LA IGLESIA: COMUNIDAD PROFÉTICA

1 enero 2003

José M. Castillo
 
 
 
José María Castillo, jesuita, ha sido profesor en la Facultad de Teología de Granada y profesor invitado en la Universidad Pontifica Gregoriana (Roma) y de Comillas (Madrid).
 
SÍNTESIS ARTÍCULO
¿Cómo una Iglesia objeto de tantas críticas puede ser de hecho una “comunidad profética”? La Iglesia, que se fundamenta en Jesús y tiene su origen en el Evangelio de Jesús, tiene la misma misión y la misma tarea. Para eso está en el mundo, para seguir haciendo lo que hizo Jesús. De lo que se sigue su misión profética, que descubre al ver cómo realizó Jesús su destino profético. Todo ello trae como consecuencia la actitud crítica ante el sistema establecido en nuestro mundo y ante el sistema del mundo que puede establecerse en la Iglesia. Evitar la tentación de una falsa prudencia, clamar en defensa de la justicia, sin acomodarse al sistema, hará que la Iglesia tome cada día más en serio el Evangelio y pueda llegar a ser una “comunidad profética”, una comunidad más obediente al Evangelio.
 
 
Corren malos tiempos para la Iglesia
 
Si pensamos en serio y hablamos con sinceridad, estaremos de acuerdo en que, efectivamente, no corren buenos tiempos para la Iglesia. Hay momentos en que se tiene la impresión de que “se ha levantado la veda” que, hasta no hace mucho, prohibía disparar a cara descubierta contra los “los hombres de la Religión y de la Iglesia”. El hecho es que raro es el día que no nos llegan nuevas y extrañas noticias sobre curas que han violado chiquillos, frailes que se meten en turbios negocios de dinero o incluso obispos que dicen o escriben cosas que escandalizan a unos o desconciertan a otros. Y es claro, estando así las cosas, ¿a quién se le ocurre pensar que esta Iglesia, tan desprestigiada, pueda ser de hecho una comunidad profética en el mundo en que vivimos?
 
 
Esta pregunta tiene su razón de ser. Porque, cuando hablamos de una “comunidad profética”, en realidad ¿de qué estamos hablando? Como es lógico, todo depende de lo que cada cual entiende cuando se refiere a lo que es un “profeta” y, por tanto, una comunidad “profética”. Para mucha gente, el profeta es el hombre que “predice” el futuro, una especie de adivino. Cosa que algunos entienden como si un profeta fuera un anunciador del Mesías, por ejemplo lo que hizo Juan Bautista. En otros casos, hay quienes piensan que un profeta es un solitario, un individuo que se aísla en la soledad, para entregarse a rezos, visiones y cosas así. Pero, sin duda, la idea que más se ha difundido últimamente es que el profeta es un reformador social o, si se quiere, un “revolucionario social”, un individuo que no huye de la sociedad, sino que se compromete con ella, para cambiarla y para conseguir que en el mundo haya más justicia y más solidaridad [1]. En este caso, el profeta es un hombre ejemplar y un hombre libre, que denuncia las injusticias, descubre la corrupción y se pone de parte de las víctimas. Por esto, se comprende que esta idea de lo que es un profeta (el profeta como “reformador social”) sea la que más se ha difundido en los últimos tiempos. Porque nunca, como ahora, la preocupación por las víctimas ha tenido tanta fuerza en grandes sectores de la opinión pública [2].
 
Así las cosas, se comprende la dificultad y el interés que tiene, en este momento, el tema de la Iglesia como “comunidad profética”. ¿Podemos decir ahora mismo que la Iglesia es una institución profética y que, por tanto, el conjunto de los cristianos desempeñan en la sociedad la dura y ejemplar tarea del que actúa como “reformador social”? ¿Está hoy la Iglesia, por tanto, en condiciones de llevar adelante una auténtica “revolución social”? Este es el problema.
 
