LA FE, FUENTE DE ALEGRÍA Y ESPERANZA

1 mayo 2011

José María Avendaño Perea
Vicario General de la Diócesis de Getafe
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
José María Avendaño escribe este texto sobre la vida de la fe. Es un texto lleno de hondura y sensibilidad. La urdimbre de la vida cristiana está tejida por la fe, la esperanza y la caridad y tiene en la alegría uno de sus frutos más visibles. Los santos son un claro testimonio de una vida cristiana vivida en plenitud y alegría.
 
Al comenzar a escribir este artículo para la revista Misión Joven traigo a mi memoria a san Juan Bosco, padre y maestro de la juventud, pensando en vosotros: educadores, agentes de pastoral, catequistas, acompañantes de los jóvenes en sus preguntas y en las respuestas. Escribo procurando transmitir lo que encuentro en los rostros, en la vida de las personas con las que comparto la vida en la diócesis de Getafe, hermanos creyentes, no creyentes, indiferentes u hombres y mujeres en búsqueda de Dios, pues desde que amanecen anhelan hallar ese Tesoro que dé una orientación decisiva a sus vidas y ponga horizontes de esperanza y de futuro en estos “tiempos recios” que nos corresponde vivir.
Y pienso también en los jóvenes.

  • En primer lugar pienso con alegría en los jóvenes de tantos lugares del mundo que se encontrarán con el Papa Benedicto XVI en Madrid en el mes de agosto en la XXVI Jornada Mundial de la Juventud convocados con el lema “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe” (cf. Col 2,7).
  • Pienso en los jóvenes que ocupan gran parte de su tiempo en las aulas de colegios, institutos o universidades, gran número de ellos viviendo su fe, como discípulos de Jesucristo, con coraje y valentía en la vida de cada día en su familia, en la parroquia, movimiento, congregación; sin olvidar a los jóvenes de la llamada generación “Ni-Ni” (ni estudian, ni trabajan), y al alto número de jóvenes que abandonan los estudios.
  • Me acuerdo, con dolor, de esa multitud de jóvenes que aún no han tenido ninguna experiencia laboral remunerada (más del 40% de los jóvenes españoles están desempleados).
  • Pienso en los jóvenes atrapados en por las drogas o el alcohol, y en las personas que, como buenos samaritanos, les muestran el genuino rostro de Dios, la belleza del cristianismo, ayudándoles a salir de esas redes de muerte donde están atrapados ellos y sus familias.

 
Unos y otros, hijos e hijas de Dios, hacia los que la Trinidad Santa nos urge a hacerles descubrir y devolverles el don de la esperanza y la alegría cristiana que emanan de la fe.
 
Un hecho extraordinario
Quiero empezar narrando un hecho extraordinario que me pasó, y que creo que por su sorpresa y concreción, gracias a Dios, me ayudó a mostrar lo más hermoso de mi vida en unos minutos, pues el tiempo se paró, y un cuarto de hora se dilató mucho.
En los días previos a la Navidad, fui a comprar unos calcetines, y me dijeron que en una tienda de ciudadanos “chinos” encontraría lo que buscaba.
Al llegar pregunté si vendían calcetines; el señor de la tienda me condujo hacia lo que necesitaba. Después, al salir, reparé en un estante donde había diferentes “portales de Belén”, nacimientos, de diversos precios. Me fijé en uno que valía 6 euros, pero faltaba el buey. Se aproximó de nuevo el señor, y me dijo que “la vaca” costaba 2 euros más; le respondí que no la quería. Pero él, cogiendo el Misterio entre sus manos, me preguntó: “¿Eres cristiano?” Le respondí que sí. Yo le dije: “¿Y usted?” Me contentó: “Yo no”. A continuación, señalando al Niño Jesús, continuó diciendo: “No entiendo. Lo decía señalando su frente: “No me cabe en la cabeza. Cómo Dios, inmenso, grande, muy grande, es un niño. Eso no es posible. Yo no entiendo”. “¿Por qué Dios es un niño?”, siguió preguntándome.
Ante esta urgencia de mostrar el auténtico kerygma, lo esencial de la vida cristiana, le dije: “Por el amor que nos tiene, Dios se ha hecho uno de nosotros; para que seamos libres y felices, y tengamos una vida digna; para salvarnos, y que nos cuidemos todos como hermanos.”
La otra señora china de la tienda lo llamaba con urgencia pues había más clientes. Compré aquel Nacimiento, verdadero Misterio; compré también “la vaca”. Una catequesis de 8 euros en total; demasiado barata por lo que ha costado a Dios el rescate de toda la humanidad por la vida entregada hasta el extremo de su Hijo.
Aquella mañana sentí en lo más profundo de mi corazón la urgencia y necesidad de la evangelización: mostrar la belleza del Amor de Dios, manifestada en su Hijo, Jesucristo.
 

