La praxis e identidad cristianas: el cambio de un modelo

1 octubre 2000

PIE AUTOR:
Juan Antonio Estrada es profesor de la Universidad de Granada.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO:
Los profundos cambios culturales que culminan en el siglo XX han provocado una no menos profunda crisis en el catolicismo. De ahí la urgente «necesidad de reorientar la praxis cristiana de cara al tercer milenio». El autor afronta esta temática sugiriendo un «cambio de modelo» en la identidad y praxis cristianas que, en definitiva, oriente la fe en la dirección de una verdadera «opción por la vida».
 
 
El último siglo del milenio se inició con un anuncio drástico: el de la muerte de Dios en la conciencia de Occidente. Nietzsche, que murió en mil novecientos, fue el visionario que supo captar el proceso que se había iniciado en Europa. La fe en Dios ha sido el eje vertebral del Occidente cristiano durante casi dos milenios. La religión ejercía funciones esenciales en la sociedad y respondía a las preguntas últimas del hombre sobre el sentido de la vida, el significado de la muerte, y los valores orientadores de la conducta moral y la praxis social. Además ofrecía motivaciones para afrontar el sufrimiento y luchar contra el mal, y aseguraba la cohesión social y una identidad individual clara y estable. Por eso, la religión era necesaria e irreemplazable. No había alternativa alguna que pudiera suplirla y toda la cultura era inevitablemente cristiana. De ahí, la importancia de la muerte de Dios que dejaba de ser el referente personal y cultural en torno al cual se había construido Europa y Occidente. Nietzsche lo comparaba a la caída del sol, que arrastraría consigo al sistema que se había formado en torno a él.
 
 

  1. Los cambios del catolicismo en el siglo XX

 
La muerte de Dios en la cultura occidental se integró en un proyecto humanizante: la religión aparecía como un residuo arcaizante y obsoleto que limitaba el progreso. Había que superar la dependencia religiosa en pro de la autonomía del individuo. Desde el siglo XIX hemos pasado de la teodicea (justificación de Dios por el mal ante el tribunal de la razón) a la antropodicea (como Dios no existe, el hombre es el único culpable); de la fe en la providencia a la lucha por la sociedad emancipada; del dios creador al hombre demiurgo que ordena el mundo y le da un sentido. La fe en Dios ha dejado paso a la fe en el hombre, en sentido amplio (la humanidad, la patria, el pueblo, etc).
 
De ahí, el doble proceso de secularización y de laicización de la cultura. El primero ha estado marcado por la creciente pérdida de influencia de las iglesias en la sociedad, el segundo por la relegación de la religión al ámbito privado y el rechazo de un Estado confesional y una religión oficial. La autonomía del ciudadano respecto de la autoridad religiosa llevaba consigo una dinámica individualista y antiinstitucional. De hecho, en el siglo XX ha triunfado el protestantismo dentro del mismo catolicismo, en lo que concierne a la emancipación del individuo respecto de las autoridades e instituciones eclesiásticas.
Prolifera un cristianismo selectivo, algunos lo denominan consumismo a la carta, en el que cada uno se queda con lo que le resulta más aceptable de la oferta católica, tanto a nivel teórico como práctico, e ignora todo lo demás, Más que cuestionar o impugnar lo que resulta menos convincente de la Iglesia, como ocurría con la contestación de los años sesenta y setenta, se ignora y se prescinde de ello como si no existiera.
 
A esto se añade el anticlericalismo de una gran parte del pueblo que, al menos desde el siglo XIX, ha acusado a los clérigos de colaborar con los poderes económicos y políticos para controlar a los ciudadanos y limitar al máximo los movimientos de emancipación social y económica. De ahí la importancia de un Estado neutro e incluso indiferente a lo religioso y de una iglesia que, poco a poco, ha ido perdiendo privilegios seculares. A la emancipación del obrero ha seguido la de la mujer, y en ambos casos se ha chocado con la resistencia de amplios sectores de Iglesia.
El problema hoy se concentra en la problemática de los derechos humanos dentro de la Iglesia, en la emancipación de los laicos respecto de una iglesia clerical, y de las mujeres respecto de una institución masculina y machista. La jerarquía ha asumido teóricamente la doctrina de los derechos y dignidad humana, pero ni el Estado del Vaticano ha firmado la carta de las Naciones Unidas sobre los derechos del hombre, ni ha asumido sus consecuencias a nivel interno para la misma Iglesia. El reconocimiento de las emancipaciones modernas se da a nivel teórico más que práctico, y se relega para la sociedad civil en lugar de afectar a la misma estructuración de la comunidad eclesial.
 