 
Jesús y la Iglesia
 
Cuando el concilio Vaticano II habla de la fundación de la Iglesia, dice que “nuestro Señor Jesús puso el comienzo (initium fecit) de la Iglesia anunciando el Reino de Dios” (LG 5, 1). Esto quiere decir dos cosas. En primer lugar, que Jesús no fundó la Iglesia, sino que estableció el comienzo o el punto de partida del que luego, con el paso del tiempo y sobre todo con la fuerza del Espíritu, surgió la Iglesia. En segundo lugar, que la Iglesia se funda en Jesús, es decir, la Iglesia tiene conciencia de que proviene de Jesús, concretamente de lo que, según los evangelios, Jesús hizo y dijo cuando anunciaba la llegada del Reino de Dios [3].
 
De lo dicho, se sigue una consecuencia fundamental, a saber: la Iglesia, que se fundamenta en Jesús y tiene su origen en el Evangelio de Jesús, tiene también, por eso mismo, la misma misión y la misma tarea que tuvo Jesús durante su vida mortal. En este sentido, el concilio Vaticano II se expresa con mucha claridad cuando dice que la Iglesia “recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino” (LG 5, 2). Se trata, por tanto, de que la Iglesia está en este mundo nada más que para una cosa: continuar la obra que empezó Jesús, seguir haciendo y diciendo lo que hacía y decía Jesús, anunciando y estableciendo entre las gentes de todos los tiempos y de todos los pueblos el proyecto del Reino de Dios. Para eso está la Iglesia en el mundo. Y nada más que para eso. En definitiva, para seguir haciendo, a lo largo de la historia, lo que hizo Jesús.
 
 
 
Jesús como profeta
 
 
Si la Iglesia tiene como misión hacer en la historia lo mismo que hizo Jesús en su vida, de eso se sigue que la misión de la Iglesia es una misión profética. Porque, si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús fue tenido por profeta. De manera que eso era lo más claro que la gente veía en la figura de Jesús. En efecto, las gentes que vivían en Palestina, en tiempo de Jesús, tuvieron el convencimiento de que Jesús era un profeta. Este convencimiento aparece claramente expresado en el evangelio de Marcos (6, 15; 8, 27-28). Y está confirmado por la tradición propia de Lucas (7, 39) y por algunos fragmentos del evangelio de Mateo (21, 11. 46; cf. también Lc 9, 7-9; Jn 6, 14-15 y 1, 21). Además, según Lc 24, 19, los llamados discípulos de Emaús indican que habían considerado a Jesús como un profeta. Por lo visto, entre la gente de aquel tiempo, no había otra idea más clara que ésa para definir a Jesús.
 
Por tanto, la afirmación de que Jesús fue un profeta se encuentra atestiguada en los cuatro evangelios. Además, se trata de una afirmación que proviene del tiempo en que Jesús andaba por el mundo, o sea antes de su muerte y resurrección. Por tanto, cuando los evangelios dicen que Jesús fue un profeta, eso no es un invento de los cristianos, ni de ninguna comunidad antigua de la Iglesia. Efectivamente, si algo hay claro en la vida y en la historia de Jesús, es que fue un auténtico profeta [4].
 
Pero hay más. Porque no se trata sólo de que fue un profeta más, uno de tantos. Se trata, sobre todo, de que Jesús fue el profeta definitivo. De forma que, en Jesús, Dios nos dijo todo lo que nos tenía que decir. Y ya, después de Jesús, no le queda a Dios nada más que comunicarnos. El autor de la carta a los Hebreos afirma esto mismo de manera solemne: “En múltiples ocasiones y de muchas maneras, habló Dios antiguamente a nuestros padres por medio de los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo, al que nombró heredero de todo, lo mismo que por él había creado los mundos y las edades” (Heb 1, 1-2). Y san Juan de la Cruz, en un texto sublime, explica todo esto así: “Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez (Heb 1, 1). En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado ya como mudo, y no tiene más que hablar” [5]. Lo que hace falta ahora, como explica el mismo Juan de la Cruz, es “poner los ojos sólo en él”. Porque, en Jesús, Dios nos ha dicho y revelado todo lo que nos tenía que decir y revelar [6].
 