  1. La fe

“Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios ya que ‘la fe actúa por la caridad’ (Gal 5,6)”, nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica.
La existencia cristiana es la existencia humana vivida tal y como debe ser. En verdad que el arte de las artes es la existencia humana, el arte de saber vivir. Por eso hemos de aprender “a andar” en la fe. La fe es el fundamento de la vida cristiana, y en el acto de la fe se expresa la estructura esencial del cristianismo.
 
La fe natural
La fe en la vida cotidiana es la actitud fundamental del hombre. Aceptamos muchísimas cosas desde la confianza (el buen funcionamiento del ascensor; la seguridad de mi vivienda; la certeza de que el coche no me dejará tirado; la electricidad en el hogar; la electrónica; el móvil…).
Vivimos en una red con unos conocimientos de los que nos fiamos a causa de la experiencia positiva. “Creemos” que todo es suficientemente justo, y con esta fe tomamos parte en el saber de los otros, pues una sociedad sin confianza no puede existir. “La incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre”, enseña santo Tomás de Aquino.
 
La fe sobrenatural
Pero hay una fe, no sólo natural, sino sobrenatural.
La fe es un don de Dios ofrecido a todos los seres humanos. Pero si Dios ofrece a todos el don de la fe, ¿por qué son muchos los hombres y mujeres que no creen?
El activismo del mundo actual y la superficialidad dificultan esta recepción. Nos gusta el bullicio y el ajetreo, y de este modo alejamos la ocasión de pensar en nosotros mismos, de dónde venimos, a dónde vamos, etc. Alguien escribió hace unos años: “Ver la televisión dos horas diarias, por término medio, es incompatible con el desarrollo y el mantenimiento de una espiritualidad cristiana”; algo exagerado quizás, pero en el fondo con razón. El consumo de Internet o televisión redunda en detrimento del silencio, de la conversación y de la oración. Por eso son tantos los que no pueden recibir el don de la fe. Dios está dentro y ellos fuera, distraídos con las cosas.
Vivir la vida con profundidad
Por eso es urgente cultivar la capacidad de interiorización. No es cuestión de “ponerse trágicos”; sin embargo es curioso cómo en la muerte de un ser querido, o en situaciones de un gran malestar personal, la religión viene en nuestra ayuda, según ponen de manifiesto estudios referente a los jóvenes.
Cuando alguien vive su vida con profundidad, podemos esperar, con confianza, que antes o después Dios se le manifestará, como ocurrió en el caso de Manuel García Morente en la noche del 29 al 30 de abril de 1937 en París mientras escuchaba “L’enfance del Jesús”de Berlioz. “Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí”. Fue un “hecho extraordinario”, un acontecimiento decisivo para su vida. Se trataba, en palabras de Juan Martín Velasco, “casi, de establecer el acta de un nuevo nacimiento, en del hombre nuevo que ha nacido de ese acontecimiento”. Es así que es necesario detenerse a meditar sobre lo que vivimos.
 
Un acto personal y de comunicación
La relación con Dios se funda en la reciprocidad, sobre una confianza que se convierte en participación y que después se verifica en cada momento de la experiencia. Para hacer esto posible yo he de estar abierto a Dios. El sonido del Creador puede llegar a mí a través de los otros, por eso la relación con Dios está unida a la relación, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas. Es un “ver” que el otro posee: “quien me ve a mí, está viendo al Padre” (Jn 14,9).
La fe cristiana es, en esencia, participación en la visión de Jesús, mediada por su Palabra, que es la expresión auténtica de su visión. La visión de Jesús es el punto de referencia de nuestra fe, su anclaje más concreto.
Si confiamos en Jesús, el Hijo de Dios, no nos encontraremos en plena oscuridad. El mensaje de Jesús responde a una escucha interna de nuestro corazón. La fe está ligada a nuestra vida con todas sus altas y bajas; no es un camino rectilíneo, siempre hay pasos hacia atrás que nos invitan a comenzar de nuevo.
El acto de fe es un acto personal y acto de comunicación. El yo se refiere al tú, y esta relación se convierte en “comunión”.
El acto de fe es apertura a la inmensidad, ruptura de las barreras de mi subjetividad. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). El yo liberado, se encuentra en un yo mayor, nuevo. San Pablo lo define como un “volver a nacer”. Comunión con Jesús, el Hijo de Dios, y con todos lo que han recorrido el mismo camino, por eso la fe es necesariamente eclesial. Vive y se mueve en el nosotros de su Iglesia, Cuerpo de Cristo.
 
