La sociedad actual, una multitud incomunicada e «incomunicadora»

1 mayo 1998

María Teresa Simón es psicóloga e investiga, especialmente, cuestiones relativas a la psicología de la comunicación.
 
 
Síntesis del Artículo
La sociedad actual vive ahogada por un «exceso de información» determinante del grave «descenso de la comunicación», que identifica a una gran parte de sus miembros como “multitud incomunicada e incomunicadora”. En este proceso, se produce la pérdida de dimensiones fundamentales de la persona, como la intimidad, la soledad y la ajenidad. Igualmente aparecen patologías sociales específicas: ansiedad, agresividad, desesperación.
 
 
 
¿Por qué la vida cotidiana nos está resultando tan difícil de sobrellevar y tan compleja en su articulación? La respuesta es múltiple según la perspectiva que se adopte; pero resulta casi evidente que una de las razones más hondas reside en la incapacidad para establecer relaciones de comunicación asequibles y positivas para la ciudadanía. Así, nos preguntamos hasta qué punto, hoy en día, las diferentes verificaciones sociales de toda naturaleza -societarias, políticas, económicas, culturas, religiosas, etc.- son capaces de desarrollarse de forma creativa para sus protagonistas: los hombres y las mujeres de este momento histórico. Porque, fuera de dicha creatividad, la actitud contraria solamente puede resolverse en serios conflictos individuales y colectivos.
¿Habrá alguna explicación de fondo que nos permita comprender por qué nos encontremos invadidos por esta actitud cargada de conflictos?
 
 

1 Una multitud incomunicada e «incomunicadora»

 
La respuesta al interrogante formulado es que sí hay explicaciones; dado que si escrutamos la situación social descubrimos que, tanto por la permanente invasión medial como por determinadas intencionalidades de sectores sociales (que responden a ciertas ideologías de naturaleza económico-ciudadana), nuestra sociedad se ha convertido paulatinamente en una multitud incomunicada e incomunicadora, sustituyendo, como tantas veces se ha repetido, la comunicación en cuanto tal por una peligrosa hiperinformación, cuantitativamente seleccionada desde ocultos poderes y cualitativamente sesgada desde ideologías que fundamentan tales poderes. Estamos encerrados en una burbuja de mensajes in crescendo, y ahí pensamos ser libres.
 
Expliquemos, antes de seguir, los términos de la precedente afirmación. Decimos multitud porque lo que debía ser un todo coherente, en donde cada quien pudiera desarrollarse personalmente, ha devenido un magma confuso y neutro, de agrio tono grisáceo, donde casi nadie puede resolver su propia vida con independencia y coherencia: es el poder de la moda y de la publicidad que la soporta: somos como el conjunto desea que seamos, aunque en muchas ocasiones no caigamos en la cuenta.
 
            Multitud incomunicada porque, por lo anterior, en lo multitudinario es prácticamente imposible comunicarse, al formar parte de un todo-magmático, donde lo que prevalece es «no disentir de los demás» exteriormente, sin importar el diálogo y la confrontación ideológica. Y multitud incomunicada porque, como resultado de lo anterior, la sociedad incomunicada muy difícilmente será capaz de formar personas que la transformen para que entre por caminos de comunicación, y más bien formará unos seres humanos apáticos que dejarán en herencia a sus hijos un vivir distante, un ensimismamiento egoísta y una cruel alienación de los problemas ajenos.
 
Por supuesto que esta situación global contiene muchas excepciones, pero las mismas no evitan que el ambiente social y la opinión pública resulten poco propicios para una vida en comunicación. De esta manera, asistimos a una situación que jamás se había dado en la historia de la humanidad: un exceso de información que determina un descenso de la comunicación. No debería ser así. Pero así es. Y nada hace presagiar que las cosas cambien. No en vano, el poder de los intereses económico-políticos aumenta en perjuicio de la libertad individual, a pesar de los cánticos a la democracia; de ahí, precisamente, la urgencia del retorno a la llamada «sociedad civil», caldo de cultivo donde el ciudadano pueda reaccionar activa y creativamente frente al sistema establecido.
 
La aparición de las multinacionales mediales, auténtica punta de lanza de esos poderes, trabajan cada vez con mayor éxito para que el ciudadano delegue sus responsabilidades, respecto a todos los ámbitos de la vida, en quienes eligió en un momento electoral puntual. Y los medios de comunicación social (MCS) se convierten, así, en el cordón umbilical, sobre todo mediante los diversos tipos de informativos, que mantiene la dependencia práctica y ética de cada persona respecto de los poderosos. Lo importante es caer en la cuenta del fenómeno, pues llega un momento en que se hace imposible la vuelta atrás: nos hemos acostumbrado a ser «animales inducidos» desde los MCS, muy especialmente a partir de las páginas de los periódicos y, todavía más, desde la inteligentísima «caja tonta» de la TV y las múltiples tertulias radiofónicas.
 
