[vc_row][vc_column][vc_column_text]Francisco Santos
Pie Autor
Francisco Santos es profesor del Instituto Superior de Teología «Don Bosco» de Madrid.
Síntesis del Artículo |
Arrancando del «acto humano de fe» como un «acto vital», esto es, directamente entrelazado con las cuestiones del sentido de la propia existencia, el artículo describe la fe –siempre en relación con la «educación de los jóvenes a la fe»– más como «invitación» a un encuentro y a establecer una relación que como simple conjunto de contenidos o doctrina. Y más aún: un encuentro y una relación «salvadores» que pueden experimentarse a través de prácticas liberadoras vinculadas más específicamente a la fe en Jesús de Nazaret, el Cristo, el «Dios-con-nosotros». El artículo se cierra apuntando diversos aspectos concretos para acompañar la fe de los jóvenes con praxis liberadoras. |
Nuestro objetivo es doble: manifestar que la vida tiene sentido desde la fe, y que la fe puede aportar a ese sentido un carácter liberador que lleve a una realización plena de las posibilidades humanas. El análisis que ofrecemos pretende reflexionar sobre la fe en las condiciones sociales, culturales y juveniles actuales y desde ellas ofrecer un posible itinerario de educación e incorporación de la fe partiendo de su acogida positiva y orientando hacia una práctica de la fe en la vida cotidiana.
- El acto humano de fe, un acto vital
Desde el punto de vista actual, la fe es una cuestión que suscita incómodas reacciones. Nuestra cultura experimenta un deseo de obtener resultados tangibles en todas sus acciones que supedita toda credibilidad a esta condición. De este modo, abordar lo que en lenguaje creyente habitualmente llamamos verdades de fe supone una tarea no sólo extraña sino inútil. Es en esta línea en la que se intuyen dificultades muy enraizadas en la cultura que impermeabilizan ante cualquier intento de aproximación al asunto amplio y ya de por sí complejo de la fe.
A pesar de todo, surge continuamente en el hombre de nuestro tiempo –como en el de todos los tiempos si extrapolamos la cuestión– la interrogación existencial acerca del sentido de la vida. Y es en los distintos atisbos de respuesta donde el hombre va re-definiendo su propio concepto de fe en unas coordenadas más amplias de las que en nuestro ámbito creyente cristiano hemos podido recluir el término. La ocasión que ofrece al hombre la reflexión sobre la propia existencia, su propia historia le puede llevar a plantearse bajo múltiples variantes el tema de la fe.
Encadenando pasos en este proceso, después de un interrogante acerca del sentido de la propia existencia –algo que todos acabamos por plantearnos en algún momento de la vida– surge la intuición convencida de que la fe –el creer– es algo habitual en nuestra vida y de lo cual no podemos desprendernos. Lo que desde niños aprendimos en el colegio, lo admitimos basándonos en el conocimiento de nuestros maestros; las noticias que leemos a diario en los periódicos, nuestras relaciones cotidianas, la convivencia, la colaboración con otras personas en los más distintos ámbitos de la vida…, todo nos indica que no podríamos vivir si no creyéramos en los demás. Esta es la actitud desde la que intentaremos describir el posible itinerario y aplicar el valor de la fe al hoy de nuestra vida y a su sentido.
El carácter de la fe que destaca en este planteamiento es su capacidad de servir al hombre para interpretar su propio ser, su existencia, el sentido de su vida. Se descubre inmediatamente la necesidad de recuperar esta dimensión –la fe– en nuestra vida cuando nos percatamos de que el racionalismo, el inmanentismo, las ideologías humanistas reducidas a la «horizontalidad» en el modo de concebir la vida, las relaciones y el futuro han ido recortando parcelas del cristianismo abierto a la trascendencia.
