LAS QUE TIENEN QUE SERVIR.

1 mayo 2003

“MADRE CRISTIANA”, UN MINISTERIO EN LA IGLESIA

 
Mª Dolores López Guzmán es madre de familia y profesora de Teología del Laicado y de Teología Espiritual en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas a Distancia “San Agustín”.
 
 
Síntesis del artículo
La autora describe con profundidad y con frescura evangélica una realidad tan obvia que parece mentira que haya pasado extrañamente desapercibida a tantos cristianos: si los ministerios surgen en la comunidad cristiana para servir y animar la vida de fe, ser “madre” debe ser considerado ministerio por excelencia, en el sentido verdadero del término, que es esencialmente servicial.

  1. CÓMO SER MUJER, MADRE, TRABAJADORA Y CRISTIANA… Y NO MORIR EN EL INTENTO

 
Dicen que las mujeres no terminamos de encontrar nuestro sitio. O perteneces al grupo de las “independientes” y feministas, o te cuelgan el denostado “sus labores” en el carné de identidad para subrayar que no tienes otra cosa que hacer. Parece que el ansiado equilibrio no llega nunca. Formar parte de la modernidad exige atender demasiados frentes para sentirse una persona “completa”.
 
Ante esta situación de inestabilidad hay quienes están levantando la voz de alarma porque estiman que la mujer está perdiendo lo más genuino de su ser. Quizás sea cierto que, en la lucha por la igualdad de derechos, todavía queden retos importantes sin resolver; y no tanto por el acceso a puestos de trabajo que antiguamente estaban reservados a los hombres, sino porque queda mucho para que la sensibilidad femenina (con lo que significa de amor al detalle, la atención y cuidado de las personas, cercanía…) empape la sociedad en su modo de funcionar y de organizarse.
 
1.1 Quien mucho abarca…
 
Es difícil tratar de compatibilizarlo todo. Se necesita una buena agenda y una envidiable preparación física para conciliar la atención al marido, el cuidado de los hijos (con esas interminables noches sin dormir), las relaciones familiares (padres, suegros, sobrinos, abuelos…), la responsabilidad de la casa, el contacto con los amigos… y el “añadido cristiano” del compromiso social y el cultivo de la dimensión espiritual. Todo es tan importante y tan imprescindible que no hay nada que se pueda dejar de lado.
 
Sin embargo, humanamente hablando, la persona no tiene la capacidad de hacerse cargo de muchas cosas o de muchas personas al mismo nivel. Como dice el refrán, quien mucha abarca poco aprieta. Únicamente Dios lo puede todo y todo lo sostiene (Hb 1,3). Aunque sólo sea por una cuestión de supervivencia, es necesario elegir y pararse a pensar cuál es el centro que ordena mi vida. Este es uno de los asuntos fundamentales que nadie debería dejar de plantearse en la etapa de crecimiento. Está en juego la madurez y la construcción de sujetos sanos dispuestos a reconocer sus límites y sus grandezas; es el único modo de situarse ante la realidad y de ofrecer lo que uno es sin engaño.
 
No tener un eje centralizador que sirva de filtro y que ayude a situar el continuo bombardeo de ofertas e información, que invaden la intimidad por diferentes medios, pone a la persona en situación de riesgo. En primer lugar porque se termina aplicando indiscriminadamente el mismo rasero para todas las cosas sin distinción de las más importantes sobre las que no lo son tanto. Y segundo, porque suele quedar perjudicado lo esencial, ya que, normalmente, se va actuando sobre lo más inmediato.
 
Las personas que eligen la Vida Contemplativa, por ejemplo, estructuran su vida en torno a la oración. Todas las horas y las actividades que realizan durante el resto de la jornada se van ajustando al ritmo que marcan las oraciones (tanto personales como comunitarias). Un individuo que decida cuidar de un enfermo irá optando por hacer aquellas cosas que le ayuden a llevar a cabo mejor ese deseo de atender a la persona de la que se ha hecho cargo. ¿Cuál sería ese eje centralizador en el caso de una madre de familia?
 
