La situación religiosa de los jóvenes en Europa.

1 abril 2007

Ensayo de interpretación y propuestas de acción

Juan Martín Velasco, teólogo, profesor emérito del Instituto Superior de Pastoral (Madrid)

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Tras ofrecer algunos elementos para interpretar la crisis religiosa actual, manifestada en el deterioro de las mediaciones del sistema cristiano y la consiguiente ruptura de su transmisión, el artículo aborda la necesidad de un cambio de modelo en la comprensión de la misma Iglesia, y de pasar de un cristianismo “eclesiastizado” a un cristianismo personalizado; y de proponer una pastoral centrada en el cultivo de la experiencia de fe: la fe tiene vocación de experiencia.
 
Todos los análisis coinciden en afirmar que estamos ante una situación de evidente crisis. También parece claro que esa crisis forma parte de un hecho más amplio: la crisis de las religiones establecidas y, más concretamente, de sus instituciones en la Europa actual; como parece claro que la juventud es el sector más afectado por esa crisis generalizada. La crisis tiene su manifestación más visible en el deterioro de las mediaciones del sistema cristiano: prácticas, creencias y pertenencia institucional. Probablemente pueda también afirmarse que existe un elemento que subyace a todas esas manifestaciones: la “desregulación del creer”, es decir, el hecho de que las instituciones y sus responsables han dejado de regular de forma normativa la vida religiosa de sus miembros y estos han comenzado a definir su propia identidad religiosa y a realizarla, de acuerdo con criterios personales, al margen de los criterios y las normas de las jerarquías de la institución
Los indicios más evidentes de la crisis son el hecho de que el catolicismo haya comenzado a ser minoritario en algunos países europeos y, en España, por primera vez, los jóvenes que se declaran católicos estén por debajo del 50% de la población. Este hecho ha conducido a que desde hace algunos años venga constatándose y lamentándose que en Europa se haya roto la cadena de la transmisión del cristianismo a las generaciones jóvenes, con el consiguiente peligro para el futuro del cristianismo en nuestro continente.
 

