José-Román Flecha Andrés
Catedrático Emérito de Teología Moral de la Universidad Pontificia de Salamanca
SÍNTESIS
El autor nos muestra que la esperanza es una de las principales claves de lectura de la exhortación apostólica de Juan Pablo II Ecclesia in Europa (2003), deteniéndose en los signos de desesperanza y esperanza descritos en dicho escrito, concluyendo que Jesucristo fue, es y será nuestra Esperanza. Esta esperanza no es pasiva, sino plenamente activa, pues nos lanza a realizar prácticas cristianas como el testimonio, el diálogo y la caridad.
Han pasado ya trece años desde que en 1999 tuvo lugar una segunda asamblea del Sínodo de los Obispos, dedicada a revisar la situación de Europa y de la Iglesia que peregrina en este continente. La primera asamblea sobre Europa había tenido lugar en 1991. Generalmente, los últimos papas han publicado una exhortación, en la que se recogen y se elaboran las aportaciones de los Padres sinodales.
Pues bien, en la víspera de la fiesta de los santos Pedro y Pablo del año 2003, Juan Pablo II publicó la exhortación postsinodalEcclesia in Europa, es decir La Iglesia en Europa. En ella se recogen muchas de las inquietudes y sugerencias que afloraron en el aula sinodal con motivo de la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos.
La exhortación trata de proponer una nueva invitación a la esperanza a una Europa que parece haberla perdido.
INTRODUCCION: LAS RAICES Y LA HERENCIA
Ya en la introducción a esta exhortación aparece la palabra “herencia” (n.3). Referida a los valores cristianos de Europa, se repetirá varias veces a lo largo del documento.
También aparece muy pronto la referencia a “las raíces”. La unidad de Europa hunde sus raíces en la común inspiración cristiana. Las raíces sustentan al árbol y aseguran la posibilidad de dar frutos. No se olvide que “Enraizados en Cristo” habría de ser el lema de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Madrid el año 2011.
Otro de los temas que aparecen reiteradamente en la exhortación es el de la esperanza. Más de setenta veces aparece esta palabra en el documento. De ahí que, apenas abierto, se diga que “tal vez, lo más crucial, en el Este como en el Oeste, es su creciente necesidad de esperanza que pueda dar sentido a la vida y a la historia, y permita caminar juntos” (n.4).
Evidentemente, se impone la necesidad de preguntarnos qué es lo que puede afianzar las raíces cristianas de Europa, para que esa herencia recibida del pasado, pueda orientar la esperanza de un futuro mejor y más humano.
- UNA MIRADA A NUESTRO MUNDO
Pues bien, ¿cómo es la Europa de hoy? ¿Cuáles son los rasgos característicos de la cultura europea en este momento? ¿Cómo vivimos los cristianos nuestra fe en este continente? A estas o parecidas preguntas se trata de responder en la primera parte de este documento, en la que se analizan algunos retos y signos de esperanza para la Iglesia en Europa.
1.1. Oscurecimiento de la esperanza
A decir verdad, la primera impresión que nos ofrece el panorama europeo no es nada halagüeña. Por una parte se constata el oscurecimiento de la esperanza.
¿Cómo puede detectarse ese ambiente? Se podría haber aludido a esa fijación de nuestra sociedad que parece obsesionada por alcanzar solamente unas metas inmediatas. Son las metas del tener, el poder y el placer. No hay por qué negar esas apetencias humanas que encandilan a jóvenes y adultos. Pero hay que preguntarse si no nos impiden levantar los ojos hacia unos horizontes más lejanos y, más aún, hacia el destino trascendente del ser humano.
Esa obsesión por las posesiones, por el triunfo sociopolítico y por el disfrute desenfrenado se percibe en los mensajes diarios de la publicidad. Pero hay que reconocer que se percibe también en nuestro estilo diario de vida.
De todas formas, y más allá de las decisiones concretas, la pérdida de la esperanza se refleja en un sentimiento de desorientación e inseguridad que se puede observar por todas partes.
Por cierto, esas actitudes no son exclusivas de un sector agnóstico o descreído. También afectan a muchos cristianos que no se atreven a mirar confiadamente al futuro de la sociedad y al futuro de la Iglesia. El análisis de la realidad se articula en un juego de los tiempos, que evoca sucesivamente el pasado, el futuro y el presente.