En este contexto se constata una profunda crisis del catolicismo. El esfuerzo de actualización («aggiornamento») y de diálogo con la modernidad, que intentó en el concilio Vaticano II, ha sido en buena parte neutralizado y ha sufrido un estancamiento en las últimas décadas. El mejor símbolo de esto es la beatificación común del papa más representativo del diálogo con el mundo moderno, Juan XXIII, con la del antimodernista por antonomasia, Pio IX, el papa del syllabus de los errores modernos. So pretexto de corregir los excesos del postconcilio, se ha dado una reacción anticonciliar más afín con el antimodernismo de primeros de siglo que con la apertura del Vaticano II.
Estas oscilaciones doctrinales y prácticas no sólo han agudizado la inseguridad de los fieles sino que han acabado por desautorizar a la misma jerarquía ante los mismos fieles. Además, está crecientemente distanciada de amplios sectores de la teología, sobre todo en cuestiones antropológicas, en moral sexual y en la forma de comprender y ejercer la autoridad en la Iglesia y en la sociedad. La legitimación moral de la autoridad eclesial está hoy seriamente cuestionada a nivel de sociedad civil y de la misma comunidad cristiana.
 
A esto se añade, el profundo cambio social que se ha operado en el siglo que acaba. El vacío dejado por la religión intentó primero ser suplido por una moral laica, profana y arreligiosa. que criticaba el autoritarismo de la anterior. Sin embargo, de hecho, se ha pasado de una moral religiosa tradicional a un vacío moral, en el que los valores máximos son la tolerancia y la permisividad. El paso de la modernidad a la postmodernidad ha sido el de una crisis de las grandes instituciones y creencias, el de una erosión creciente de los valores y el de una progresiva manipulación de la sociedad a través de los medios de comunicación social. Los nuevos predicadores son las grandes estrellas de la televisión, la radio o la prensa.
En este contexto, la imagen de la Iglesia se torna cada vez más negativa, tanto en su doctrina como en su praxis social. Cada vez hay más presión para que se convierta en una mera institución que ofrece servicios religiosos, que proteja el folklore y la tradición, ya que la cultura popular tiene raíces religiosas, y que preste una buena asistencia a la educación y a las iniciativas de solidaridad que subsisten en la sociedad. Todo lo demás, sobre todo su actuación como instancia crítica y profética, se desautoriza y se presenta como politización inadecuada. Si la religión es un asunto privado, la actuación de la Iglesia también debería serlo, se afirma.
 
La postmodernidad vigente plantea nuevos retos y desafíos al cristianismo. Hay que dejar espacio a lo plural, contra la homogeneidad que se pretende en el ámbito intraeclesial, y abrirse a lo diferente y alternativo, contra la tendencia integrista inherente a todas las grandes instituciones religiosas. La democracia participativa es el matriz cultural de la que se parte y está muy lejana a la concepción piramidal y jerárquica que todavía hoy define al catolicismo. De ahí, que se acumulen los problemas en el cristianismo, tanto a nivel interno como externo.
Es comprensible la llamada autoritaria a cerrar filas ante una crisis que recuerda la de otros momentos de cambio en la historia, el paso al mundo moderno en 1492, el fin del antiguo régimen con la revolución francesa de 1789, o las profundas transformaciones migratorias y urbanas a causa de la revolución industrial decimonónica, Esta culmina hoy con la globalización, la mundialización de la economía de mercado, y la transformación de las comunicaciones que llevan a la aldea planetaria.
 