La pena es que, entre los cristianos, todavía a estas alturas, hay gentes que andan buscando nuevas ideas, nuevas revelaciones y hasta nuevas visiones. Con lo cual, los que hacen eso dan a entender que no les basta con Jesús. Ni tienen suficiente con el Evangelio. Y van por ahí, como locos, buscando de acá y de allá, cosas nuevas que llamen la atención. Porque, en el fondo, no se han ‘tragado’ que Jesús es el profeta definitivo. Y, por tanto, que después de Jesús, lo único que hace falta es continuar en el mundo la tarea profética que inició el propio Jesús.
 
 
En el fondo, lo que nos pasa a los cristianos y le pasa a la Iglesia es que, con tal de no tener que hincarle el diente al Evangelio en serio, y ponernos a practicarlo, estamos dispuestos a lo que sea. Nos buscamos nuevos profetas y alambicamos interminables teorías. La cuestión es no cargar con lo único que importa: la misión profética de Jesús.
 
 
La misión profética de Jesús y la misión de la Iglesia
 
Jesús fue un profeta. De acuerdo. Pero la cuestión más importante está en saber cómo realizó Jesús su destino profético. Porque en eso está el meollo del asunto. Ya que no se puede pretender que la Iglesia y los cristianos realicemos nuestra misión profética de manera distinta a como la realizó Jesús. Como es lógico, el que intente ser profeta “a su manera”, sin tener en cuenta para nada lo que hizo Jesús y cómo lo hizo, que se despida de ser Iglesia, de hacer Iglesia y de seguir a Jesús. Así de claro. Y así de fuerte.
 
Ahora bien, en los cuatro evangelios aparece un hecho que se nos impone por su evidencia: la vida de Jesús terminó en un conflicto mortal. Esto supuesto, la pregunta que aquí se plantea es muy clara: ¿por qué llegaron a ponerse así las cosas en torno a Jesús? En los relatos de su vida, se dice de mil maneras que Jesús fue un sujeto que no gozó de buena reputación. De ahí, las acusaciones que hacían contra él. A Jesús le dijeron de todo. De él se dijo que estaba loco (Mc 3, 21; Jn 7, 20), que era un blasfemo (Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 21; Jn 10, 33), que era un demonio (Belcebú) (Mt 10, 25), que practicaba la magia negra (Mt 12, 24Lc 11, 15) que era un comilón y un borracho, que andaba con malas compañías (Mt 11, 19), que era un falso profeta (Mt 27, 62-64; Jn 7, 12), que se portaba como un impostor (Mt 27, 63), como un agitador subversivo (Lc 23, 2. 14), como un poseso (Mc 3, 22; Jn 7, 20) y como un hereje (Jn 8, 48).
 
Realmente, esta lista de insultos y denuncias da miedo. Y lo peor del caso es que tantas y tales acusaciones no venían de los “malos”, sino todo lo contrario. Los que decían esas cosas de Jesús era los “buenos” de entonces, los teólogos (escribas) y observantes (fariseos) de aquella religión. Más aún, seguramente lo más fuerte es que Jesús se vio despreciado por su propia familia, por los suyos más cercanos, “en su pueblo, en su familia y en su casa”, como dice expresamente el evangelio de Marcos (6, 4; cf. Mt 13, 57). Tuvo que ser muy duro para Jesús darse cuenta de que ni su propia familia se fiaba de él. Y, por supuesto, que los dirigentes de más autoridad y de más influencia en el pueblo despreciaban olímpicamente lo que decía y lo que hacía.
 
