LAS HUELLAS DE DIOS

1 abril 2011

EN LAS NARRACIONES DE ESTAS COMUNIDADES

Álvaro Ginel Vielva
Director de la revista CATEQUISTAS
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Hemos pedido a Álvaro Ginel que lea los testimonios que nos escriben algunas Comunidades Juveniles y que haga una valoración de la confesión de fe que descubre, el camino que Dios va haciendo con ellos. Estas son algunas de sus reflexiones.
 
Corazonada
Esta reflexión parte de la lectura previa de unos relatos muy concretos en los que uno o varios miembros de comunidades cristianas narran su “historia” comunitaria. Quiero utilizar la palabra “historia” porque me parece rica y densa en contenido. Dios, nuestro Dios, se ha revelado en la trama de la historia de un pueblo; Dios, nuestro Dios, se ha manifestado “en esta etapa final” (Heb 1,2) en la historia de Jesus de Nazaret, el Mesías, el Señor.
La primera impresión que he sacado de la lectura de los relatos comunitarios  es una corazonada: Dios se hace camino por mil senderos inéditos. Dios no necesita mapa de carreteras para poner en camino a hombres y mujeres. Algo nuevo está delante de nosotros, aunque no se vea. Somos testigos de la acción de Dios en nuestros días, y la acción de Dios siempre es acción callada.
Antes de reflexionar, lo que me surge de dentro es admirar y callar, dar gracias y confesar que el poder de la Resurrección está en marcha, o, con palabras del evangelio de san Juan:  “Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo” (Jn 5,17). Además me vienen a la memoria aquellas palabras de Isaías: “¿Quién ha medido el Espíritu del Señor? ¿Qué consejero lo ha instruido?” (Is 40,13). ¿Quién dará lecciones a Dios para hacerse camino y para abrir caminos en nuestro hoy?
“¡Que suene la trompeta! ¡Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha hecho maravillas” (Sal 98,1). “¡Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría!” (Sal 104,24).
Después de la corazonada, viene el intento de descubrir las huellas de Dios que están latentes en los relatos. Dios siempre está de telón de fondo en nuestras realidades. Lo que pasa es que nos cuesta ver “más allá de las apariencias” o “más allá de lo que aparece”.
Me he acercado a los escritos recogidos en este número de Misión Joven y que concentran la vida de algunas comunidades cristinas sencillas con esta interrogación: ¿Qué confesión de fe descubro en lo que estos miembros de diversas comunidades escriben? ¿Cómo Dios anda tejiendo las vidas de hombres y mujeres hoy para edificar el Reino?
Se trata de una pregunta amplia que quiere señalar los signos de Dios presentes en realidades al alcance de la mano. Posiblemente quienes han escrito estos testimonios se sorprendan de que uno, desde fuera de su comunidad, vea lo que ellos no ven; y que no vea lo que para ellos es palpable. Esta realidad, por sorprendente que pueda parecer, es normal y corrobora la necesidad de no encerrarse, de compartir la fe. Compartiendo nos ayudamos a ver mejor la obra de Dios en nosotros mismos. Por otra parte, téngase en cuenta que mi perspectiva es global, no de una narración, sino del conjunto de todas ellas.
 