En este contexto, necesariamente descrito de forma muy incompleta, hay que plantearse los rasgos característicos de la praxis cristiana en un mundo en cambio y con una Iglesia dividida, insegura y también desorientada. El reto sigue siendo el de ser hijos del momento histórico que nos ha tocado vivir, el de la época postmoderna, y, desde ahí, ofrecer concreciones actuales de lo que significa el seguimiento de Jesús y una personalidad cristiana. La reformulación de la identidad personal y colectiva es inevitable porque los ciudadanos del año 2000 no pueden identificarse sin más con tradiciones y rasgos del pasado que hoy no son creíbles ni plausibles, porque pertenecen a otra época eclesial y sociocultural.
Educar para hoy con las pautas de la sociedad de nuestros abuelos, e incluso de nuestros padres, está condenado al fracaso, porque el siglo XXI que iniciamos ha operado una profunda ruptura con la sociedad decimonónica y la primera mitad del siglo XX. Es evidente que hay tradiciones y contenidos que hay que salvar y preservar en los cambios socioculturales. El problema está en cómo actualizarlos y transformarlos para que mantengan una continuidad con las aportaciones del pasado y, al mismo tiempo, sirvan  para la nueva sociedad emergente de hoy.
 
 

  1. Reorientar la praxis cristiana en el tercer milenio

 
El siglo XXI será religioso o no será, decía Malraux, y Karl Rahner añadía que el cristiano del siglo XXI habrá experimentado algo o perderá su identidad. Hay aquí un cambio fundamental respecto del catolicismo de los siglos pasados. Éste se basaba en la autoridad del cargo, que exigía obediencia y sumisión a una iglesia homogénea, cohesionada y con una clara ortodoxia y ortopraxis, aceptada de forma masiva y universal por todos los católicos.
Hoy faltan los condicionamientos socioculturales y eclesiales que permitan mantener este modelo. La religión se impone como una opción personal en el contexto de una sociedad plural y no religiosa. Ya no es posible identificar el proceso de socialización con el de integración en una religión que dominaba la sociedad en la época anterior.
 
Esto se nota en los diversos ámbitos de la sociedad. La educación de los hijos ha dejado de ser religiosa y crece el número de no bautizados o el de paganos bautizados en el seno de familias que limitan su especificidad cristiana a unos pocos actos puntuales.  Tampoco la educación ofrece hoy pautas válidas para las raíces religiosas, en unos casos porque no hay formación religiosa alguna en el ámbito escolar, y, en otros, porque la que se imparte es deficitaria, no actualizada o con poca irradiación y plausibilidad social.
De hecho, las generaciones más jóvenes tienen cada vez menos y más mala formación religiosa, de tal modo que podemos hablar de un creciente analfabetismo religioso que tiene serias repercusiones educativas, culturales y sociales. Este tejido social favorece la indiferencia religiosa, la increencia y el desconocimiento de la misma religión.
 
Ya no es posible apoyarse en la fe familiar ni en la escolar, como ocurría a la generación de nuestros padres. Incluso se constata un descenso en la educación en la fe dentro de la Iglesia. Cada vez hay más familias que no tienen contacto alguno con la religión y desciende progresivamente el número de personas que regularmente asisten a los sacramentos. Especialmente entre los jóvenes se nota una deserción de las instituciones eclesiales, las cuales viven un proceso de envejecimiento y de carencia de recursos humanos que es el mejor índice de que el actual modelo de iglesia, de ministerios y de vida religiosa, ha dejado de ser plausible, creíble y atrayente. Aumentan las voces sobre una necesaria refundación de la vida religiosa, ya que el modelo imperante no funciona, y sobre una reformulación de los ministerios, en contexto de una iglesia más laical y comunitaria.
 