1.2 Lo irrenunciable
 
Cuando se tiene delante la oportunidad de poder desarrollar muchas actividades que se complementan y que contribuyen a enriquecer y a desplegar las capacidades de cualquier mujer, es difícil renunciar a alguna. Bastante sufrimiento ha costado el llegar a una situación de reconocimiento y de cierta igualdad respecto al varón como para desaprovechar las ocasiones que se presentan. Sin embargo, para una madre hay una tarea que destaca por encima de todas las demás: la entrega de la propia vida para continuar dando vida a los hijos. Dar a luz no es sólo un acontecimiento puntual sino una labor que compromete toda la existencia. Porque cuando una se convierte en madre, lo es para siempre. El resto de las ocupaciones han de ser elegidas en función de esa misión central.
 
Eso significa que cada elección estará en todo momento supeditada a la maternidad (siempre que se den unas condiciones mínimas de vida digna y de opción) y no la maternidad en función de las diferentes ocupaciones. Una madre debe pararse de vez en cuando a mirar en qué medida las labores que desempeña la están ayudando a atender mejor a sus hijos o no.
 
La preocupación por los hijos no puede medirse según el mayor o menor número de horas de dedicación. No es algo cuantificable. Hay que tener en cuenta muchos factores: las distintas etapas del crecimiento (es muy distinta la atención que reclama un bebé de la que requiere un adolescente o un universitario), la relación con el esposo (quizás el mejor legado que se les pueda dejar), los insustituibles espacios personales (que ayudan a los otros a comprender que la madre no es una posesión ni una propiedad privada)… Educar es un arte que se sostiene en una forma de ser. No se reduce a una “atención directa” sino que todo el sujeto, en este caso la madre, comunica e instruye con toda su persona. También con la “atención indirecta” se está enseñando.
 
Ahora bien, si el cuidado de los hijos tiene que prevalecer sobre otras decisiones, es inevitable aparcar la realización de otros sueños. Es importante preguntarse alguna vez a qué renuncio en la vida, por qué renuncio y, sobre todo, para qué y por quién. La renuncia se erige de esta manera en otro gran irrenunciable (y nunca mejor dicho), junto con la centralidad de los hijos, para una mujer que quiera ser, de verdad, madre.
 
Realmente asusta el momento en el que se hace consciente y se explicita la vocación a la maternidad como algo que “ordena” y condiciona todo lo demás. Normalmente cuesta reconocer que no se llega a todo. Y además, los modelos de generaciones anteriores, plagados de mujeres que terminaron viviendo la vida de sus propios hijos (a causa quizá de su dedicación exclusiva a ellos), no satisfacen, y se huye de ellos “como de la peste”. ¿Qué opciones quedan?
 
Hacer un “barrido” con la mirada sobre algunas mujeres importantes del Nuevo Testamento puede iluminar este punto especialmente delicado y enojoso. Hace dos mil años algunas de ellas tuvieron que luchar por compaginar no su profesión laboral (en aquellos tiempos era algo que ni se planteaba) pero sí su seguimiento al Nazareno con su lugar en la sociedad como mujeres y madres.
 

  1. MADRES DE ROMPE Y RASGA

 
Parece extraño que esas mujeres que tímidamente asoman por las hojas del Evangelio, y de las que apenas tenemos datos, puedan servir de fuente de inspiración para la vida moderna, cuando justamente se las ha utilizado en numerosas ocasiones para defender casi lo contrario. Hay que escuchar con detenimiento sus historias para tratar de ajustarse lo más posible a la realidad y dejarnos así empapar sin prejuicios por sus actitudes y sus obras.
 
2.1 María: un corazón sin descanso
 
De María se ha dicho de todo. Es difícil describirla sin caer en los tópicos, pero más difícil aún es mantenerse fieles a lo que de verdad fue. Resulta más fácil hablar de Jesús, a pesar de su naturaleza humana y divina, que hablar de María, mujer y madre (algo demasiado vulgar para nuestras pretensiones). Es el problema de las personas silenciosas, sobre las que nos gusta más construir una historia, aunque no se corresponda con la realidad, que escuchar el significado de sus pocas palabras. No todos los silencios son iguales. Los hay que reflejan indiferencia, otros son acusadores o admiten culpabilidad (el que calla otorga…), algunos se usan para evitar complicaciones, a veces incluso se emplean para humillar. No es el caso de María.
 