Pero, ¿por qué Jesús provocó tantos insultos y tanta desconfianza? Por supuesto, Jesús se comportó con una libertad provocativa para lo que se estilaba entre los judíos observantes de aquel tiempo. Sus repetidas violaciones del sábado (Mc 2, 23-28; 3, 1-6; Mt 12, 1-8. 9-14; Lc 6, 1-5. 6-11; 13, 10-14; 14, 1-5; Jn 5, 1-9; 9, 13-14) y su sospechosa amistad con pecadores y gente de mal vivir (Mc 2, 13-17; Mt 9, 10-13; Lc 5, 28-32; 15, 1-2) eran cosas especialmente graves para la gente normal de la cultura judía de entonces. Sin embargo, la causa real del conflicto definitivo y mortal no fue nada de eso. El evangelio de Juan, en un texto histórico de especial importancia, nos ha informado de lo que allí ocurrió. Después de devolverle la vida a Lázaro (Jn 11, 1-44), la impresión fue tal que los supremos dirigentes de la religión judía convocaron el Sanedrín y se preguntaron:
 
“¿Qué hacemos? Este hombre realiza muchos signos (hechos significativos); si lo dejamos que siga, todo el mundo va a creer en él y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación” (Jn 11, 48). La cosa estaba clara. Los dirigentes judíos se dieron cuenta de que lo que allí estaba en juego era su propio poder, su propia supervivencia. Es evidente que aquellos hombres se sintieron atacados por Jesús, se vieron en peligro y comprendieron que tenían que tomar una decisión radical: o Jesús o nosotros. Y decidieron acabar con él. El Evangelio lo dice lacónicamente: “Desde aquel día tomaron la decisión de matarlo” (Jn 11, 53).
 
La pregunta es: ¿por qué había que matar al profeta? Y la respuesta no ofrece dudas: porque el profeta pone en peligro al sistema establecido y a todos los que se amparan en el sistema para seguir dominando y haciendo sufrir a la pobre gente. En eso, dicho en pocas palabras, está el nudo de la cuestión. Por eso, Jesús denunció los abusos de poder que practicaban habitualmente los dirigentes judíos. Y no tuvo pelos en la lengua para decir de ellos que eran unos asesinos (Mc 12, 1-12), una “camada de víboras” y malas personas (Mt 12, 34), “gente perversa e idólatra” (Mt 12, 39), les echa en cara que son unos hipócritas (Mt 6, 1-6;. 16-18; 15, 7; 23, 13. 15. 23, etc), los llama ciegos y guías de ciegos (Mt 15, 14; 23, 16. 19. 24) y hasta les acusa que están repletos de robos y maldades (Lc 11, 39-41). Más aún, Jesús llega a decir que los publicanos y las prostitutas son mejores que los máximos responsables de la religión aquella (Mt 21, 31-32).
 
En los evangelios hay más cosas en este sentido. Porque las diatribas de Jesús contra el poder opresor son muy fuertes. Realmente, no estamos acostumbrados a oír cosas así en esta Iglesia tan “respetuosa” con todo el que tiene algo de poder, incluso cuando se usa ese poder de manera impúdica y represiva. Y es que la Iglesia, que echa mano constantemente del Evangelio, cuando se trata de justificar su propio poder, se olvida de ese mismo Evangelio, cuando se trata de denunciar los abusos de poder que cometen los poderosos de este mundo. En este sentido, por más doloroso que resulte reconocerlo, hay que decir que la Iglesia no aparece, con relativa frecuencia, como fiel continuadora de la misión profética de Jesús.
 