Por otra parte, hay una búsqueda de experiencias y de modelos antropológicos, que son hoy las mediaciones esenciales para lo religioso. De la fe aprendida o transmitida se pasa hoy a la exigencia de una fe experimentada. En una sociedad sin padres, como la nuestra, son más que nunca necesarios los maestros y gurús que testimonien la fe. La generación actual de padres han dejado de ser los modelos referenciales para los hijos y han sustituido la crianza familiar por la educación en instituciones desde edades cada vez más tempranas. La disciplina y orientación normativa de los valores, que son el núcleo de una educación, ha sido desplazada por la permisividad y el dejar hacer. En nombre del respeto al otro, cada vez más se tolera el comportamiento de los hijos, sin intentar influir en ellos y ofrecerles pautas de evaluación. De ahí la desorientación e inseguridad de las nuevas generaciones, con pocos valores asumidos y con escasas orientaciones que les sirvan de criterio.
La sociedad entera se vuelve adolescente en un contexto de ausencia de modelos referenciales y de criterios normativos que sirvan de pautas de actuación en la vida. A partir de ahí, el cristianismo tiene que ofrecer una experiencia de Dios y unos modelos de identificación. Hay que testimoniar los valores evangélicos, sin confundir el respeto al otro con la indiferencia ante las conductas, que lleva al cinismo y a la ausencia de discernimiento. De ahí la importancia del testimonio público de la fe, en lugar de relegar la religión al ámbito de la intimidad y privacidad de la vida.
 
El cristianismo de hoy se mueve en un contexto misional en el que la fe ya no viene por mera inculturación social. El contexto es permisivo, pero no favorable al crecimiento en la fe. Esta sólo puede afianzarse en un entorno de celebraciones, encuentros y comunidades, en los que haya participación y confirmación en la fe por los compañeros y colegas. Es necesario experimentar la fe propia y de los otros, encontrar modelos cuya autenticidad religiosa suscite identificaciones y seguimientos, y hallar comunidades vivenciales en las que cada uno se sienta acogido y confirmado en su fe personal.
La fe tiene que basarse en la propia biografía y el seguimiento de Cristo tiene que realizarse en los acontecimientos personales de cada día. Se trata de ser persona según el modelo que nos ofrece la historia de Jesús, inspirándose en ella e intentando vivir la vida en convergencia y continuidad con el camino que él nos enseñó. El cristianismo no es un conjunto de prácticas religiosas sino una forma de vivir, un estilo de vida. Y eso sólo se logra a través de un proceso de personalización de la fe. Crecer como persona y en cuanto cristiano son dos registros de una misma experiencia.
 
 
            2.1. Rupturas y continuidades en la praxis cristiana
 
Eso supone romper con un cristianismo individualista, abrirse a expresiones comunitarias de los sacramentos y crear espacios participativos en los que se experimente a la Iglesia como una comunidad vivencial. Para ello hay que romper con el modelo actual de los sacramentos, cada vez más desfasado en sus palabras, símbolos y estructura jerárquica y clerical.
El modelo sacramental actual es el del segundo milenio, traducido a lenguas vernáculas y con reformas ornamentales que no cuestionan su orientación general. Pero ese paradigma no dice nada a los ciudadanos de hoy, ansiosos de una experiencia religiosa y de una puesta en común de la fe, que sirva de confirmación y de plataforma de lanzamiento para la posterior integración en la sociedad, sin perder las referencias cristianas.
 
Eso exige también un modelo distinto de autoridad eclesial. En una sociedad e iglesia en crisis hacen falta los profetas, los carismáticos y los creadores, como en la época de Jesús. Hay que sustituir al clérigo funcionario y al jerarca que manda sobre la comunidad, por el provocador que cuestiona los «microsentidos» de la sociedad actual (el deporte, el consumo, el sexo como fuentes de plenitud humana) y que testimonia una forma de vivir alternativa y diferente.
El ministro, hoy más que nunca, tiene que ser él mismo un místico, que ha experimentado a Dios y que ha intentado vivir los avatares de la vida desde la referencia a la historia de Jesús. Desde ahí puede actuar como hermano mayor, más que como jefe, como orientador y estimulador de la comunidad, más que como una autoridad que todo lo decide por sí mismo. La capacidad de estimular a todos y de alentar a la participación determinan hoy los rasgos de la identidad ministerial en una Iglesia con pocas comunidades vivas. Por eso es la hora de los laicos y de las mujeres, que pueden devolver a la Iglesia una impronta no clerical.
 
