Sucedió durante una semana de la juventud. La de cosas buenas que se dijeron (de los jóvenes, claro). Los que pasaban de los 40 casi tenían vergüenza de haber nacido tan pronto.
En la mesa redonda final le preguntaron a un barbudo misionero recién llegado de Zambia, que parecía no avergonzarse de sus 50 años (¡Qué descaro!):
–¿Qué opina usted de los jóvenes de hoy?
–Lo mismo que Juan XXIII –contestó sin inmutarse.
-Y qué opinaba Juan XXIII?
–Esto:
“Dirigimos una mirada llena de afecto y plena esperanza hacia la juventud cristiana. En muchas regiones, los apóstoles desfallecidos de fatiga, con vivísimo deseo esperan quienes les sustituyan. Tenemos firme confianza en que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados.”
El silencio que siguió a estas palabras fue denso, hasta incómodo. De pronto estalló un aplauso cerrado.
Sí, los reunidos habían entendido bien las palabras del buen papa Juan en boca de aquel misionero, aquel elogio comprometedor.
Al salir me dijo el buen barbudo:
–Tenemos que rezar por ellos. Para que no se olviden de lo que acaban de decir con estos aplausos. Tú que escribes, diles a tus amigos que recen, que no se cansen de rezar por los jóvenes. Ellos quieren, quieren querer, pero necesitan un pequeño o un gran empujón.
José Antonio Solórzano
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