Ella hablaba poco porque escuchaba mucho. Pero escuchaba, sobre todo, a su hijo. En dos ocasiones el Evangelio dice expresamente que guardaba las cosas y las meditaba en el corazón. La primera vez que aparece esta expresión es en el nacimiento (Lc 2,19). Allí se pone de relieve que no perdía detalle, que meditaba todo lo que veía. No seleccionaba lo que más le gustaba sino que lo recogía todo. El amor es así, no se conforma con una parte sino que lo quiere todo. Las madres gastan gran parte de su tiempo mirando cada movimiento de sus hijos, por eso los conocen tan bien. Aunque los hijos intenten esconder sus problemas y sentimientos las madres en seguida suelen darse cuenta de que “algo les pasa” con sólo mirarles la expresión de la cara.
 
En la segunda ocasión se añade un matiz especial. No sólo se trata de contemplar todas las cosas que suceden sino de conservarlas cuidadosamente en lo más profundo del corazón (Lc 2, 51). También María, como José en su estilo de padre protector, es una “cuidadora” nata: mira, contempla, piensa, retiene, recuerda, saborea, conserva, mima… Todo ello en el santuario de la intimidad, lejos de la impaciencia y de la prisa que, en palabras de la poetisa madrileña Gloria Fuertes, “se equivoca y te equivoca” porque “no cree en la esperanza”.
 
María no es una observadora a distancia. Las cosas le mueven y le conmueven. Quizás por eso las madres siempre andan pre-ocupadas, porque el corazón siempre está lleno de sentimientos, intuiciones y emociones. María se pregunta por el significado de lo que está sucediendo: “¿Cómo será esto si no conozco varón?” (Lc 1,34), “¿Por qué nos has hecho esto?” (Lc 2, 48), “Ellos no comprendieron la respuesta que les dio” (Lc 2,50)… Interpela y se deja interpelar. No es una presencia pasiva, sin inquietudes ni voluntad sino todo lo contrario.
 
Tiene en común con José (también algunos padres son así, justo es decirlo) la respuesta rápida y sin fisuras a la Gracia que le es dada. Debe quedar bien claro que una cosa es la obediencia y otra la sumisión -no se puede apelar a la Virgen para justificar el sometimiento de la mujer a los caprichos del varón-. Tras la Anunciación, María se levantó y se fue, con prontitud, a visitar a su prima. Tenía en sus manos la noticia del siglo y decidió permanecer tres meses con Isabel. Fue capaz de entrar en el ritmo de Dios y dejarle hacer a Él. Jamás utilizó el privilegio que le fue concedido de ser la madre del Señor en beneficio propio ni se arrogó un papel mayor del que le había sido encomendado, simplemente siguió esperando. No se adelantaba a Dios, le seguía. No es bueno quemar etapas antes de tiempo.
 
Sencillez y silencio aparecen, por tanto, como las dos cualidades más significativas de María. Habría que haberle dado un sobresaliente por no sobresalir. Pero sería un error atribuirle por ello un carácter pusilánime y desabrido. Se olvida con frecuencia que la sencillez se opone a la simpleza y a la falta de sabor. Su campo de acción es la autenticidad, la de la persona natural que obra con llaneza, sin doblez ni engaño. Si en algo destacó precisamente fue en saberse situar como lo que realmente era: una criatura querida por Dios. Esta experiencia la desplegó en dos campos: en el entorno que rodeó toda su existencia (Belén, Nazaret, su ser madre, esposa…) y en una fe pura cimentada en la confianza absoluta. Nunca se detuvo en su pobreza sino en la grandeza de Dios. Si se hubiera detenido en su impotencia habría bloqueado la acción de Aquel capaz de hacer maravillas. Sin ninguna duda la mejor prueba de la fe es la confianza radical porque ninguna relación puede salir adelante sin ella.
 
Tuvo que acostumbrase a “entender no entendiendo” (como decía santa Teresa) y a curtir su fe en la escuela del dolor. Aprendió a dejar al Hijo crecer fuera de los muros de la casa y a escucharle un modo nuevo de entender la familia y las relaciones en donde su lugar tenía que ser aún “menor” (“El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”, Mt 12, 49-50). Su misión de cuidar y acompañar llegó al límite cuando tuvo el coraje de permanecer a los pies de la cruz viendo morir a quien había dado a luz. Ella hizo grande la maternidad mostrando al mundo que es posible hacer libre a quien ha formado –y conformado- parte del propio ser.
 