  1. Elementos para una interpretación del hecho.

 
Parece claro que el fenómeno es el resultado de una cambio histórico, cultural, social, “epocal”, como dicen algunos, cuyas raíces coinciden con el comienzo de la Modernidad y que ha eclosionado en la segunda mitad del siglo XX, al extenderse al conjunto de la sociedad el impacto de los principios que pusieron en marcha el proceso modernizador. El cambio es tan profundo y tan generalizado que tal vez pueda ser comparado con esos momentos de la historia que han constituido verdaderas mutaciones en la vida religiosa de la humanidad: neolítico, aparición de la agricultura y la domesticación de los animales y con ello “la revolución de mayores consecuencias” (M.Eliade); nacimiento de las grandes culturas de la Antigüedad, aparición de las ciudades, diferenciación de la sociedad y surgimiento de las religiones nacionales politeístas; y “tiempo eje” (K. Jaspers), en torno al siglo VI antes de Cristo, con la individualización del sujeto de las sociedades en las que nace y la aparición de las condiciones para el desarrollo de las grandes religiones salvíficas y universales que han perdurado hasta nuestro tiempo.
El aspecto más importante de la mutación que supone la Modernidad es lo que se ha llamado “la individualización del creer”, es decir, la radicalización de la toma de conciencia de la autonomía del individuo en relación con las sociedades en las que estaba inmerso y el surgimiento de las condiciones que le permitirán pensar por su cuenta –aude sapere, atrévete a pensar-, hacerse cargo de su vida, decidir por sí mismo en relación con su destino, el sentido de su vida y la búsqueda de la felicidad. Ese conjunto de factores que producen la ruptura con la visión jerarquizada de la vida y extienden la organización democrática de la vida social y, en definitiva, la superación del “antiguo régimen”. Hoy percibimos con claridad cómo la ruptura de ese antiguo régimen tenía que afectar por necesidad a la vida religiosa de las personas, dada la estrecha vinculación del cristianismo con él, no sólo por la implicación de las Iglesias con sus estamentos rectores del mismo, sino porque el sistema cristiano había interiorizado la visión de la realidad, la escala de valores e incluso el imaginario del régimen que la Modernidad venía a sustituir. Eso explica la crisis religiosa generalizada que se ha seguido de la extensión, a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, de los principios modernizadores a la masa de la población.
Pero todos somos conscientes de la enorme complejidad del fenómeno histórico que resume la palabra “Modernidad”. De ahí, también, la complejidad de sus repercusiones sobre la vida religiosa, que manifiesta la situación religiosa actual. En efecto, también forma parte de la Modernidad la toma de conciencia de la igualdad de todos los humanos por el hecho de serlo, de su dignidad, de la necesidad del respeto de los derechos humanos, y, más concretamente, de la libertad. El reconocimiento al menos teórico de estos valores pone las bases para una ética y una espiritualidad asentadas sobre principios racionales independientes de la tradición cristiana. Surge así la posibilidad de un humanismo laico, capaz de inspirar conductas de innegable valor, que en cuanto a sus contenidos ya estaba presente en la tradición cristiana, pero con el que las Iglesias no siempre habían sido consecuentes.
Este componente de la Modernidad explica la presencia en la sociedad actual, por debajo de los datos relativos a las conductas religiosas, de grupos de jóvenes que respetan y aprecian valores positivos como la tolerancia, la paz, la justicia, algunas formas de solidaridad que ejercen en voluntariados más o menos esporádicos, y, en algunos casos, manifiestan indicios de búsquedas espirituales al margen de la tradición cristiana. De ahí, la existencia de “espiritualidades laicas” o “espiritualidades sin Dios”, hecho característico del panorama de los últimos años, así como la presencia, en proporciones no desdeñables, en jóvenes alejados de toda práctica religiosa regulada, del recurso a la oración o la meditación, y su adscripción a esos nuevos movimientos religiosos que en algún país, como Alemania, han sido denominados Jugendreligionen, religiones juveniles.
Por otra parte, se ha observado de forma muy pertinente que los mismos procesos sociales surgidos de la Modernidad, que ponen en peligro y en ocasiones destruyen determinadas formas tradicionales de orientaciones y conductas religiosas, producen también sobre las personas efectos que vienen a reforzar el recurso a conductas religiosas o para-religiosas o a elementos característicos de las diferentes religiones. Así, la movilidad constante, el pluralismo de posibilidades contrapuestas, la constante necesidad de optar –consecuencias del proceso modernizador- generan en muchas personas situaciones de estrés, inseguridad, riesgo, soledad e incomunicación que les hacen desear y buscar el cobijo de una comunidad, la guía de un maestro, la seguridad de un marco de normas a que atenerse, sistemas de certezas y claridades frente al relativismo que les llevan a formar parte de grupos religiosos. Tales situaciones explican en buena medida la proliferación de nuevos movimientos religiosos, la adhesión a grupos sectarios, la constitución de grupos tradicionalistas, integristas y fundamentalistas en muchas de las religiones tradicionales y lo que ha dado en llamarse el “hecho identitario”. Más generalmente, todos estos elementos explicarían el cambio de clima en relación con lo religioso que ha supuesto el paso de la Modernidad a laPosmodernidad o Transmodernidad.
 