No nos contentamos, además, con mostrar la licitud de la fe, ni siquiera su más que probable plausibilidad a la hora de entrar en diálogo con la ciencia y la razón, sino que sobre todo pretendemos manifestar la conveniencia y la necesidad de la fe para desarrollar en modo más totalitario las posibilidades inherentes al ser humano. Ciertamente, se trata de una opción creyente y en este sentido no de por sí universalmente aceptada. Pero la propuesta es totalmente incluyente. Nadie se puede sentir discriminado de la «práctica» de su propia condición humana. En este sentido, por distintos caminos, se puede llegar a tener experiencia personal de la fe, conciencia –subjetiva si se quiere– de estar ante una decisión íntima –racional, personal y libre– de apertura a la trascendencia.
De la libertad de la fe queremos tratar también, ya que «una de las afirmaciones mayores de la doctrina católica, contenida en la palabra de Dios y enseñada constantemente por los Padres, es que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad» (Dignitatis humanae, 10). En este sentido, la propuesta de la fe y el contenido de la misma no podrá ser sino una invitación a la fe. Desde aquí arranca nuestra reflexión. La fe como invitación, con todo lo que tiene de propuesta válida, coherente, y al mismo tiempo atrayente de por sí.
2. La fe como invitación a una relación
Todo educador en mayor o menor medida ha tenido experiencia de lo que en el joven suscita cualquier imposición que no ofrece razones. El rechazo es inmediato. Aún en el caso de ofrecer razones que acompañen aquello que el educador pretende de su destinatario, si estas razones no son convincentes desde el punto de vista del joven, el rechazo será la respuesta más lógica.
Toda acción educativa debe tener en cuenta la capacidad receptiva del destinatario y el modo, el talante y el estilo en que el educador realiza esta transmisión educativa. Con respecto a la fe y su transmisión, no basta entonces con «hacer ver» la conveniencia, racionabilidad o valor de la fe, sino que también habrá que buscar el modo de hacer que la propuesta sea invitación –que puede ser acogida o rechazada– a algo que tiene que ser aceptado y no impuesto, acogido afectivamente y no sólo intelectualmente, aplicado a la propia vida descubriendo sus posibilidades en lugar de incorporarlo al esquema personal de visión de la realidad pero en modo estéril e inoperante.
La propuesta de la fe, la invitación a creer, pensando especialmente en los jóvenes a quienes se realiza la propuesta, se formula de modo que no sólo consista en creer que Dios existe, sino más bien en captar y expresar que creer significa que nosotros existimos para Él. Se trata de invitar a creer en una manera que nos implica totalmente. La fe en Dios indica que compartimos la experiencia de tantos hombres y mujeres que nos han expresado su convicción de saber que Dios se ha interesado por ellos, la buena experiencia de saber que Dios está cerca, en modo asequible, para nuestro bien. De este modo, con tal inicio, la propuesta, la invitación a la fe se realiza mediante el relato, la narración de la experiencia de Dios que ha tenido quien realiza la invitación a creer.
En esto consiste «hacer ver» la fe. Se trata de contar la propia experiencia, dar testimonio, poner en acto los rasgos de testigo que hay en todo creyente, exponiendo dicha experiencia con la humildad que requiere saber que se trata de una experiencia personal, parcial, y por tanto susceptible de ser infravalorada o rechazada. Pero es ahí donde se hace la invitación. Éste ha sido el «método» de quienes a lo largo de los siglos «han hecho ver» su fe en Dios.
La adhesión de fe, la respuesta positiva, la aceptación de esta invitación consiste en acoger la experiencia narrada como confianza en que con un Dios así experimentado, también para mí hoy es posible entablar una relación. El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, …el Dios de Jesucristo, puede ser también mi Dios. La relación de estos y tantos otros hombres y mujeres con Dios puede ser también mi propia experiencia.
