LA MUERTE Y LA DONCELLA

1 diciembre 1998

(Escrito el 30 de octubre de 1998, horas después de que los tribunales ingleses dieran carta blanca a A. Pinochet). Desde que llevo ocupándome de esta sección, tengo acumuladas en el cajón de la memoria una serie de películas-talismán sobre las que desearía escribir y a las que, sin embargo, no me atrevo a acercarme. Se trata de piezas que, por su especial intensidad, me resultan tan atrayentes como incómodas, me invitan tanto a la palabra crispada como al silencio. Aguardan, pacientes, una bocanada de historia que las haga regresar desde su condición de celuloide varado a las aguas turbias de la candente realidad. Sólo entonces recurro a ellas, cuando algo enciende la luz de mi conciencia y me espolea la voz. Entre estas cintas tan significativas para mi sensibilidad personal se encuentran títulos como Niños robados, Before the rain, Hombres armados, Un lugar en el mundo, Y la vida continúa y otras, en las cuales se abordan temas que me afectan tanto que, con tocarme los ojos, llegan a revolver íntegramente la trastienda de mis principios.
La muerte y la doncella pertenece a esta selecta recua de imágenes cuya visión me provoca goce y dolor en idénticas proporciones. En esta película de Polanski se nos cuenta una historia, por desgracia, permanente­mente actual: en un lugar inconcreto de Sudamérica, una mujer (Paulina), torturada y violada durante el régi­men militar que asoló hace escaso tiempo a su país, cree reconocer por la voz al médico (Dr. Miranda) que dirigió y ejecutó, quince años atrás, esas aberraciones. Ahora la nación vive en una democracia incipiente, en la que se ha decidido sobreseer todos los casos de delitos que no culminaran con la muerte de las víctimas. El marido de Paulina (Gerardo) es el abogado elegido por el Estado para presidir una comisión investigado­ra de los casos de tortura que concluyeron de forma fatal. Los tres personajes coinciden, casualmente, una noche tormentosa, en la casa del matrimonio. Allí, Paulina, después de apresar al Dr. Miranda y someterle a una serie de vejaciones, se dispone a abrir una suerte de proceso pseudolegal para reemplazar ese juicio real que nunca tendrá lugar. No obstante, el doctor defenderá con encono su falta de implicación en los hechos imputados…
A partir de este planteamiento, en una atmósfera opresiva, con la única comparecencia de estos tres per­sonajes, de fuerte componente simbólico (la víctima, el presunto verdugo y el representante de la justicia), la película desgrana con contundencia, lejos de cualquier esquematismo, las tirantes relaciones cruzadas: la alianza matrimonial, los hilos de la justicia y los muelles del poder se entremezclan y se tensan hasta el mismo límite de su resistencia.
Indudablemente, la situación admite innumerables y sugerentes posibilidades de tratamiento que Polanski no desaprovecha. Si el suspense de la película se sostiene sobre la incertidumbre de la participación del doc­tor Miranda en los sucesos, sólo resuelta (de forma inteligentemente ambigua) al final, esta intriga abre paso a otros temas de hondo calado:

  • Tras el fin de una dictadura, en un país aún dividido, una vez instaurada una tambaleante democracia sostenida por aministías de dudosa catadura, ¿qué opción tomar respecto al pasado: la memoria o el olvido? ¿Se deben reabrir los viejos expedientes con el fin de esclarecer la verdad y sentar justicia, aun a costa de la estabilidad conseguida delicadamente? ¿O es preferible echar arena, tragar saliva y zanjar una etapa históri­ca sin mirar atrás, en aras de un futuro mejor? Polanski, en La muerte y la doncella, apuesta por un complica­do equilibrio entre estas dos salidas: para seguir en pie, se necesita que prevalezca la memoria entre los algo­dones de un generoso e imposible afán de olvido.
  • Frente al criminal, el terrorista, el dictador, cuando la justicia se muestra insuficiente, ¿qué actitud tomar? ¿La venganza, el terrorismo de estado? ¿O la protesta, la búsqueda de la retractación, el perdón? Paulina evo­luciona desde el odio y la impotencia (desea violar y ejecutar al criminal) hasta un cierto equilibrio psíquico y moral: en la escena definitiva, se conformará con enfrentar al verdugo a la vileza de sus actos, como forma global de autoliberación e, indirectamente, como vía de redención del culpable.
  • La película ilustra cómo el poder engendra, en quienes lo ejercen, una extraña fascinación, una fuerza que degenera con extraordinaria facilidad en abuso. Al que detenta el poder (el doctor Miranda en el pasa­do; Paulina en el presente) le resulta sencillo y atractivo humillar al desposeído de él…

(Ojea cualquier periódico y saca tú mismo conclusiones).

JESÚS VILLEGAS

 

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