2.2 Las “otras mujeres”: esperanza y servicio
 
“Había allí muchas mujeres mirando desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Santiago y José, y la madre de los hijos del Zebedeo” (Mt 27, 55).
 
A pesar de nuestra cultura de lo comunitario casi nadie que se acerque al mundo del Evangelio se siente cómodo identificándose con la muchedumbre que solía rodear a Jesús en los mejores momentos de su vida pública. No agrada perderse en el anonimato de una multitud impersonal de gente en la que cabían de igual modo curiosos, delincuentes, exaltados políticos y buena gente. Pero esa masa sin nombre que escuchaba sedienta las palabras del Señor también estaba habitada por pequeños grupos en los que el servicio y el seguimiento a aquel Hombre eran la causa de su unidad. Las mujeres -muchas de ellas “madres de”- se agrupaban con convicción para no perder de vista a Jesús. Estaban al pie del cañón a pesar de no tener el privilegio de la intimidad que sí tuvieron los apóstoles, y llegaron a dar lecciones de fortaleza y fidelidad hasta a los más incrédulos.
 
Ellas miraban de lejos, pero eso les bastaba para creer. Es curioso ver cómo la distancia agudiza los sentidos. Suplían con generosas dosis de entrega y atención extrema lo que no tenían al alcance de la mano. Absorbían todo lo que contemplaban empujadas por la escasez. Les bastaba con acompañar aunque fuera desde la distancia. No se quedaban en las ideas ni en la admiración. Algunas incluso ponían sus bienes “para servirle”. No eran almas cándidas que adoraban a Jesús “en capilla” sino que lo daban todo por seguirle.
 
Este grupo de mujeres, junto con María Magdalena, fueron las que se fijaron cómo era colocado el cuerpo del Señor cuando lo sepultaron (Lc 23, 55) y allí se quedaron quietas, esperando. Santa Teresa contaba cómo le gustaba permanecer inmóvil en sus ratos de oración para que nada le impidiese perder un solo detalle de la comunicación del amado. Estaban rotas por el sufrimiento, pero esperaban.
 

  1. PARA SERVIRLE, PARA SERVIRLES…

 
Uno de los aspectos más importantes que estas mujeres dejan bien claro es que ser madre cristiana tiene una nota singular y esencial: el seguimiento radical de Cristo. El adjetivo cristiana añade “un toque de distinción” (porque nos distingue, nos diferencia). Ello comporta que la maternidad se viva no sólo como una misión nuclear sino como una vocación centrada a su vez en Jesucristo. Dicho de otro modo: la madre cristiana hace de Dios el centro del centro.
 
Este injertar (aquí procedería releer la imagen de la vid y los sarmientos, Jn 15, 1-10) todos nuestros amores en el Señor conlleva un nuevo orden (al final uno se pasa la vida ordenándose) y un particular modo de educar. Acercarse a María en este momento puede ser crucial. Ninguna como ella ha sabido ofrecer unas pistas tan valiosas para no perder la identidad en este camino:
 

  • La primacía de Dios. La voluntad del Señor siempre fue para ella lo primero (Lc 1, 38), no los comentarios de los demás o sus propias ideas sobre cómo las cosas tenían que transcurrir.
  • El protagonismo del Hijo. María jamás se interpuso en el camino de Jesús. Preguntaba y, muchas veces no comprendía (Lc 2, 50), pero siempre le dejó hacer su vida.
  • La compañía total. María pasó por la vida pública de Jesús casi sin sentir, pero allí estaba, “al pie del cañón”. Su presencia a los pies de la cruz lo dice todo (Jn 19, 25).

 
Quien debe “dirigir” nuestras vidas es Dios. Él es el que verdaderamente enseña cómo amar a los hijos. El amor de madre no es tan natural ni tan ideal como lo pintan. Existe la tentación de la posesión, el deseo de control, el arropamiento excesivo que asfixia y encadena, el desentendimiento para evadir la responsabilidad, el deseo compulsivo de rendir cuentas de todo lo que se hace por ellos… María es un recuerdo constante de que con unas buenas dosis de apertura a la Palabra, una pizca de humildad y un chorro generoso de fidelidad se puede llegar a amar de otra manera, al estilo inconfundible del Señor. Un estilo que se aprende en el evangelio, cuyo Maestro es Jesús.
 