3. Existe un itinerario para cada persona
Después de la invitación a la fe, si la acogida ha sido favorable –y en esto debemos admitir procesos de acercamiento más o menos estables, reacciones más o menos coherentes, tiempo más o menos largo, con sus progresos y recesiones inherentes al mismo proceso–, se va interiorizando, personalizando el proceso de incorporación de la fe a la propia realidad. Como se ve, hay todavía una distancia entre la acogida de Dios como posibilidad y la aceptación de un modo concreto de «ver» a Dios. Los dos polos de este itinerario quedan recogidos en creer en alguien con quien se entra en relación, creer en Dios, para llegar a creer que lo que él nos revela –hablaremos del cómo y dónde se realiza–, lo que él nos ha transmitido, es verdadero.
La fe es un acto humano, que tiene su comienzo al depositar la confianza en la posibilidad de relación y encuentro con Dios. No se identifica sólo con el proceso intelectual al que en ocasiones, por rigor académico, la hemos podido reducir. Aunque comprenda este proceso y en él se realice, no queda reducida a él. Tiene un carácter más global. La fe de la que estamos tratando, no se ofrece sólo o exclusivamente a la razón, al entendimiento o a las capacidades intelectuales. Si así fuera, sería una reducción a algo demasiado irrelevante para los jóvenes de hoy, que rechazan no sólo las imposiciones, sino también las propuestas no atrayentes.
La fe es una invitación a toda la persona a entrar libre y enteramente en relación con Dios. Esta relación se establece –también– acogiendo lo que Dios nos comunica, pero será el paso posterior. Precisando un poco más diremos que Dios no sólo comunica contenidos que creer… sino que ante todo se comunica a sí mismo como Aquel en quien creer. Vemos así que la aceptación de la fe significa iniciar un proceso que tendrá distintas etapas, graduales y progresivas.
La manera que tiene Dios de comunicar es dándose, haciéndose don. La comunicación de Dios, la comunicación que Dios mismo es deviene salvación para el hombre que le acoge y le acepta. La acogida de la posibilidad de la relación con Dios es posible porque aparece cuando el hombre descubre que es razonable creer en Dios; es decir, creer que él existe. Este sería el primer aspecto o paso referente al modo de afrontar la presentación de la fe. Aquí se descubre que la posibilidad de la fe puede resultar importante incluso para la realización personal.
Los pasos del proceso de aceptación de la fe son tres, y ya aparecen en la tradición de la Iglesia a lo largo de tantos siglos y manifestados en la experiencia de tantas personas que han relatado su relación personal con Dios. Se trata de los tres aspectos de la fe que empezando por creer que hay Dios –creer que Dios existe; llega a una segunda etapa en la que se puede creer a Dios: consiste en creer en su palabra, en el contenido de su revelación– y concluye de modo definitivo en el concepto bíblico más amplio y totalizador de creer en Dios como quien da sentido a la propia existencia. Creer en esta última acepción será la fe enteramente cristiana, la fe propiamente liberadora y llena de sentido para la vida.
4. La fe presentada y acogida como salvación
A las nuevas generaciones juveniles se les inicia en el camino de incorporación de la fe en la propia existencia desde una invitación a creer en un Dios personal, y a iniciar una relación que no deja de lado sino que pone en el centro la admiración, el reconocimiento y la personalización de trato. Hablar de fe con los jóvenes hoy significa reconocer al Dios viviente, que comparte realidad en la existencia junto con tantas otras experiencias. Lograr que los jóvenes encuentren en la fe un valor que ayude a interpretar la propia vida, no puede por menos de ser liberador.
Quien entra en diálogo con Dios en la fe y va profundizando esta relación interpersonal con él, de algún modo establece una respuesta progresiva a la primera y originaria cuestión que Dios plantea a todo hombre creer en él. Dios tiene la iniciativa de entrar en relación con su criatura. Dios pronuncia la primera palabra, y ésta es una palabra de amor, de alianza, de interés y preocupación –desvelo– por el hombre. Todos estos aspectos de la comunicación de Dios al hombre se recogen en la tradición cristiana como salvación, como liberación plena del hombre para que ame, para que en su historia descubra huellas de Dios que le remiten continuamente a un encuentro.