Creer con otros creyentes
Pero el que cree en un ambiente de increencia e indiferencia religiosa necesita la vida de la comunidad; necesita encontrar otros creyentes, en este caso cristianos, que vean lo mismo que él. Comunidades cristianas que sean de verdad y muestren un estilo de vida diferente.
El teólogo Luis González Carvajal nos muestra algunas de las características de la comunidad eclesial:

  • La familiaridad con Dios “que nos hace exclamar: “¡Abba, Padre!” (Rom 8,15).
  • La igualdad humana: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23, 10).
  • El servicio: “El primero de entre vosotros que sea el esclavo de todos” (Mt 20, 25).
  • La libertad: “Para la libertad nos libertó Cristo” (Gal 5, 1).
  • El amor incondicional: “Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 13, 34), hasta dar la vida por los demás (cf J15,13).
  • El compartir frente al tener: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y así Dios será tu tesoro. Luego ven, y sígueme” (Mt 19,21).
  • Comunidades donde se viva coherentemente el ser discípulo de Jesús, capaces de mostrar al mundo que “el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2 Cor 5,17).

 
Por eso en la fe es necesario apostar para que resulte atractiva desde una rica vida interior en la amistad con Jesucristo. Quien haya apostado su vida entera por Él experimentará, como el profeta Jeremías: “Me sedujiste Señor, y me dejé seducir” (Jer 20,7). Este renacer no se realiza en un momento, sino que atraviesa todo el camino de mi vida.
En definitiva, como nos dice el Papa Benedicto XVI en su Encíclica Deus Cáritas est, es la opción fundamental de nuestra vida:
“No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
 
 

  1. La fe, fuente de alegría

Cuando recibimos y escuchamos con humildad y confianza la declaración de amor de Dios a cada uno de nosotros: “Tú eres amado”, entonces nuestra alma irá cantando, proclamando la alegría de la fe.
Comienzo de la buena noticia de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1-2). Con estas palabras de alegría empieza el evangelista san Marcos el Evangelio. Jesús es el mensajero de la verdadera alegría. Quien acoge y comprende que con la venida del Reino de Dios comienza una alegría inmensa, queda fascinado por ella y lo dará todo para tener parte en esa experiencia jubilosa. Pues ese mensaje, tal como lo anuncia Jesús, el Señor, supone la historia y la invitación más hermosa, el tesoro más valioso que nadie puede pensar. Esta alegría llena la vida entera de los discípulos y testigos de Jesucristo, que se han abierto a su llamada y se han puesto en camino con Él (cf. Mt 13,44; Lc 15,32; Mt 25,21-23).
 
La fe, fuente de alegría cristiana
La fe es exigente, pero no una carga pesada. Al contrario, la fe resulta una auténtica fuente de alegría como consecuencia ha haberse dejado seducir por el Amor de Dios: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir”, nos expresa el profeta Jeremías. La belleza de Jesucristo es una belleza seductora.
Vístete de alegría… Estos vivirán para Dios, los que se despojen de la tristeza para revestirse de alegría” (Eclesiástico 30,22-23). Esta llamada de un creyente va dirigida también a nosotros en este siglo XXI que estamos atravesando dificultades, pero que el Señor nos invita a reencontrar la alegría en la vida de cada día.
Sin lugar a dudas que la alegría es un don del Espíritu Santo: un verdadero regalo que llena de aliento nuestro camino de la vida, y al mismo tiempo un deseo para que se difunda en todos los corazones junto con el amor de donde brota, gracias al soplo alentador del Espíritu Santo.
La fe es fuente de alegría cristiana como consecuencia de habernos dejado encontrar por Jesucristo, manifestado también en la amistad fiel, en la belleza de la creación, en la belleza del arte, de la música… en la belleza del Amor. “Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito: alegraos. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5)
El Espíritu Santo deposita la alegría de Jesucristo resucitado en nuestro ser. Una alegría que está presente no sólo cuando todo va bien, alentándonos en nuestras responsabilidades y tareas, sino cuando llegan las dificultades; una alegría que permanece como las ascuas entre la ceniza de la lumbre, pero sin apagarse. Y, de pronto, ante un acontecimiento, su calor asciende en nosotros y todo se llena de calor y luz que caldea y anima nuestra vida.
 