  1. El término comunidad

Lo primero que tenemos que aclarar es el mismo término comunidad. Los relatos no se entretienen en aclararlo. Sencillamente lo viven de una manera y lo narran. Con una perspectiva más analítica, se pueden ver dos tipos de comunidades. Hay autores que escriben aquello de lo que son protagonistas-fundadores de la comunidad de la que hablan y a la que pertenecen. Y hay autores que describen una comunidad en la que se insertan y que les precede. Llegan a ella desde fuera, aunque vengan con una formación religiosa y educación muy en onda con la comunidad en la que se insertan, pero no tienen protagonismo fundador de la comunidad.
Estos dos caminos de pertenencia o integración en una comunidad no aportan elementos distorsionantes en cuanto a la manera de concebir la identidad de la comunidad. Como mucho, podemos percibir un “cierto tono de calor y color narrativos”  en detalles y en el proceso de evolución y  crecimiento de la comunidad.
Creo que se podría llegar a una descripción de comunidad, desde los datos de que disponemos en los escritos analizados,  en estos términos:  La comunidad cristiana es la respuesta a una llamada interior suscitada por Dios o puesta por Dios de creyentes concretos para vivir el Evangelio de una manera específica y seguir al Señor Jesús.
Interroga y llama la atención que muchas de las comunidades aquí mencionadas hunden  las raíces de su originalidad en la originalidad de un carisma eclesial previo que les acogió y modeló de alguna manera en su infancia, adolescencia o juventud (a través de  la participación en grupos, campos de trabajo…), y  que lo “adaptan” o “actualizan”. Algo así como si dijéramos que los carismas de Congregaciones religiosas[1] se perpetúan o dan origen a otras comunidades de laicos principalmente. Puede verse aquí  un importante filón de reflexión eclesial y de futuro.
Finalmente, creo que es importante destacar el sentido de pertenencia y de originalidad de la propia comunidad. Se combina perfectamente la influencia de la fuente de donde han bebido los miembros de la comunidad con la realidad nueva de comunidad que ha surgido.
 

  1. El origen de la comunidad

Ante la pregunta que me he planteado, ¿cuál es el origen de estas comunidades?  ¿Cómo está Dios presente al inicio de estas comunidades cristianas? ¿Son obra de Dios o simplemente son un esfuerzo humano de un grupo de personas?
He encontrado varias pistas de presencia de Dios que siempre comienza como tenue luz, como llamada y deseo que escuchan y sienten unos pocos, como camino incipiente que hay que ir construyendo poco a poco, dejando pasar tiempo y descubriendo lo que pasa y nos pasa cuando nos ponemos cara a Dios o escuchamos su susurro.
 
En un camino de formación
La comunidad nueva es la prolongación de un camino de formación religiosa o catequesis realizado ya sea para la Confirmación o por otras circunstancias (participación en voluntariados).
Llega un momento en que los miembros del grupo de formación se hacen la pregunta: “Y ahora, ¿qué?”. Para unos la respuesta es: “ya hemos llegado a la meta”. Para otros, la aventura comienza cuando parecía que se había llegado a la meta.
El deseo de Dios y de seguimiento de Jesús  lleva a los miembros a no detenerse, a ir más allá, a buscar una forma de vida eclesial acorde con lo que sienten dentro. El origen de la comunidad cristiana es la voz de Dios que grita en el silencio de los deseos y esperanzas más íntimos de personas de carne y hueso. El origen de la comunidad cristiana no es empeño humano, sino que viene del mismo Dios que actúa en el corazón con sugerencias inenarrables. Escuchar a Dios es iniciar un camino de seguimiento y escucha y esto es lo que da lugar a la comunidad. Varios creyentes que sintonizan en la misma onda de Dios, sin más edificio construido que el deseo de fidelidad a Dios. La fidelidad rehecha cada día es lo que al final edifica la comunidad.
 
Una forma de vivir la fe
Los miembros perciben que en las ofertas que proporciona la parroquia  (u otras entidades cristianas) no encuentran suficiente respuesta a lo que anhelan, aunque esto no quiere decir que se infravalore el sentido y la pertinencia de parroquia o de comunidad en la que se ha crecido.  Sencillamente se ve necesaria una forma de vivir la fe en Jesús con características especiales, sin perder de vista la participación, la referencia y la vinculación a la comunidad parroquial o a la comunidad carismática que acompañó a los miembros hasta un determinado punto. Hay pues, un sentido eclesial vivo y sincero. Y unas ganas de hacer, sin pretenderlo, algo nuevo.
 
Un deseo de Dios
Se ve muy claro en las personas que comienzan a formar una comunidad o que se quieren insertar en una comunidad un deseo de Dios, de encuentro con Dios, de profundizar la fe, de vivirla en la realidad ordinaria. Es lo que les lleva a congregarse para seguir creciendo como creyentes.
 