  1. La llamada crisis de la transmisión del cristianismo


El alejamiento de las generaciones jóvenes de la religiosidad de sus padres y maestros ha sido interpretado como “crisis de la transmisión de la fe”. No necesitamos insistir aquí en la ambigüedad de la expresión. En efecto, “transmisión de la fe” era la fórmula utilizada en los países de tradición cristiana para designar el proceso por el que las generaciones adultas de creyentes comunicaban a las generaciones jóvenes el legado del cristianismo. Tal proceso se servía, como cauces principales, de las instituciones básicas de la familia, la escuela y la parroquia. Pero en él colaboraban además, de forma implícita pero determinante, la sociedad en su conjunto y la cultura, es decir, los usos, las formas de vida, las costumbres, el imaginario colectivo, la mentalidad reinante y los marcos de valores, en una situación de impregnación al menos oficial de ambas por el cristianismo. Aunque la expresión hiciera referencia a la fe, el contenido de la transmisión era a la vez mucho más y mucho menos que ella. En realidad, abarcaba la religiosidad imperante en las sociedades tradicionalmente cristianas, parte integrante de sus formas de vida.
Por eso la llamada “transmisión de la fe” en realidad formaba parte del proceso más amplio de socialización de las generaciones jóvenes y discurría en estrecha conexión con él. El resultado del proceso podía en algunos casos propiciar la opción personal de algunos sujetos por los contenidos de esa socialización religiosa y favorecer la incorporación personal a la fe cristiana, núcleo y raíz de la religiosidad transmitida; pero podía también reducirse en otros casos a la adscripción de los jóvenes al sistema, a la institución y a las formas de vida, más o menos vagamente impregnadas de cristianismo, dando así lugar a la prolongación en sus formas de vivir de un cristianismo oficial, convencional y casi meramente “sociológico”.
Tal proceso ha entrado en crisis a lo largo del siglo XX y se ha quebrado en sus últimas décadas por una doble razón: la secularización de la sociedad y la cultura que servían de cauce o de apoyo para esa transmisión, y la progresiva inmersión de los jóvenes en el clima posmoderno, que los lleva a tomar en sus manos la orientación de su propia vida al margen de los modelos de sus padres y maestros y con frecuencia contra ellos. Los jóvenes de nuestros días serán o no serán cristianos, pero lo serán ciertamente por decisión propia, de acuerdo con criterios y siguiendo formas y modelos cada vez más estrictamente personales.
La descripción sólo aludida de la crisis de la religiosidad y la consiguiente ruptura de la transmisión del cristianismo en los países europeos ha hecho aparecer la pregunta cada vez más apremiante, tanto desde fuera como desde dentro de las Iglesias, por el futuro del cristianismo en el continente en el que se extendió al comienzo de su historia. La respuesta, al menos entre los últimos, suele afirmar que está desapareciendo una forma histórica del cristianismo, la vigente a lo largo de los siglos de cristiandad, y que la supervivencia del cristianismo depende de que los cristianos europeos de nuestro tiempo encontremos la forma de encarnación histórica del cristianismo que se corresponde con la nueva cultura surgida de la Modernidad y que sea capaz de responder a los retos que le plantea y a las necesidades que padecen las sociedades y los hombres de este siglo XXI que comienza.
Pero para estar en disposición de dar con el modelo de cristianismo que buscamos se hace indispensable avanzar un poco más en la descripción de la situación que venimos ofreciendo. ¿Lo puesto en cuestión por la crisis es tan sólo una forma de religiosidad, una forma de encarnación histórica del cristianismo, como consecuencia de la crisis histórica, cultural o “epocal” resultado de la Modernidad, o asistimos más radicalmente a una “crisis de Dios” y de la fe en él y a una puesta en cuestión del cristianismo como tal? No me parece fácil ofrecer una respuesta tajante a esa pregunta fundamental. Porque, por una parte, parece claro que lo que se desmorona ante nuestros ojos es el sistema de mediaciones generado por el cristianismo vigente, con diferencias notables, durante los siglos que van de los tiempos de Constantino y Teodosio hasta la época moderna, con las prácticas, las creencias, las conductas, y la forma institucional de organizarse y de hacerse presente en la sociedad que suele designar el término “cristiandad”. Por eso, contra las previsiones de los teóricos de la secularización, la religión, lejos de haber desaparecido de los países occidentales, pasa por la proliferación de nuevas formas a las que hemos aludido.
Pero, por otra parte, no podemos olvidar que algunas de estas nuevas formas de religiosidad han sido calificadas, con razón, como “religiones sin Dios”; además, no faltan indicios que apuntan a que la continuada falta de respuesta a esa crisis y la resistencia a adoptar las reformas que requería ha llevado a no pocos europeos a lo largo de los dos últimos siglos a poner en cuestión a Dios mismo y a rechazar la misma fe en él. En esa dirección parecen orientar hechos como el crecimiento constante del número de personas que se declaran no cristianas y el de las que se confiesan no creyentes, sobre todo bajo la forma de la indiferencia. Además, algunos de los que se inclinan a afirmar la “crisis de Dios” creen detectar cierta contaminación, en personas que siguen declarándose cristianas, de actitudes y conductas no creyentes que explicarían la falta de reacción de las Iglesias a la prolongada situación de crisis religiosa.
Las indicaciones ofrecidas para una posible interpretación del hecho de la crisis religiosa de la juventud nos orientan hacia la búsqueda de posibles respuestas de las Iglesias a la misma.
 