 
Y tendría que aparecer así. Porque la Iglesia es, no sólo apostólica, sino también profética. En un texto genial, el autor de la carta a los Efesios afirma que la comunidad está edificada “sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas” (Ef 2, 20). La Iglesia, por tanto, es tan apostólica como profética. Lo cual quiere decir que una Iglesia que insiste en su apostolicidad, pero descuida su profetismo, es una Iglesia infiel a sí misma e infiel a Dios. Y aunque es cierto que, en los últimos escritos del Nuevo Testamento, se nota una mayor valoración del ministerio apostólico sobre el ministerio profético [7], no es menos verdad que todavía en el siglo II se apreciaba mucho a los profetas en la Iglesia, como nos consta por la Didaché, entre otros escritos. Ya finales de ese siglo, Ireneo de Lyón avisa que no se debe expulsar a la auténtica profecía de la Iglesia [8]. Lo que da a entender que, ya entonces, lo profético en la Iglesia estaba amenazado y en peligro de extinción. Con el paso del tiempo, ocurrió lo que tenía que ocurrir, en una institución que se fía más del poder de los que gobiernan que de la inspiración profética de los que denuncian. El hecho es que, en la Iglesia, los sucesores de los apóstoles, que son los obispos, han ocupado los puestos centrales de la institución, mientras que los profetas han sido vistos (y lo siguen siendo) con recelo y sospecha, como personas que crean problemas y a los que hay que vigilar y, si es preciso, controlar o incluso decirles que se callen.
 
 
La peligrosa tentación de la prudencia
 
El hecho es que una Iglesia, en la que se concede más importancia al poder de los que mandan que a la profecía de los que denuncian, es una Iglesia a la que le interesa más la sumisión que la justicia. Y, entonces, lo que ocurre es que la Iglesia se calla ante hechos y problemas en los que no debería callarse. Con lo cual se provocan situaciones en las que la Iglesia se hace cómplice de cosas o incluso de injusticias que claman al cielo. Y conste que, al decir esto, no hablo de algo que podría ocurrir. Me refiero, por desgracia, a lo que ocurre con demasiada frecuencia.
 
Es la consecuencia inevitable de una institución en la que importa, sobre todo, la sumisión. El día 10 de septiembre de 1956, el profesor Y. Congar, el mejor conocedor de la historia de la Eclesiología que ha habido en el siglo XX, escribía una carta a su madre en la que le decía, entre otras cosas: “Es evidente que Roma no ha buscado jamás y no busca nada más que una cosa: la afirmación de su autoridad. Lo demás no le interesa sino como materia y ejercicio de esta autoridad. Salvo un cierto número de casos, ligados a hombres de santidad y de iniciativa, toda la historia de Roma es reivindicación, toma de postura de su autoridad, y destrucción de todo lo que no se reduce a sumisión” [9]. Congar hablaba por experiencia. Cuando escribió esa carta, estaba sufriendo el tercer destierro de su vida: ya era la tercera vez que las autoridades romanas expulsaban de su patria a un hombre sabio, que terminó siendo nombrado cardenal de la Iglesia, al final de sus días.
 
Pero, es claro, una institución que, con frecuencia, se porta de esta manera, no suele reconocer públicamente los verdaderos motivos de por qué hace lo que hace. Y entonces no queda más remedio que buscar excusas o razones aparentes. Por eso, es tan frecuente que los dirigentes de la institución eclesiástica echen mano de la “prudencia”. Porque hay casos frecuentes en los que la injusticia es tan evidente que no se puede negar. En esos casos, la escapatoria es el recurso a la “prudencia”: “Es verdad lo que Vd dice, pero no es prudente decirlo en público o decirlo de esa manera”. Así se despacha la propia responsabilidad. Y así se justifica la censura o la condena del que ha cometido la “imprudencia” de decir lo que no se debía decir “en este momento”.
 
 
La tentación de la “prudencia” es muy fuerte en la Iglesia. Porque la falsa prudencia es el disfraz del miedo. Y el justificante de las ambiciones de un poder que nunca está dispuesto a reconocer que se equivoca o que actúa por motivos inconfesables. Como es lógico, una Iglesia que procede así, difícilmente puede ser reconocida como continuadora de la vida y el destino de aquel profeta, que fue Jesús de Nazaret, que cometió tantas “imprudencias”, al decirles a las autoridades religiosas de su tiempo lo que les dijo. Y también al hacerse amigo y defensor de las gentes que entonces se veían en los puestos más bajos de la clasificación social y moral, que hacían los intachables y observantes de aquel tiempo.
 