La fe como entrega generosa
Por eso no nos distanciamos de los dolores y sufrimientos de aquellos hermanos nuestros sobre quienes la miseria, la pobreza y la falta de horizontes arroja cada jornada un velo de tristeza; es más, hemos de seguir trabajando en la unión de esfuerzos con el fin de procurar un poco de alivio, de justicia, de seguridad, de tranquilidad y felicidad en los lugares donde se carece de ella.
Es así que, motivado por el testimonio de varias comunidades cristianas, quiero detenerme y dar gracias por su presencia como “levadura en la masa” en medio del mundo. Hemos de pedir al Señor que ilumine los ojos de nuestro corazón para mirar la tierra y apreciar hoy el vigor y la alegría de hombres y mujeres que se han encontrado con Jesucristo y con su Iglesia, y le siguen como fieles y creíbles discípulos.
Existen entre nosotros comunidades activas que no son noticia, con rostros muy diversos de la Iglesia:
–          Parroquias que mantienen su significación por vivir volcadas en la población.
–          Comunidades religiosas, movimientos,… avivando la pasión por Jesucristo y por la humanidad.
–          Grupos de laicos que caminan en una auténtica vida de santidad.
–          Sacerdotes con fidelidad y humildad que velan y se entregan en el cuidado y el anuncio salvador de Cristo, y que viven todo esto con verdadera alegría.
 
Todo esto es una gracia, y es cuestión de libertad, de humildad, de calidad y de confianza total en Dios, de quien están y viven, en verdad, enamorados.
El Evangelio nos enseña cómo la felicidad verdadera, la que perdura por encima de las contradicciones y del dolor, es la de quienes se encontraron con Dios y supieron seguirle con una entrega generosa:
–          el anciano Simeón (cf. Lc 2, 29-30);
–          los Magos (Mt 2, 10);
–          Pedro en el Tabor (Mc 9, 5);
–          las mujeres, los discípulos de Emaús y los Apóstoles al encontrarse con Cristo resucitado… “Yo os daré una alegría que nadie os podrá quitar” (Jn 16, 22).
 
Y en estos otros lugares se confirma: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador” (Lc 1, 47); “No temáis, pues vengo a anunciaros una gran alegría” (Lc 2, 10).
En sentido contrario, o la consecuencia de la falta de alegría, es la tristeza:
La tristeza mueve a la ira y al enojo; y así experimentamos que, cuando estamos tristes, fácilmente nos enfadamos y nos airamos por cualquier cosa; y más, hace al hombre sospechoso y malicioso, y algunas veces turba de tal modo que parece que quita el sentido y saca fuera de sí” (San Gregorio Magno).
 
