Antonio Mª Calero, sdb.
Experto en Mariología y profesor de teología (Sevilla).
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor centra sus reflexiones en el matrimonio cristiano y en la necesidad de ofrecer a la sociedad un modelo atrayente de familia cristiana. El matrimonio cristiano siendo un hecho humano tiene naturaleza sacramental. Ilumina la reflexión con una aproximación trinitaria, cristológica y eclesiológica. La pastoral matrimonial, sostiene el autor, es preciso situarla en la corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia. De este planteamiento deduce unas consecuencias y deja preguntas abiertas.
- Una opción viable
1.1. El Matrimonio entre un hombre y una mujer, como hecho humano y como institución social, sigue siendo una opción positivamente valorada y apreciada en la actualidad por los jóvenes[1]. Igualmente valorado, aunque de forma decreciente, es el Matrimonio específicamente cristiano[2]. Queremos dejar clara constancia, desde el principio, de que esta reflexión la vamos a hacer desde esta perspectiva formalmente cristiana. Con relativa frecuencia, se tiene la impresión de que, cuando la Iglesia (el Magisterio) habla o escribe sobre el matrimonio, lo hace como si en la actualidad todos los matrimonios existentes o por existir, fueran objetivamente “cristianos”: nada más lejos de la realidad.
1.2. Por otra parte, no hay que confundir, sin más, “familia cristiana” con “familia tradicional”. ¿En qué consiste, en efecto, esa nota, “tradicional”, aplicada a la familia cristiana? ¿Desde cuándo es “tradicional” esta familia? Resulta cada vez más claro que el modelo de familia de hace no demasiados años (la que se conoce como familia “tradicional”) ha quedado completamente obsoleto. Por eso, hoy se puede tal vez “añorar” la familia del pasado, pero es imposible volver a ella. Ni siquiera “copiarla”. La profunda transformación que sigue experimentando la sociedad hace que nos encontremos literalmente en una nueva Era de la historia (GS 54). Hoy no se puede ser simplemente “repetidores” del modelo de familia anterior (sea el que fuere): hoy es absolutamente necesario “crear” un nuevo modelo de familia cristiana. Entre otras razones porque no todas las familias oficialmente “cristianas” del pasado eran tan idílicas y tan cristianas como a veces tendemos a representar. Hace falta, pues, crear “modelos nuevos” de familia cristiana. No hay que confundir, sin más, familia “practicante” con familia “cristiana”. De ahí, entre otras razones, la necesidad de crear grupos de formación específica. Y tienen que ser las propias familias cristianas las que tienen que ayudarse a ir creando ese o esos modelos que respondan al hoy de la sociedad en que vivimos.
- El Matrimonio cristiano un hecho ante todo humano
2.1. Puede dar la impresión de que cuando se habla de ‘matrimonio cristiano’ se hace con olvido o (lo que sería peor), dando por conocida de sobra la base humana que constituye toda realidad auténticamente cristiana. Sin embargo, la tradición de la Iglesia ha mantenido de forma constante y uniforme el principio de que “la Gracia no solo no destruye la naturaleza, sino que la presupone”. Esto significa que en el ámbito cristiano no puede construirse nada, en ninguna dimensión, sin que el hombre, la persona humana, aporte lo mejor de sí en orden a construir una realidad que pueda llamarse y ser en realidad ‘sobre-natural’.
2.2. La aplicación a nuestro caso de este axioma cristiano es de una importancia decisiva. Si la Gracia ‘pre-supone’ la naturaleza, es preciso que la gracia sacramental del matrimonio advenga sobre una base humana que ofrezca verdadera garantía de éxito. Cosa que sucederá si, después de una acertada elección, se acomete la indispensable tarea de profundizar los numerosos argumentos de naturaleza estrictamente humana que constituyen la vida en común y que puedan sustentar un Proyecto de alcance sobrenatural. Temas como ‘el conocerse y aceptarse mutuamente en cuanto varón y mujer’, ‘el diálogo en la pareja’, ‘el valor y sentido de la sexualidad dentro de la pareja’, ‘la relación de cada uno con la familia del otro’, el trabajo de los dos cónyuges’, ‘los celos en la pareja’, ‘la corrección entre los esposos, el ‘aprender a ser padres’, etc., que son el pan de cada día en la vida matrimonial, tienen que ser reflexionados previamente para que puedan ser afrontados con garantía de éxito: no se pueden improvisar.