 
El clamor ineficaz por la justicia
 
Pero alguien pensará que todo lo que acabo de decir saca las cosas de quicio. Porque la Iglesia no para de denunciar las injusticias que se cometen. Como tampoco cesa de exigir justicia para los pobres y solidaridad con las víctimas del sistema económico y político que se nos ha impuesto. Eso es verdad. Desde el papa León XIII (finales del siglo XIX) hasta el papa Juan Pablo II (comienzos del siglo XXI), el magisterio eclesiástico no se ha cansado de repetir, con fórmulas cada vez más audaces, que el destino de los bienes de este mundo es satisfacer las necesidades de todos los seres humanos. La doctrina social de la Iglesia es rica y abundante en este sentido. Lo ha sido, sobre todo, en el pontificado del papa Juan Pablo II.
 
Y sin embargo, cualquiera tiene la impresión de que algo debe fallar en esa doctrina social, si nos fijamos en los resultados que de hecho ha dado. A la vista de lo que ha pasado en los últimos treinta años, sin duda se puede afirmar que las repetidas condenas del comunismo, que ha hecho el magisterio eclesiástico, han sido eficaces. Incluso hay quienes piensan que la acción de Juan Pablo II fue decisiva para hundir el muro de Berlín. La pregunta es: ¿ha sido igualmente decisiva la doctrina papal para evitar los desastres que está causando el capitalismo en el mundo actual? Sin pasión de ninguna clase, hay que reconocer que la doctrina social pontificia ha sido más eficaz para acabar con el comunismo que para moderar los abusos del capitalismo. Esto no es una teoría. Ni una hipótesis de trabajo. Es un hecho que está a la vista de todo el mundo.
 
Pero hay más. Nadie duda que la doctrina social de la Iglesia ha sido un clamor constante en defensa de la justicia. Y, sin embargo, es muy cierto que, aun con una crítica fuerte, hasta radical, de las injusticias provocadas como resultado de los abusos del capitalismo (en su fase neo-liberal), las enseñanzas religiosas dejan ilesa la lógica fundamental del sistema económico capitalista. Más aún, este tipo de doctrina social, seguramente sin darse cuenta de lo que hace, en el fondo ayuda a la conservación y reproducción del capitalismo, a mediano y largo plazo. Por una razón muy sencilla: ningún sistema económico o político puede reproducirse con abusos. Y, entonces, si lo que hacemos es condenar los “abusos”, pero dejamos intacto al “sistema” mismo, lo que estamos diciendo es que es necesario que se corrijan los abusos, para que el sistema funcione mejor y, por tanto, para que siga adelante [10]. A estas alturas, hay razones muy fundadas para sospechar que esto es lo que está ocurriendo en el mundo y en la Iglesia.
 
 
 
El fondo del problema
 
La Iglesia se ha organizado de manera que es una institución integrada en el sistema establecido. Cuando hablo del sistema, me refiero al sistema cultural, al sistema económico y al sistema político. De hecho, sabemos por experiencia que la Iglesia es una institución plenamente integrada en nuestra cultura. Y aceptada por las instituciones políticas y económicas que nos gobiernan, en las que vivimos y de las que vivimos. Por otra parte, esto no tiene más remedio que ser así, mientras la Iglesia siga organizada como ha llegado a organizarse con el paso del tiempo. Porque, desde el momento en que la Iglesia empezó a identificarse con la religión oficial de Occidente, desde entonces la Iglesia no ha tenido más remedio que vivir en la mejor relación posible con los poderes públicos que determinan la cultura y rigen la economía y la política. Más aún, la Iglesia, como institución que representa a la “religión oficial”, actúa de hecho como principio de “legitimación” de los poderes que gobiernan en este sistema. De hecho, estamos acostumbrados a ver, como lo más natural del mundo, a los dirigentes políticos jurar sus cargos con la mano puesta en la Biblia y ante un crucifijo que preside la ceremonia. Aunque no se diga nada al respecto, allí está la Iglesia aprobando lo que se hace y legitimando al sistema establecido.
 
