LOS OTROS RIESGOS

1 noviembre 2007

Álvaro GINEL
Álvaro Ginel es director de la revista CATEQUISTAS
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Existen en la vida de las personas unos “grandes riesgos”, a los que todos los medios de comunicación aluden (droga, delincuencia, alcohol, etc.), y también muchos “pequeños riesgos” que suelen pasar desapercibidos y a los que, con frecuencia, no se les da ninguna importancia, y que, sin embargo condicionan la manera de ser y de comportarse; a ellos se refiere el artículo. El autor observa y reflexiona sobre estas otras posibles conductas de riesgo desde la perspectiva de la maduración humana y creyente, señalando pistas de interés para la acción educativa y pastoral.
 
Llevo unos años animando unos grupos de adultos que surgen después de la comunión de los hijos. Son grupos de reflexión cristiana muy abiertos. Están formados por personas que durante las charlas de preparación a la comunión de sus hijos han sentido una inquietud religiosa que se aviva en el pequeño grupo.
En el trato con los adultos que acuden, una mayoría abrumadora es de madres, he aprendido algunas cosas que se repiten siempre en los miembros que participan en ellos. Hablo, pues, situado en esta realidad de la animación pastoral de adultos muy concretos en un espacio y tiempo. Uno de los temas que les encanta tocar es todo lo referente a la educación de sus hijos, cómo ser mejores madres y padres “cristianos”.  Reflexiono sobre lo que he escuchado en las reuniones una veces como queja, como pregunta o como confesión: “me he equivocado”. Lo pronunciado es mi material de trabajo. El título del artículo es intencionado: “Los otros riesgos”. Me refiero a modos de educar en la familia, a comportamientos de los padres y madres que, a la larga, pueden resultar “un riesgo” en la maduración de la persona. Y hablo de “riesgos con minúsculas”. Creo que hay “riesgos con mayúsculas” que la mayoría de la gente admite: el riesgo de la droga, el riesgo de la delincuencia, del alcohol, etc. No es mi tema hablar de los “riesgos con mayúsculas”.
La vida familiar y la educación están llenas de “riesgos con minúsculas” a los que damos “menos importancia” o en los que “no caemos en la cuenta” pero que también son “riesgos que condicionan la manera de ser personas y de ser creyentes”. Muchos comportamientos de adultos y de jóvenes tienen su origen en conductas familiares vividas de manera habitual en las que nunca hemos reflexionado o que hemos dado por buenas sin más.
Mi intención en este artículo es sencillamente enumerar una serie de comportamientos familiares que pueden encerrar un riesgo en la formación de la personalidad con consecuencias tanto para una buena maduración humana como para una adecuada apertura al Evangelio de Jesús. Quiero precisar que lo que aquí se menciona como conducta de riesgo, en la realidad concreta familiar puede estar muy matizado o equilibrado o contrarrestado con otros comportamientos de los padres llenos de dedicación, de entrega, de seguimiento de los hijos, de presencia cercana… de tal suerte que, lo que “en teoría podría ser una conducta de riesgo”, en la práctica no lo es porque está compensado con fuertes dosis de otros comportamientos.
 

  1. Lo primero son los hijos

 
“Lo primero son los hijos”, dicen muchas madres y padres. A los célibes nos suelen mirar a los ojos y comentar: “Vosotros no podéis entender lo que es un hijo para una madre o para un padre. Es lo más grande que existe. No se puede entender lo que se siente por un hijo. Por un hijo uno daría todo siempre. Ver morir a un hijo es lo último para una madre”. Y tienen toda la razón. Hay realidades que sólo se atisban desde la cercanía y desde la vivencia.
Pero también desde la orilla de no ser padres de “estas” personas concretas a quien un hombre y una mujer llaman “mi hijo, mi hija” podemos decir algo al observar el modo de ejercer la maternidad o la paternidad.
Me he encontrado con algunas madres que tienen muy claro que “lo primero no son los hijos; lo primero es ser uno mismo, lo segundo es aquel a quien eligieron como esposo, y lo tercero son los hijos”. Pero este baremo hay pocos que lo aceptan. Abunda más el grupo de madres o padres que afirman: “Lo primero son los hijos”. Sobre todo cuando los hijos son pequeños y débiles.
Esta escala de importancia tiene consecuencias. Pero no es momento de entrar en ella. Sí podemos afirmar que al elegir esposo o esposa la persona tuvo oportunidad de escoger, de decidir y de pronunciar: “De entre todos los hombres y mujeres que he conocido, te elijo, te prefiero, te escojo, te hago único o única en mi vida”. Este primer paso es la causa de todos los siguientes, entre otros, de la forma de tratar y de querer a los hijos. Se desea y decide tener un hijo, pero no se pueden elegir las características del hijo deseado.
“Lo primero son los hijos” tiene que ser bien entendido porque condiciona los futuros comportamientos, la educación y la posibilidad de adoptar formas de riesgo no percibidos como tales. Cuando se proclama que “lo primero son los hijos” a lo mejor se comienza a olvidar el trato, el mimo, la comunicación y el cuidado específico de la pareja y esto puede influir en el futuro mismo de la realidad de pareja. Casi sin darse cuenta se vuelcan en el hijo y se olvidan de sí mismos, se va enfriando la relación o ésta se reduce a hablar de lo que el hijo necesita. “A nosotros si nos quitas los temas de los estudios de los hijos, de las compras y algo del trabajo ya no tenemos de qué hablar”, decía una esposa en el grupo. Atiéndase al hijo sin olvidar que la pareja no puede pasar a segundo plano.
 