La serenidad de la alegría
Gracias a Dios, siempre hay Alguien que anima a vivir de forma positiva en vez de ser negativos o pesimistas o dejarse llevar por el desánimo, aunque haya sobrados motivos. Alegría, esperanza, ánimo, sentido positivo, ilusión… son consecuencias de la fe en Dios.
He visto personas alegres, persuadidas de que Dios nos ama a cada uno en particular, y que los últimos de nuestro mundo, los pobres, los desheredados y abandonados son los primeros en el Reino. Viven convencidos de que el amor acabará por prevalecer sobre la muerte.
Vaya si es cierto que la verdadera alegría comienza aquí, en esta tierra, cuando está dentro del amor de Dios. Es la alegría del Reino. Una alegría que a lo largo de un camino escarpado, requiere un fiarse totalmente en la Trinidad Santa, y dar preferencia a las cosas del Reino.
Pablo VI nos regaló este hermoso texto: “La alegría es el resultado de una comunión humano-divina y tiende a una comunión cada vez más universal. De ninguna manera podría incitar a quien la gusta a una actitud de repliegue sobre sí mismo”. Alegres siempre en el Señor.
La alegría cristiana, que tiene su fuente en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, aporta serenidad y un colirio en los ojos de nuestro corazón, con una transparencia tal, que hace que miremos el mundo con esperanza, siempre con esperanza, nunca con pesimismo.
Traigo a colación este otro acontecimiento con el que me encontré, pues Dios siempre viene a nuestro encuentro, también en los días de Navidad cuando viajé desde Getafe, donde vivo, a Ciempozuelos a dejarme empapar del gozo de la fe que experimentan y viven mis hermanos y hermanas entregadas al cuidado de los enfermos mentales.
En la tarde del día 24 me puse en camino, en tren, para celebrar la Nochebuena en la Residencia Psiquiátrica San Benito Menni. Al bajar del tren, todos quedamos sobrecogidos. De la megafonía de la estación brotaba un villancico: “Venite adoremos…, venite adoremus Dominum”. Me paré lleno de emoción y disfrutar con el regalo que Dios nos hacía.
Encaminé mis pies hacia el Centro Asistencial procurando vivir los sentimientos de aquellos pastores de Belén que escucharon la dicha de que había nacido Jesús “el Salvador, el Mesías, el Señor”.
Una vez allí, me retiré un rato para estar en silencio, el Señor venía a nuestro encuentro. En la celebración de la Eucaristía, con personas aquejadas de enfermedades mentales (aquí viven cerca de setecientos enfermas), a las que por esas cosas, y circunstancias de la vida, se les ha roto la mente; con las Religiosas Hospitalarias del Sagrado Corazón, verdaderos ángeles custodios; con los trabajadores… tuvimos experiencia de que en el establo de Belén el cielo y la tierra se han tocado, porque el corazón de Dios ha descendido a un establo, como nos ha recordado Benedicto XVI.
La Eucaristía es el centro vital, es el alimento de donde sacamos luz y las fuerzas necesarias para el camino humano y cristiano; es fuente de energía para el camino de vida y de fe.
Y me pregunto: ¿quién es Dios para amarnos así? ¿Por qué tanta donación de Amor? ¿Por qué esta constante preocupación por salvarnos?
Y escucho en mi corazón al Señor que me anima a peregrinar hoy a los “nuevos establos” donde habitan multitud de hermanos y hermanas “heridos de la vida” que nos piden defensa de la vida, defensa de la dignidad de la persona, denuncia de las injusticias y violencias… Y nos piden también a todas horas el anuncio del Evangelio, concretándolo en la cercanía cotidiana, donde Dios nos convoca a renovar la tierra y a tocar su hermosura. Venite adoremus Dominum.
 
La alegría que surge de la fe
Desde mi experiencia cristiana de Dios tengo que mostrar la alegría por haberme encontrado con el Señor, o mejor dicho, darle gracias constantemente porque ha salido a mi encuentro. Un encuentro que tuvo lugar en el seno de mi familia; mis padres, desde la sencillez y transparencia del hogar me regalaron el gozo de la fe.
En mi casa de un pueblo de Toledo, Villanueva de Alcardete, me hablaron de Dios. Allí aprendí mis primeras oraciones. Allí recibí la fe de mis padres, la fe de la Iglesia. Allí, al calor de la lumbre, experimenté el calor y la alegría de Dios en el espesor de la pobreza y la enfermedad, junto a mis padres y hermanos. Allí, me inicié en el amor a la Iglesia, que se hacía concreta en la comunidad eclesial, la parroquia del pueblo, atenta al anuncio de la hermosura del Evangelio, conjugando el anuncio, la liturgia y la ayuda a los pobres y enfermos. La parroquia estuvo siempre cerca cuando la necesitamos: mis padres recibían ayuda de Cáritas.
Hoy mis padres, Cándido y Jorja, son mayores, y junto con mis hermanos, cuido y velo por ellos. Mi madre está con una salud muy frágil. En estos días de invierno se ha acatarrado y en la familia estamos pendientes de ella toda la noche. Medicación, agua, atenciones y mucho cariño para aliviar la fiebre y la tos. A las dos de la madrugada escribo mientras miro por la ventana. Contemplo que hay ventanas iluminadas. Huecos que humanizan los fríos bloques de hormigón y ladrillo. Recogido en el silencio, y en el Amor de mi vida, la Trinidad Santa, dispongo todo mi ser para la oración por mi prójimo: mis padres, y esos seres humanos de los que me refieren las luces en la densa noche.
Pienso en los barrios del mundo desde la espiritualidad de Carlos de Foucauld, aprendida en la vida oculta de Jesús en Nazaret. ¿Quién o quienes habitarán ahí? ¿Cuál será el sentido de su vida? ¿Qué les preocupará? ¿Quién será Dios para ellos?… ¿Quizás viva un estudiante? ¿Quizás un hombre cuidando a su esposa que padece Alzheimer? ¿Quizás una persona sola, y con miedo? ¿Quizás alguien violentado? ¿Quizás quien no concilia el sueño? ¿Quizás unos padres arropando a sus pequeños? ¿Quizás un trabajador sin trabajo y deprimido? ¿Quizás alguien rezando?… Pero, con seguridad, Dios siendo prójimo del hombre.
Dios no es nuestro enemigo, sino nuestro aliado. Dios nos custodia. Dios es Creador de todos, y todo hombre es nuestro prójimo “Cristo se entregó a sí mismo para redención de todos” (1 Tim 2,6).
Me vence el sueño. Mi madre está más tranquila. Pongo en Dios las luces y la vida que acompaña la noche. Mi alma está alegre en medio de la debilidad.
La alegría que surge de la fe no nos evade y nos lleva lejos de los problemas de nuestros hermanos y hermanas; es más, la alegría cristiana nos posibilita contemplar y mirar la realidad cara a cara, incluso en las situaciones de sufrimiento y dolor, trabajando “para que no se sufra tanto”, como dice una de las canciones de Juan Luis Guerra. “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). Pues la opción de la alegría no se puede separar de la opción por la persona y su dignidad. La alegría cristiana nos llena de compasión y nos envía al compromiso cristiano, siendo testigos creíbles de Jesucristo y de su Iglesia, samaritana y liberadora.
 