Ser cristiano no está determinado por la profesión de una ortodoxia doctrinal, ni por una moral acorde con los principios oficiales de la Iglesia, sino por una experiencia de Dios que tiene como prototipo la historia de Jesús. Cuando una persona se esfuerza por vivir la vida desde la doble orientación de la búsqueda de Dios y de la apertura a los otros, especialmente a los más débiles de la sociedad, teniendo como referente a Jesús de Nazaret podemos hablar de una vida cristiana, aunque haya pecados, deficiencias y contradicciones, ya que el cristianismo no es una religión de selectos sino de pecadores. El cristianismo nos enseña a dar sentido a la vida, desde la interrelación personal con Dios y con los otros.
 
La experiencia mística cristiana se caracteriza por la doble referencia a la trascendencia divina, que llevar a relativizar las realidades mundanas y las mismas mediaciones religiosas, y a la inmanencia de Dios en el mundo, que lleva a descubrirlo como presencia envolvente en la realidad, como providencia que se hace presente en lo bueno y en lo malo, y como donación y fuerza que lleva a la entrega a los demás. Es lo que la tradición ha expresado como crítica a los ídolos, es decir, a los absolutos creados por la mente humana, y como actitud contemplativa,que lleva a descubrir a Dios en el mundo y en la historia. La praxis cristiana es siempre crítica de los absolutos de cada época y encarnada en realidades y mediaciones que se convierten en signos de la presencia de Dios en el mundo.
Esa doble perspectiva es la que especifica el carácter inevitablemente minoritario del cristianismo en la sociedad actual. España va progresivamente dejando de ser católica, y los nuevos absolutos del consumo, el placer, el deporte o el mundo del espectáculo se convierten en las fuentes de sentido para muchos de nuestros conciudadanos. El cristiano tiene que relativizar esas instancias y negar su absolutez. Son la versión postmoderna del camino fácil que critica el evangelio, que lleva a la perdición y no a la felicidad.
 
Por otro lado tiene que sentir la ausencia de Dios en la sociedad, tomar conciencia de su silencio en una cultura que le deja poco espacio para manifestarse, y potenciar la nostalgia y la sed de Dios que constituyen el eje del cristianismo. Una experiencia religiosa o sacramental que no avive esa nostalgia deja de ser cristiana, ya que la búsqueda de Dios se radicaliza cuanto más genuinas son las vivencias religiosas. Las mediaciones sacramentales que saturan la conciencia y hacen que ésta se sienta satisfecha dejan de ser cristianas porque sustituyen a Dios por las celebraciones sacrales.
Por eso, el cristianismo no es una práctica religiosa, ni una ortodoxia doctrinal, ni siquiera una praxis moral concreta, sino algo mucho más radical, un estilo de vida siempre insatisfecho y buscando a Dios (experiencia mística), que obliga a tomar distancia de los absolutos culturales y religiosos.
 
 
            2.2. Negación operativa del mundo
 
Por eso, el cristianismo no es una vivencia antimundana ni ahistórica. No se trata de negar el mundo para encontrarse con Dios, sino de transformarlo («contemplativo en la acción»). La negación cristiana del mundo es operativa, práctica, profética y comprometida. Busca a Dios donde casi nadie lo busca, en las víctimas de la injusticia, en los marginados sociales, en los más débiles. Es la manera cristiana de entender al Dios encarnado y la forma privilegiada de teocentrismo: que Dios reine donde domina la injusticia, la insolidaridad y la deshumanización.
La muerte de Dios ha desembocado en una crisis del humanismo, que tenía raíces religiosas. El mito del progreso se ha desautorizado en un siglo que tiene en Auschwitz y Hiroshima sus símbolos más terribles. Hemos fracasado en el intento de la cultura de humanizar al animal, que se ha revelado como el más inteligente pero también como el potencialmente más destructor. De ahí, la conexión entre mística y política, entre experiencia de Dios y compromiso temporal, entre el discernimiento de los signos de los tiempos y la praxis operativa que lleva a la transformación de la realidad.
 