Para los jóvenes de hoy, sirve ante todo el planteamiento de un esquema de propuesta de vida, de sentido de la propia existencia en el que se realice una práctica liberadora desde la fe, desde el diálogo y la relación con Dios. Las claves de la salvación liberadora tendrán en cuenta a los protagonistas, Dios y el hombre; y también tendrán en cuenta los contenidos de esa relación, la liberación-salvación.
La fe conecta de modo inexorable con la práctica, con la vida que se vive cotidianamente, desde la condición humana, que es al mismo tiempo, naturalmente, historia y ésta de salvación. Dicho de otro modo: para los jóvenes, inicialmente la fe no es, no pueden ser las fórmulas, el catálogo de verdades a creer para llevarnos al conocimiento de Dios. Con los jóvenes, progresivamente, hay que ir más allá de la adhesión a una serie de verdades –a veces el punto de partida del conocimiento de y sobre Dios– para llegar a que la fe sea cada vez más reconocimiento del camino para acceder a Dios y encuentro con Él.
5. La práctica de la liberación desde la fe en Jesucristo
En la vida de cada persona que inicia la relación de encuentro con la fe como opción libre de acogida de la invitación a la relación con Dios –así hemos expuesto la comprensión del itinerario de fe–, se sigue un proceso de búsqueda de caminos concretos, de práctica visible, tangible, comprensible para las situaciones concretas de la vida. Dios, tal y como se nos revela, no es sólo una presencia trascendente, incomprensible, sino que también ha llegado concretamente a la humanidad en su Palabra hecha carne, en Jesucristo. Es en él en quien de modo definitivo tenemos acceso a Dios.
En la predicación de Jesús durante su vida terrena, por medio del anuncio de la Buena Noticia, y mediante el anuncio de sus discípulos y seguidores de su presencia como permanente posibilidad de encuentro por su espíritu vivificado, encontramos el modo positivo y estimulante de propuesta para la aceptación de la bondad, la belleza y la verdad de Dios; la Bondad, Belleza y Verdad que Dios mismo es. Jesucristo con su encarnación posibilita que el hombre se haga como él, lo cual comporta la máxima expresión de la adhesión de fe, la acogida radical en la propia existencia de la acción de Dios. Esta actuación se descubre liberadora y salvadora para el hombre, para el joven en particular.
Por esto, desde la clave de cristificación del hombre, la realidad de la liberación debería ser contenido fundamental de toda transmisión de la fe en la actualidad. Todos los anhelos del hombre –del joven en particular– se pueden sintetizar en lo que expresan ideas tales como «deseo de libertad» o «búsqueda de liberación». Ante el hecho de la fe, las posibilidades son numerosas. La fe es liberadora porque, si es auténtica, es un acto humano, un acto que pertenece a nuestra estructura humana, capaz de dar sentido y plenitud a su existencia.
Algunos rasgos de la liberación que supone la fe se recogen –y actualizadas siguen siendo válidas– en la experiencia que narra el pueblo de Israel en el Antiguo Testamento: la fe como respuesta integral a Dios, porque genera seguridad y confianza en quien se apoya en Dios. Creer en Dios, tener fe en él significa apoyarse en él: Abrahán, por ejemplo, se fía, confía en la promesa de Dios, cree en Él (Gn 15,6). En el itinerario de educación en la fe, descubrir gradualmente el aspecto de la confianza en Dios como apoyo en los distintos momentos de la vida, encontrar en Dios ese amigo que camina a nuestro lado e incluso precede nuestros pasos, aquél en quien se puede confiar y aquél en quien la confianza es criterio de la relación.