  1. Comportamientos de riesgo

 
Cuando aquí ahora hablamos de comportamientos familiares de riesgo entendemos maneras de educar, modelos de ser persona que los adultos, especialmente los padres, adoptan en la vida ordinaria y que pueden tener consecuencias en el futuro de la persona educada ya sea porque se oriente hacia modos de vida marginales, o porque en el proceso de maduración personal experimente limitaciones.
Enumero aquí algunas conductas de riesgo más habituales y que he detectado que son comentadas en los grupos con más frecuencia. La enumeración no conlleva una valoración de mayor a menor riesgo. Se trata simplemente de ordenación sucesiva de conductas.
 
2.1. Mi hijo es un santo
 
Educadores, animadores o catequistas se encuentran con frecuencia con padres y madres que defienden tanto a su hijo que no son capaces de ver la verdad. El punto de partida de dichos padres es que “hay que defender por encima de todo al hijo y que el hijo tiene siempre razón, aunque no la tenga”. Por decirlo de manera más sencilla: existe una gran dificultad de objetividad respecto al hijo. Recogemos algunas expresiones que aclaren lo que queremos señalar: “Mi hijo es un santo”, “yo conozco bien a mi hijo y sé que eso es imposible que lo haya dicho, hecho…”, “mi hijo me lo cuenta todo”…, “¡me van a decir a mí cómo es mi hija y yo sé bien que es incapaz de esas cosas!”. Los lazos de amor llevan a determinados  padres a una defensa del hijo tal que es más importante la defensa que la verdad. El amor se vuelve ciego de manera que los equivocados son los otros: los educadores, los amigos, los que están junto a su hijo. El hijo nunca tiene la culpa de nada. La verdad está siempre de parte del hijo; la mentira o la equivocación siempre reside en “los otros”.
Esta es una conducta de riesgo porque impide que el hijo vea su realidad. El hijo puede hacer lo que quiera porque sabe que en su defensa saldrá siempre su madre. Se le protege tanto que se le hace “intocable”. Los otros son “los malos”, los que no saben ver la realidad.
Con este tipo de comportamientos se está educando a la persona para vivir “echando las culpas a los demás”, incapacitándolos para ver sus propios errores. No se les abre a la búsqueda de la verdad, de su propia verdad, ni al reconocimiento de la propia realidad, ni al diálogo con los otros para caminar juntos hacia la verdad.
Este tipo de comportamientos familiares sumerge al niño o a la niña en una burbuja irreal: haga lo que haga está bien; sus padres le dan la razón y le defienden. Me parece que con esta “defensa del hijo” se está potenciando, desde el inicio, un comportamiento farisaico. Los fariseos estaban incapacitados para ver la verdad que venía de fuera. Sólo era verdad “su” verdad. No valían argumentos ni demostraciones. Más aún, los argumentos, los hechos y palabras de Jesús eran retorcidos hasta llamarle “endemoniado” (Jn 8,48.52). La verdad no les removía de “su” verdad;  más bien les encerraba en un callejón sin salida. El argumento final de este estilo de personas se puede resumir en estas palabras: “Digan lo que digan, a mí no me convencen”.
 