 

2 Dimensiones perdidas

 
Esta situación tiene un precio: la pérdida de una serie de dimensiones que son constituyentes tanto del hecho comunicativo como de la persona en cuanto tal. Aunque sea someramente, vamos a decir algo de ellas, al menos para que sepamos lo que deberíamos reconstruir… ¡pagando el correspondiente precio!
 
 
            2.1. La pérdida de la intimidad
 
En los años 60, Herbert Marcuse acuñó una serie de textos/títulos que retrataron perfectamente una época. Sobre todo en cuanto supo adelantarse proféticamente a su tiempo. El más significativo de ellos es El hombre unidimensional, donde planteaba la aparición de un nuevo tipo de ser humano/ciudadano carente de personalidad propia y por ello mismo de toda intimidad.
El punto de partida de El Principito de Saint-Exupegy, aquel «era» (como capacidad de ser lo que se es y por tal cosa capaz también de realizar el prioritario viaje hasta el adentro de sí mismo), desaparece: sin intimidad, no existe ese viaje, porque, en el colmo de la paradoja, es tal viaje el que posibilita la existencia de esa intimidad. Apoyando esta afirmación, la protagonista de Otra mujer, del yanqui Woody Allen, experimenta lo que significa viajar hasta la auténtica, por propia, intimidad, tras haber vivido durante largos años «en el afuera de ella misma». Pero solamente alcanza esta nueva situación (llega a ser «otra» mujer), cuando trabaja crudamente contra sus seguridades actuales, que aparecen como falsas seguridades. Sin riesgo desaparece la capacidad de recuperar la propia intimidad: así sabemos que en ella nos acabaremos encontrando con nosotros mismos y con los demás, pero poniéndonos en juego, arriesgando.
 
La intimidad es lo más bello que tiene el ser humano y, a su vez, lo más peligroso, lo que le coloca continuamente en el filo de la navaja de la vida. Arriesgar, insistimos, para intimar. Huelga decir que sin intimidad propia se hará completamente imposible alcanzar cualquiera otra intimidad: lo íntimo llama a lo íntimo, mientras lo superficial llama a lo superficial. La comunicación se hace imposible y absurda desde la carencia de intimidad. Dato clave.
 
 
            2.2. La pérdida de la soledad
 
Estar solo es algo que aterra al ser humano contemporáneo. Necesitamos estar con alguien y cada día más con algo. No para dialogar de intimidad a intimidad, nada de eso, que es imposible porque se carece de ella. Sencillamente, porque, al no haber realizado aquel viaje hasta su interior e intimar consigo mismo, tiene un pánico atroz a «estar a solas con su propio yo». No sea que se comiencen a problematizar ciertas seguridades existenciales sobre la propia vida: trabajo, riqueza, compromiso, ocio, familia, trascendencia, etc. De ahí, la proliferación de lugares multitudinarios (discotecas, ámbitos deportivos, macroconciertos, viajes en grupo, televisión como compañía, etc.), donde poder sentirse liberados de la soledad.
 
El excéntrico Tom Wolfe, creador del llamado «nuevo periodismo», describe perfectamente esta situación en su novela antológica, titulada La hoguera de las vanidades (Anagrama, 1988). En un Nueva York repleto de reuniones, conversaciones, cócteles, cenas, alternancias afectivas y cuanto queramos suponer, es decir, en un ámbito de aparentes comunicaciones, nadie se comunica y, para colmo, nadie consigue estar a solas consigo mismo. Razón: temor pavoroso a la soledad como productora de pensamiento, además de que, en muchos casos -como ya comentábamos-, se hace imposible porque, perdida en la multitud, la persona jamás realiza el viaje hasta su propio ser escondido, hasta su adentro del ser personal.
 
Entonces, la relación dialéctica es ésta: por falta de intimidad la soledad se hace imposible + por falta de soledad la intimidad produce pavor. Esos personajes famosos que pueblan la novela de Wolfe son «conocidos y perdidos», «materia de información y carentes de comunicación», «siempre acompañados pero interiormente vacíos», en definitiva, viven una espantosa «compañía multitudinaria» pero son incapaces de estar en «compañía de sí mismos», es decir, de estar a solas consigo mismos.
 