Hay que comenzar un nuevo siglo vinculando la memoria a la esperanza. La primera parte de la pasión de Jesucristo, que es el símbolo por antonomasia de la presencia de Dios en el mundo de las víctimas, y continúa con el recuerdo de tantos pueblos y personas sacrificadas a los ídolos del siglo que ahora acaba (la patria, el estado, la clase social, el partido, el progreso o las leyes inexorables del mercado). La segunda se abre a la esperanza desde el anuncio de que Dios resucitó a Jesús y desde el testimonio de sus testigos en el siglo XX (Ghandi, Bonhoeffer, Edith Stein, Lutero King, Maximiliano Kolbe, Óscar Romero, Teresa de Calcuta…) que atestiguan que Dios no está ausente en nuestra época.
El cristianismo puede seguir ofreciendo modelos y referencias de sentido muy diverso a las estrellas del deporte, el espectáculo y la alta sociedad, que nos ofrecen diariamente los medios de comunicación. Son referentes portadores de valores y testigos de un estilo de vida muy diferente «de la gente guapa» que la sociedad nos presenta como personas que han triunfado en la vida y que merecen ser envidiadas e imitadas.
 
El cristianismo no es una ONG: sin búsqueda y vivencias de Dios pierde su significación y deja de ser una buena noticia. Por eso, no se legitima simplemente como una praxis solidaria, aunque sin ella dejaría también de ser cristiano. Es una religión de mediación y de contrastes, ya que busca al Dios de los hombres y siempre concluye en que el amor y la relación con los demás son lo más importante de la vida. A diferencia de las sociedades tradicionales no parte de la seguridad que da el que la religión sea el centro de la vida y el eje de la cultura, sino que asume la marginalidad e incluso debilidad del hecho religioso en una sociedad que pasa de Dios y que pone su esperanza en otros dioses.
 
Por eso, el cristianismo en el siglo XXI será crecientemente minoritario, misional y testimonial en un mundo permisivo pero también minusvalorador de lo religioso. Probablemente asistirá al declive social, político y cultural de las grandes instituciones eclesiales, y con ella, a largo plazo, a un replanteamiento en profundidad de las estructuras, ministerios, doctrinas y praxis religiosas del catolicismo. Su fuerza estará en los grupos pequeños, en comunidades vivenciales y confirmatorias de la fe, en la presencia testimonial y pública de muchos cristianos en los distintos ámbitos de la sociedad, en la fuerza de familias que actúan como iglesias domésticas y que se esfuerzan por inculturar a sus hijos en los valores cristianos.
Será un cristianismo esencialmente laical, con ministerios mucho más plurales y heterogéneos que los actuales, y con una masiva irrupción de la mujer en la Iglesia, que llevará a darle un rostro más humano, acogedor y compasivo, en contra de la competitividad, deshumanización y aislamiento que generan nuestras sociedades de consumo primer mundistas.
 
 
            2.3. La fe como una opción de vida
 
La praxis cristiana se establecerá desde la misma experiencia personal. Consistirá en una actitud compasiva y comprometida en la actividad cotidiana y en una afirmación de Dios en lo bueno y en lo malo, viviendo la fe como una opción desde una actitud de confianza, como la de Pablo que sabe de quien se ha fiado. El Dios cristiano no es un asegurador, ni alguien que elimina los sinsabores de la vida. Desde el crucificado, se rompe la dinámica de una religión mercenaria y milagrera, que busca favores y mercedes que hagan más gratificante la vida.
Sólo queda la memoria Jesu Christi y la de tantos testigos suyos que vivieron la fascinación del crucificado y buscaron a Dios en medio de la vida. Es una praxis que pone en primer plano el carácter relacional del hombre, porque en las relaciones interpersonales se juega su legitimidad y validez. Busca a Dios en el otro y descubre al prójimo en la experiencia de Dios. Por eso vive de un don, que es una buena noticia, la de que Dios nos amó el primero, para que también nosotros aprendamos a convertirnos en un don para los otros.
 