2.2. Toma lo que quieras, pero déjame en paz    
 
¡Quién no reconocerá la multiplicad de asuntos a los que los adultos tienen que atender en el día a día! “Vivo en un sin vivir”, escucho a muchas madres que se multiplican para llegar a la casa, al trabajo, a los hijos, a la compra, a los amigos… (casi siempre los olvidados son la propia persona y el esposo). No hay tiempo para nada. En este contexto de “falta de tiempo” y de necesidad de “espacios de tranquilidad”, hay adultos que adoptan un comportamiento con sus hijos que resumimos en esta expresión: “Toma lo que quieras, pero déjame en paz, por favor”.
Vaya por delante el reconocimiento de lo explicable que es esta conducta cuando la vida amontona tareas sobre las espaldas de los adultos y se llega al final de la jornada llenos de cansancio. Admitido el reconocimiento de la acumulación de tareas, es necesario ser críticos con la opción de una educación basada en esta perspectiva: “Toma lo que quieras, pero déjame en paz”. Una educación así puede esconder riesgos serios en la formación de los hijos. Lo que subyace en el fondo de todo esto es la prioridad de la necesidad del adulto sobre la del niño o adolescente. Es comprensible que un día podamos obrar así. Más, es comprensible que haya padres que no tienen más salida que obrar así, porque no disponen ni de un minuto de tiempo libre o necesitan descansar. Pero una educación de los hijos sustentada habitualmente en este principio acarrea consecuencias: el hijo crece “haciendo lo que le da la gana”, sin límites en su conducta y en sus caprichos. Sus caprichos se convierten en “la norma de su comportamiento”. El día en que no pueda “funcionar” según sus caprichos, ¿qué pasará?
Además, detrás de esta formulación que resume un estilo de educación familiar, se puede esconder una especie de “comercio”: se paga un precio (“toma lo que quieras”, “¿qué es lo que quieres?”), por una conducta (“déjame en paz”). El comportarse de una manera o de otra tiene “paga”. No se enseña al otro a comportarse por unos principios o valores, sino por el bienestar del otro.
Es cierto que los hijos saben “comprender” lo mucho que sus padres hacen por ellos y saben disculpar que no les puedan dedicar más tiempo o que les digan: “haz lo que quieras, pero déjame en paz  que bastante tengo en el trabajo; ahora no tengo ganas de contemplaciones”. Quizás los hijos comprendan, pero a pesar de todo se quedan sin la presencia activa de sus padres para hablar, para jugar, para reírse, para contrastar opiniones y actuaciones, para estar ocupándose juntos… En el aire queda una pregunta que viene del lado de los hijos: ¿Por qué te ocupas tanto en otras cosas que no puedes ocuparte de nosotros? ¿Por qué hay cosas que son más importantes que nosotros de manera habitual? Nos dejas hacer lo que queramos con tal de no molestarte, ¿eres tú más importante que nosotros? Si tú no nos haces importantes, tampoco te haremos importante ni a ti ni a lo que tú nos digas… Lo importante en el futuro será “hacer lo que nos dé la gana”, y lo que me dé la gana será aquello por lo que obtenga un beneficio, una paga. ¿Dónde quedan los comportamientos de generosidad, de solidaridad, de amor samaritano? He aquí el riesgo.
 
2.3. ¿Me he portado mal?
 
Una conversación. Viajaba en el tren. Cerca de mí había una madre con su hijo. En un momento escuché esta conversación:
–          Mamá, quiero patatas fritas.
–          ¡No hay patatas fritas!
–          ¿Por qué?
–          Te he dicho que no hay patatas fritas.
–          ¿Me he portado mal?
Me parece que esta breve conversación es paradigmática de una manera de relacionarse hoy padres e hijos. Portarse bien tiene “premio”: te doy lo que te he prometido, te doy lo que te gusta. Portarse mal conlleva “castigo”: no te doy lo que te gusta.
El estímulo en la educación, como en otros aspectos de la vida, es de por sí bueno y necesario. Los premios son una forma de estímulo. Es estímulo la bolsa de patatas fritas, como es estímulo (¡y de qué forma!) la palabra que se dice al otro: “Estoy orgulloso de ti”, “valoro lo que estás haciendo aunque después no logres sacar la materia”, “noto que progresas, que te esfuerzas, que intentas dar pasos de cambio”, “sé que te ha costado, pero lo has realizado”, “ánimo”, “¡qué bien te has comportado hoy!”, etc. Los padres, los educadores no podemos omitir el estímulo, la palabra, la aprobación ante comportamientos de los hijos. Al obrar de esta manera estamos dando a los hijos razones de  autoestima, pautas seguras de comportamiento, recompensa por el esfuerzo de luchar por ideales, por valores, por adquirir una personalidad. El premio de la “lucha” es la manera de construirse y de ser persona que el niño va adquiriendo.
El riesgo se da cuando el comportamiento es una moneda de cambio para conseguir “unas patatas fritas”. El riesgo está en convertir la educación en una especie de comercio: me comporto, hago tal cosa para “ser pagado” o “recompensado”. Una vez recibido el “premio” ya no me interesa nada más. No vale y no moviliza a la persona “lo que no es remunerado”. Si me pagas soy capaz de lo que sea. Sin “paga”, no muevo ni un dedo.
El comportamiento no es algo que interiorizo y que incorporo a mi manera de ser, sino algo exterior realizado para obtener un beneficio. Si comparamos este funcionamiento con el mandamiento nuevo del cristianismo, la entrega generosa y desinteresada al otro, la vida samaritana en la que no sólo no recibes paga, sino que “tú pagas” al otro su indigencia, su necesidad, podemos ver qué consecuencias acarrea para la comprensión y vivencia del cristianismo.
 