2.3. El Papa Benedicto XVI en la Encíclica Caritas in Veritate ofrece, en particular, unas profundas reflexiones sobre el tema nada fácil de las relaciones interpersonales en la sociedad y en la familia:
“La criatura humana, en cuanto es de naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos. Consiguientemente, resulta muy útil para su desarrollo una visión metafísica de la relación entre las personas. A este respecto, la razón encuentra inspiración y orientación en la revelación cristiana, según la cual la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo”[3].
2.4. Por su parte, el valorado psiquiatra Enrique Rojas escribió hace un par de años, en un medio impreso de tirada nacional, una interesante y extensa reflexión sobre El difícil reto de la convivencia. En ella, después afirmar que no conoce “nada más difícil y complejo que la convivencia ordinaria”, describe la convivencia como “la capacidad de vivir con otras personas y establecer unas relaciones sanas, positivas, de diálogo, entendimiento y respeto, sabiendo compartir y, a la vez, aceptar al otro como es”. Para ello, ofrece nada menos que diez pautas de conducta, a cual más realista y válida, para ir construyendo esa difícil convivencia si se quiere que sea “una escuela donde se ensayan, forman y cultivan muchos de los principales valores humanos”[4].
2.5. Ahora bien, la reflexión serena y profunda de todos estos temas profundamente “humanos”, su asimilación personal y su aplicación a la vida diaria, requiere su tiempo. No puede ser cosa de un fin de semana o de cuatro o cinco sesiones ‘aguantadas’ y ‘soportadas’ (en no pocos casos), como requisito indispensable para poderse ‘casar por la Iglesia’ (tal vez sería mejor decir: ‘casarse en la Iglesia’). Esta es la realidad con los lamentables resultados que se constatan por una parte y por otra. Y es que “el sacramento” no suple en absoluto la inexistente preparación humana.
2.6. Por otra parte, no todos estamos hechos para poder emprender un proyecto de vida en común con otra persona. Se precisa, además de un verdadero enamoramiento de base, compartir, dentro de las diferencias de cada uno, algunas convergencias, cierta afinidad o complementariedad de carácter, de educación, de cultura, de sensibilidad artística o literaria, de religiosidad, etc.
2.7. La experiencia de cada día dice, de forma irrefutable, que los fracasos matrimoniales, a cualquier nivel y edad que se produzcan, provienen, con demasiada frecuencia, de problemas de índole humana. Dicho de forma positiva: la viabilidad humana de la pareja, es una garantía de poder llevar delante de forma positiva el proyecto de vida en común, entre un hombre y una mujer, que es el Matrimonio cristiano. Si no existe una cierta afinidad y convergencia de objetivos entre las dos partes de la pareja, a la larga el Matrimonio se rompe o, en el mejor de los casos, comienzan los esposos a llevar “vidas paralelas” bajo el mismo techo.
- Naturaleza sacramental del Matrimonio cristiano
3.1. Por su propia esencia, todo sacramento es de naturaleza ‘significativa’: es un ‘signo’, una ‘señal’ que, como tal, debe ser fácilmente ‘legible’ y ‘entendible’. Si no es así, el sacramento deja de ser una realidad verdaderamente significativa para convertirse sencillamente en un “jeroglífico”.