* Con relación al pasado, se constata que se da en Europa una pérdida de la memoria y de la herencia cristianas. Y sin memoria no hay esperanza. Es fácil evocar un fácil juego de palabras al que ya aludía hace muchos años el profesor Laín Entralgo. “Recordar” es pasar el tiempo pasado por el filtro del corazón (cor), mientras que el futuro nos exige dialogar para “acordar” planes y estrategias de pensamiento y de acción.
Para poder “acordar” los planes para el futuro, es preciso aprender a “recordar” el camino recorrido. Pues bien, se puede decir que Europa ha perdido su memoria. Muchos europeos parecen “vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia” (n.7)
* Con relación al porvenir, se percibe por todas partes un cierto miedo a afrontar el futuro. Jóvenes y adultos hacemos gala de arrogancia. Pasamos por el mundo como esos guerreros invulnerables que nos presenta el cine de ficción. Pero, si hemos de ser sinceros, hemos llegado a ser víctimas del miedo.
En su famosa exhortación sobre el anuncio del Evangelio, veía Pablo VI a “los hombres de nuestro tiempo como exaltados por la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el miedo y la angustia”[1].
Muchos recordamos aquel hermoso estudio en el que Emmanuel Mounier analizaba lo que él llamaba “el pequeño miedo del siglo XX”.
– Hemos tenido miedo a las máquinas, que, concebidas para ayudar al ser humano, parecen haberse sublevado contra él.
– Hemos tenido miedo a ideas filosóficas que han envenenado la convivencia en el siglo pasado.
– Hemos tenido miedo a regímenes políticos totalitarios, nacidos de ellas, que han pretendido eliminar pueblos y etnias en aras de inconfesables ideologías.
– Hemos tenido miedo de un sistema de mercado que sitúa la ganancia por encima del ser humano.
– Y muchos han tenido miedo de Dios. Herederos de las obsesiones nietzscheanas, muchos han tenido miedo de que Dios se convirtiera en un obstáculo para la realización humana.
Ya en su primera aparición en público, apenas elegido Papa, también Juan Pablo II nos invitó a todos a superar el temor. En su primera encíclica, Redemptor hominis, puso bien de relieve que el miedo es hoy la mayor tentación de la humanidad: “El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad” (RH 15). A ese tema ha vuelto muchas veces y vuelve ahora, diciendo: “La imagen del porvenir que se propone resulta a menudo vaga e incierta. Del futuro se tiene más temor que deseo” (n.8).
* Si el pasado ha sido negado o ignorado y el futuro es visto con recelo, ¿qué ocurre con el presente? El presente está marcado por algunos signos del vacío interior de las personas y por la pérdida del sentido de la vida.
En el momento actual disponemos de los más rápidos medios de transporte, pero no sabemos adónde vamos. Hemos perdido la relación entre los medios y los fines. Todo eso no puede más que generar descontento y agresividad, frutos de una frustración que nos cuesta trabajo admitir. Según el Papa, “como manifestaciones y frutos de esta angustia existencial pueden mencionarse, en particular, el dramático descenso de la natalidad, la disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio” (n.8).
1.2. Causas del desaliento
Los hechos están ahí, aunque cada uno es libre de verlos o ignorarlos y, sobre todo, de atribuirles un significado u otro. Todos podríamos aportar muchos datos concretos para demostrar la veracidad de este diagnóstico.
Pero, si eso es lo que nos pasa, habremos de preguntarnos alguna vez por qué nos pasa eso. Más interesante que la enumeración de los fenómenos parece la indicación de algunas causas fundamentales. En la exhortación Ecclesia in Europa, las causas del desaliento que se percibe en el ambiente podrían reducirse a éstas:
* En primer lugar, se puede constatar por todas partes una difusa fragmentación de la existencia que favorece el individualismo. En unos versos que inspirarían a Thomas Merton el título para uno de sus libros, el poeta John Donne escribía: “Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; todo hombre es una pieza del continente, una parte de lo principal”[2]. Hoy, sin embargo, tanto las personas como los grupos sociales parecen haber apostado por la cultura del fragmento y la estrategia de la división.