  1. Hacia un nuevo modelo de cristianismo: del cristianismo heredado al cristianismo personalizado


La situación pone de manifiesto, en primer lugar, que la respuesta a la misma no puede consistir en mantener a toda costa o recuperar a golpe de decretos o prohibiciones las mediaciones cultuales, institucionales y doctrinales que los cambios culturales han sacudido debido a su inadecuación con la nueva cultura difundida por la modernidad. El error de las estrategias neoconservadoras, neoconfesionales, y “tradicionalistas” propuestas por la jerarquía de la Iglesia, alarmada por la crisis provocada por la extensión de los principios de la Modernidad y manifestada en los años posteriores al Vaticano II, está en identificarse con los pequeños grupos de personas desestabilizadas por las nuevas condiciones de vida y en busca de seguridad, cobijo, guías carismáticos y certezas – que nutren los nuevos movimientos religiosos ajenos al cristianismo, muchos de los nuevos grupos sectarios y buena parte de los nuevos movimientos eclesiales surgidos como reacción a la crisis y en oposición a la aplicación, no siempre adecuada, de los principios del Concilio -, y tratar de imponer al conjunto de la Iglesia las formas de realización del cristianismo que responden a su peculiar disposición psicosocial y espiritual.
Personalmente, pienso que nadie razonable pondrá en cuestión que la Iglesia acoja a tales grupos y les ofrezca la posibilidad de responder a sus angustias y temores. Y que, por tanto, en su interior se multipliquen las comunidades cálidas en las que los fieles que lo necesitan sean acogidos, acompañados y “protegidos” de la intemperie que para ellos suponen las actuales sociedades sobre todo urbanas. O que admita en su seno grupos que se constituyan en pequeños reductos fortificados que defienden a sus miembros de la secularización ambiental tenida por algunos de esos creyentes como insufrible. O que tolere la constitución de movimientos empeñados en laresacralización de determinadas áreas de una sociedad instalada en una cultura de la ausencia de Dios. Pero no creo que sea razonable tratar de imponer al conjunto de los cristianos esa sensibilidad, esa mentalidad y la forma de vivir el cristianismo que de ella se sigue, y marginar a los que intentan vivir el cristianismo con otra mentalidad y otros talantes. En todo caso, temo que una estrategia pastoral como esa no va a responder a los retos y las necesidades de las sociedades europeas actuales, va a convertir a los cristianos en un grupo social y culturalmente irrelevante, y va a imponer a la Iglesia un estilo de vida “asectariado” que no se corresponde con el espíritu evangélico.
La actual situación nos muestra, por otra parte, la insuficiencia de una respuesta que se reduzca a la mejora de determinados aspectos, ciertamente envejecidos, de la institucionalización de la Iglesia, por más necesaria que esa mejora sea. A la crisis actual del cristianismo en Europa no responderemos adecuadamente sólo actualizando el lenguaje de la predicación y la teología; o renovando las celebraciones litúrgicas; o modernizando la configuración de los ministerios y el ejercicio de sus funciones, aunque todo eso es sin duda necesario. Un cambio socio-cultural como el que han introducido la Modernidad y la Posmodernidad requiere por parte de la Iglesia un cambio de modelo en la comprensión de sí misma y en la realización de su presencia en la sociedad, equivalente, pero en sentido inverso, al que se produjo en el paso de la Iglesia de los tres primeros siglos del cristianismo a los de la época de la cristiandad . A eso vienen refiriéndose voces muy autorizadas, pero poco escuchadas, dentro dela Iglesia en los últimos años.
Puestos a resumir lo esencial del cambio que demandan las nuevas circunstancias lo centraría en el paso del cristianismo heredado, “eclesiastizado” – es decir, confundido con la pertenencia sólo pasiva, casi meramente jurídica, a la Iglesia, reducido a la práctica del culto, la afirmación de unas creencias y el acatamiento de unas normas impuestas por la jerarquía de la Iglesia – a un cristianismo personalizado, adulto, vivido en el seno de comunidades fraternas en comunión recíproca, abiertas a la sociedad en la que viven y movilizadas para la solución de los problemas de la humanidad.
Un cristianismo así tiene su centro en la realización personal, efectiva, por sus miembros de la actitud teologal, centro y origen de la identidad cristiana. Eliminados los
condicionantes sociales y culturales favorables al mantenimiento del cristianismo, su supervivencia dependerá de la existencia de cristianos capaces de oponer a las nuevas condiciones de vida, muchas veces contrarias a la forma de vida cristiana, la decisión personal de ser creyentes con razones, motivaciones y recursos personales. Para que esta nueva forma de cristianismo sea posible es indispensable rehacer en el interior de la persona la decisión radical, la opción fundamental por el Dios revelado en Jesucristo que convierte al hombre en creyente y es capaz de transformar, reorientar e inspirar el conjunto de sa existencia en todos sus niveles y dimensiones. Es indispensable la conversión del corazón, de la mente, del interior de la persona, del que surgen nuevas disposiciones fundamentales, nuevos “hábitos del corazón”, nuevos comportamientos y nuevas formas de relación con todas las personas y hasta con el universo.
Debe quedar claro que la escucha de los desafíos de la nueva situación a los cristianos no requiere de ellos la mera adaptación a sus exigencias, a sus gustos o a sus modas. No reclama de ellos la rebaja de los ideales cristianos. Al contrario, lo que esos desafíos exigen coincide con lo que demanda un cristanismo coherente. Desde hace bastantes años los mejores maestros de la vida cristiana vienen proponiendo como respuesta a la nueva situación “volver a las fuentes de la fe”, como decían los obispos franceses en su carta a los católicos de supais. K. Rahner propuso hace ya muchos años, como eje de toda espiritualidad cristiana para nuestro tiempo la experiencia, es decir, el ejercicio de la fe, con la fórmula tantas veces citada: “El cristiano de mañana será místico o no será cristiano”. En términos parecidos se había expresado ya el cardenal Newmann y se expresaría después el P. Congar. J. B. Metz, por su parte, viene proclamando últimamente que a la “crisis de Dios” sólo se responderá con la “pasión por Dios”.
Por otra parte, todas estas referencias son sólo el eco del Evangelio: “En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a quien enviaste Jesucristo” (Jn 17, 3); y la expresión de una verdad que confirma la historia: El cristianismo comenzó con la experiencia pascual de los discípulos, es decir, con su encuentro personal con el Resucitado, reconocido como su Dios y Señor.
No creo necesario desarrollar aquí el contenido de estas pocas afirmaciones. Hacerlo requeriría exponer una vez más el tema inagotable de la experiencia de Dios. Pero sí puede ser útil referirse a la transformación del conjunto de la pastoral de la Iglesia que requeriría ser consecuente con la afirmación del carácter central de la experiencia de la fe en la identidad cristiana.
 