  1. La fe, fuente de esperanza

En la era de la globalización se nos llama a ser testigos de esperanza cristiana en el mundo, y de modo especial a los jóvenes. Pues los jóvenes son invitados dar testimonio de su fe ayudando a otros jóvenes a encontrar el sentido y la alegría de la vida que brota del encuentro con Jesucristo y con su Iglesia: “La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena”, nos enseña el Catecismo de la Iglesia.
 
Manantial de la esperanza
La fe en Dios es manantial de esperanza cristiana y de santidad. Fe y esperanza están íntimamente unidas. “Plenitud de la fe…firme confesión de la esperanza” (Hb10,22-23). “En esperanza fuimos salvados” (Rom 8,24).
Escuchar a Dios que llama a la puerta de nuestra vida, abrirle y disponer toda nuestra persona a su voluntad y sus planes, siempre de un amor sin límites, pone horizontes de esperanza, de futuro y de vida eterna en toda nuestra persona. Todo adquiere una orientación decisiva. “Mira estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada y abre la puerta, entraré a su casa y cenaré con él y él conmigo”. (Ap 3,20) Pues el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. Quien tiene esperanza vive de otra forma, tiene una nueva vida.
La experiencia del encuentro con Jesucristo, hace que salgamos animosos y alegres a comunizar esta esperanza que Dios nos ha regalado. La esperanza que ha nacido en nosotros y nos ha “redimido” no podemos guardarla para nosotros solos, sino que ha de llegar a todos. Dios siempre donándose en amor por nosotros.
El Papa Benedicto XVI en su segunda Encíclica Spe salvi afirma:
“Según la fe cristiana, la “redención”, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino… pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y. ¿ de qué tipo de certeza se trata?” (Spe salvi 1).
 
Por eso llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, al Dios de Jesucristo, eso es lo que significa recibir esperanza.

  • El beato Carlos de Foucauld exhortaba a subir a las azoteas y proclamar que Dios nos ama infinitamente.
  • San Francisco de Asís recorría los caminos sobrecogido porque el Amor no era amado.
  • San Juan de la Cruz, después de encontrarse con el Amado, experimentó que sólo amar era su ejercicio, y no quería otro oficio.
  • San Juan Crisóstomo, cuidaba para que el Cuerpo de Cristo, vivo entre nosotros, fuese respetado.
  • Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, pedía a Dios pasar el cielo en la tierra haciendo el bien.
  • Santo Domingo Savio, joven que fraguó su santidad buscando y haciendo la voluntad de Dios, en medio de las dificultades.
  • La beata Dolores Sopeña, animaba a vivir en Dios a todas horas y lugares, y muy cerca de los pobres.
  • La beata Bonifacia Rodríguez, desde Dios, velaba por la dignidad de las mujeres trabajadoras.