Con Jesucristo se produce el paso decisivo en el camino de la fe. Se unen la historia de la salvación, que envuelve a los hombres desde la creación, con la encarnación de la Palabra de Dios: Dios en nuestra historia, Jesús de Nazaret, Dios con nosotros. Todo lo dicho hasta el momento encuentra desde Jesús su máxima posibilidad de realización. El proceso de la fe en Dios, creer en él resulta mediado por Cristo. Él se presenta como el mediador entre Dios y los hombres. Por tanto, la categoría de mediación cristológica resulta fundamental en el proceso de incorporación de una fe liberadora.
En la medida en que Jesús vaya estando presente en la vida del joven, del creyente en general, su función mediadora será más relevante. En el acercamiento a la figura de Jesús se produce el conocimiento que da su seguimiento como actitud vital de acogida operativa de la fe. Toda persona que se relaciona con Jesús, entrando en contacto bien con su palabra, bien con su mensaje o sus ideales presentados por sus seguidores, comienza a desplegar el proceso de integración de la fe profundizando en el conocimiento de Jesús y en el compromiso que con él se puede llegar a adquirir.
La fe hecha vida tiene su fundamento en Jesucristo. Él es su objeto y su fin. En Cristo, mediador de la fe, Hijo de Dios hecho hombre, se nos manifiesta la totalidad del misterio que Dios es. Es él, Cristo, el que ofrece la mayor liberación salvando mediante la unión de todos los hombres con Dios. “Dios envió a su Hijo… para que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!” (Gál 4, 4-6).
La adhesión vital al contenido del mensaje de Jesús constituye el mayor grado de práctica de la fe en clave liberadora. La fe es liberadora si consigue realizar en el hoy del creyente el proyecto de vida anunciado por el mensaje de Jesús, recogido en su propio devenir histórico: el anuncio del reino de Dios, la proclamación del amor del Padre, su muerte y resurrección y también los rasgos de su personalidad, por la que se manifiesta la calidad de la presencia de Dios.
La fe como proceso humano es relación con Dios en el sentido de haber sido suscitada por Dios, como es suscitada la existencia, y actualizada en la palabra y la actividad de Jesús. Debemos considerar que la fe nace de la atracción que el Padre por medio de su Hijo Jesucristo, ejerce invitando al hombre a asociarse a su vida, ofreciéndole realización plena: salvación.
Recapitulando, se establece que a partir de la acogida de Dios en la propia existencia y al hacer explícita esta acogida con la incorporación del contenido del mensaje de Jesucristo, se puede ir gradualmente dando pasos hasta una incorporación de la dimensión de fe a la propia existencia. En este sentido, la vida de fe aportará al creyente una largura, una profundidad y una altura que completen su itinerario de liberación de todo cuando impide y aparta de la propia realización como persona –ya entendida en la órbita de Dios– y libere para que esa presencia de Dios sea más explícita en la propia vida.
6. Las razones liberadoras de la fe
Es conveniente destacar que la vida de fe despliega toda su potencialidad en colaboración con las posibilidades humanas, sin porfiar con ellas; no sustituye ni solapa las razones que ofrece la propia naturaleza para vivir coherentemente desde la aportación intelectual. Sin embargo, la vida de fe aporta una saludable apertura a una realidad que no es meramente empírica; apunta a la trascendencia sin por ello perder su virtud intelectual. Lo contrarío sería una especia de mística irracional, al margen de las zonas intelectuales, que sin el sometimiento a la verdad y la necesaria verificación en la realidad conduciría a una irrelevante actitud de cómodo fideísmo, difícil de justificar.
A pesar de que las razones para creer no dispensan del acto de creer, la fe tiene que ser razonable y razonada para que sea acto humano. Conviene tener en cuenta este aspecto a la hora de proseguir un itinerario de fe con los jóvenes que tenga garantías suficientes de ser correcto. Sin embargo, no se trata tampoco de un exclusivo proceso intelectual. Es necesario que los acompañantes de los procesos de educación en la fe sean conscientes de este difícil equilibrio. Para eso, debe quedar claro que hay que integrar dos aspectos: la actividad humana y la iniciativa de Dios.
