La frontera, así sin más adjetivos. Es la frontera entre México y Estados Unidos, de 3.326 kms, que Trump quiere blindar con un muro gigantesco. Constantemente llegan duras noticias de allí. Decenas de personas, hombres y mujeres, son asesinados en los ajustes de cuentas entre bandas rivales del narcotráfico. La frontera es un territorio desértico, que simboliza las hirientes contradicciones entre el Norte y el Sur. Es la última orilla de América Latina, donde se acumulan millones de personas (y no sólo de México) que buscan afanosamente hacer la peligrosa travesía hacia “el otro lado”, como dicen por allá. Miles de cruces cuelgan del muro de la frontera en la ciudades de Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, con nombres de personas que intentaron esa travesía y desaparecieron en el desierto.
Las colinas que rodean Tijuana están cubiertas por miles y miles de casuchas, barracones, chabolas, donde viven los que esperan durante años para lograr pasar. Mientras tanto los más afortunados trabajan en las numerosas maquilas de la frontera, donde se produce todo tipo de mercancías de todas las grandes marcas del mundo, destinadas solo a la exportación.
He estado varias veces en Tijuana, dando cursos a los voluntarios, especialmente europeos y estadounidenses, que trabajan en los diversos oratorios; ofreciendo convivencias y retiros a los animadores y colaboradores de Tijuana, que ayudan en los talleres para niños y adolescentes; dando conferencias a los bienhechores que sostienen con su generosidad la obra salesiana. Y sin embargo era yo el que salía transformado de Tijuana: cuánta bondad, cuánta solidaridad, cuánta compasión en medio de tanta pobreza y de tanta violencia. Myrian, universitaria, de 23 años llevaba cinco años viniendo desde Oregón para trabajar como voluntaria en uno de los oratorios: “Todo el año me lo paso soñando con Tijuana. Solo aquí he sido feliz”.
Al otro lado está San Diego, una de las ciudades más hermosas de Estados Unidos. De madrugada una furgoneta, abarrotada de comida, atraviesa desde allí la frontera. Hay varios supermercados que entregan productos a punto de caducar para sostener el desayuno abundante que ofrecen cada día cooperadores salesianos a más de trescientas personas, hombres, mujeres y niños. Me resultaba difícil contener la congoja interior, viendo aquellos rostros cansados y ansiosos, e indicándoles con amabilidad la pila donde debían lavarse las manos con jabón, antes de sentarse a las grandes mesas de madera.
Un día me llevó el director a la largo del muro de la frontera hacia el mar. En los últimos sesenta metros solo hay una cerca de malla metálica que penetra en el agua. Al otro lado, un parque espléndido con todo tipo de árboles, y dos coches de policía vigilando discretamente. A este lado unas pobres casitas y algunos pequeños locales de comidas. En esos últimos metros varios hombres, que no pueden salir legalmente de Estados Unidos, desde el otro lado hablaban, lloraban, acariciaban a sus mujeres e hijos a través de la malla. Algunos venían posiblemente de muy lejos para verlos en ese punto extremo de la frontera de 3.326 kms.
Llegaba la noche y San Diego era un ascua de luz. Y Tijuana parecía un sorprendente belén con innumerables lucecitas. Un espectáculo increíble. Recordaba: “La noche es tiempo de salvación”.
A lo largo de esa frontera de esperanza y de sufrimiento la humanidad tantea su futuro. Y en medio de la pobreza lacerante Dios nos muestra signos luminosos de su presencia y de su amor en la generosidad y bondad de mucha gente. “Se puede ser feliz en Tijuana” me decía, contemplando las colinas, que rodean Tijuana, sembradas de luz.
Antonio Jiménez Ortiz