Necesitamos un cristianismo mayor de edad, en el que la fe es compatible con las dudas y también con el miedo, como lo experimentó Jesús. Y en el que la teología no tiene respuestas para todo, mucho menos puede explicar racionalmente el porqué y el para qué del mal.
La «noche oscura» es parte integrante de la experiencia cristiana (desde Jesús hasta sus testigos actuales, tantos mártires y confesores en el siglo XX), porque el cristianismo no es una gnosis, es decir, una religión que ofrece salvación por el conocimiento, sino una praxis que humaniza al animal y espiritualiza al hombre, conjugando la tensión profética y mesiánica que acentúa la trascendencia respecto a la realidad existente, y la encarnación de Dios en los más indigentes de los hombres.
 
Ahí es donde se juega el futuro del cristianismo, su capacidad de interpelación y su viabilidad histórica. Desde ahí, tiene que surgir un cristianismo más dialogante y servicial, como lo propugnaba Pablo VI en su encíclica «Ecclesiam suam» y como lo vislumbró el concilio Vaticano II en la «Lumen Gentium».
Los cambios sociales favorecen una praxis eclesial más «católica» y universal, en la que el cristianismo europeo deja de ser norma y epítome para las otras iglesias. De ahí, la importancia de abrir espacios a las diferencias, de establecer la unidad como comunión plural y no como uniformidad, de pasar del individualismo a la experiencia comunitaria, de abrir la Iglesia a todos sus miembros y acabar con el clericalismo reinante.
 
La otra alternativa, la de la incompatibilidad entre la civilización moderna y el cristianismo, la del rechazo de la libertad religiosa y de la sociedad democrática, pertenece al pasado decimonónico y es un camino sin futuro y sin retorno posible. Hay que aceptarla como una página más de las ambiguas reinterpretaciones cristianas del evangelio a lo largo de la historia, pero carece de viabilidad, plausibilidad y credibilidad para el siglo XXI.
En buena parte, la praxis del siglo XXI consistirá en desandar el camino andado en el segundo milenio. Este comenzó con la división de las iglesias, ya desde el siglo XI, con la instauración de un cristianismo uniforme y centralizado, el catolicismo romano, y con la consolidación de un modelo cerrado y defensivo, caracterizado por los «antis» y por la aniquilación de los diferentes (herejes, infieles, disidentes, heterodoxos…).
 
La globalización, la interculturalidad, la aceptación del mestizaje cultural y religioso, la toma de conciencia de la pluralidad del mundo, hacen inviable un modelo uniforme de catolicismo como el decimonónico. Por eso, la semilla del cristianismo futuro ya está sembrada y la crisis actual es una etapa inevitable para una trasformación en profundidad. Hay que perder el miedo, que es lo que llevó a Pedro a traicionar a Cristo y a los discípulos a abandonarlo en el momento de la prueba.
La gran tentación de una época de crisis e inseguridades, como la nuestra, es la de aferrarse a un pasado que inevitablemente está ya superado e intentar imponer una identidad común y establecer una praxis autoritaria.Las épocas de transición, como la nuestra, no se superan con actitudes dogmáticas ni imposiciones desde arriba, sino que son una llamada a la creatividad y a la participación comunitaria.
 
Como bien narra una «florecilla» de Juan XXIII, no es el papa quien dirige la Iglesia, ni la última instancia responsable de ella, sino el Espíritu de Dios que escribe derecho con líneas torcidas. Si la catástrofe por antonomasia del siglo XIX, la de la pérdida de poder temporal del papa y de la Iglesia, se convirtió luego e una bendición de Dios, también podemos esperar que la crisis estructural que padece la Iglesia en el siglo XX sea la antesala de una nueva praxis más evangélica, comprometida y humanizante.
Nosotros creemos en el futuro del cristianismo, no porque tenga papas santos y ministros ejemplares, ya que siempre serán hombres pecadores como los demás, sino porque creemos que la historia de Jesús es la del Enmanuel, la del Dios con nosotros, que nos enseña una manera de ser y de vivir.
Y creemos también que es el Espíritu de Dios el que se hace presente en la humanidad y en la Iglesia, y que las preocupaciones de hoy son las semillas del futuro, que harán posible una vivencia más radical de Dios y una praxis más mesiánica y profética de los cristianos. n
 

Juan A. Estrada

estudios@misionjoven.org