Contrariamente a lo que se puede considerar, el proceso de formación de la fe no es una huida, un no ver –o no querer ver– la realidad por no querer hacerse cargo de ella. La formación y la educación en la fe es una actividad por la que la persona llega a hacer suyo el pensamiento de Dios. Acoger la palabra de Dios, la presencia de Dios –su posibilidad al menos– no significa ni mucho menos que se esté renunciando a la búsqueda personal de la verdad. Se busca la verdad accediendo a la perspectiva de Dios sobre ella. Ciertamente, con esto establecemos lo que consideramos presupuestos irrenunciables desde los que construimos nuestra estructura liberadora desde la fe: el hombre es espíritu infinito y tiene capacidad de relación con Dios; es apertura a Dios. Por esta razón surge la necesidad de hacer que la fe aparezca ante los jóvenes en acto, explícita, y no en un compendio de fórmulas.
Sólo así la fe será capaz de afrontar los problemas de la existencia sin evadirse de ellos y sin privar a la persona de ninguna de las posibles competencias humanas con respecto a su condición de ser en el mundo.
La fe integradora logra mantener unidos ambos aspectos de actividad humana iluminada por la fe y de presencia de Dios que dinamiza las potencialidades humanas. Este modo de proceder evita algunos de los escollos mayores a la hora de incorporar la fe a un modo de ver, experimentar y estar en el mundo de espaldas a Dios. Este fenómeno actual de irrelevancia de la fe, quizás ha podido estar influenciado por una transmisión de la fe que no ha llegado a suscitar adhesión y afecto en el creyente; ha podido ser decisiva en la escasa relevancia de la fe la falta de credibilidad de sus principales transmisores; y por último, es posible constatar también que nuestro mundo actual carece de una adecuada presencia de Dios tal vez debido a que en tantas ocasiones se ha predicado a un Dios sin referencia al mundo.
La fe, como respuesta a la llamada gratuita de Dios sigue siendo una respuesta humana a una llamada que tiene su origen en Dios. Al darnos cuenta de esto, desde el punto de vista de la praxis, podemos afirmar que el objeto propio de la fe es Dios mismo, y no la idea que de Dios podamos tener. La razón definitiva de la fuerza liberadora de la fe consiste en su propia razón de ser. La fe, acto humano, tiene su origen en Dios, de quien emana. Proviene de Dios con poder de salvación y de liberación para el hombre. Acoger desde la fe el acontecimiento de la resurrección de Jesucristo es posible por la misma fuerza que lo resucitó. Sólo así la adhesión por la fe a Jesucristo podrá tener un valor salvífico y liberador.
7. Dimensiones prácticas de la fe para dar sentido a una vida
Como educadores de la fe de los jóvenes, nos damos cuenta de la enorme dificultad que existe a la hora de hacer un trasvase de todos estos contenidos de la fe y sus mecanismos de transmisión a las mentalidades juveniles tan poco acostumbradas a estos razonamientos y a cuestiones concernientes al sentido de la vida.
Conscientes de esta dificultad, resulta en cierto modo un reto aplicar algunas de las pautas que a modo de sugerencia proponemos. Son insistencias en un itinerario que se desarrolla gradualmente: del planteamiento de fe en la propia existencia hasta la acogida de Jesucristo como criterio de discernimiento en las situaciones de la vida. En la medida que se vayan viviendo estas dimensiones, se irá afianzando la fe en el joven, ya que una fe que no se cuida, y este cuidado es permanente, acaba por languidecer y quedar reducida a la irrelevancia.
No bastará con realizar la primera fase del itinerario de educación en la fe. Una vez acogida la posibilidad de creer; tras haber establecido una relación de amistad con Dios y haber admitido la necesaria complementariedad de las potencialidades humanas y la fe, tras identificar a Cristo como el medio y contenido fundamental de la fe, hay que proseguir el itinerario de incorporación de la fe iniciando una segunda fase de crecimiento hasta la madurez. Indicaremos a continuación algunos aspectos que pueden contribuir eficazmente a este crecimiento.