* Este hecho ha determinado un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal. Nunca como ahora se ha hablado tanto de la solidaridad como valor ético y como programa sociopolítico. Pero todo nos hace creer que la solidaridad, aun la más sincera, es un fruto efímero. Parece brotar con motivo de una desgracia puntual y se manifiesta en sentimientos violentos pero pasajeros (n. 8).
* Una tercera causa de los hechos reseñados, y por cierto la más profunda, sería el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Hoy se valora y se exalta por todas partes la autonomía del hombre. Sin embargo, la autonomía es una palabra que admite múltiples significados.
– La autonomía de la ciencia y de la técnica, de la política y de la administración, ha sido alabada por el Concilio Vaticano II. La autonomía física de la persona y la autonomía social o política son ideales preciosos.
– Pero el hombre contemporáneo ha convertido la autonomía en una reivindicación de su voluntad frente al señorío de un Dios considerado como enemigo de la causa humana.
– A la larga, esa pretensión no ha producido los frutos de paz y comprensión que se esperaban (n.9). Es más, los signos de la falta de esperanza se manifiestan a veces en las formas preocupantes de lo que se puede llamar una «cultura de muerte».
Seguramente subsiste en el continente europeo una nostalgia de la esperanza. Sin embargo, ésta queda reducida casi siempreal ámbito intramundano, y se contenta con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica.
En otras ocasiones se satisface con una felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes. En los últimos tiempos, esa nostalgia se refugia en diversas formas de mesianismo y de milenarismo, en el atractivo de las filosofías orientales, en formas esotéricas de espiritualidad o en las diferentes corrientes de laNew Age (n.10).
1.3. Signos de esperanza
A pesar de todo, en su exhortación La Iglesia en Europa, el Papa Juan Pablo II descubría algunos signos de esperanza que subsisten en nuestra sociedad.
* Algunos de ellos parecen interesar sólo a los cristianos. Entre estos signos podrían mencionarse las nuevas posibilidades de actividad pastoral que se han abierto para la Iglesia en los países del Este europeo después de la caída del muro de Berlín. A pesar de las dificultades nuevas que han surgido para el ecumenismo, la apertura hacia el Oriente ha ayudado a la Iglesia a concentrarse en su misión espiritual.
Otro signo de esperanza es la mayor conciencia de la misión propia de todos los bautizados que se percibe en muchos ambientes católicos. Por otra parte, es altamente estimable la mayor presencia de la mujer en las estructuras y en los diversos ámbitos de la comunidad cristiana (n. 11).
Además de estos fenómenos de tipo social, menciona el Papa como signos de esperanza la santidad de los fieles, el testimonio de los mártires, la vida de las parroquias, los nuevos movimientos eclesiales y el avance del espíritu ecuménico (nn. 13-17).
* Otros signos de esperanza afectan a toda la comunidad civil, como la creciente apertura recíproca de los pueblos, lareconciliación entre naciones durante largo tiempo hostiles y enemigas, así como la ampliación progresiva del proceso unitario a los países del Este europeo. En la exhortación pontificia es considerado como positivo el proceso democrático, que de manera pacífica y con un espíritu de libertad, respeta y valora las legítimas diversidades, suscitando y sosteniendo el proceso de unificación de Europa. Y, por supuesto, es valorado como positivo el respeto de los derechos humanos, que debería abrirse a la supremacía de losvalores éticos y espirituales (n. 12).
Esta enumeración de logros y valores invita a preguntarnos si de verdad encuentran buena tierra en nuestro entorno y hasta qué punto los cristianos y las organizaciones eclesiales están contribuyendo a su aceptación y promoción.
- UN MENSAJE DE VIDA
Ante esta situación, tan marcada por el desaliento, la tentación más inmediata es la de apelar a un optimismo recalentado como el que ya vivió Europa a comienzos del siglo XX. El mito del progreso dinamizaba entonces muchas ilusiones y numerosos proyectos[3]. Durante unos años se creyó que el avance científico y técnico vendría a garantizar por sí sólo el avance social y ético del continente. El desastre de la primera guerra mundial vino a desbaratar aquellas expectativas un tanto ingenuas.