2.4. No llames al fijo, llámame al móvil
 
Escuché en una reunión de adultos comentarios sobre los fines de semana de algunos adolescentes-jóvenes. Me llamó la atención la narración que una madre hacía sobre unos padres conocidos. La hija de éstos salía de fin de semana con las amigas y “supuestamente” se quedaría a dormir en casa de una amiga. La realidad es que había todo una trama de complicidades y engaños entre adolescentes y sus padres muy bien programada y urdida. En vez de quedarse en casa de la amiga, se pasaba las dos noches del fin de semana en un hotel con amigos hechos por internet. Toda una película. La manera de estar localizados era el móvil. Con el móvil estés donde estés entras en contacto. “No me llames al fijo, llámame al móvil” tenía un secreto truco de localización real. Los adultos “engañados” se “tragaban” las historias de sus hijas con toda la tranquilidad del mundo y, además, estaban seguros de que no les mentían, de que les tenían al corriente de todo lo que hacían fuera de casa.
Estas historias “de adolescentes” me ha llevado a pensar en una forma de dar libertad a los hijos adolescentes. He escuchado a muchas madres la contradicción en la que algunas veces se sienten entre el respeto a la libertad de los hijos, y ese “pelín” de “detectives” que les brota dentro de su corazón para cerciorarse de las amistades de sus hijos e hijas, de sus idas y venidas. Los medios modernos (móvil, internet, chat…) se lo pone bien difícil…
He comentado muchas veces en los grupos que “la mejor inversión de los padres es el tiempo que dedican a sus hijos, y sobre todo, el tiempo que dedican para escucharles desde pequeños”. Escuchar a un hijo no es hacer una pregunta y esperar una contestación. Escuchar no es “tirarles de la lengua” para sacarles todo lo que nos interesa saber. Escuchar es dar tiempo, esperar la palabra, estar para que hablen cuando quieran, “darles tiempo para que hablen” de lo que quieran, antes de que hablen de lo que nosotros adultos queremos. La palabra de verdad pide mucho tiempo para ser dicha, exige mucha presencia aparentemente inútil, mucho estar sin más.
Una madre me comentaba: “He prendido que uno de los momentos más sagrados como madre es ir a recoger a los hijos a la salida del colegio. No les pregunto nada concreto. Les llevo la merienda. Me limito a preguntas generales o callo. Procuro estar y dejar que ellos lleven la iniciativa en la conversación. Me han enseñado mis hijos que no dicen las cosas porque se las pregunte sino porque ellos quieren hablar. Los hijos te “sueltan” sus cosas cuando quieren, no cuando se las preguntas. A veces, si preguntas, es cuando no te dicen nada o te dicen lo que quieren, pero no la verdad. La verdad la “largan” cuando ellos ven que hay espacio y acogida; cuando deciden hacerlo por su cuenta. Hay que estar ahí para que llegue ese momento, para favorecerlo. Hay que saber esperarlo. Si a este momento de la salida del colegio unes el momento de acostarse, precedido de silencio, oración, una palabra bonita, ya tienes los “momentos mágicos” de comunicación de los hijos. Al cabo del tiempo son muchas horas de escucha”.
He aquí uno de los riesgos que hoy padecen algunos hijos: no tener escuchadores a su lado. Muchos adolescentes viven y crecen sin referencias, sin adultos, sin palabras de alguien que les guíe. Desde pequeños, hay niños y niñas que sólo tienen como confidentes a “gente de su edad”, a “sus amigos o al perro”. Los adultos no tienen tiempo, no son sus confidentes de sus hijos. Y los hijos  crecen así. En etapas de la vida como la adolescencia o la juventud la verdad la cuentan a amigos, pero la ocultan a los adultos. No es que en ello haya “intencionalidad”. Siguen la costumbre de lo que han vivido desde pequeños. Crecen sin la palabra y sin oído del adulto cercano y después se la niegan o se inventan historias que los adultos “se las creen”.
Desde la simple observación de educador y desde la  inquietud pastoral tenemos que señalar el peligro de dos mundos paralelos que no se complementan, sino que se silencian o engañan.
Ahí está el riesgo para muchos hijos: se ven obligados a vivir sin adultos que les escuchen. La falta de la presencia del adulto reduce la posibilidad de maduración sana y normal de los hijos que “se las tienen que apañar”. Pero ni el perro, ni el ordenador, ni los auriculares… les dirán la palabra justa que necesitan.
 