Todas las palabras del Evangelio tendrían que resonar en primer lugar en el interior de las casas. Vivir la fe sólo “de puertas a fuera” o “de cara a la galería” sería, para una madre, una traición a una vocación que es sagrada y primigenia (en cuanto que es la que primero hay que desarrollar). El sentido de la maternidad está en el servicio a la vida del hijo que Dios le ha puesto entre las manos para hacerla crecer.
 
La educación debería tener dos prioridades: ayudar a los hijos a ser protagonistas y constructores de su propia historia, como hizo María con Jesús; y animarles a sostenerse en Dios y sólo en Él. Aunque sea costoso, es importante encaminarles de tal manera que puedan llegar a liberarse hasta de la madre. María nunca fue una atadura para su Hijo.
 
Para lograr esos objetivos sería interesante rescatar esos espacios de comunicación de la fe que ponían de manifiesto la presencia capital de Dios en la vida familiar: la bendición de la mesa, la oración antes de dormir, la eucaristía dominical (incluido el aperitivo al salir de la misa)…
 

  1. PARTO CON DOLOR

 
Los dolores de parto (a pesar de la epidural) son una buena metáfora de lo que significa dar vida. En el instante del nacimiento queda recogida la lógica profunda de la maternidad: el comienzo de la relación madre-hijo que tiene como punto de partida el dolor nacido de un amor profundo (cualquier dolor es bien recibido con tal de que sea por amor); y ese continuo empujar a los hijos hacia fuera para que “salgan de ella” y cumplan la voluntad de Dios. Impacta sobremanera el testimonio de madres como la de los Macabeos que animó hasta al último de los hijos que le quedaba, para que diera su vida antes de traicionar las tradiciones y creencias del pueblo de Israel (2 Mac 7).
 
Quizás sea esa la razón por la que las madres siempre lloran, porque sea como sea, la perspectiva del despojamiento de lo que tanto se quiere produce un dolor inevitable e intenso. En el momento en que se tienen hijos, la vida queda ya hipotecada a la felicidad de ellos. Sus alegrías son las alegrías de la madre, y sus tristezas las suyas también. No hay mayor ofensa que pueda hacerse que la que se hace a un hijo. Quien realmente quiera dañar a un padre o a una madre sólo tiene que herir a sus vástagos; difícilmente conseguirá su objetivo de una manera tan rápida y eficaz.
 
Hoy en día parece haber caído ya en desuso la costumbre de llamar a la mujer por su vinculación con el marido. Nada más casarse la mujer pasaba al estadio “señora de” como si se hubiera convertido de repente en una propiedad (de hecho, en el mundo anglosajón la mujer sigue perdiendo su apellido al casarse, como norma general, para adoptar el del marido). Sin embargo, lo que sí se mantiene en la etapa escolar de los hijos con carácter positivo e incluso con orgullo, es el nombrar a las madres de los compañeros de colegio como “la madre de”. ¿Será que forma parte de la condición materna este quedar en la sombra?
 
Ciertamente todo lo que tenga que ver con dejar espacio al ser de los demás, contribuir a su crecimiento, ponerse a su servicio, darle vida, empequeñecerse para hacer grande al otro… resuena a evangelio. Aquellas mujeres que seguían a Jesús desde lejos y que posibilitaron con sus bienes y su servicio la misión del Señor, se mantuvieron en un discreto anonimato a pesar de su asombrosa labor. Que fueron madres de discípulos conocidos (y reconocidos) y que permanecieron leales a su Maestro es lo “poco” que nos ha quedado de ellas. Benditas sean por no haber robado al Hijo el “primer plano” y por haber dotado a la humildad de su verdadero sentido.
 

  1. UNA VOCACIÓN CON FUTURO

 
Una de las notas características de la maternidad es, aunque resulte una obviedad, que madres ha habido siempre. Dada la vida tan corta que suelen tener los proyectos en la sociedad actual no es trivial encontrarse con una realidad que ha estado presente desde el comienzo de la historia de la humanidad. A veces damos demasiado por supuestas las relaciones cotidianas sin caer en la cuenta de que su sola presencia es un auténtico lujo.
 