Es cierto que la revolución marxista volvió a empuñar la antorcha de la esperanza, invitando a las gentes a sacrificar el presente en aras de un futuro utópico. En su obra El principio esperanza, Ernst Bloch coloca la meta de la esperanza en la promesa de la sociedad sin clases y en una prosperidad material compartida por todos. Parodiando el espíritu del Apocalipsis bíblico, el autor afirmaba que donde se instaure el marxismo leninista, allí quedará asentada la nueva Jerusalén[4].
Aquella traducción de la esperanza cristiana a un optimismo centrado en metas penúltimas e intrahistóricas ha sido ampliamente copiada por el capitalismo rampante, por la globalización económica y política y por la publicidad comercial más degradada.
Frente a estas ofertas, proclamamos que sólo Jesucristo, Señor nuestro, es el origen, la meta y el garante de nuestra esperanza. La fuerza de la esperanza ha de partir de la escucha de Jesucristo, nuestro Redentor. Como confiesa el Apocalipsis, Él es el Señor que es, que era y que viene.
2.1. El Señor que era.
Nuestra esperanza cristiana es memoria. Se funda en la vida, en la muerte y en la resurrección de Jesucristo.
Según el evangelio de Lucas, el pueblo de Israel estaba a la espera y muchos se habían preguntado si Juan no sería el Mesías (Lc 3,15). Las imágenes que las gentes se hacían del Mesías eran diversas. Unos miraban a los cielos para tratar de descubrir un personaje misterioso que habría de descender en una nube. Otros aguardaban un guerrero que viniera a liberar a su pueblo del dominio de los Romanos.
Juan el Bautista anunciaba a un “fuerte” que vendría con poderes de juez para clarificar las actitudes de las gentes. Armado de un bieldo, limpiaría la era de Israel, recogería el trigo en el granero y quemaría la paja en un fuego inextinguible (cf. Mt 3, 12). Pero Jesús no parecía responder a tales expectativas. Así que Juan envió a algunos de sus discípulos para que formularan a Jesús la pregunta sobre su identidad: “¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?” (Mt 11,3). El evangelio pone en boca de Jesús una respuesta en la que da cuenta de sus acciones. Sus obras actualizan las profecías de Isaías: “Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Noticia” (Mt 11,5). El texto concluye con una bienaventuranza que nunca deberían olvidar los seguidores del Mesías: “¡Dichoso aquel que no se escandalice de mí!” (Mt 11,6). Jesús es el Mesías que había que esperar, aunque su figura y su misión no siempre coincida con las imágenes concebidas por quienes lo esperaban.
Esta dialéctica lo ha de acompañar durante su vida y aun después de su muerte. De ese desajuste entre las fantasías populares y la realidad de la esperanza cumplida por Jesús dan buena cuenta los discípulos de Emaús. Tras el desastre del Gólgota, no les resulta ya posible seguir alimentando sus antiguas expectativas: “Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó” (Lc 24,21). Sólo la presencia de Jesús resucitado puede ayudarles a reconsiderar aquellas expectativas y reconocer al que los acompaña por el camino y les recuerda su vida, su mensaje y su misterio.
2.2. El que es
Jesucristo había sido presentado por el evangelio de Mateo como el “Emmanuel”. En él se cumplía aquel ideal de cercanía entre lo humano y lo divino, cifrada en un nombre que había sido ya anunciado por el profeta Isaías (Mt 1,23; Is 7,14). Jesús habría de realizar y evidenciar esa presencia cercana de Dios entre los hombres. Si tal presencia se revelaba en sus gestos y palabras, la revelación habría de llegar a su cumbre en su muerte y su glorificación. Acabada su peregrinación terrena, el mismo Jesús promete a sus discípulos que estará con ellos hasta el final de los tiempos (Mt 28,20). En esa promesa final se concentra la riqueza del nombre que le había sido otorgado.
La esperanza cristiana se nutre de la fe en esa presencia, es decir, de la confianza en la asistencia del Señor resucitado. El Mesías que era la culminación de las esperanzas de su pueblo es el mismo que es la fuente y el motivo, el apoyo y la culminación de las esperanzas de los cristianos. En la carta a los hermanos de Colosas se presenta a Cristo como “esperanza de la gloria” (Col 1,27).
