseos infantiles, cuando no, puro delirio[6]. Es de
ese modo como el deseo, madre de la fe, puede llegar incluso a sofocar y hacer morir a quien pudo ser uno de sus mejores hijos.
No son raras hoy las tentaciones que, dentro del laberinto de los deseos, nos inducen a tomar esos caminos extraviados de la religión. Abundan de nuevo las religiosidades que se polarizan en la exaltación del encuentro con Dios, de la comunión inmediata con su Espíritu, de la exacerbación y los arrebatos emocionales, de la pérdida de sí en una especie de panteísmo de corte orientalizante[7]. Se dice, con razón, que estamos asistiendo a una feminización de la religión, a una matriarcalización de las representaciones de Dios[8]. Reacción comprensible a una imagen de Dios patriarcal y machista (cuyos peligros habrá igualmente que reconocer y señalar), pero que hoy nos pone en peligro también de perdernos en una regresión, que activa deseos infantiles no del todo perceptibles a primera vista. La radical alteridad de Dios se difumina peligrosamente en esa búsqueda de fusión indiferenciada. La realidad histórica en la que estamos llamados a vivir, a encontrar al Dios de Jesús y a darle cuerpo a nuestra fe, se desplaza y distancia hasta un segundo plano casi evanescente.
Dentro de la evolución religiosa del individuo, el adolescente tiende de manera especial a desarrollar este tipo de experiencia de fe. Desde sus sentimientos de soledad recién estrenados, desde la acentuación de sus necesidades y carencias afectivas, desde la nostalgia del mundo de la infancia que se le va, gusta de envolverse y sumergirse en una experiencia de Dios que se confunde con todo, con la naturaleza, con el cosmos y con él mismo. Las psicología de la religión le dio el nombre de «edad mística» a la que se desarrolla alrededor de los quince-dieciséis años[9]. Será importante comprender al joven en esta situación particular por la que atraviesa. Habrá que reconocer y aceptar serenamente que ese tipo de religiosidad responde a unas vivencias evolutivas normales. Al mismo tiempo habrá que ofrecerle también elementos para que, evitando la tentación (hoy especialmente fuerte) de permanecer ahí, sepa reconocer el rostro del Dios que habla desde el acontecer histórico y que llama a la construcción de su Reino en el mundo en el que vive.
- La fe viene por la palabra
Hemos visto que el deseo necesita ser modulado y organizado por la palabra paterna Ella marca el sentido de la alteridad y la realidad histórica en la que hay que madurar y crecer. Sólo por la mediación de lo que llamamos lo paterno, se opera la transformación del deseo fusional. A través de la intervención separadora de la palabra, se hace posible el nacimiento de un yo capaz de situarse frente a un tú, independiente y libre para satisfacer o frustrar. Lo paterno se alza así como símbolo de una ley que hay que afrontar para devenir auténticamente humano: la de la limitación en la aspiración totalitaria del deseo. Ese padre-ley, en un mismo movimiento, se convertirá también en modelo del camino a seguir para la consecución del gozo.
Sabemos que desde esta ordenación básica del deseo, la imagen de Dios recibe una configuración fundamental. El Dios construido hasta entonces por la materia deseante, va a adquirir nombre, forma y figura a través de esta simbología paterna que estructura lo humano. Si el deseo fue la tierra madre para la fe, la palabra es la semilla desde donde germinará. Porque, efectivamente, la fe viene por la palabra (Rom 10,16). Una palabra que, por ser tal, nos remite a un mundo construido de presencia y de ausencia y, por tanto, de figura y ocultamiento de Dios en ella. Adiestrase en una fe que resiste y asume esa presencia y ausencia, la luz y la oscuridad, la consolación y la desolación, vendrá a constituir una tarea fundamental del crecimiento en la experiencia de fe.
Pero además, la palabra que modula y organiza el deseo en la fe, es una palabra que, como la del padre terreno también, remite a la realidad. Para el creyente, la palabra del Padre, Jesús, remite a una realidad histórica que ha de transformarse en un proyecto de Reino de Dios. Y esa referencia a la alteridad y a la historia, aparecerá como constituyente de la fe en el mismo grado, por lo menos, que el deseo que estuvo en su origen y que la anima.
Ese mismo proyecto de reinado de Dios acogerá y será configurado por buena parte del deseo. Como para Jesús, la construcción del Reino se tendrá que constituir en una auténtica pasión. Pasión por transformar una realidad injusta, insolidaria y violenta en un mundo digno de Dios y digno del hombre, su hijo. Sólo así, la vertiente mística se salvaguardará de no caer en un iluminismo regresivo y narcotizante, extraviándose en el laberinto de los deseos.
Lo supieron muy bien los grandes místicos. El deseo de encuentro y unión con Dios no sólo no les cerró el paso para desempeñar una función histórica, sino que fue ese mismo deseo el que les impulsó a desarrollar una acción de trascendencia en el momento histórico en el que vivieron. Es lo que tiende a olvidar la espiritualidad de los tiempos post-modernos en su cultivo casi exclusivo de lo personal, lo íntimo y lo privado.