3.2. Como los demás sacramentos, el matrimonio cristiano debe inscribirse en el contexto de la Comunidad eclesial, toda ella sacramental. Cada uno de los siete sacramentos son la forma concreta y específica con que la Iglesia hace presente y celebra la salvación de Cristo a la humanidad. Una salvación que está sometida a la mediación humana y simbólica con la que los hombres expresamos externamente los sentimientos y realidades más profundas de nuestro propio ser. La Iglesia es, para la humanidad, el gran Sacramento, el gran Signo del amor inquebratable con que Dios la ama. Ese amor de Dios por la humanidad en general y por la Comunidad eclesial en particular, se hace visible en los gestos sacramentales en los que se expresa de forma concreta y específica, relativa a los diversos momentos y situaciones que vive el creyente desde el momento de su aparición en la humanidad hasta el momento último de su existencia terrena.
3.3. Elementos que constituyen la plenitud sacramental. El Concilio de Trento, al definir el número septenario de los sacramentos y en especial al fijar su posición frente a la doctrina reformada y luterana en particular, puso un énfasis del todo particular en afirmar la eficacia objetiva de los siete sacramentos. Los sacramentos –según este Concilio- no son eficaces según la fe o el estado de gracia en que se encuentre el que los administra. No se estaría nunca seguro de que efectivamente, los sacramentos surten su efecto objetivo según lo que significan. La eficacia de los sacramentos es “objetiva” y, por consiguiente, está garantizada: la fidelidad de Dios garantiza que producen realmente lo que significan. A esta dimensión se le llamó “opus operatum”.
3.4. Pero los sacramentos no son ‘magia’: es decir, no basta que se pronuncien con todo rigor y fidelidad las palabras que constituyen el elemento material del sacramento, para que, “sin más”, la gracia del sacramento actúe. El Sacramento es un gesto salvador que procede del Amor misericordioso y creador de Dios. Y como quiera que el verdadero amor no se impone por la fuerza sino que se recibe libremente, la persona que recibe el sacramento tiene que abrirse consciente y libremente al gesto salvador de Dios. Por eso, en la medida en que la persona sea plenamente consciente de la actuación de Dios, en la medida en que acepte con libertad responsable ese gesto salvador manifestado en la celebración sacramental en la propia vida, el sacramento actuará. El sacramento no salva sin la acción de Dios, fuente única de la Gracia; pero el sacramento tampoco salva sin la cooperación del que recibe ese gesto salvador de Dios. En el sacramento Dios ofrece objetivamente su Gracia pero no la impone. La acogida consciente y libre por parte del creyente es totalmente imprescindible. En la medida en que el creyente es consciente de la Gracia, la acoge, la agradece, la hace fructificar, camina en la dirección de santidad personal y de construcción del Reino, objetivo último de todo gesto sacramental[5]. A esta actitud, receptiva y activa al mismo tiempo, es a lo que el Concilio de Trento llamó “opus operantis subiecti”, es decir, la colaboración consciente, libre y agradecida del sujeto.
3.5. Los sacramentos, por último, no son gestos “individuales”. Son, por el contrario, celebraciones concretas de la Iglesia en cuanto Comunidad salvada por Cristo el Señor. Por eso, una celebración sacramental nunca es un gesto aislado, individualista, de un creyente concreto, al margen de lo que es la vida de la Iglesia. La Comunidad eclesial, que es toda ella “sacramental”, es decir, significativa de la Gracia salvadora, sale a nuestro encuentro en cada uno de los sacramentos para acompañarnos y sostenernos en el compromiso de dar una respuesta positiva y activa al gesto de salvación de Cristo. La Iglesia ‘sacramento’ actúa ‘sacramentalmente’. No hay sacramentos ‘privados’, al margen de la Iglesia. Todo verdadero sacramento, o es eclesial, es decir comunitario, o no es sencillamente sacramento cristiano. En el argot teológico a esta presencia indispensable de la Iglesia en toda celebración sacramental se le llama “opus operantis Ecclesiae”. Se requiere la acción pastoral acogedora y comprometida de la comunidad eclesial.