7.1. La fe se celebra en comunidad
La primera dimensión que se descubre en la vida de fe y que resulta importante a la hora de la propuesta a los jóvenes es la dimensión comunitaria. Ninguno vive sólo su fe. Comenzando por la relación que entabla con el mismo Dios, también desde la fe se establecen relaciones con los demás creyentes. Este proceso, normalmente desemboca en una vivencia de la fe que se alimenta en la vida comunitaria, una fe que se comparte. La fe contiene en sí posibilidades que van gradualmente favoreciendo el crecimiento. Por la fe se llega a compartir en comunión la vida de Dios. Creer en él y en la realidad del encuentro con él pasa por la consideración de la fe como vehículo para el amor y la libertad.
Desde el encuentro con Dios se abren las posibilidades del encuentro con los demás. Y viceversa. Compartir con otros la experiencia de fe en Dios crea comunidad y desde la propia fe se descubre una vocación de encuentro, de convocación, de Iglesia. La fe aparece entonces en una dimensión eclesial irrenunciable, ya que la fe no es posible sino en y por la Iglesia. Así entendemos el testimonio de Cristo garantizando que «donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).
Se hace necesario en este punto hacer una referencia a la mediación eclesial como aspecto fundamental del crecimiento en la fe. La Iglesia, comunidad de creyentes, desempeña una función pedagógica para la fe. En la Iglesia, en la comunidad, la fe se alimenta, se robustece y se expresa. Nos referimos a una dimensión importante en todo itinerario de fe: la dimensión celebrativa. Es en la comunidad eclesial donde se proclama y se ilumina la vida con la Palabra de Dios, se explica su sentido y se despierta la fe. Esta dimensión celebrativa es expresión de la salvación.
Se debe tener en cuenta en el proceso de maduración de la fe de los jóvenes el delicado momento de la incorporación a la comunidad. Se trata de un proceso que hay que acompañar y cuidar especialmente. Una acogida gradual, progresiva y sensible a los itinerarios de fe es fundamental a la hora de integrar a los jóvenes en una comunidad. Cuando esto se produce, y el joven está en condiciones de celebrar la fe en comunidad, se puede tener cierta garantía de un proceso de educación en la fe desarrollado en su totalidad.
Dentro de la celebración comunitaria, eclesial, convendrá tener en cuenta la dimensión sacramental, ya que es en la comunidad y para la comunidad donde se celebran los sacramentos. Si con la incorporación a la comunidad se considera avanzado el proceso de itinerario de fe, por la celebración y plena participación en los sacramentos, se considera desarrollado el proceso de plena incorporación a la comunidad creyente. En este aspecto, resulta indicativo que la celebración de los sacramentos no «da» la fe, sino que la supone aunque la robustece y la alimenta. Por esto el proceso de itinerario de fe lleva a la comunidad y a la celebración, pero no puede quemar etapas ni anticiparlas.
La incorporación plena a una comunidad que celebra su fe se realizará en el momento oportuno. Tal vez gran parte de la actual confusión en cuanto a la praxis sacramental provenga de la insuficiente educación en la fe de quienes reciben los sacramentos. Abriríamos un largo debate, aunque en este momento nos basta con afirmar en coherencia con nuestra propuesta de itinerario que no resulta convincente la incorporación de los jóvenes a la vida plena de la comunidad por otras razones que no tengan en cuenta el grado de asimilación y vivencia de la fe.
7.2. La fe se expresa y se alimenta en la oración
En la comunidad creyente se establecen y se deben garantizar momentos intensos de oración, en los que la educación de la fe comienza a producir sus efectos en la vida de los jóvenes. En la experiencia de la oración se abren los ojos sobre la realidad de Dios y el misterio que es la propia existencia. En la oración se ofrece y se recibe el testimonio de quienes se van preguntando ante Dios por el misterio que se alberga en cada ser humano y expresan con sencillez cómo se orientan en la vida desde Dios. En la oración se da la percepción de que la fe es obra de la voluntad que Dios tiene de amarnos con un amor personal. La oración será integrada en la propia vida cuando lleve las experiencias cotidianas ante Dios y desde Él se abra al compromiso por los valores del Reino.