- La fe que mata al deseo
Pero si la intervención de la palabra del padre libera de la fascinación fusional primitiva, también esa palabra puede ser pronunciada de un modo tal que haga imposible su auténtico reconocimiento y su mediación liberadora y madurativa. Esa palabra queda, entonces, como una pura amenaza de la que hay que preservarse con la exclusión y eliminación de todo tipo de deseo. La función paterna deja de cumplir un cometido fundamental: señalar al hijo el camino a seguir para la consecución del gozo. Porque lo paterno, en efecto, no es sólo ley y modelo a seguir. También ha de ser promesa de felicidad futura.
También en la experiencia religiosa cabe oír la palabra del padre con tintes de terror. El cumplimiento de la ley, la exigencia perfeccionista, el ideal al que nunca se accede enseñorean todo el campo de la fe. El deseo no encuentra lugar alguno donde canalizarse. Ha de quedar recluido fuera de la conciencia, discurriendo por vías subterráneas y poco saludables. La fe se reseca y el espacio del deseo lo ocupan el dogmatismo, la ley, el fanatismo y la tiranía del ideal. No hay lugar para la fiesta y la celebración del encuentro con el Padre y los hermanos.
La imagen de Dios queda terriblemente pervertida. Se convierte en el enemigo número uno del deseo. El placer, la satisfacción, la felicidad en suma, parecen como incompatibles con la creencia en ese Dios, que guarda más relación con la figura imaginaria y terrorífica de la infancia que con el Padre del que nos habló Jesús de Nazaret. En esta dinámica, la sexualidad es elegida fácilmente como espacio preferente para el exterminio del deseo. Se preconiza el menosprecio del cuerpo y, a veces, se propicia una vinculación con Dios de tonos manifiestamente sadomasoquistas.
El deseo, perdido en una especie de laberinto subterráneo, no encuentra sino vías extraviadas para canalizarse. Una de ella puede ser la de proyectado sobre el propio yo, generando una divinización de sí mismo y de la propia idea. La psicología, en efecto, ha reconocido a los que, desde una identificación de sí mismo con la divinidad, vienen a caer en lo que se ha llamado «Complejo de Jehová»[10]. El deseo infla, entonces, al sujeto convirtiéndole en un remedo de Dios. La vivencia del propio dogma y la propia moral queda absolutizada. El fundamentalismo y el fanatismo (los otros rostros peligrosos de la religiosidad de hoy) pueden comenzar así un peligroso deslizamiento por el interior del laberinto.
Otra vía fácil en la que el deseo se pierde cuando no puede ser reconocido como propio, es la de su cesión en favor del deseo de los otros. El sujeto pierde la voz y la palabra. No sabe lo que quiere. Mejor dicho, no se atreve a saberlo. Por eso prefiere delegar todo decir en el deseo y la palabra de los demás. Será tan sólo un altavoz hueco y vacío que reproduce el deseo y la palabra, en realidad la consigna, de los demás. La fe se pierde así en el laberinto de los deseos ajenos.
- Encontrar a Diosa través del deseo
Fue necesario el campo del deseo para que pudiera surgir la fe. Campo que, como hemos visto, tuvo que ser modulado y organizado por una palabra que introduce el reconocimiento de nuestra condición de seres separados. Sólo así evitamos el confundir a Dios con el objeto primero de nuestros anhelos infantiles. Desde ese momento, animados por el deseo que sabe reconocer la presencia junto con la ausencia de Dios y que nos impulsa al reconocimiento de la alteridad y de la historia, Dios puede ser reconocido y encontrado a través de ese mismo laberinto interior de nuestro desear. Allí, en el campo del deseo, Dios quiere ser también escuchado. La tarea, sin embargo, como nos mostraron los grandes maestros de la espiritualidad, no resultó nunca fácil.
Dentro del ámbito del deseo se genera toda una arborescencia de numerosas y enrevesadas ramificaciones. Cada uno, en efecto, construye a partir de las vicisitudes de su historia, su particular mundo de anhelos, aspiraciones, apetencias, sueños o intereses. Cada cual, lo sabemos, vive en su propia maraña de deseos. La historia irá dibujando nuestro laberinto particular, construyendo vías específicas que edifican nuestra singular arquitectura desearte. También la construcción única y original en los modos de enfrentar, organizar, huir o defendernos dentro de ese laberinto deseante. Sobre gustos no hay nada escrito. Sobre las defensas ante esos gustos, tampoco.