Ahora bien, este sistema es el responsable directo de la violencia, la pobreza y la miseria que cuesta la vida de muchos miles de seres humanos cada día. Con todo lo que eso lleva de sufrimiento, de atropello de la dignidad y de los derechos de las personas. Pero entonces, si las cosas son efectivamente así, ¿hasta qué punto puede esta Iglesia cumplir con la misión profética que heredó de Jesús el Señor? ¿Cómo puede denunciar las contradicciones del sistema si ella es parte de ese sistema?
 
 
El hecho es que la Iglesia presta servicios importantes al sistema, legitimándolo, recomendándolo, pidiendo a los fieles que sean buenos ciudadanos en este sistema naturalmente, y callándose en no pocas ocasiones en las que tendría que hablar. Por su parte, el sistema ayuda de muchas maneras a la Iglesia, por ejemplo, mediante beneficios fiscales y aportaciones económicas importantes [11] y, sobre todo, con una legislación adecuada para que la Iglesia (y sus instituciones) tengan el reconocimiento social y público que necesitan y les conviene para gestionar, no sólo su misión evangélica, sino también sus intereses institucionales. Ahora bien, estando así las cosas, la Iglesia se ve, con frecuencia, en la penosa situación de que sean los poderes públicos los que le marcan los terrenos y le señalan los temas de los que puede hablar y los asuntos en los que debe callarse. Esto no suele estar escrito en ninguna parte. Pero de hecho funciona así. Lo cual explica, por ejemplo, por qué la Iglesia habla tanto de ciertos temas, que no cuestionan para nada al sistema, como ocurre con los problemas del sexo o de la familia, mientras que se calla en asuntos tan graves como son los relacionados con la organización de la economía y el reparto del dinero o, peor aún, con la fabricación y venta de armamentos, las relaciones internacionales y, por lo general, los asuntos que influyen de manera más determinante y más directa en la felicidad o la desgracia de millones de criaturas.
 
Por otra parte, no conviene olvidar que, en todo este complicado asunto, no se trata sólo de la responsabilidad de los dirigentes de la Iglesia (el papa y los obispos). En estas cosas, todos somos responsables. Porque todos hablamos de lo que nos conviene. Y todos nos callamos en lo que vemos que nos puede complicar la vida. Así somos los humanos. Pero, además, es que así nos han educado. Para escandalizarnos de los abusos sexuales y de la descomposición de la familia. Y para ver como lo más lógico que un cristiano sea un “trepa”, que, a codazo limpio, escala puestos y ocupa poltronas donde es elogiado como una “persona que vale”. Está claro que nos han preparado para acomodarnos al sistema, no para ser profetas de un mundo más humano y más solidario. Pero es evidente que, mientras no cambiemos (todos) de mentalidad en este orden de cosas, la Iglesia no podrá ser una verdadera comunidad profética.
 
 
Si la Iglesia tomara en serio el Evangelio….
 
¿Creemos o no creemos en serio en el Evangelio de Jesús? No cabe duda que, si la Iglesia creyera en serio en el Evangelio, sería una Iglesia profética. Una Iglesia que perdería el miedo ante los poderes públicos que causan tanto sufrimiento. Y una Iglesia que no se escudaría en la falsa prudencia con la que disfrazamos nuestros miedos inconfesables.
 