La comunidad creyente vive la certeza de esa presencia de Dios en Jesucristo: una presencia siempre cercana, aunque siempre misteriosa e indomesticable. Jesucristo resucitado está entre nosotros. También hoy lo podemos encontrar, “porque Jesús está presente, vive y actúa en su Iglesia: Él está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15,1ss; Ga 3,28; Ef 4,15-16; Hch 9,5). En ella, por el don del Espíritu Santo, continúa sin cesar su obra salvadora”. Podemos encontrarlo en la Sagrada Escritura, en la Eucaristía, en los demás Sacramentos y “especialmente en sus discípulos que, fieles al doble mandamiento de la caridad, adoran a Dios en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24), y testimonian con la vida el amor fraterno que los distingue como seguidores del Señor (cf. Mt 25,31-46; Jn 13,35; 15,1-17)” (EE 22).
2.3. El que viene
El libro del Apocalipsis presenta a Jesús como el que viene, no el que vendrá (cf. Ap 1,4.8). Nuestra fe nos dice que él está viniendo cada día en los acontecimientos de la historia, que, a la luz de esa fe, son descubiertos e interpretados como “signos de los tiempos”. Él está viniendo, sobre todo, en los hijos de Dios, especialmente en los más necesitados y marginados. De ahí que nuestra fe se convierta en espera y nuestra espera en acogida de los hambrientos y sedientos con los que él ha querido identificarse (cf. Mt 25, 31-46).
El primer domingo de Adviento, pedimos a Dios que avive en sus fieles “el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras”. Las plegarias de ese tiempo de la espera, revelan y fortalecen la esperanza cristiana hasta culminar en las preciosas antífonas mayores que preceden a la fiesta de la Navidad. Y, día tras día, tras la oración dominical, pedimos a Dios que nos libre del mal y nos conceda la paz para que podamos vivir libres de pecado y de toda perturbación “mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo”.
Nuestra esperanza es memoria agradecida del que era, testimonio ferviente del que es y anuncio profético del que viene cada día a nuestra historia.
- UNA TAREA QUE NOS HONRA
Evidentemente, no basta con afirmar estas verdades. La esperanza no puede convertirse en un sentimiento vacío. La esperanza es activa y comprometida. Esperar es operar. El icono de la esperanza cristiana no puede ser la imagen de una persona que aguarda pasivamente la llegada de un tren, sino la imagen de una madre “en estado de esperanza”, que está gestando al hijo de sus entrañas. No habrá esperanza si no la gestamos cada día.
En consecuencia, la afirmación de Jesucristo como esperanza nuestra ha de originar y motivar algunas formas de comportamiento, que habrán de privilegiar unos cuantos valores, entre los cuales sería oportuno subrayar aquí el testimonio, el diálogo y el servicio.
3.1. La vida y el testimonio
La primera tarea de la esperanza es el testimonio de una vida que va siendo renovada por esta virtud humana y teologal. Hay en la exhortación pontificia unas frases que retratan nuestra falta de testimonio cristiano:
“En el Continente europeo no faltan ciertamente símbolos prestigiosos de la presencia cristiana, pero éstos, con el lento y progresivo avance del laicismo, corren el riesgo de convertirse en mero vestigio del pasado. Muchos ya no logran integrar el mensaje evangélico en la experiencia cotidiana; aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente desdeñado y amenazado; en muchos ambientes públicos es más fácil declararse agnóstico que creyente; se tiene la impresión de que lo obvio es no creer, mientras que creer requiere una legitimación social que no es indiscutible ni puede darse por descontada” (EE 7).
Los cristianos de hoy no deberíamos olvidar la valentía con la que los primeros cristianos hubieron de vivir su fe. Aquella fe les inspiraba una oración en la que proclamaban el “Maranatha”, es decir, “Ven Señor” (1Cor 16,22; Ap 22,20). Su invocación era con frecuencia continuada con un ruego inquietante: “Venga la gracia y pase este mundo”[5].
Vivir en la esperanza es siempre fruto de una vocación profética. Pero el profeta, como ya advertía el Documento de Puebla, no ejerce de verdad su misión si no “anuncia” y “denuncia”[6]. Anuncia un mundo nuevo, más humano y más divino. Y, por eso mismo, denuncia las actitudes y estructuras que tienden a deshumanizar al hombre, precisamente por someterlo a unreduccionismo violento que le niega su referencia trascendente.