  1. Por una pastoral centrada en el cultivo de la experiencia de la fe


La mayor parte de las propuestas pastorales que intentan responder a la actual situación, sobre todo en relación con los jóvenes, vienen proponiendo un cambio de modelo, de la transmisión bajo la forma de la herencia, a la transmisión bajo la forma de la propuesta de la fe. Hasta hace poco, podríamos resumir, la pastoral más frecuente partía del supuesto de la condición creyente de los miembros de la Iglesia y, en relación con ellos, se proponía el mantenimiento de esa fe mediante la práctica del culto y de la vida cristiana. En relación con los alejados o los no creyentes, dando por supuesta la condición de creyentes de las comunidades cristianas, los proyectos de evangelización se proponían una serie de acciones de las mismas tendentes a atraer a esos alejados al seno de la Iglesia. Este tipo de pastoral viene proponiendo desde hace casi un siglo medios y métodos evangelizadores, desde la acción católica hasta la nueva evangelización, que no han conseguido su objetivo, sobre todo porque no han conseguido “poner en estado de misión” a las Iglesias de Europa.
El estancamiento de la evangelización, a pesar de los muchos esfuerzos y proyectos desarrollados a lo largo del siglo pasado, hace pensar que las comunidades cristianas no evangelizamos, porque sus miembros no estamos evangelizados; no evangelizamos, porque no somos testigos, y no somos testigos porque no ejercitamos personalmente nuestra condición de creyentes. De ahí que se imponga un giro en la acción pastoral que ponga en el centro de la misma las acciones orientadas a la recuperación y el ejercicio de la fe por parte de los que nos consideramos cristianos. Dado este paso, todo nos hace pensar que no serían necesarias las exhortaciones apremiantes al ejercicio de la evangelización. Porque, como sugieren los símbolos evangélicos de la luz y de la sal, éstas sólo necesitan ser lo que son para iluminar y sazonar; y los creyentes y sus comunidades no tendrían más que ser efectivamente creyentes, para ser testigos, como muestran la respuesta de los Apóstoles a las autoridades de Jerusalén que les habían prohibido extender el nombre de Jesús: “Lo que hemos visto y oído no lo podemos callar” (Hech 4, 20) y la exclamación de Pablo: “!Ay de mí si no evangelizo” (1Cor 9,16).
 