Nótese que estamos hablando de soledad como algo positivo, y no de solitariedad que siempre es una degradación de la soledad. Esos personajes aludidos, neoyorquinos, son unos empedernidos solitarios y para nada capaces de ser/estar solos. La distinción es importante porque solemos confundir una cosa con otra cuando, precisamente, significan dos actitudes y situaciones de la vida absolutamente distintas. Quien no sabe estar a solas consigo mismo, aunque en ocasiones resulte duro y hasta doloroso, jamás conseguirá sumergirse y mantenerse sumergido en lo último de su persona, en eso que hemos llamado «lo íntimo».
Además, permanece el peligro, cada día más frecuente, de creer que el solitario es el solo. Y en esta situación, el solitario no se encuentra con lo último sino con su nada. Esa confusión es causa de terribles malestares, sobre todo cuando se culpabiliza a los demás de la solitariedad y de la falseada intimidad, siendo así que los demás, en la mayoría de los casos, apenas tienen que ver con el problema.
 
Decir que la soledad coincide, en fin, con el amor, es un redundancia. Todos lo sabemos. Y solamente tenemos que amar para descubrir hasta qué punto la soledad nos es absolutamente necesaria a fin de conservar, saborear y potenciar el escalofrío que produce la conexión entre dos intimidades.
 
 
            2.3. La pérdida de la «ajenidad»
 
Laín Entralgo, uno de los españoles que mejor ha reflexionado sobre el período de la postguerra civil e injustamente marginado por el pseudoprogresismo a la violeta, escribió un libro fundamental para nuestro análisis socio-comunitario: Teoría y realidad del otro. Laín nos conduce hasta la necesidad de la «otroidad» como complementaria dimensión de la «yoidad». Somos nosotros cuando somos otros. Situación a todas luces transformadora de una concepción estática de la persona y elemento especialísimo para evitar que la «íntima soledad» se ciegue en sí misma, hasta acabar en solitariedad.
 
Teóricamente, el «otro» es fundamental porque «somos relativos» desde nuestra limitación contingente. Y en realidad, la vida demuestra que quien no entra en comunicación con el otro-otros jamás alcanza la ultimidad de su propio ser: inclusive por egoísmo (concepto que debiéramos definir con precisión ontológica), se nos hace preciso salir al encuentro del otro, mediante el cual enriquecemos nuestro ser y realizamos el «ser hacia fuera». Se trata de crear una dialéctica completa de viaje: viajar hasta la propia intimidad-sola desde la comunicación con los otros, para poder retornar a los otros, es decir, a la intimidad-ajena.
 
Precisamente, por el camino de la ajenidad se alcanza eso que llamamos compromiso social, que o es compromiso personal o acaba en nada de nada. El compromiso siempre es una «historia de amistad», de amor a alguien, tal vez a través de una «causa», pero, en fin, a alguien concreto, al que amo. La película Un lugar en el mundo (1992), de Adolfo Aristarain, permite acceder visualmente a esta dimensión de la vida, necesaria para consumar nuestro ser ciudadanos de la tierra: es preciso saber de los otros y contemplar sus necesidades y convivir sus debilidades y, al final, comprender sus razones. Quizá, sea preciso descubrir «un lugar en el mundo» donde cada quien pueda comprometerse en concreto, más allá de palabras huecas y de discursos deleitables. El compromiso, un día u otro, nos lleva hasta compartir con el amigo, con el ajeno, la experiencia de su precariedad mortal. Y solamente entonces, podremos abrazarlo hasta la sangre. Y solamente entonces, comprobaremos cómo sabe su abrazo ensangrentado.
 
Si una Teresa de Calcuta, en una sociedad secular como la nuestra, es capaz de ser envidiada por los grandes y poderosos, hasta suscitar admiración sin cuento, se debe a que esta sencilla mujer ha demostrado, de manera inequívoca, que el camino de la propia consumación pasa por el encuentro fraternal con los otros, en un acto radical de ajenidad. Y a la vez, sabemos que esta mujer, tan pequeñita ella, alcanzaba con repetida frecuencia su «íntima soledad», donde bebía las aguas de su propio y definitivo misterio; la soledad donde ella misma se hacía una sola cosa con «ése otro» que llamaba Dios.
 
 
 

3 Patologías sociales

 
Está claro que tras la pérdida de la intimidad, de la soledad y de la ajenidad, le sobrevienen al individuo contemporáneo un montón de patologías sociales. Enfermo «hacia adentro» resulta también «enfermo hacia fuera». Y será absolutamente imposible curarle de los males exteriores si previamente, o a la vez, no se le sana de los interiores. Porque, lo repetimos una vez más, es en el «hondón del ser-yo» donde radica la última realidad de todo y del todo. Las terapias desde el contexto siempre tendrán que acabar en terapias desde el texto.
 