Es imposible vivir la fe “por libre”
En los que inician un camino de comunidad cristiana existe una intuición muy clara: es imposible vivir la fe “por libre”. La vivencia de la fe pide la comunidad, creer con otros. La apertura a Dios se hace con otros y abriéndose a otros que, como yo, buscan el rostro de Dios y que Dios impregne toda la vida, sin dejar partes de la vida al margen de la confesión de fe.
Existe un elemento humano de amistad, de apoyo, de cercanía, de compartir la vida con otros. Pero el deseo de comunidad no se apoya en esta dimensión humana. No se trata solo de “ser amigos” y vivir la amistad. Sino de “encontrarse con Dios” caminando con otros. Quienes buscaban solo “tener un grupo de amigos” sin la preocupación de escuchar a Dios en la densidad de la vida, acaban dejando la comunidad. Así planteado el origen de la comunidad, tenemos que concluir que Dios se cuela en la vida de estas personas y hace que el grupo se convierta en comunidad cristiana, es decir, en un grupo de personas que vibran ante lo de Dios.
 
No es algo al margen de la vida
La mano de Dios que lleva a que algunos decidan “invertir” en comunidad de creyentes no es algo etéreo, al margen de los demás, de la vida. No. Es notable el hecho de que todas las comunidades ponen el acento en el compromiso (entendido de diversas maneras: educación, responsabilidades parroquiales, anuncio, denuncia de la injusticia…) al servicio de los demás.
 

  1. Lo que las comunidades acentúan

Al buscar en los relatos de las diversas comunidades lo que acentúan como fundamental en su escala de valores, en lo que estructura la comunidad cristiana que forman, he encontrado estos elementos:
 
Palabra de Dios
La escucha y meditación del Evangelio como criterio de oración y de comportamiento determinan el fundamento y  el funcionamiento de las comunidades. No se construye comunidad cristiana al margen de la asiduidad en la lectura de las Escrituras y en la fracción del Pan. Es la Palabra de Dios la que nos forma y conforma. Las comunidades ven en la Palabra de Dios el cimiento de su razón de ser.
 
Seguimiento de Jesús
El deseo de seguimiento de Jesucristo es otra faceta esencial. La comunidad es busca y es formada para el mejor seguimiento del Señor. Me parece importante cómo las comunidades nuevas analizadas son lugares de encuentro para caminar desde la libertad y la apertura.
En el seguimiento de Jesús no hay imposición de ritmos, sí hay un estilo de seguimiento: el que la comunidad se da a sí misma. Pero como no podía ser de otro modo, la comunidad respeta el caminar que cada uno tiene, acoge su ritmo, alienta sus pasos con la misma vida  comunitaria.
No se percibe bien en las narraciones de las que partimos cómo se realiza el acompañamiento de los miembros de la comunidad. Admitido el hecho de que la comunidad en sí misma es ya un acompañamiento en el seguimiento de Jesús, no hay datos explícitos de otro tipo de acompañamiento más personal, de tú a tú. Sí que se menciona la presencia de presbíteros sin especificar mucho más su función dentro de la comunidad, a excepción de la ministerial.
En resumen, podemos decir que  la comunidad no impone un ritmo de seguimiento de Jesús. El seguimiento es don de Dios y es respuesta al don, es libertad personal y es testimonio comunitario. En la comunidad cada uno camina según su don y su realidad personal. El hecho de tener todos el mismo horizonte o seguir al mismo Señor, no conlleva de ningún modo uniformidad.
 
Vivir y crecer en la fe aquí y ahora
La comunidad es el lugar que facilita y potencia vivir y crecer en la fe en un lugar concreto. Crecer en la fe no es algo “atemporal” o “ahistórico”, sino que tiene un aquí, un ahora, un espacio, un tiempo, unos compañeros de camino dados, no buscados.
En el camino por el que transitábamos nos topamos con ellos u descubrimos que en el corazón había un mismo rescoldo de búsqueda de Dios. Por lo que sea, los que forman la comunidad coincidieron en el colegio, en la parroquia, en el campo de trabajo, en los grupos… Y esta coincidencia es Providencia, no elección ni selección de compañeros de ruta. Con estos y no con otros se trenza y teje la historia de creyente. Con estos y no con otros se vive la fe y se sale hacia el lugar donde lo habían enterrado, para encontrar los signos de su presencia viva.
 