Ahora que los grupos ecologistas están haciendo crecer la conciencia de la importancia de custodiar el planeta (la madre tierra) y sus recursos, porque está en juego el futuro de la especie humana, habría que tomarse también en serio el cuidado de la mujer como portadora de vida. A pesar de los adelantos de la bioética el mundo no sería el mismo sin la figura de la madre. Ella dice mucho de nuestro pasado y, aún más del porvenir.
 
5.1 La llamada de la Iglesia
 
No es extraña la preocupación que el Magisterio está mostrando en sus últimas intervenciones por el tema de la familia. Al margen de que se esté o no de acuerdo con todas las afirmaciones que se hacen desde las instancias superiores, lo cierto es que se trata de asuntos de los que depende la sociedad y la que será la cultura del futuro.
 
En 1994, con ocasión del Año Internacional de la Familia, Juan Pablo II escribió una carta dirigida a las familias en la que declaraba con enorme contundencia que “entre los numerosos caminos, la familia es el primero y más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida.” (Carta de Juan Pablo II a las Familias con ocasión del Año Internacional de la Familia, 2 de febrero de 1994, nº 2).
 
Llama la atención el hecho de que, a lo largo de la historia, la Iglesia haya valorado la vocación a la Vida Consagrada por encima de otros estados de vida cuando en realidad, para sobrevivir y crecer, necesita tanto de familias cristianas transmisoras de fe. ¿No ha sido siempre la familia el caldo de cultivo de nuevos cristianos deseosos de anunciar el evangelio? En la Iglesia todos los miembros se necesitan mutuamente y no existe ninguno con carácter absoluto. El único Absoluto es Dios.
 
Poco a poco va aumentando en las parroquias el interés por buscar espacios apropiados para las familias. Realmente se trata de una asignatura pendiente. No son suficientes las catequesis de preparación para la comunión o la confirmación, pues se va viendo cada vez con mayor claridad que se necesita el apoyo y el compromiso de los padres. Queda aún mucho por hacer aunque se van dando los primeros pasos.
 
La vocación de construir un hogar tiene su origen en el mismo Dios, quien ya desde el principio de la Creación concluyó: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18). La promesa hecha a Abraham de darle una gran descendencia (Gn 15, 1-6) hay que valorarla como un juramento intrínsecamente ligado a este deseo del Creador. Por tanto, se trata de algo sagrado que no depende totalmente del hombre sino de Dios.
 
El papel que le corresponde a la mujer en la construcción de la casa es especialmente relevante. Tiene la particularidad de llevar en sus entrañas la nueva vida que cambiará el paisaje del hogar. Ese hecho, en sí mismo, le aportará una nueva sensibilidad ante el mundo y ante los demás, ya que, a través de la maternidad, todo su ser (su cuerpo y su alma) se verá “tocado” de un modo único, cualitativamente distinto. “Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer”[1].
 
5.2 Ministerio verdadero
 
Tradicionalmente la Iglesia confiaba a la madre el papel de transmisión de la fe a la prole. La oración antes de dormir, compartida con los hijos, se convertía en el lugar privilegiado donde contar las historias sagradas de los patriarcas, los profetas, los santos… Era un espacio único de diálogo y encuentro. En la catequesis es fácil escuchar de labios de los adolescentes el comentario de que “de estas cosas de Dios no se habla en ningún sitio”. Desgraciadamente este cordón umbilical de la fe familiar está cortándose poco a poco y apenas quedan referencias y expresiones de la vivencia religiosa en las habitaciones de la casa. Las abuelas (madres al fin y al cabo) están siendo en estos momentos las piezas clave para el sostenimiento del evangelio en el entorno del hogar.
 
Resulta curioso comprobar que los esfuerzos que se van haciendo para conseguir la colaboración en términos de igualdad, entre el hombre y la mujer, en las tareas domésticas no se extiendan también, en las familias cristianas, a la educación de los hijos en el seguimiento de Jesús. Cada vez se deja más en manos de las parroquias o del colegio.
 