Es el momento de recordar que nuestra sociedad, por estar en manos de quienes utilizan los MCS incorrectamente, provoca situaciones negativas para «el viaje comunicativo». El inteligente e ingenuo visitante que es El Principito acabaría por hartarse de tanta mentira social, incoada desde obscuros despachos donde permanece instalado lo que los humanos llamamos «poder». Y acabaría por descubrir algunas patologías terrenas y sociales fundamentales, como las que citamos a continuación.
 
            La patología de la ansiedad
 
Ese afán, inducido desde la publicidad, por convertir el ser en tener hasta límites tan arduos que acaban por deshacer la serenidad del individuo. Ansiedad y consumo destruyen muchas relaciones comunicativas precisamente porque hacen de éstas una relación neutra entre «objeto-consumidor». Y esta neutralidad acaba por matar todo auténtico interés. Surge, entonces, la ansiedad por «tener más», aumentada por la certidumbre de que tener más significa, en ese contexto social, ser más. Es la peor de todas las patologías.
 
            La patología de la agresividad
 
La ansiedad conduce inexorablemente hasta la agresividad, porque la urgencia del tener produce acciones moralmente negativas: si para tener tengo que dañar al otro, pues se le daña, más allá de todo reparo ético. A este fenómeno le llamamos violencia ciudadana y corrupción económica. La agresión a un miembro de la misma comunidad y las trampas en los negocios (privados o públicos) encuentran su máximo origen en la ansiedad por tener. Cuando tanta agresividad convierte nuestras ciudades y articulaciones ciudadanas en selvas intransitables, tal vez comenzamos a reaccionar para evitar toda una caotización de la vida: la progresiva multiplicación de las ONG, es síntoma inequívoco de esta reacción civil, tan urgente. El mundo de la drogadicción, entre otros, aparece como signo y síntoma de cuanto llevamos dicho.
 
            La patología de la desesperación
 
El conjunto de factores que llevamos comentado, conduce hasta una de las patologías actuales más comunes, aunque se manifieste de formas muy diferentes. Un ser humano ansioso y agresivo pero que, a su vez, no consigue ese ser-tener, concluye en alguna forma de desesperación.
Des-esperar es salirse de una esperanza lógica, la inherente a la misma vida en cuanto tal, para aplicar toda la fuerza del existir al vaciamiento de la misma. Y ello porque las fuentes del esperar humano, fundadas en una buena relación comunicativa, se han visto rotas y frustradas en su misma esencia. Preciso es advertir que sin esperanza se vive un suicidio en vida, que oscilará desde la tristeza permanente hasta la anorexia, por ejemplo, en personas un tanto obsesivas por alcanzar algo que -no alcanzado- se hace enfermizo cuidado del cuerpo. Esta vía de comprensión de muchas patologías sociales urge encontrarla en la problemática de muchas personas, porque de lo contrario damos nombres falseados a las situaciones tensas y debilitadoras del vivir cotidiano.
 

4  Para terminar…

 
Decíamos al comienzo que un exceso de información determina un descenso de comunicación. Ahora lo sabemos más y mejor: una sociedad dominada por unos instrumentos mediales que no están al servicio del hombre -individual y colectivo- siempre acabará por provocar patologías tales que negarán las «condiciones de posibilidad del hecho comunicativo». Sin tener esto presente, siempre se acaba por infravalorar el posible determinismo de los MCS. Y sus inmensas posibilidades. Lo que importa es el uso. Pero el uso siempre comporta un previo conocimiento de lo que usamos y de sus consecuencias. Desde tal perspectiva, en la actualidad los MCS aparecen como un referente sustancial del «hecho comunicativo». Conocerlos es una de las más urgentes necesidades históricas del momento.
 
De esta manera…, e incidiendo con la mayor contundencia y oportunidad en la ciudadanía de nuestra sociedad, podremos conseguir una mejora sustancial de la comunicación interpersonal y social entre los hombres y mujeres actuales, es decir, entre nosotros. Sin ceder, de forma fácil y previamente asumida, al hecho tan peligroso de constituir esa «multitud incomunicada e incomunicadora», de tan graves consecuencias históricas. Y colaborando a que la infancia y juventud consigan vivir en estado de comunicación ya desde sus primeras experiencias personales. Este es el reto de todos lo que, por un motivo u otro, desean trabajar por la transformación de un ciudadano-objeto en otro ciudadano-sujeto. Valdrá la pena arriesgarse. Como se arriesgó aquel Principito que venía de las lejanas galaxias… ¾
 
María Teresa Simón