2.5. La inmediatez
 
Vivimos la inmediatez. Y la traspasamos a los hijos. No soportamos las esperas: se nos hace insoportable la espera del autobús, del metro, del semáforo, del stop, del turno del médico, de la cola en le mercado… Nos vamos porque “hay mucha cola” y “ya vendremos otro día o a otra hora”. Lo que nos apetece es “ir y solucionar todo sin esperar”. El mismo esquema aplicamos a otras realidades de la vida, como el dolor de cabeza o de muelas; inmediatamente lo solucionamos tomando una pastilla que nos deja “como nuevos”.  Y si necesitamos algo nos decimos: “No te preocupes, vamos ahora mismo y lo compramos”. El progreso y el poder adquisitivo tienden a solucionarlo todo de manera inmediata: gestorías, talleres, farmacias, revelado de foto… Todo en el acto, sin esperar, sin hacer perder tiempo. Y si te hacen perder tiempo, hay libro de reclamaciones.
Estamos metidos en esta dinámica hasta que un día la vida nos hace pasar por el hospital. El primer día llegas a urgencias… Las cosas allí van relativamente rápidas… Después ya no valen las prisas. Comienzas a aprender que hay que darse tiempo, que las cosas llevan su tiempo para las pruebas, para ver la evolución de la enfermedad, para ver el efecto de la medicación, para saber los resultados de los análisis, para calcular el tiempo de recuperación…
El riesgo de la inmediatez que nos envuelve es que nos creamos que el crecimiento y cambio personal puede avanzar a ritmo de inmediatez.  La educación de una persona no se resuelve en dos minutos, no admite un “ahora mismo te lo resuelvo”. Educar es cuestión de tiempo, de aprendizaje. Hay que aprender la asignatura del valor de lo lento, de lo que crece como crece la semilla sembrada en la tierra sin artilugios especiales o climas artificiales de invernadero. Hay semillas de valores humanos que para que florezcan mañana tienen que ser sembradas desde la más tierna infancia.
Si permanecemos en la “cultura de la inmediatez” nos podremos encontrar con personas que “cogen un berrinche” como los niños pequeños ante la mínima contrariedad, o que “tiran todo por la borda” porque no les salieron las cosas según la agenda que ellos habían previsto. Así hay hijos que comienzan muchas cosas, que “pican en todas partes” pero no se centran en nada… En cuanto advierten que algo cuesta o exige tiempo, abandonan y buscan otras salidas. Prefieren “perder miserablemente el tiempo” en no hacer nada que ocupar el tiempo en avanzar lentamente construyendo camino y futuro.
La educación en la fe es un proceso lento porque no se trata de aprender cosas, sino de cambiar el corazón… En Marcos (9,19), Jesús pronuncia la expresión: ¡Hasta cuándo tendré que soportaros! Los cambios interiores se realizan paso a paso. Tan lentos que a veces uno se desanima o se llega a preguntar si la “cosa” avanza. A Jesús le pesa el hecho de que la gente se quede en la superficie. Quieren ver milagros, quieren ver cambios externos más que interrogarse por el cambio interno, por la fuerza presente entre ellos que hace posible “las maravillas de Dios”. ¡Qué bonitos son los milagros con tal de que los milagros no me planteen preguntas personales! Esta “superficialidad” con la que la “gente” se posiciona ante el reino de Dios es la que a Jesús le “pesa” y le hace exclamar: ¡Hasta cuando os tengo que soportar!
Sin darse cuenta, muchos adultos educan con el riesgo de la inmediatez. Meten prisa a los pequeños y no respetan su ritmo de vida. “No sé que os pasa a los adultos que siempre vais con prisas y metéis prisas a los niños; no vais a nuestro ritmo”, dijo una vez una niña a su tía. Los adultos siguen sin caer en la cuenta de que “las prisas no son buenas” para nada que sea verdaderamente educativo y personalizador. Saber esperar más allá de lo inmediato es una tarea pendiente y una asignatura que hay que poner en la formación desde los primeros años.
 