Sin embargo, si hay una misión prioritaria para unos padres, ésa es la de ser testigos de la fe para los hijos. Si se les manda a la catequesis “para cumplir” sin que eso se corresponda con una auténtica vivencia interior, poco se puede hacer. Por eso es tan importante tomarse en serio el papel determinante que los padres ejercen en la fe de los hijos. Es un auténtico ministerio eclesial reconocido desde siempre y, con especial énfasis, por el Magisterio: “El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la llamada a ser un verdadero y propio ministerio de la Iglesia al servicio de la edificación de sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor del ministerio educativo de los padres cristianos, que santo Tomás no duda en compararlo con el ministerio de los sacerdotes”[2].
 
El sueño de toda madre es dar la mejor educación posible a sus hijos. Eso puede traducirse en una buena formación académica, una estupenda vivienda, ropa para vestir, alimentación adecuada para que sean sanos y fuertes… Pero no puede escapársele de las manos el único legado con garantías de eternidad: la fe en el Dios de Jesús. Todo lo demás estará sometido a los vaivenes de la vida y nunca se podrá controlar del todo. Hasta los padres pueden fallar y faltar algún día. Sólo Dios permanecerá siempre a su lado. ¿No es entonces la herencia mejor?
 
5.3 Constructoras de futuro
 
Toda madre que se precie tiene que aprender a desarrollar una buena visión de futuro en dos campos importantes de su vida. En primer lugar, en el crecimiento de los hijos. Aunque se pueda vivir al día en el aspecto económico no puede hacerse lo mismo en lo referente a la educación. Una pregunta clave que hay que plantearse alguna vez es cómo quiero que mis hijos sean de mayores. Es el mejor modo de detectar si se me cuelan sueños legítimos o ilegítimos y si la fe forma parte esencial en esa vida que deseo para ellos.
 
Es importante en este sentido caer en la cuenta de que no se puede improvisar. Hay cosas que, si no se van cultivando desde la cuna, el grado de dificultad para implantarlas aumenta exponencialmente a medida que va pasando el tiempo.
 
Y, por último, la preocupación por el futuro cobra un relieve especial en la vida de una madre porque -sucede con frecuencia- la dedicación tan fuerte que exigen los hijos la va apartando poco a poco del mercado laboral dada la dificultad que supone encontrar un trabajo (fuera del hogar) que se adapte adecuadamente a su ritmo.
 
La falta de flexibilidad de los horarios en las empresas está generando un gran estrés en las mujeres que tratan de compaginar su dimensión profesional con su faceta de madres y esposas. Esto hace que muchas de ellas renuncien a un estatus elevado en el ámbito laboral que les impediría atender a sus hijos. No es fácil elegir y este punto es motivo de tensión continua. En ocasiones se desaprovecha la preparación y capacitación de numerosas mujeres por falta de creatividad en los empresarios y por la esclavitud que supone tener que ajustarse a las leyes del mercado sin ningún tipo de límites ni protección. Urge poner en marcha reformas sociales que ofrezcan un diseño diferente del mundo que nos rodea y que no contemplen únicamente el beneficio económico como objetivo absoluto. La búsqueda de rentabilidad es legítima y buena, por supuesto; pero debe compaginarse con otras metas y el beneficio debe ser invertido en mejorar la calidad de vida de todos.
Probablemente, mientras se va aprendiendo a ser madre (porque la madre no nace, se hace) se cometan errores; pero hay que confiar en que los hijos sabrán captar el esfuerzo que se hace por lograr un equilibrio necesario y bueno para ambas partes.
 
Es importante caer en la cuenta de que en algunas etapas del desarrollo de los niños es casi imprescindible la presencia de la persona entera, al cien por cien. Pero eso no significa que la vida de la madre empiece y acabe en los hijos. Cada vez está siendo más evidente que la formación profesional de las mujeres es más profunda y más larga porque la mayoría de ellas es capaz de mantener, de algún modo y con altas dosis de esfuerzo e ingenio, pequeños espacios de estudio permanente o de trabajos esporádicos que la mantienen “al día”. En cualquier caso, la sola conciencia de que su futuro va más allá del cuidado de los hijos es motivo de esperanza, ayuda a criar y educar mejor y, sobre todo, ensancha el necesario espacio de libertad mutua.
[1] Juan Pablo II, Mulieris Dignitatem, 1988, n.18.
[2] Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 1981, n. 38.