Mientras Almodóvar empieza a rodar La mala educación, una película que parte de los colegios religiosos españoles en los años cincuenta del siglo XX, el siglo XXI se inicia con la pérdida de la educación. Y no de la mala o de la buena educación, sino de la misma educación que, bien o mal, ordenaba la conducta, establecía normas de buen gusto y, al cabo, enlucía el trato social.
Frente a aquella educación impartida en la escuela, en la iglesia o en las familias, se ha extendido la falta de educación de manera que tal como si asumir aquellas reglas fuera reproducir la subordinación jerárquica, la alienación religiosa o la opresiva diferencia sexual, la difusión de la democracia ha coincidido con el desarme de las formalidades y, al cabo, con el triunfo de lo más vulgar. La telebasura en la televisión, el lenguaje fétido, el amor burdo, el sexo chacinero, se corresponden con la divulgación de la literatura barata, la comida prefabricada o el relativismo moral que, en definitiva, componen el obligado detritus de la democracia. Un efecto que despide la democracia a su alrededor, tal como las basuras cósmicas siguen pegajosamente la órbita alrededor del planeta cuando el planeta, a través del progreso, segrega insoportables chatarras. La tendencia a la igualdad sería pues una condición fundamental del sistema democrático pero al lado de este logro benéfico, la igualdad total (entre padres e hijos, maestros y alumnos, hombres y mujeres) provoca una ofuscación de fronteras, un tremedal de balbuceos, donde crece fácilmente el desatino, la espesura soez y el antiguo olor a mierda.
Entre los hombres, durante el auge del machismo, era relativamente corriente entretenerse con un lenguaje salaz y sazonado a propósito de las sabrosas anfractuosidades femeninas de la carne. Se suponía que entre las mujeres no ocurría nada semejante y, ciertamente, el pudor introducido como yerba aromática en la educación de la mujer desempeñaba un gran papel de defensa. Pero también el pudor, formando parte de la educación general, sofrenaba la lengua de los hombres ante la presencia de mujeres. De esa manera, en las dos terceras partes del tiempo intersexual, se hablaba con ciertos cuidados. ¿Con represión? La educación poseía el freno de la represión, el estímulo de su prestancia y el fulgente bisel de la diferencia.
La diferencia entre los mundos masculino y femenino como las diferencias entre el superior y el inferior, el progenitor y el vástago, el profesor y su pupilo, fomentaba la vigencia de la educación. Sin embargo, el empleo del tú en vez del usted como barato salvoconducto en los años ochenta borró la zona intermedia y sus atributos formales hasta que, poco después, la gloria de la igualación sexual hizo del pudor un factor que, de manifestarse, necesita justificación. Sin pudor, tanto él como ella hablan hoy el mismo lenguaje en cueros y, simultáneamente, desaparece la institución femenina como inspiradora de revestimientos asociados al gusto, a la moralidad y a su sexualidad. Una sexualidad femenina que siempre fue más delicada o valiosa y que operaba dentro de una apropiada educación. Pero ¿qué? ¿Cómo seguir igual? ¿Cómo hablar ahora de un valor desigual entre sexualidades? ¿Cómo distinguir entre el proceder de uno y otro sexo olvidando los derechos indistintos?
No estableciendo lindes, la educación se sostiene mal. Tiende a aparecer más como un vestigio de tiempos pasados, confundible con el reino del patriarcado y asimilable a la odiosa sociedad autoritaria, que compatible con el allanamiento de niveles. ¿Vivir sin educación, por tanto? ¿Disfrutar de la ausencia de formalidad? Lo chocante ahora es que desprovistos de educación, manoteando en la chocarrería, pringosos de sexualidad indiferenciada, el mundo agobia casi tanto como en los tiempos de la etiqueta burguesa. Algo, en consecuencia, habrá que introducir para volver a encantar el mundo, depurarlo de sus pestilencias y la vulgaridad a granel. De otro modo, la democracia acabará con nosotros, uno a uno, supuestamente iguales entre sí y ahogados en lo peor de la convivencia.
VICENTE VERDÚ
EL PAÍS, 13-06-2003
Para hacer
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¿Qué consecuencias se casa de lo que dice? ¿En qué tendríamos que cambiar nosotros?