3.6. Solo si se realizan y en la medida en que se hagan realidad los tres lados de este hermoso triángulo (fidelidad de Dios, apertura consciente y comprometida del creyente, presencia y actuación eficaz de la Iglesia), se puede afirmar que estamos ante una plenitud sacramental objetiva y auténtica. Por eso, como todo verdadero sacramento, el matrimonio cristiano tiene que ser lo que simboliza y tiene que simbolizar lo que es, para que se pueda celebrar con una eficacia salvadora y misionera a que está llamado.
3.7. La experiencia de cada día certifica que en la celebración del sacramento del matrimonio (y por supuesto no es el único sacramento en cuya recepción se da esta preocupante situación), con demasiada frecuencia los contrayentes no se han parado mínimamente a reflexionar sobre la naturaleza sacramental del matrimonio que van a contraer, sobre el compromiso de crecimiento en la Gracia que de él se deriva, sobre la posibilidad de una verdadera santidad matrimonial, sobre la inserción activa y positiva en la comunidad eclesial como familia cristiana, sobre la coherencia que semejante sacramento lleva consigo en nuestra sociedad, etc. Todo se da por sabido, todo se da por supuesto, con las consecuencias negativas que la experiencia nos ofrece constantemente. Mientras para la Primera Comunión y para la Confirmación se exigen dos o más años de preparación específica, para el sacramento del matrimonio (al igual, por desgracia, que para el Bautismo), bastan (cuando se exigen), unas breves sesiones que, con demasiada frecuencia, los destinatarios soportan resignadamente con cierto grado de estoicismo. Resulta, cuando menos, sorprendente y hasta escandaloso la facilidad (no exenta de superficialidad en muchos casos), con que se administra este Sacramento. Tomada en serio esta situación no deja de causar perplejidad y honda preocupación de cara al futuro[6].
3.8. Añadamos todavía que, cuando se ‘exigen’ esas sesiones de preparación, versan, de forma preferente si no exclusiva, sobre la dimensión propiamente sacramental del matrimonio cristiano, sin caer en la cuenta, o no queriendo caer del todo, de que la experiencia de cada día demuestra que también los matrimonios cristianos fracasan no tanto ni principalmente por los aspectos “sobrenaturales” del sacramento, cuanto por la frágil base humana sobre la que se sustenta.
3.9. Sentada la naturaleza sacramental del matrimonio cristiano, es preciso referirse a algunos aspectos centrales que configuran esa sacramentalidad. ¿Qué es lo que tiene que hacer presente, en el hoy de la historia, el sacramento del matrimonio? ¿Qué es lo que tiene que “sacramentalizar”? ¿a qué o a quién remite este sacramento? ¿de qué es revelación o manifestación en la historia del hombre?
- Tres puntos de referencia
La riqueza sacramental del matrimonio cristiano se puede descubrir desde tres perspectivas diversas y complementarias: la trinitaria, la cristológica y la eclesial. La doble base de naturaleza y de gracia de este sacramento tiene, efectivamente, algunos importantes y específicos puntos de referencia que identifican, dan hondura y enriquecen este que, en el pensamiento paulino, es llamado sacramento a la luz del “gran sacramento” que es el amor de Cristo a la Iglesia (cf. Ef 5,21-33).
4.1. Encontramos, ante todo y por lejano que pueda parecer, el Misterio de la Trinidad. Para el cristiano en general, y para los esposos cristianos en particular, el Misterio de Dios ‘uno en la Trinidad, y trino en la unidad’, tiene que ser un referente constante de su propia vida matrimonial. El amor los hace ‘una sola cosa’ sin que cada uno pierda la propia identidad personal. En la Encíclica Caritas in Veritate el Papa Benedicto XVI presenta el misterio trinitario no solo como modelo de la relaciones entre los hombres y los pueblos, sino también, y, en particular, entre los miembros de la familia cristiana. La perspectiva relacional dentro de la pareja cristiana
“ se ve iluminada de manera decisiva por la relación entre las Personas de la Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión. También las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado de la referencia a este Modelo divino. En particular, a la luz del misterio revelado de la Trinidad, se comprende que la verdadera apertura no significa dispersión centrífuga, sino compenetración profunda. Esto se manifiesta también en las experiencias humanas comunes del amor y de la verdad. Como el amor sacramental une a los esposos espiritualmente en «una sola carne» (Gén 2,24; Mt 19,5; Ef 5,31), y de dos que eran hace de ellos una unidad relacional y real, de manera análoga la verdad une los espíritus entre sí y los hace pensar al unísono, atrayéndolos y uniéndolos en ella”[7].