La oración, como expresión de la fe que escucha y reflexiona ante Dios, permite plantear cuestiones que escapan a la cotidiana inmanencia. Permite plantear la cuestión del más allá, la apertura al infinito, el rechazo de la finitud como límite de la existencia. La oración enseña a ver nuestra propia existencia con los ojos de Dios, desde la fe. Y esta nueva visión sana de las cegueras de las que con tanta frecuencia en el mundo actual somos portadores: cerrarnos al misterio, no valorar en profundidad al otro, no conocernos a nosotros mismos, no saber leer los signos de los tiempos. Ver con los ojos de la fe, en la oración, lleva a descubrir las nuevas posibilidades que el Espíritu de Dios ha puesto en nosotros. La fe nos abre a la posibilidad de un nuevo modo de vivir, esperar y recrear nuestra existencia desarrollando al máximo nuestro ser humano.
- 3. La fe compromete en solidaridad
Desemboca este itinerario de incorporación de la fe en un compromiso ético de vivir conforme a lo que se experimenta en la relación –libremente aceptada– con Dios. La fe que se vive hace de la propia existencia un motivo viviente de credibilidad. La vida en relación a la fe pone en acto la acogida que se hace de Dios. En cierto modo se entra en una dimensión de compromiso en el servicio a la fe. Servidores de la fe, puestos a su servicio en el sentido de seguir coherentemente cuanto desde ella se ha reconocido.
La adhesión de fe a la verdad de la revelación de Dios es acompañada por un comportamiento consecuente. Surge el compromiso, la alianza con el Dios que se nos ha revelado y cuyo mensaje hemos acogido vitalmente. Acoger a Dios en su Palabra afecta la existencia del creyente en la medida en que hace surgir lo que está enunciando. Se trata del valor de la Palabra pronunciada por Dios, capaz de transformar, liberándola, la existencia del hombre.
La fe en Dios compromete liberando. Uno de los servicios que presta es el de la verdad. Una fe profunda, sincera y auténtica está al servicio de la verdad y no renuncia a ello. Desde aquí surgen importantes aplicaciones para la propia vida. Son los jóvenes quienes de manera más atrevida afrontan el desafío de la fe para cambiar tantas estructuras injustas, comprometiéndose en proyectos de solidaridad con los más necesitados, a partir de las denuncias que la fe realiza de las situaciones de insostenible injusticia.
- 4. La fe ofrece razones para vivir y esperar
Dirigiéndonos hacia una conclusión, es importante destacar que la fe no cercena, no disminuye las posibilidades humanas, ni las sustituye. La fe incorpora a la existencia nuevas razones integrantes, sean espirituales, orantes, comunitarias, solidarias…, que desde la fe abren el horizonte a veces tan reducido y minimizado. La fe produce una recreación de la propia existencia. Desde Dios, en diálogo, armonía y encuentro con Él, el hombre –el joven de hoy– encuentra su posibilidad de realización, de afirmación infinita. Desde la fe permite descubrir la novedad de la existencia cuando lanza hacia la libertad de ser felices desde el proyecto de Dios que no deja de ofrecer su amor gratuito y salvador. Dios es capaz de seducir con su proyecto una vez que ha sido aceptado el desafío de entablar con él una relación de amistad, que llamamos fe.
Tal vez por esto merezca la pena iniciar itinerarios de acompañamiento de la fe que lleven a los jóvenes a preguntarse si no estaría bien dejar a Dios un espacio en la propia vida. Este sería el comienzo de una Buena Noticia de salvación. n
Francisco Santos
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