Las normas de la casa de la sidra es, ante todo, el relato de un aprendizaje vital. Homer Wells, su protagonista, vive su infancia en un orfanato, en un pueblo perdido lejos de la civilización, bajo la tutela del doctor Larch, un médico singular que ejerce de educador de todos los muchachos y muchachas acogidos en su centro. Este hombre, seguidor de unos principios morales bastante heterodoxos (se droga con éter, practica abortos, no duda en falsificar títulos médicos si así lo requiere) será para Homer el punto de referencia constante en su periplo hacia la madurez: en un principio, como maestro y padre putativo; después, como figura tutelar a la que ha de destruir para crecer; finalmente, como modelo de existencia en todos los sentidos, cuya tarea en el hospicio debe continuar una vez muerto aquel. En este recorrido circular, Homer acabará por encontrar su lugar en el mundo, después de probar las mieles del amor y los falsos espejismos de la libertad: regentar el orfanato en el que se crió y acompañar a aquellos niños y niñas que, como él, fueron condenados a crecer sin una familia; aquellos que, para los ojos amorosos del doctor y, al final, para los de Homer, son los auténticos «príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra», seres humanos «VIP», merecedores de especial respeto, cariño y dedicación, puesto que las circunstancias se han encargado de ponerles cuesta arriba su ingreso en el mundo.
Recapitulemos, por un momento, el recorrido vital de nuestro protagonista. Homer, como todo adolescente, se enfrenta a su juventud con un bagaje de creencias y convicciones aparentemente sólido e inquebrantable, seguro de que el horizonte esconde excitantes regiones donde la vida es siempre mejor, íntegra, plena. Con estas expectativas como norte, decide abandonar al doctor por varios motivos: rechaza sus prácticas abortistas (él es, en el fondo, un hijo no querido y abandonado, como todos aquellos fetos que acaban incinerados por sus propias manos en el hospicio), encuentra demasiado estrecho el pequeño mundo del orfanato para sacrificar entre cuatro paredes y treinta mocosos todo su destino y, además, empieza a notar el gusano del deseo amoroso corroyéndole el corazón. Al final de su aventura, tras pasar una temporada trabajando como recolector de manzanas y, lo más importante, acumulando vivencias, regresará de nuevo al lugar de donde partió, después de que todos los prejuicios y quimeras que motivaron su marcha fueran desmentidos por su trato con la vida: ni las normas éticas son inamovibles cuando de por medio hay seres humanos, ni las aspiraciones e ideales han de llevarnos necesariamente lejos, más allá del territorio acotado por nuestra vocación (a veces tan doméstico que está aquí al lado: en nuestro hospicio, en nuestra familia, en nuestro barrio), ni el amor, por poderoso e idílico que sea, está inmunizado contra la decepción y los embates de la realidad. Sólo acatando la ley que dictan la tolerancia y los sentimientos más sinceros y viviendo la realidad día a día allí donde podemos ser útiles sin heroísmos y grandes sin elocuencia dibujaremos el mapa de una existencia, si no feliz, al menos digna y valiosa.
Las normas de la casa de la sidra coincide en más de un aspecto con Una historia verdadera, película que comentábamos aquí hace un par de meses, y es el reverso perfecto de American beauty, de la que hablábamos el mes pasado. Respecto a la primera comparación, recordemos que, ante todo, ambas son obras de calidad, con una profunda pulsación poética (es decir: saben sugerir más allá de lo que con absoluta transparencia dicen). Por otro lado, las dos cometen la feliz osadía de intentar responder a las únicas dos preguntas verdaderamente urgentes para el ser humano: primero, ¿qué es la vida?; segundo, ¿cómo vivirla? En un caso, la respuesta se deduce de la recapitulación final de un anciano; en otro, se obtiene tras observar el proceso de maduración de un muchacho inocente. A la hora de abordar estas cuestiones, las dos obras renuncian a engolar la voz y a proferir grandes palabras, las dos vuelven la espalda al triunfalismo sin, por ello, dejar de ser optimistas. Sus personajes son tan imperfectos como corrientes y, por ello, cercanos, entrañables, reconocibles: ejemplares.
Finalmente, Las normas de la casa de la sidra, como inversión de American beauty, apuesta por proponernos alternativas consecuentes al declive del imperio americano. Para ello, se centra en seres al margen de la vorágine urbana neocapitalista, al otro lado de la vacua estética del éxito y el bienestar: sólo humildes aspirantes a vencedores de sí mismos.
JESÚS VILLEGAS