La infinita complejidad de la vida irá diseñando, pues, para cada uno su propio laberinto del desear con sus vías abiertas y sus callejones sin salida. Consumir, poseer, dominar, gozar sexualmente, entregarse a los demás, saber y conocer, crear, contemplar o combatir… La cuestión fundamental que se plantea, entonces, para la vida, en general, y para la experiencia religiosa, en particular, es la de ordenar el deseo, encontrar un eje que verterme y organice convenientemente todo el conjunto de anhelos y aspiraciones en el que vivimos. Somos una pluralidad de deseos, a veces, incluso, de deseos opuestos y contradictorios. Lo importante entonces es saber cómo se articulan y en qué los tenemos puestos. Se impone de ese modo la compleja tarea del discernimiento y de la educación de nuestro mundo de deseos. Llegar a conocer el modo en que hablan, cómo se ocultan o camuflan, de qué manera responden a nuestra propia dinámica más personal, a cuáles les tememos y huimos, a qué otros privilegiamos, cuáles llegan a confluir con nuestros valores e ideales propuestos, etc.
En estas páginas sólo he atendido a los ejes fundamentales por los que la fe puede discurrir para su maduración y crecimiento o para sus extravíos básicos. Queda por determinar el complejo procedimiento para discernir más de cerca de qué manera podemos también oír a Dios a través de nuestro desear. Habría que remitirse para ello a los grandes maestros de la espiritualidad que brindaron unas técnicas refinadas de discreción de espíritus, desde el convencimiento de que es en lo más íntimo de nuestra alma y a través de nuestro laberinto de deseos desde dónde tenemos que oír la voz de Dios sobre nosotros. Su deseo. Porque, contra lo que muchas veces hemos tendido a pensar, más desde la filosofía griega que desde el mensaje del Evangelio, nuestro Dios, que es un Dios Amor, es, por eso mismo, un Dios deseante. Un Dios que, lejos de mostrarse como un absoluto imperturbable, completo y cerrado en sí mismo, es relación, comunicación, y búsqueda y, por tanto, también un dinamismo de deseos que aspira a la unión y al encuentro con lo que es la obra más querida de sus manos.
Carlos Domínguez Morano
«… Los sentimientos Son el balance consciente de nuestra situación. Son una amalgama Subjetiva y objetiva, un resumen de urgencia, un lenguaje cifrado que hay que aprender a descifrar, un SOS o un «len hora buena!» o un «tal vez» o un «¡ay de mí!», cuya superficie conocemos y cuyo fondo ignoramos. En este balance, como en el balance de una empresa, intervienen varias partidas: el estado físico, la marcha de nuestros deseos y proyectos, el sistema de creencias, nuestras experiencias anteriores…» (p.27).
«… Los sentimientos son experiencias cifradas. Nos cuesta trabajo admitir que los sentimientos, una evidencia tan descarada, tan firme, tan inevitable, sean de naturaleza críptica. ¿Cómo no voy a saber si estoy enamorado, furioso, aterrado o melancólico? No hay más remedio que distinguir: una cosa es la claridad de la experiencia y otra muy distinta la claridad del significado de la experiencia» (p. 31).
- A.MOLINA,El laberinto sentimental, Anagrama, Barcelona 1996.
[1] Cf. J. ROF CARBALLO, Urdimbre afectiva y enfermedad, Labor, Barcelona 1961.
[2] Con estos términos se refiere A. VERGOTE a las experiencias primeras de contacto con la madre que posibilitan la posterior experiencia de confianza religiosa. Cf. Psicología religiosa, Taurus, Madrid 1969, 191-216.
[3] Sobre toda esta problemática me detuve en el trabajo: El deseo y sus ambigüedades, «Sal Terrae» 84/8 (1996), 607-620.
[4] En la que hay que entender toda palabra que, dicha por el padre biológico o quien le sustituya (incluso por la madre misma), haga comprender que no se es objeto único y exclusivo en el deseo de la madre.
[5] Véanse a este propósito las obras de D. VASSE, L’Autre du désir et le Dieu de la fol. Lire aujourd’hui Trérése d’Avfla, Ed. Du Seuil, Paris 1991 y A. Vergote, Dette et désir, Ed. Du Seuü, Paris 1978.
[6] A estos temas me referí en los trabajos Orar después de Freud, FeySec/Sal Terrae, Madrid-Santander 1994 y El Dios imaginado, «Razón y Fe» 231(1995), 29-40.
[7] Cf. En este sentido: cf. F CHAMPION-D. HERVIE LÉGER, De I’émotion en religión. Renouveaux et traditions, Centurion, Paris 1990.
[8] Cf. el sugerente trabajo de J.A. GARCÍA, «Cor inquietum». Dios y las voces del deseo, «Sal terrae» 84/8 (1996), 638.
[9] Cf. C. MILANESI-M. ALETTI, Psicología de la religión, Ed. CCS, Madrid 1974,231-260.
[10] Cf. El estudio ya clásico de E. JONES, El Complejo de Jehová, en Ensayos de psicoanálisis aplicado, Ed. Tiempo Nuevo, Caracas 1971, 179- 203.
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