2.6. A mí esto me hunde
 
Transmitimos “estilo de vida adulta madura” no sólo con la acción educativa que realizamos en el otro, sino con la forma de vivir la propia vida ordinaria que visibilizamos. Hay adultos que viven los acontecimientos de la vida con un gran “peso” que les lleva a ver todo en negativo, o a emplear expresiones como “a mí esto me hunde”, “esto se hace insoportable”, “todo me toca a mí”, “en casa ahora no hay quien viva”. Se trata de eventos normales: las migrañas del hijo que no acaban los neurólogos de diagnosticar bien, la llegada del abuelo a la familia tras la muerte de la abuela para que no esté solo, hecho que obliga a redistribuir el espacio y las costumbres habituales, las salidas familiares porque ya no son cuatro sino cinco los miembros del “nuevo” hogar, y nuevos los roces y problemas intergeneracionales… La vida de cada día, sin querer, se convierte en un problema que hunde, que aplasta, que sólo sirve para quejas y lamentaciones. No se ve nada más que el lado pesimista de la vida, lo negativo
Cuando hablas con los hijos, te das cuenta enseguida de  que “respiran” lo que viven en casa. Utilizan las frases de los adultos, argumentan con los argumentos negativos de los adultos… El estilo de vida de los adultos se les pega en lo más íntimo del alma y lo reproducen.
¿Cuál es el riesgo? Una forma de situarse ante la realidad de manera negativa. Porque después los hijos no sólo son así en el ambiente familiar, sino que en el ambiente familiar aprenden a afrontan de manera negativa la vida: el viaje para hacer estudios en el extranjero es, en primer lugar, un momento en que pueden ocurrir “todas las desgracias del mundo”; si van al pueblo de vacaciones, se van a aburrir mucho porque allí no hay tales cosas, amigos… Se vive comenzando siempre por ver lo negativo. Es tanto lo negativo que nos puede pasar, que uno acaba encerrado en casa, cruzado de brazos para que no suceda nada de eso que imaginamos que puede suceder. El final es que se termina encerrado, protegido, a la defensiva, sin arriesgar nada. Y esto sí es lo más negativo de todo.
Aquello de lo que se quiere huir, lo negativo, es lo que previamente se crea como atmósfera en la que se vive. Intentar en este clima familiar anunciar una religión de éxodo, de seguimiento, de optar por Jesús sin tener de antemano todas las cartas en la mano, todas las garantías de lo que nos puede advenir… se hace imposible. Se vive tan protegidos ante lo imprevisible que sólo se deja entrar en la propia vida aquello que dominamos y controlamos.
Este riesgo lo corren no sólo los padres en sus hogares. También es una conducta de riesgo en determinadas maneras de acompañar o dirigir espiritualmente a las personas. No es que haya que lanzar a la gente a la aventura de una manera irracional. Pero la vida tiene algo de aventura, de riesgo, de improviso, de incontrolable… Querer controlar todo es una señal de inconsistencia personal y de falta de autoestima. Con lo que somos, con las fuerzas que tenemos en las manos, lo ordinario es que podamos afrontar la vida de manera responsable y seria. Y no nos faltarán las manos de los cercanos y amigos…Ni por supuesto las de Dios.
Si una cosa no da Yahvé a Abrahán es un “mapa de camino y una meta segura”… El creyente se pone en camino no por conocer bien el camino, sino por estar seguro de aquel que nos pone en camino, porque no nos faltará su presencia mientras dure la caminata. Si algo no tenemos escrito en el Evangelio es un itinerario detallado de seguimiento de Jesús. Pero no nos faltan los grandes carteles indicadores del camino: vivid confiados en el Padre, vivid como samaritanos, vivid queriéndoos como hermanos… Ya está. Lo demás cada uno lo tiene que realizar haciendo su propio camino sintiéndose acompañado por el Acompañante de Emaús.
 