4.2. El matrimonio cristiano, en segundo lugar, como el resto de los Sacramentos, encuentra su fundamento último y definitivo en el misterio de la Encarnación[8]. Este misterio, en efecto, consistente en el encuentro –sin mezcla, sin confusión, sin división y sin separación- entre el Verbo de Dios y la naturaleza humana en Jesús, fundamenta un hecho único e irreversible, a saber: lo humano se ha convertido en ‘lugar teológico’ de lo divino; lo divino se revela en la humano; a Dios se puede encontrar, y se encuentra de hecho, en lo humano. Por eso, entre otras consecuencias, el compromiso de amor entre un hombre y una mujer, cuando se establece y afianza de forma definitiva bajo el signo de la fe cristiana, se convierte en verdadero Sacramento cristiano. Si la Encarnación del Verbo lleva la humanidad a su plenitud de humanidad, todo sacramento, también el matrimonio cristiano, está llamado no al estancamiento sino a un crecimiento constante y plenificador. Está llamado a crecer en las relaciones interpersonales dentro de la propia familia, en el camino santificador del trabajo bien hecho, y, muy especialmente, en el compromiso de la educación cristiana de los hijos. El Concilio Vaticano II al declarar a los padres como “primeros y principales educadores de sus hijos” también en la dimensión creyente (GE 3, 6; GS 42, 48,; AA 11), les confía de forma específica la tarea de ayudar a los hijos a encontrar y seguir la propia vocación: “la educación de los hijos debe ser tal, que al llegar a la edad adulta puedan, con pleno sentido de la responsabilidad, seguir la vocación, aun la sagrada, y escoger estado de vida” (GS 52). El recuerdo de la familia de Nazaret se hace inevitable e inmediato en este contexto (cf. Lc 2,41-52). Allí, fue creciendo “en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Lc 2,51-52). Con toda razón afirma el Vaticano II que Jesús “trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre” (GS 22).
4.3. Una tercera referencia del matrimonio y de la familia cristiana es el Misterio de la Iglesia. El Matrimonio cristiano no sólo ‘sacramentaliza’ el amor fiel, entregado, dinámico, inquebrantable de Cristo a la humanidad y en particular a la Iglesia (cf. Ef 5,32), sino también la fidelidad radical de la Iglesia a Cristo, su Esposo y Señor. El Vaticano II, además de plantear la vida matrimonial de los bautizados como una verdadera “vocación” (GS 49, 52; LG 35), llamó en repetidas ocasiones a la familia cristiana “Iglesia doméstica” o también “Iglesia en pequeño” (LG 11; PO 11; AA 11). Según esta concepción, la familia cristiana está llamada a reproducir aquellos elementos que constituyen a la Iglesia como tal: la comunión entre las personas, la acogida sincera de la Palabra de Dios que convoca e ilumina, la celebración de unos sacramentos que fortalecen la fe, la oración sincera que pone en contacto con Dios, la vivencia de una permanente actitud de servicio y la inquietud misionera para llevar a todos el tesoro y la alegría de la salvación encontrada en Cristo. Y todo esto, teniendo a María como Madre y Maestra que “precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios” (LG 68).
4.4. La familia cristiana está llamada, particularmente en la sociedad actual, a ser ‘paradigma’ del respeto que se deben los hombres unos a otros, a partir de las diferencias de todo tipo que existen entre ellos:
De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la «criatura nueva» (Gál 6,15; 2Cor 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad”[9].