Sin embargo, el anuncio y la denuncia sólo se hacen creíbles si el profeta ha aceptado vivir personalmente en la “renuncia” a la comodidad y al interés. Vivir en la esperanza implica por tanto estar prontos para dar testimonio en el mundo presente de nuestra fe en un mundo futuro que aguardamos como don de Dios y fruto de nuestro humilde esfuerzo. De ahí que la esperanza exija siempre la martiría, es decir la ofrenda testimonial de la propia vida. “El martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza”, como escribe el Papa (EE 13).
3.2. Diálogo en un mundo plural
Los que esperan en Jesucristo, saben que se encuentran todavía en camino. Por eso están dispuestos al diálogo, a prestar atención a los otros caminantes que van buscando el ideal de la humanidad.
El mosaico del paraíso escatológico, que la esperanza cristiana nos promete, está formado por mil teselas de mil colores diferentes. La belleza es polícroma. Las teselas de un solo color no pueden crear la maravilla del mosaico. La verdad es sinfónica. Ningún instrumento puede interpretarla en solitario. Y la bondad se proyecta, se refleja y se consuma en la concordia. Un corazón solitario e individualista nunca podrá alcanzar el horizonte de la perfección moral.
A la luz de la fe, esta vocación al diálogo se basa en el misterio de la Encarnación. La Palabra de Dios ha entrado en la historia humana y ha iniciado un diálogo de salvación con las humildes palabras de la humanidad. Saben los cristianos que la verdad de Dios, la verdad sobre el hombre y la verdad sobre el mundo y la historia se les irá manifestando paulatinamente, por obra del Espíritu, como Jesús nos anunció en su discurso de despedida.
El diálogo no es un fin en sí mismo. Tampoco es una estrategia para conseguir otros fines ocultos. Es el mismo ejercicio de la caridad. Como nos advertía Pablo VI, el diálogo es “un modo de ejercitar la misión apostólica; es un arte de comunicación espiritual”[7]. Sus características son la claridad, la afabilidad, la confianza y la prudencia.
El camino de la esperanza nos recuerda que es preciso abrirse a los demás para captar los valores éticos, las virtudes morales y las exigencias de la fe cristiana que los demás han descubierto mientras a nosotros nos pasaban inadvertidas.
3.3. Servicio de la caridad
Y, por último, los que viven en la esperanza, saben bien que han de estar dispuestos a compartir su tiempo, sus bienes y su capacidad de afecto con los necesitados.
El individualismo caracteriza nuestro estilo de vida. Autores como Alasdair Macintyre, bien conocido por su famosa obra Tras la virtud, han atacado duramente el pensamiento liberal que ha terminado por engendrar un individualismo que deshumaniza al mundo contemporáneo, destruyendo así los fundamentos de toda moralidad y haciendo imposible la formación de comunidades humanas que aspiren todavía al logro del bien común[8].
Pues bien, la confesión de Cristo como testigo, modelo y término de nuestra esperanza ha de tener una dimensión social y comunitaria. El mundo que esperamos es el mundo redimido por Jesucristo y, por tanto, un mundo en el que llegue a su cumplimiento su mandato nuevo y específico: el de amarnos unos a otros, precisamente “como” Él nos ha amado. Recordando a Gabriel Marcel, se puede decir que sólo amamos a aquellas personas de las que todavía esperamos algo, porque “amar a un ser es decirle: tú no morirás”[9]. Pero sólo esperamos con aquellos y en aquellos a los que amamos de verdad, con un amor afectivo y efectivo, oblativo y definitivo.
No podemos gozar del consuelo de la esperanza mientras haya a nuestro alrededor hermanos nuestros que han sido privados de razones para seguir esperando. No podremos realizar el ideal utópico de la esperanza si no promovemos una nueva cultura del amor y de la acogida.
La esperanza exige un aprendizaje lento. Y aprender a vivir en la esperanza implica aprender a vivir en la caridad, es decir, en la compasión hacia los más débiles, explotados y marginados de la sociedad.
CONCLUSIÓN. EL ÚNICO SALVADOR
El Papa Benedicto XVI ha dicho que “esta cultura está marcada por una profunda carencia, pero también por una gran necesidad -inútilmente escondida- de esperanza”[10].