2.7. Lo importante es triunfar
 
Los padres dicen que quieren lo mejor para los hijos. Lo mejor, en el subconsciente de muchos, es triunfar, estar muy preparado, haber hecho muchas cosas (inglés, judo, guitarra, piscina, ballet…) para tener muchos puntos y asegurar mejor el triunfo (puesto) en una sociedad competitiva e implacable. “Lo mejor para los hijos” tiene un precio: hay niños que hacen tanto que no hacen lo que tienen que hacer a su edad: jugar, estar con sus padres, con los amigos, dormir determinadas horas… Al obrar así, muchos adultos creen de buena fe que están haciendo lo mejor que pueden hacer por sus hijos, gastando el dinero en la mejor inversión posible: la preparación (no digo educación, sino preparación) de los hijos para el futuro. Los padres están dispuestos a sacrificarse por los hijos fácilmente. Son conscientes de la meta a la que ellos han llegado. Saben muy bien que la posibilidad de que sus hijos obtengan a metas altas exige preparación. Quieren que sus hijos “superen el listón” que ellos alcanzaron, que se suele contabilizar en “lo que podrán ganar” cuando entren en el mundo laboral. Los consejos para elegir carrera, para buscar empleo suelen partir de unas referencias como: la salida que la carrera tiene en el mercado, el poder adquisitivo que ofrece.
Todo este conjunto de elementos lleva muchas veces a dejar a un lado el punto de partida  esencial para construir todo futuro personal: los gustos, las posibilidades, las habilidades de cada individuo.
El riesgo reside en encauzar a la persona por caminos que no son los suyos. La preparación personal, las metas propuestas son elementos interesantes y buenos con tal de que no se violente la realidad que cada uno es, las cualidades que tiene, las capacidades de que está dotado. Marcar metas inalcanzables u orientar por los caminos que no son los verdaderos puede dañar a la persona y obligarle a vivir haciendo algo que no les gusta o a tener que reiniciar de nuevo la marcha. No está fuera de lo real encontrar a padres que proyecten para sus hijos aquello que ellos no fueron capaces de alcanzar.
Me sorprendió la interpretación que escuché en un grupo: “A algunos padres lo único que les interesa de los hijos son las notas. Tienes buenas notas, eres bueno. Te premio. Tienes malas notas, eres malo. Te castigo: no sales, te quedas a estudiar, no te compro… Lo que está en juego, en el fondo, es que si no traen buenas notas, las vacaciones se nos pueden fastidiar… Tú tienes que triunfar y sacar todo a la primera ‘porque así no nos estropeas los planes de vacaciones previstos y ya reservados’. Un día los hijos se dan cuenta del funcionamiento de sus padres y les da por hacernos ‘la guerra’. Comienzan a traernos malas notas de manera inesperada… Y nos tenemos que aguantar. Como cuando la ‘hija maravillosa’ de la que tan orgullosos estábamos se presenta un día diciendo que está embarazada. Para explicarnos algunas cosas que pasan es indispensable echar la mirada atrás y analizar todo aquello que dábamos por ‘normal’. El en fondo, no hay que descartar que haya hijos que hagan cosas ‘impensables’ para decirnos que les tomemos más en serio, que seamos menos egoístas, que pensemos más en ellos y menos en nuestros planes. Los hijos, a una determinada edad, saben dónde nos duele y saben ‘darnos donde nos duele’”.
No sé la verdad que pueda tener esta lectura de las cosas… pero a mí me sorprendió cuando la escuché y fue cuando empecé a ver  aquí “un riesgo de determinadas” maneras de educar…
Cuando los discípulos se pelean entre ellos por puestos y por triunfar, la única propuesta de triunfo que Jesús ofrece es: “¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber?” (Mc 10, 38), es decir, ¿estáis dispuestos a correr la suerte que yo voy a correr? Esa participación en la “suerte” que Jesús arriesgó y por la que apostó es la única que nos brinda. Es la misma que ofreció al joven que le pedía el secreto de ser mejor, pero cuando le propuso vender todo lo que tenía, se fue triste (Mc 10,21). No esta preparado para eso.
 