Lugar de expresión de la fe
La comunidad es también lugar de expresión de la fe. Una fe que madura es una fe que pide expresarse, manifestarse: en la oración, en la celebración, en el compromiso, en la fraternidad, en la formación y profundización de la fe.
 
Dinamismo interno
Hay una constante en las comunidades más jóvenes de dinamismo interno. La vida de la comunidad está ligada a una escucha de Dios que le pone en movimiento y que le “reconstruye” desde dentro de sí misma.  Una comunidad cristiana está a la escucha de su Señor y a la escucha de los que la componen.
Los cambios que se operan en el seno de la comunidad no responden a objetivos previamente marcados como algo que nos proponemos y a lo que hay que llegar, como acontece en la empresa. Los cambios en la comunidad cristiana responden a dos fidelidades: a Dios y al mismo grupo. Nada en la comunidad está tan hecho que no pueda rehacerse. Este es un elemento propio de la conversión, de la meditación de la Palabra, de la respuesta a las exigencias de sus miembros. ¿Por qué nos pusimos en camino? ¿Quién nos puso en camino? Estas son las dos preguntas fundamentales que llevan a las comunidades a no perder el punto de partida y a no estancarse en un tramo del camino. La comunidad no existe para “plasmar” una estructuración dada. La comunidad existe para escuchar y responder al Señor vivo y resucitado. Esta perspectiva es más palpable en las comunidades nacientes, jóvenes y en proceso de consolidación. Pero es también una responsabilidad y tarea en las comunidades más hechas y con una estructura más consolidada.  Donde se abandona la escucha de Dios y de los hermanos se instala la ley y, muchas veces, la repetición costumbrista.
 
La importancia de los carismas
Las comunidades que han nacido a la sombra de un carisma reconocido en la Iglesia no suelen perder de vista la influencia que sobre ellas  ha ejercido la forma de vivir el Evangelio durante los años de su primea formación religiosa. Podemos decir que lo remodelan y lo asumen con matices nuevos.
 

  1. Qué aporta la comunidad a la persona

En las descripciones que hemos tenido presentes aparece siempre, de una manera o de otra, lo que la comunidad aporta a la persona, o, por decirlo de otra manera, cómo la comunidad favorece el que cada persona sea aquello que está llamada a ser. Al final, cada persona es la que decide su vida y la que tiene que dar respuesta original al Dios vivo que le ama y solicita la respuesta de su amor.
Desde otros ángulos de análisis, se resaltarán todas las dimensiones humanas, la talla humana de la comunidad. Dejamos de lado aquí el estudio de esta perspectiva. Pero tenemos que  decir que hoy estas comunidades cuidan con esmero las relaciones interpersonales. De hecho, la resolución de los conflictos normales de todo grupo humano no se hace desde la pura psicología. Madurar en relaciones es también proceso de fe, y se lleva a cabo desde la referencia evangélica. Tendríamos que recordar lo que san pablo escribe a sus comunidades (1 Cor 3,1-3).
Las notas más destacadas como aporte de la comunidad a la persona singular son:
 
De amigos a hermanos
En un mundo de relaciones fáciles y volátiles, relaciones de “colegas” que con frecuencia se quedan en la pura superficie, las comunidades van más allá hasta poder llamar al otro “hermano”. No se es hermano por simpatía o por coincidencia en el grupo. Se llega a ser hermano porque  los dos pronuncian la misma palabra: Padre, y los dos (o todos si se prefiere) invocan al mismo Señor.
No se acepta al otro “porque me gusta”, sino a pesar de que no me guste. La norma última de valoración del otro no es “me cae bien o mal”, sino que es la persona que en el camino de mi encuentro con el Resucitado se me ha dado, se me ha puesto al lado”.
La fe y la acogida y reconocimiento del Señor pasa por la acogida y reconocimiento de estos caminantes como yo; uno y otro nos tendremos que llamar hermanos. Aceptar al otro como hermano depende de la manera que tengo de llamar a Dios con el nombre de Padre, de la manera que tengo de escuchar la Palabra de Dios en la reunión, de la manera de aprender a ser samaritano. Lo humano se hace así divino. Las relaciones se convierten en ascesis y don, misericordia dada y misericordia pedida.
 