  1. Algunos pasos y aspectos de la indispensable “pastoral de la fe”


Poner en marcha ese tipo de pastoral requiere como primer paso la clarificación de la naturaleza y las formas de la experiencia de Dios; tomar conciencia de que a ella estamos llamados todos los cristianos: no hay cristianos privilegiados llamados a “ver” y otros que incapaces de ello tengan que contentarse con creer; y de que todo creyente que no se contente con serlo sólo de nombre está llamado a vivir la experiencia de su fe, ya que, como decía De Lubac: “La fe tiene vocación de experiencia”; “necesita experiencia”, como escribió G. Lohfink.
La pastoral de la fe deberá por eso articularse en torno a los cuatro momentos fundamentales de una auténtica experiencia de la fe: Toma de conciencia de la Presencia, originante e inobjetiva, de Dios en el corazón de todo hombre; respuesta del sujeto a ella en el ejercicio efectivo de la actitud teologal; vivenciación de esa actitud en las diferentes dimensiones de la persona; y encarnación de esa actitud en actos y momentos concretos de la vida. Deesta comprensión de la experiencia de Dios se siguen los pasos de una pastoral “mistagógica”, de iniciación en la experiencia del Misterio: ayuda al sujeto en el descubrimiento de la Presencia que lo habita; habilitación en el sujeto de las disposiciones indispensables para la respuesta; y, sobre todo, ayuda que le facilite la adhesión creyente a ella. Tal ayuda no puede ser objeto de una enseñanza; tampoco, aunque la imagen haya sido utilizada con alguna frecuencia, puede ser objeto de ningún tipo de “contagio”; para expresar su contenido la tradición cristiana sólo dispone de un nombre: el testimonio. A él remite el envío por el Resucitado de los suyos cuando les encomienda la misma misión que el Padre le ha encomendado: “Seréis mis testigos” (Hech 1, 8). De la naturaleza del testimonio se nos ofrece esta descripción precisa: “Lo que existía desde el principio; lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la Palabra de la vida os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1Jn 1, 1-3).
La propuesta que ofrecemos se ve confirmada por la forma de evangelizar propia de la Iglesia primitiva tras la desaparición de la generación apostólica. Sus comunidades, en efecto, no desarrollaron instituciones ni oficios destinados específicamente a la evangelización, sino que se propagaron por el sistema de la “difusión celular”, “por su existencia misma”, por una forma peculiar de vivir, en la que destacaba sobre todo la práctica de la hospitalidad, el amor mutuo, la caridad para con los pobres y el gozo de sus miembros.
Esta última alusión introduce un último elemento que no debería faltar en una pastoral de la fe fiel al cristianismo: la inclusión en la experiencia de la fe de esa dimensión ética que confiere a la fe cristiana la práctica del amor a los hermanos, expresión y señal de garantía del amor de Dios centro de la actitud teologal. Un ejercicio del amor que ha de modularse de acuerdo con las circunstancias históricas y sociales y que en las nuestras debería revestir la forma de la solidaridad efectiva con las personas y los países a los que la actual situación de globalización injusta condena a la situación de excluidos. Por eso, a la citada condición de Rahner para la supervivencia de los cristianos: “serán místicos…”, se ha añadido con toda razón: “Los cristianos de nuestros días serán solidarios, o no serán cristianos”.
 