2.8. Con tal de que estudien y saquen el curso…
 
“Los nuevos señoritos” en el hogar de no pocas familias son los hijos que estudian. Hay un consenso tácito generalmente admitido por muchos que se puede formular así: “Tú deber ahora es estudiar; con tal de que estudies y lo lleves todo al día ya cumples tu deber; las tareas de la casa ya las hacemos nosotros”. En este marco de principio viven bastantes hijos en edad de estudio. El padre y/o la madre se multiplican: atienden a las labores de la casa además de realizar su trabajo profesional. No sé si se dan cuenta de que se convierten en criados o siervos de sus hijos, siempre exigentes: “Me tienes que hacer”, “No me has hecho bien”. “Me recoges tú la ropa…”. “Tengo que estudiar” se convierte en razón o en “excusa” para no implicarse en las labores hogareñas. cuandollegan las vacaciones, están de vacaciones, como que no le suele ocurrir a la madre que siempre tiene que pensar en la plancha y en qué pongo de cena hoy. Contrasta esta manera de funcionar con la de aquellas personas que trabajan y estudian o trabajan para poder estudiar.
Si nos ponemos a pensar en el riesgo que hay en este tipo de educación tenemos que señalar ese afán de poner las cosas tan fáciles que barremos del camino todas las piedras para que nada les estorbe, se centren en una sola cosa, no tropiecen y saquen adelante el curso. Probablemente la vida no será después así. Llegarán días en que se amontone todo y no tengan, como nos pasa hoy a nosotros,  suficientes manos como para llevar todo adelante. ¿No será mejor conjugar lo importante con pequeñas tareas que habitúen a los hijos a lo que es la vida  real?
Cuando mi madre estaba enferma tuve que aprender el consejo del médico: “Acostúmbrese a no hacerle nada que ella pueda hacer. Que lo haga a su ritmo, pero que lo haga”. Era la mejor manera de quererla: no hacerle todo, ayudarle lo justo, echar una mano allí donde comenzaba su incapacidad. Lo que me resultaba difícil no es que ella hiciera algo, sino que yo tenía que frenar mi ansiedad y que tenía que dar tiempo al otro y aceptar su ritmo. En mi interior me decía: “Yo esto lo liquidaba en dos minutos”. Pero no era cuestión de que las cosas se hicieran rápidamente, sino de que la persona fuera ella misma, diera de sí lo que pudiera y no se acostumbrara a ser pasiva, a que todo lo recibiera hecho.
Nadie en la vida nos hará el camino personal. Nadie podrá creer por nosotros. Nadie podrá decir nuestra palabra. Hay cosas que no se pueden delegar, que sólo existirán si las hacemos, si nuestras manos se implican. “Que lo haga mi mamá”, “que responda mi mamá”, “que se ocupe de ello mi mamá”, “eso lo dejo y ya mi mamá lo hará” son expresiones de riesgo. Tomar la propia vida en las manos y responsabilizarse de ella con mimo y con atención es algo que comienza en el hogar, en el cuidado, orden y limpieza de la habitación y sigue por asumir pequeñas encomiendas de la casa.
 

  1. A modo de conclusión

 
He señalado estos “riesgos menores” como ejemplo de una educación familiar que, por lo que sea, deja la puerta abierta a comportamientos que dejan mucho que desear. Ser adultos no significa automáticamente ser maduros.
Muchos adultos están viviendo ellos mismos acontecimientos en sus vidas muy importantes que repercuten sin duda en la educación que dan a sus hijos. Expresiones como “que no les falta lo que a mí me faltó”, “que no pasen la necesidad que yo pasé”, “que tengan las posibilidades que yo no tuve”, etc. pueden tener un gran deseo de mejora del entorno en el que crece y maduran los hijos. Pero no hay que descartar que también es posible que sean recuerdos que encaminen a los adultos a dar tantas facilidades que se caiga en lo facilón y poco educativo.
Finalmente quiero insistir en que en educación no hay exactitud matemática. Recuerdo la intervención de un joven en un foro de reflexión sobre la transmisión de la fe en la familia. Se insistía mucho en la necesidad del ejemplo y coherencia vividos en el hogar como humus en el que sembrar la semilla de la fe.  En este contexto, intervino él diciendo: “Soy creyente. Estoy aquí. Hago segundo de económicas. Mi padre, si pudiera, quemaba todas las iglesias. Mi madre no hace nada más que “reírse” de mis “beaterías” preguntándome para qué me sirven. Este es mi contexto familiar, y aquí estoy. Lo del Evangelio, no es el resultado de que todo sea “perfectamente” lógico. El Evangelio es don.
Sin embargo, es nuestra obligación reflexionar y preparar el terreno para que la semilla germine. Somos bien conscientes de que el incremento, la germinación no depende de nosotros. Y sabemos también que la semilla sembrada en buena tierra puede ser comida por los pájaros, sin que llegue a fructificar… Mientras tanto, como labradores en el campo del Señor, nos esforzamos en hacer de la tierra que pisamos la mejor tierra para el Evangelio.

ÁLVARO GINEL