Lo que pasa es que, para que todo esto fuera una realidad, sería necesario que la institución eclesiástica tomase dos grandes decisiones:
 
1ª. Ser obediente a la prohibición que Jesús les impuso a los apóstoles de llevar dinero o contar con dinero para realizar la misión que a la que los enviaba. Jesús, en efecto, les dijo a los apóstoles cuando los mandó a anunciar el Reino de Dios: “No os procuréis oro, plata, ni calderilla para llevarlo en la faja; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón” (Mt 10, 9-10; Mc 6, 7-8; Lc 9, 3). ¿Por qué la Iglesia busca y rebusca explicaciones para terminar anulando el sentido obvio de esta prohibición tan clara y tan exigente? Es evidente que le tenemos miedo a la palabra del Señor. Seguramente porque le tenemos miedo a ir por la vida sin dinero y sin la seguridad que da el dinero. Pero hay algo más hondo en todo este asunto. El problema de fondo está en que no estamos dispuestos a romper con el sistema. La Iglesia está integrada en el sistema económico y político vigente. El sistema le da dinero a la Iglesia. Le da mucho dinero y le concede muchos privilegios. Dinero y privilegios a los que la Iglesia no quiere renunciar. Porque piensa que todo eso le viene muy bien para hacer apostolado y cumplir con su misión. Cuando, en realidad, la mentalidad de Jesús era distinta. Jesús pensaba que, para hacer apostolado, no hace falta dinero. Es más, pensaba que el dinero es un impedimento para el apostolado. El hecho es que, mientras la Iglesia siga integrada en el sistema, la Iglesia no tendrá libertad para anunciar el Evangelio y, además, tendrá siempre miedos, muchos miedos. Se impone, pues, con urgencia buscar otro modelo de organización eclesiástica. Una Iglesia realmente pobre y sin medios económicos. Para poder hablar como hablaban los profetas. Y como habló Jesús.
 
 
2ª. Ser obediente a la prohibición que Jesús impuso a los apóstoles de no ejercer el poder como lo ejercen los jefes de las naciones y los grandes de este mundo. Jesús, en efecto, fue muy tajante en este punto: “No ha der ser así entre vosotros” (Mc 10, 43; Mt 20, 26). Porque una Iglesia autoritaria termina organizándose como una “monarquía absoluta”, en la que se priva de sus derechos a los fieles. Y, además, desde el momento en se hace eso, la Iglesia pierde la “credibilidad” necesaria para poder exigir a los poderes de este mundo el debido respeto a los derechos y libertades que los poderes públicos tienen que respetar y proteger en la sociedad.
 
Es evidente, por tanto, que si la Iglesia quiere ser una “comunidad profética”, no tiene más remedio que organizarse y funcionar de una manera muy distinta a como funciona actualmente. No se trata de pedir imposibles. Se trata, ni más ni menos, que de ser obedientes al Evangelio.
José M. Castillo
[1] Cf. J. L. Sicre, La compleja imagen del profeta, en la obra La Iglesia y los profetas, Córdoba – El Almendro, 1989, 21-26.
[2] Cf. R. Girard, Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona – Anagrama, 2002, 209-219.
[3] Cf. J. A. Estrada, El Espíritu y los profetas en la Iglesia, en la obra La Iglesia y los profetas, 113-118. Y, sobre todo, del mismo autor: Para comprender como surgió la Iglesia, Estella – Verbo Divino, 1999.
[4] E. Schillebeeckx, Jesús. La historia de un viviente, Madrid – Cristiandad, 1981, 442. Existe reedición actual de Edit. Trotta.
[5] Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, libro II, cap. 20.
[6] L.c..
[7] Cf. J. A. Estrada, Para comprender como surgió la Iglesia, 122-124.
[8] Adv. Haer., III, 9, 9.
[9] Y. Congar, Journal d’un théologien, 1946-1956, editado por E. Fouilloux, París – Cerf, 2000, 426.
[10] Cf. F. Houtart, Religiones y humanismo en el siglo XXI, en la obra coordinada por este autor, Religiones: sus conceptos fundamentales, México y Buenos Aires – Siglo XXI, 240.
[11] Cf. J. Jiménez Escobar, Los beneficios fiscales de la Iglesia católica, Bilbao – Desclée, 2002.