Eugenio Alburquerque Frutos
En el número 387 de Misión Joven, correspondiente al pasado mes de abril, publicamos en esta sección de MATERIALES algunos ejemplos de “lectio divina con María”. De ese material formaban parte también estas páginas que no pudieron tener cabida, debido a la falta de espacio. Las incluimos en este mes de mayo, esperando que puedan resultar todavía útiles.
Junto a la cruz de Jesús
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- Lectura: Jn 19,25-27
«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, mujer de Clopás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa».
- Meditación
En el cuarto evangelio, la presencia de María, la madre de Jesús, es escasa pero muy significativa. Aparece solamente en dos ocasiones: en la boda de Caná de Galilea (Jn 2,11) y en la crucifixión en el Calvario (Jn 19,25-27). Se trata de dos encuentros aparentemente muy distintos. El primero tiene lugar en el marco festivo de un banquete nupcial. Madre e hijo no se buscaron; casualmente se encuentran convidados en la misma fiesta. Pero el encuentro no es nada trivial o insignificante. A instancias de la madre, Jesús manifiesta su gloria, adelantando lahora de su revelación; y los discípulos, viendo sus signos, creyeron en Él. El segundo, en cambio, acontece en el Calvario. Ha llegado la hora de Jesús. Abandonado de todos, va a entregar su vida al Padre. Y allí, junto a la cruz, está la madre con un pequeño grupo de mujeres y Juan, el discípulo a quien Jesús amaba. Desgarrada por el dolor contempla la agonía de su Hijo uniéndose a su pasión y a su muerte. Es un encuentro de dolor y de redención. Pero no es simplemente el encuentro de la madre dolorosa y el Hijo que agonizando está salvando al mundo; ante la cruz de Jesús tiene lugar también el encuentro de la madre y del discípulo.
La muerte de Jesús está en conexión íntima con toda su vida y con su mensaje. Vida, mensaje y muerte forman una unidad radical. Su muerte violenta está implicada y explicada en las exigencias de su predicación. El mismo fue capaz de anunciarla a los suyos. Su muerte en la cruz es el resultado de su vida. Es la consecuencia de su amor, del conflicto que provocó y de la reacción que suscitó el anuncio de la cercanía transformante del Reino. Es consecuencia de la encarnación, del proceso de solidaridad y liberación que desencadena.
La cruz de Jesús tenemos que contemplarla desde el plan de Dios. Jesús muere crucificado para cumplir y realizar un proyecto de salvación universal. La crucifixión no es simplemente una historia de sufrimiento y de injusticia; es una historia de salvación. Desde la voluntad salvífica de Dios no es ya vergüenza, ignominia, desolación; no es simplemente un acto criminal. Es una necesidad divina: muere por nosotros y para nosotros. No es fracaso. Es victoria; la victoria del amor y de la vida entregada sobre el pecado y la muerte. Es el símbolo más poderoso de la redención de Cristo y del amor del Padre.
Junto a la cruz de Jesús agonizante no se congrega la multitud de los que por Él han sido curados, alimentados, liberados, ni todos los que se juntaban para escuchar su palabra; hay sólo un exiguo número de personas. Entre ellas, en el centro, está María. El poeta del medioevo dirá de manera escueta y dramática:stabat mater. De pie, enhiesta, vertical y paralela al tronco de la cruz, estaba María en una postura de com-pasión y de co-redención, unida entrañablemente a la Pascua de su Hijo.
A pesar del silencio de los evangelios, María acompaña a lo largo de toda su vida, el misterio de su Hijo. Por su «sí», acampa la Palabra entre los hombres y llega a nosotros la plenitud de los tiempos. Ella introduce en la historia a Jesús, el «hombre nuevo» y nos abre el camino para que también nosotros podamos revestirnos «del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4,24). Ella está íntimamente ligada a la hora de Jesús, que es, sobre todo, la hora de la Pascua, la hora de su muerte y resurrección, de su glorificación por la cruz. Está presente cuando en Caná abre el misterio de su hora no llegada y cuando en el Calvario la vive trágicamente. Está en el centro del misterio pascual. Desde la encarnación hasta la cruz vive María cotidianamente la hora de Jesús.
A pesar de que no puede apurar el cáliz de su hijo y tampoco ocupar su lugar por muy grande que sea su amor, María junto a la cruz comparte, ofrece y espera. Y si para Cristo, en medio del abandono e incomprensión de los hombres, comienza la glorificación, para María, éste no es tampoco un momento de vacío y soledad, sino de gozosa plenitud. Aparentemente, al pie de la cruz, se desvanece dolorosa y sola; en realidad, María, la creyente fiel, descubre en su Hijo, al redentor del hombre y al salvador del mundo.
Aceptando la muerte de su Hijo en el Calvario, María realiza plenamente la fe de Abraham en el Moria. A ella se le ha pedido el mismo gesto que al padre de los creyentes subiendo la montaña: desprenderse del hijo al que ama. Pero ahora no hay ningún carnero prendido en un zarzal que venga a liberar a este nuevo Isaac. En la inmolación de su Hijo, el Padre culmina la fe de María y comienza la fe difícil de la Iglesia, la fe en tinieblas de los seguidores de Jesús. Recibiendo en su regazo el cuerpo yerto y frío del Hijo muerto, María lleva al límite su fe. Ella nos enseña que la fe es algo profundamente arraigado en los acontecimientos de la vida, aún en aquellos que parecen destruirla.