La importancia de apoyarnos
Existe una percepción o experiencia de debilidad en los miembros de la comunidad que se puede resumir así: es imposible creer sin apoyo de otros; es imposible confesar a Jesús sin la compañía y trato con quienes le confiesan.
En una sociedad que devora todo y nos puede devorar, la comunidad se presenta como un micro-clima para poder vivir la fe.
Existen momentos en la vida cargados de fuerza centrífuga que nos lanzan, casi sin querer, a la vorágine del gran mundo, de la ideología dominante en el ambiente. La comunidad cristiana es elemento que sostiene y que da consistencia, que ayuda y que conforta, que alimenta y alienta los deseos clavados en el fondo del corazón. Que nadie entienda este micro-clima como un remanso “proteccionista”  o “refugio huida del mundo”.  No. La imagen que mejor puede reflejar lo que se quiere decir es la de oasis. El oasis no está ahí para abandonar la travesía del desierto, sino para recuperar fuerzas y poder atravesar con éxito el desierto.
 
La comunidad es provocación y confrontación
Si la comunidad es compañía y oasis buscado, también es provocación y confrontación. La verdadera comunidad es lugar de provocación y de confrontación de la propia vida y coherencia. Los miembros de la comunidad tienen un papel importante como interlocutores. Al ejemplo del Caminante de Emaús, compartiendo las propias decepciones, desilusiones, opciones tomadas en la vida es posible abrir los ojos a otra realidad y a la verdad. Las palabras de otros calienta y encauzan la vida y la vuelta a la comunidad. Lo que hace madurar no es el silencio y la aceptación acrítica, sino la corrección fraterna, la ayuda para discernir el bien del mal, lo bueno de lo malo.
 
Madurar y purificar la fe
La comunidad aporta a la persona una posibilidad de madurar en la fe y de purificar la fe. Como hijos de Adán y de Eva, llevamos dentro de nosotros la tentación de “manipular a Dios”, o de hacernos ídolos. Saber esperar, tener paciencia, andar el camino paso a paso nos lleva muchas veces a la impaciencia y a tomar salidas fáciles: hacernos dioses “inmediatos”, ídolos de barro o de oro (Éx 32,1-5). La comunidad ayuda a abrir los ojos, a vivir la fe con más pureza, a descubrir el valor de la fe. De nuevo aquí nos encontramos con esa realidad profunda: lo que nos diviniza, nos humaniza; lo que nos humaniza, no acerca más a la verdad de Dios.
 
Compromisos por el Reino
La comunidad lanza a la persona a tomar compromisos por el Reino. Estos compromisos son, por una parte, exigencia de la fe, y, por otra, tienen la dimensión de potenciar la realización personal a favor de la extensión del Reino de Dios. Cada comunidad tiene matices propios, acentuaciones y plasmaciones concretas en los trabajos por hacer presente y operante la fe.
 
Conclusión
Las comunidades cristianas que están naciendo son un lugar de presencia de Dios. Hay huellas de Dios en cada paso.  En ellas percibimos que “Dios trabaja siempre”.
Dentro de lo que son estas comunidades, hay que destacar, como final, su fragilidad. Cuando se quieren hacer “fuertes” se humanizan demasiado y las huellas de Dios se difuminan y también la comunidad con adjetivación de “cristiana”.
Algo que atrae de estas comunidades dispersas en multitud de parroquias o a la sombra de familias religiosas es su fragilidad. Su consistencia y su existencia dependen de su escucha a Dios y de su obediencia al susurro de Dios que anida en lo más íntimo del corazón.  Ya el profeta alertaba al pueblo diciendo: “Si no creéis, no subsistiréis” (Is 7,9). Todo puede acabar en un momento si se pierde de vista que es Dios quien está a la base de cuanto son.

Álvaro Ginel Vielva

 
 
[1] Las narraciones aluden explícitamente a Familias religiosas muy concretas: Jesuitas, Salesianos, Agustinos, Hermanos del Sagrado Corazón, Marianistas, Teresianas.