Al concluir esta reflexión, recordamos la oración con la que Giovanni Papini cerraba su famosa Historia de Cristo: “Tú ves, Jesús, nuestra pobreza. Tú ves cuán grande es nuestra pobreza; no puedes dejar de reconocer cuán improrrogable es nuestra necesidad, cuán dura y verdadera nuestra angustia, nuestra indigencia, nuestra desesperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria intervención tuya, cuán necesario nos es tu retorno”[11].
Evidentemente no nos liberará de la angustia y la desesperanza una invocación inoperante, por encendida que parezca. Nuestra situación actual necesita el esfuerzo de nuestra fe, la tensión de nuestra esperanza y el ejercicio humilde pero tenaz que brota de la caridad.
A la renovación de esos compromisos, que por cristianos no dejan de ser humanos, nos invita uno de los párrafos más significativos de la exhortación Ecclesia in Europa. En él Juan Pablo II nos invita a revisar nuestra situación histórica concreta. Y, sobre todo, nos pide hacer viva y operante en ella esa nuestra esperanza que se centra en Jesucristo:
“Para los creyentes, Jesucristo es la esperanza de toda persona porque da la vida eterna. Él es «la Palabra de vida » (1 Jn1,1), venido al mundo para que los hombres «tengan la vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Así nos enseña cómo el verdadero sentido de la vida del hombre no queda encerrado en el horizonte mundano, sino que se abre a la eternidad. La misión de cada Iglesia particular en Europa es tener en cuenta la sed de verdad de toda persona y la necesidad de valores auténticos que animen a los pueblos del Continente. Ha de proponer con renovada energía la novedad que la anima. Se trata de emprender una articulada acción cultural y misionera, enseñando con obras y argumentos convincentes cómo la nueva Europa necesita descubrir sus propias raíces últimas. En este contexto, los que se inspiran en los valores evangélicos tienen un papel esencial que desempeñar, relacionado con el sólido fundamento sobre el cual se ha de edificar una convivencia más humana y más pacífica porque es respetuosa de todos y de cada uno (EE 21).
Ésa es nuestra íntima convicción. Este es el don que hemos recibido de Dios y la tarea que se espera de nosotros. Con fe viva y con la sinceridad de nuestra vida creemos y profesamos que Jesucristo es nuestra esperanza.
Por eso, a él se dirige nuestra oración más confiada en medio de los peligros que azotan a la barca en la que navegamos.
A él confesamos con un corazón creyente en medio de la asamblea eclesial que nos convoca a evocar su misterio y su presencia.
A él anunciamos, alegres y decididos, en las plazas del mundo, aun conscientes de nuestra debilidad.
Sus valores han de ser los nuestros. Aquellos valores que en él fueron señales de su misión y en nosotros virtudes que evidencian nuestra vocación.
Su espíritu es el nuestro. Aquél espíritu que lo revelaba como Hijo de Dios e Hijo del Hombre y que a nosotros nos mueve a dar testimonio de su vida y su obra.
Su esperanza es la nuestra. Aquella esperanza que lo impulsaba a recorrer los caminos y a buscar la oveja perdida es también la fuerza de nuestra esperanza.
José-Román Flecha Andrés
[1] PABLO VI, Evangelii nuntiandi (8.12.1975), 1.
[2] Th. MERTON, No Man is an Island, Garden City, NY 1967, 17.
[3] Cf. R. NISBET, Historia de la idea de progreso, Barcelona 1981.
[4] Cf. M. UREÑA, Ernst Bloch. ¿Un futuro sin Dios?, Madrid 1986, 566-567; J.L. RUIZ DE LA PEÑA, La Pascua de la Creación, Madrid 1996, 11-12.
[5] Didajé 10,6, donde se incluye también el “Maranatha” en el himno de acción de gracias.
[6] IIIª CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO, La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina (Documento de Puebla), n. 267.
[7] PABLO VI, Ecclesiam suam (6.8.1964), III.
[8] Cf. A. MACINTYRE, Tras la virtud, Barcelona 1987.
[9] G. MARCEL, Homo viator, Paris 1963, 194.
[10] BENEDICTO XVI, Discurso a los participantes en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana (19.10.2006), en L’Osservatore Romano (ed. esp.) 38/43 (27.10.2006), 8-10.
[11] G. PAPINI, Historia de Cristo, Madrid 1971, 483.