 
También subió a las azoteas Iqbal Masih, niño paquistaní, esclavo, que recibió el bautismo cristiano a los 10 años y fue asesinado en 1995 a la edad de 12 años. Discípulo de Jesucristo, respiraba y transpiraba el amor de Dios mientras fabricaba alfombras para Occidente. En Iqbal vemos el amor de Dios derramado en su corazón con el Espíritu Santo. Un niño que, denunció las injusticias y atropellos a la dignidad de todos los niños, y particularmente de los niños esclavos.
San Alberto Hurtado, santo chileno, consagró su vida a los pobres, a personas sin techo, niños, mujeres y hombres en situación difícil teniendo como guía de su vida y de sus acciones esta pregunta: ¿Qué haría Cristo en mi lugar?
“Lo primero amarlos. Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias…Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo me alimento tranquilamente y mientras nada me falta… Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expanda en ellos”.
 
La tentación de la desesperanza
Vuelve a comprobarse, desde el testimonio de las obras, que un compromiso que brota de la fe probablemente será incomprendido, y ocasionará sufrimiento de Cruz. Creemos en Jesucristo muerto y resucitado. No somos instrumentos de producción, sino hijos de Dios con derechos inalienables, nos dice el Evangelio del trabajo.
Desde las azoteas recordamos las palabras de Jesús, el Señor: “¡Ay de quien escandalice a uno de estos niños que creen en mí…!” (Mt 18,6)
Pero, en ocasiones, experimentamos que la esperanza se nos muere entre las manos cuando los problemas son tan grandes que no sabemos qué hacer ante ellos o cuando, en los que son más abarcables, a nuestra acción no se sigue ningún resultado visible. Por eso es tan actual esta forma de tentación en la vida de fe que llamamos desesperanza.
Cuando no vemos los resultados, la impresión es que hemos fracasado, que Dios nos ha abandonado: eso es lo que sugiere la tentación. Susurrándonos a nuestros oídos. En estas situaciones contemplemos a Jesús en la Cruz (Mc 15, 34) “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.
 