Al pie de la cruz, María nos impulsa a vivir la auténtica unión con Cristo y nos pide que la vivamos en la fe y en la realidad dolorosa de nuestra propia vida. Nos enseña que vale la pena decir «sí» a Dios hasta el final; que una vida llena de Dios es necesariamente una vida llena de la presencia del Crucificado. Su actitud junto a la cruz es de total ofrenda al Padre: ofrece a su Hijo y se ofrece a sí misma. Si en Belén lo había entregado al mundo, ahora en el Calvario lo entrega al Padre en nombre de toda la humanidad. Así, ella nos enseña también a amar la cruz como don del Padre, como lugar privilegiado del encuentro con Dios.
Pero, sobre todo, junto a la cruz de Cristo, María nos recuerda que la redención del hombre no se realizó sin su cooperación íntima. Así es como el Padre lo pensó y lo quiso. Nos estimula a participar íntimamente en la pasión de Jesús, a configurarnos a su muerte (Fil 3,10), a abrazar generosamente la salvación de Dios y a hacernos, como Ella, salvadores con Jesús. Si subimos con Él al Calvario, allí encontraremos y se nos entregará también a María como madre.
Agonizando escribe Jesús desde el libro de la cruz su testamento: «Viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre«. El discípulo es confiado como hijo a su propia madre, y la madre es el regalo póstumo que recibe el discípulo. Desde aquella hora, la madre de Jesús pertenece al discípulo fiel; entra a formar parte de su casa y de su mundo.
Es necesario el total despojo y desprendimiento del Hijo para que María empiece a realizar el misterio de la maternidad universal, que es el fruto fecundo del sufrimiento de Jesús. Despojado de todo, desnudo sobre la cruz aún posee algo de valor inmenso: una madre. Junto con su vida al Padre, entrega al discípulo y en él a toda la humanidad, a su propia madre. En la cruz se produce el maravilloso intercambio. No se trata de una simple sustitución, sino de una incorporación real: comenzamos a ser hijos en el Hijo.
Jesús no dice a María: «éste es también tu hijo», como si la humanidad pecadora y salvada en su sangre se añadiera ahora como un sumando más. María, que está ofreciendo y entregando su hijo al Padre, renuncia a Jesús y acepta comoen su lugar a toda la humanidad representada en Juan. Es como si Jesús le dijera: «es a esta humanidad a la que en adelante debes considerar tu hijo». Si, en Nazaret, María tiene que acoger a su hijo no sólo en su seno sino también en la fe y tiene que dejarse habitar por la Palabra de Dios, en el Calvario la prueba es aún mayor: en el discípulo tiene que aceptar ser madre de la humanidad entera. Aceptar a Juan como hijo, es aceptar a todos los hombres con todo el peso del pecado.
Ella no puede substraerse a esta nueva tarea. Representa el testamento y la última voluntad de su hijo. Que Jesús en la cruz la entregue al discípulo y le imponga ser madre de todos los hombres, no es algo de libre opción sino de obligado cumplimiento. María ha de aceptar al discípulo como hijo y éste tiene que acogerla como madre en su casa. Su amor de madre ha de continuar sobre todos aquellos que Él ha amado y ama. Y María pronuncia un nuevo «fiat», abandonándose de nuevo en la voluntad de Dios.
Al pie de la cruz, María queda configurada con este misterio. Con el mismo amor y la misma fe que acoge a Jesús en Belén, acoge ahora a la comunidad de los pecadores que, por mandato de su hijo, sin pedirle ni siquiera su consentimiento, se convierten en hijos suyos. La misma bondad y misericordia que había manifestado Él hacia los humildes, los sencillos, los pecadores, tendrá que seguir derramando ella. En adelante, cada uno de ellos será hijo suyo, lo mismo que lo fue Jesús. Es madre de Jesús para hacerse madre de los hombres. Ante la cruz del Hijo comienza la hora de la madre.
- Oración
Centramos nuestra oración especialmente en las palabras que Jesús dirige a su madre desde el monte del amor. Damos a gracias al Señor por el regalo de su propia madre. Le pedimos que nos enseñe a amarla como él la amó y que nos ayude a tenerla siempre en nuestra casa; a tenerla como madre y maestra, que nos enseña el camino del seguimiento y que nos guía en medio de todas las dificultades.
- Contemplación
Junto a María, contemplamos la agonía de Jesús. Intentemos mirar a Jesús en el madero de la cruz con los ojos de María. Nos unimos a sus sentimientos y a su inmenso sufrimiento. Y escuchemos con sus mismos oídos las palabras del Hijo amado, Dejemos que penetren en nuestro corazón y sintámosla madre, como la sintió Jesús. Y como el discípulo acojámosla en nuestra casa.