4.5. En un mundo en el que parece que el amor desaparece o está afectado de una desconcertante fragilidad, se presenta el amor matrimonial cristiano como un ‘signo’ robusto y contagioso, testimoniando de forma humilde pero absolutamente convencida, con la vida antes que con la palabra: “nosotros hemos creido en el amor” (1Jn 4,16). No es fácil ‘creer en el amor’ en una sociedad marcada por la superficialidad, el egoismo y la inestabilidad afectiva. Y sin embargo, este sigue siendo el reto de la familia cristiana: creer en el amor y testimoniar con los hechos que cree en él.
- Un apostolado específico de los Laicos
5.1. El Concilio Vaticano II es, como se sabe, el primer Concilio que en la larga historia de la Iglesia abordó, de forma directa y extensa, la vocación y misión del laico en la comunidad eclesial[10]. En la Constitución dogmáticaLumen Gentium le dedicó un entero capítulo (nn. 31-38); en la Constitución pastoral Gaudium et spes trató el tema de la familia entre los problemas más urgentes (nn. 47-52), y en el Decreto Apostolicam Actuositatem dedicado expresamente al tema de los Laicos en toda su extensión. La condición laical mereció la atención del Concilio como ningún Concilio antes lo había hecho. El laico no solo no es sujeto pasivo en la Iglesia, sino que está llamado a compartir responsablemente con los ministros ordenados, la construcción de la comunidad cristiana, y, más allá, la implantación y construcción del Reino de Dios en la tierra. La letra y sobre todo el espíritu del Vaticano II pidió (y sigue pidiendo después de 45 años), a todos los miembros de la Iglesia sin distinción, entrar en la dinámica de un verdadero diálogo y de una auténtica corresponsabilidad. Esto lleva, de forma inmediata, a la necesidad de un cambio de clave por parte de todos en la comunidad eclesial: hay que pasar de la simple colaboración, por amplia y estrecha que sea, a la auténtica corresponsabilidad.
5.2. Pues bien, la pastoral matrimonial es preciso situarla precisamente en el contexto de la recuperada corresponsabilidad de los laicos en la Iglesia. Se entiende así que, entre los apostolados que Juan Pablo II señaló a los laicos en su Exhortación Apostólica Christifideles laici, como propios aunque no exclusivos, esté precisamente el matrimonio y la familia, como primer campo en el compromiso social: “es un compromiso –precisa el Papa-, que sólo puede llevarse a cabo adecuadamente teniendo la convicción del valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia”[11].
5.3. La condición matrimonial constituye una situación privilegiada para asumir el apostolado específico de acompañar a las parejas en su preparación al matrimonio cristiano o en los primeros años de vida conyugal. Son los laicos debidamente formados y, muy específicamente, desde su propia experiencia matrimonial, los que mejor pueden realizar ese ministerio de forma adecuada y experiencial. El proceso formativo que garantiza una vida matrimonial cristiana que haga crecer como personas y como creyentes necesita un acompañamiento sistemático e iluminado. Por lo demás, así como no sería lógico y normal que la formación de los futuros presbíteros o de los religiosos se confiara a los laicos exclusivamente, de forma análoga, no es lógico que la pastoral matrimonial dependa, de hecho, del clero de una forma preeminente si no exclusiva.
5.4. La acción de estos matrimonios-guía es de tal importancia, que no dudaría en pedir que se reconociera como un verdadero “ministerio laical”: es decir, un ministerio que ejercieran de forma estable, gracias a estar instituido, aquellos matrimonios que -además de tener las condiciones de animación requeridas-, sintieran de forma personal (como una ‘vocación’ dentro de la ‘vocación laical’), que es esa la dimensión y orientación ‘específica’ de su vocación laical dentro de la Iglesia. Este ministerio, a mi entender, no es, hoy por hoy, de menor importancia que el Lectorado o el Acolitado en el que son instituidos algunos laicos.