Juan Martín Velasco

 
 
Una muestra muy clara y muy reciente de este hecho destacado en nuerosos estudios, en Chloé Andries, ”L’Église à la carte” , Le monde desreligions (2007) nº 21, pp. 34-37.
Para hacerse una idea del fenómeno y su importancia puede consultarse el informe “La quête d’une spiritualité sans Dieu”, en Le monde desreligions (2006) nº 20, pp.22-26; también, A. Comte-Sponville, L’esprit de l’athéisme. Introduction à une spiritualité sans Dieu, Paris, AlbinMichel, 2006.
Este dato ha sido puesto de relieve por K. Gabriel, “Formen heutiger Religiosität im Umbruch der Moderne”, en, H. Schmidinger (Hrsg),Religiosität am Ende der Moderne. Krise oder Aufbruch? Innsbruck, Tyrolia, 1999.
Sobre el hecho, su interpretación y posibles formas de responder al mismo, me permito remitir a mis dos estudios, La transmisisión de la fe en la sociedad contemporánea, Sal Terrae, Santander, 22002; y, más reciente, “¿Transmisión de la fe? Las muchas dimensiones de un fenómeno complejo”, en Gozo y esperanza. Memorial Prof. Dr. Julio Ramos Guerreira, ed. por M. A. Pena González, J. R. Flecha y A. Galindo García, Publicaciones de la Universidad Pontificia de Salamanca, 2006, pp. 501-510. Reflexiones llenas de sensatez y realismo sobre la transmisión de la fe en, Mercedes Huarte y Miguel García-Baró, “La transmisión familiar de la fe”, en Instituto Superior de Pastoral, La transmisión pastoral de la fe, Estella, Verbo Divino, 2006, 89-106.
Numerosos títulos sobre el futuro de la religión, del cristianismo y de la Iglesia, en mi estudio “La Iglesia ante el año 2000. Del miedo a la esperanza”, en Instituto Superior de Pastoral, La Iglesia en la sociedad española, Verbo Divino, Estella, 1990. No creo necesario advertir que el número de los títulos ahí citados no ha hecho más que multiplicarse desde entonces.
Recordemos, por ejemplo que en la última encuesta sobre el catolicismo en Francia sólo el 52% de los encuestados dicen creer en Dios, como seguro y como probable; que de este 52% sólo el 18% conciben ese Dios como alguien con quien puedo entablar una relación personal, mientras el 79% lo conciben como una fuerza, una energía o un espíritu; y que en la última encuesta sobre los jóvenes españoles el 28% se declaran agnósticos y ateos y el 18% indiferentes, “más cerca éstos de posturas de increencia que de creencia”.
Sobre la crisis de Dios, cf. J. B. Metz, “Gotteskrise. Versuch zur “geistigen Situation der Zeit””, en AA.VV. Diagnosen zur Zeit, Düsseldorf,Patmos, 1994, pp 76-92.
Conferencia Episcopal Francesa, Proponer la fe en la sociedad actual, “Ecclesia”, 5 y 12 de abril de 1997.
“Elemente der Spiritualität in der Kirche der Zukunft”, en Schriften zur Theologie, vol 14, Benziger Verlag, Einsiedeln, 1980, 375
Referencias en mi texto “Por un cristianismo personalizado”, en El malestar religioso de nuestra cultura, Madrid, San Pablo, 31998, pp. 273-292.
Tema al que me he referido en otros lugares. Por ejemplo, La experiencia cristiana de Dios, Madrid, Trotta, 52007; y más extensamente, El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid, Trotta, 22003.
Donaciano Martínez y otros (eds.), Proponer la fe hoy. De lo heredado a lo propuesto. Sal Terrae, Santander, 2005, con documentos de los episcopados alemán, francés y canadiense.
Más detalles sobre el testimonio cristiano en mi nota: “Reflexión sobre los medios para la evangelización en el XXX aniversario de Evangeliinuntiandi”, en AA. VV., Evangelizar, esa es la cuestión, Madrid, PPC, 2006, pp. 89-121.
Detalles y referencias en e texto citado en la nota anterior, pp. 104-109.