Fidelidad y esperanza
Jesucristo, en el Evangelio, con su cordial pedagogía nos ha enseñado unos fundamentos para sopesar nuestra vida de fe: la fidelidad y la esperanza.
La vida de Jesús fue una vida de fidelidad a la voluntad del Padre, mostrándonos con su vida el Reino Dios ya entre nosotros, es la experiencia de la alegría pascual en la Resurrección. Cuando lo damos todo por el Reino de Dios, podemos esperar todo de Dios. Esperarlo incluso contra toda esperanza. En Jesús, el Hijo de Dios, se nos ha anunciado que la última palabra la tiene Dios y que esa palabra es de amor sin límites, de vida eterna. Caemos en esa tentación cuando buscamos justificarnos con nuestras obras y por nuestras obras. Pero la esquivamos cuando fieles a los planes de Dios como única preocupación de nuestra existencia, ponemos en sus manos el cuidado de nuestra vida y de nuestros hermanos. Buscamos la gloria de Dios y el bien de nuestro prójimo.
Comparto con vosotros este hecho de vida repleto de desesperanza y esperanza al mismo tiempo:
Me dijeron que Carmen quería apostatar. La llamé por teléfono y, amablemente, me respondió que no tenía inconveniente en que nos encontrásemos para dialogar sobre las razones para abandonar la Iglesia, y las razones para permanecer en ella.
Eran las siete de la tarde. Acogida, respeto, escucha, diálogo y dolor por alguien que quiere marcharse “de Casa”. Hablamos desde el corazón, y traje a mi memoria las palabras de la primera Carta de san Pedro: “Dad culto al Señor, Cristo, en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (3,14-15).
Carmen expresó que no creía en Dios, pues los avatares de la humanidad donde se sufre tanto le servían de estribo para auparse en una postura atea y, desde luego, distante de la Iglesia.
Por mi parte le referí mi experiencia cristiana de Dios y de cómo el encuentro con la Persona de Cristo ha puesto horizontes y andamios de esperanza en mi vida, y ha dado una orientación radical a mi existencia.
Nos hemos visto otra vez, y otra donde continuamos escuchando, y mostrando, entre cenizas, las ascuas del tesoro de la fe, el Misterio de Dios.
Carmen queda sobrecogida por la Iglesia diocesana de Getafe al comprobar cómo ha dispuesto todo “para que se sienta como en su casa”, sin ser juzgada.
Le agradezco su sinceridad, la preocupación por explicitar sus vivencias, y me emociono al verme urgido a presentar lo mejor de mi vida: Dios es mi Amor, y la Iglesia es Madre, en una síntesis que procuro que sea honesta y humilde.
Ayer nos despedimos. Ella me entregó la solicitud de apostasía y con un fuerte apretón de manos me dijo: “José María, dame la llave de la “pequeña puerta” de la Iglesia por si algún día decido volver, pues me ruborizaré al entrar por otro lado”.
Dios es nuestro Padre, y nosotros somos sus hijos.
En verdad que este hecho, como otros, requiere de nosotros interiorización y oración sincera. Me acordé de esa joven, doctora de la Iglesia, santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, que unos meses antes de morir nos entregó esta perla preciosa sobre la oración:
“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada dirigida al cielo, un grito de agradecimiento y de amor, tanto en medio del dolor como en medio de la alegría. En fin, es algo grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une con Jesús”.
La fe es fuente de esperanza, porque Jesucristo es nuestra esperanza, y Jesucristo es bello, y su belleza ilumina nuestra vida.
Ayer salí de casa algo cansado. Dispuse todo mi ser para dejarme sorprender por la Presencia de Dios que recrea y enamora, un Dios que hace el camino de la vida a nuestro lado: “Tú, Señor, estás cerca”.
Anduve unas cuantas horas. Llegué en el tren de cercanías a Atocha desde Getafe, eran las seis de la tarde; pasé por Lavapiés; estuve sentado en la plaza de Tirso de Molina en un banco junto a unos inmigrantes que estaban cantando: su música me tranquilizó; atravesé Jacinto Benavente, la Puerta del Sol con su crisol de razas y culturas, Preciados, Gran Vía y llegué al Templo de San Martín de Tours, situado junto a la calle Ballesta, barrio ancestral de la prostitución.
Pero todo sucedió antes de pasar a aquel sagrado Lugar. Cuando estaba cerca de la iglesia, una mujer me abordó: “¿Va a entrar en la Iglesia? Yo a veces también entro…” Y me pidió que la escuchase. Sentí algo similar a la vergüenza y a la timidez. “Un minuto, por favor; es sólo un minuto, necesito que alguien me escuche”. Ella, prostituta, me dijo que se sentía olvidada. Que los clientes la usaban y ya está. Que pocas veces había oído la palabra gracias. Que nadie le preguntaba por su nombre. Que su única esperanza, junto al miedo, era que amaba a Dios, aunque no se sentía digna. Emocionada, con lágrimas creíbles, me pidió que rezase por ella, para que todo esto acabase pronto. Se marchó, ligera de equipaje. En medio del ruido sentí un reverencial silencio.
Yo también me marché y entré en el Templo, que visito con frecuencia. Allí hallo sosiego en el espesor de la vida. Estaba el Santísimo expuesto. ¡Señor mío y Dios mío!
Los olvidados nos remiten a Dios, y Dios nos remite a los olvidados, a sus hijos, nuestros hermanos y hermanas.
En el sacramento de la Eucaristía encontramos la fuerza necesaria para amar ante los dramas de cada día. Es Cristo que camina junto a nosotros y nos habla “en el humilde signo del pan y del vino… Cristo camina con nosotros, como nuestra fuerza y nuestro viático y nos hace testigos de esperanza” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía 62).
 
Para concluir
Quiero terminar con las palabras de Benedicto XVI dirigidas especialmente a los jóvenes:
“Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca… Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos… Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino… Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza”.
 
Pongo ante mis ojos el icono de la Virgen María, María Auxiliadora, Madre de la esperanza, “estrella de la esperanza”.

  • Ella, al decir “sí” a Dios abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo. “Aquí esta la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38).
  • La Virgen es también Madre de la alegría: fue aprisa a visitar a su pariente Isabel. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador…” (Lc 1, 46…)
  • A lo largo de la vida de su Hijo en este mundo escuchó muchas veces: “No temas; María” (Lc 1,30).
  • Junto a la Cruz, se convirtió en madre de los creyentes.
  • La fe en la oscuridad del Sábado Santo fue certeza de la esperanza.
  • La alegría de la resurrección la unió a la comunidad de los creyentes (cf Hech 1,14).

 
Le pedimos que nos enseñe a creer, esperar y amar con ella, indicándonos el camino hacia su Hijo para que hagamos lo que Él nos diga. Que nos ayude a ser creíbles testigos de la belleza, la esperanza y la alegría cristiana en cualquier lugar y circunstancia de la vida, porque nos hemos encontrado con Jesucristo, el Amor de los amores, el Camino, la Verdad y la Vida.
 

José María Avendaño Perea