- Algunas consecuencias
De lo expuesto hasta aquí es posible deducir algunas consecuencias pastorales de importancia:
6.1. Ante todo, se constata y afirma la necesidad urgente de pasar de los Documentos sobre el noviazgo y el matrimonio cristiano, a la acción pastoral real concreta y directa. Efectivamente, son numerosos los Documentos e intervenciones que el Magisterio de la Iglesia ha ido ofreciendo en los últimos años sobre “la centralidad de la familia en la vida de una sociedad sana”[12]. Este campo, en efecto, de la actividad pastoral es, en mi consideración, de una importancia y de una urgencia difícilmente comparable con otros a los que sí se les dedica mayor atención en el plano de los hechos y actuaciones concretas. En el momento actual, entiendo que no se necesitan más Documentos[13]. Lo que hacen falta y con verdadera urgencia, son agentes pastorales convencidos y creativos, que, poniéndose manos a la obra, den vida a grupos de novios y matrimonios cristianos, de jóvenes parejas que acepten entrar en un proceso específico de formación humano-cristiana.
6.2. En segundo lugar, la preparación al Matrimonio cristiano es absolutamente necesaria tanto en su vertiente sacramental, como en su dimensión antropológica. Como todo lo importante en la vida, el matrimonio cristiano tiene que ser debidamente preparado, si no se quiere que entre por caminos de superficialidad, de mediocridad, de rutina y, en definitiva, de fracaso[14]. La preparación al matrimonio cristiano, tanto por el hecho antropológico de ser un proyecto de vida en común, como por el hecho de ser un sacramento, no solo no puede descuidarse como cosa de poca importancia, sino que exige una duración temporal ‘racional’: merece, al menos, la preparación que se requiere para ejercer en la sociedad una profesión con verdadera garantía de calidad. La experiencia de cada día confirma la persuasión de que no es más fácil vivir con auténtica calidad humana y cristiana la vida esponsal o afrontar con iluminada y gozosa responsabilidad la paternidad/maternidad, que ser un excelente profesional en cualquier trabajo o área laboral de que se hable.
6.3. Resulta más que evidente, de lo dicho más arriba, que la Pastoral del Matrimonio y de la Familia cristiana no puede desconocer o tratar de forma tangencial y como de pasada la dimensión antropológica de este sacramento. Es preciso, por consiguiente, dedicar un amplio espacio de tiempo a profundizar los temas que puedan garantizar, desde la perspectiva humana, el crecimiento de la pareja en un amor creativo y fecundo. Entre otras razones porque la calidad y viabilidad humana de la pareja es una garantía de poder llevar adelante el proyecto de vida en común entre un hombre y una mujer como matrimonio cristiano.
6.4. Si la plenitud sacramental se asegura no solo gracias a la fidelidad de Dios (opus operatum), a la actitud consciente y receptiva del sujeto que celebra y recibe el Sacramento (opus operantis subiecti), sino también a la acción activa de la Iglesia (opus operantis Ecclesiae), es claro que la acción pastoral, concreta y eficaz de la comunidad cristiana, aparece no solo como una necesidad, sino como una verdadera exigencia a la que esta comunidad no puede renunciar con no pequeño grado de irresponsabilidad.
6.5. En la sociedad actual, marcada por una notable indiferencia religiosa, el matrimonio cristiano está llamado a ser testigo creíble de una realidad de amor que trasciende el simple nivel humano, sin suprimirlo ni ignorarlo, pero superándolo y dándole al mismo tiempo su fundamento: un amor plenificador de las aspiraciones más nobles del corazón humano. El matrimonio cristiano, por consiguiente, no puede instalarse en la mediocridad: está llamado a crecer en su dimensión cristiana que no es otra que la de una auténtica santidad. En realidad, el fin de toda la pastoral familiar –que es una dimensión esencial de la acción de la Iglesia- es llevar a plenitud la vocación matrimonial de los bautizados.
6.6. La Familia cristiana, además de tener una vertiente ‘hacia dentro’ de sí misma y de la comunidad eclesial, tiene también –no como algo añadido, sino en virtud de la propia condición cristiana-, una vertiente ‘hacia fuera’, hacia la sociedad en que vive. Es consciente esta familia de que, en medio del gran ‘supermercado de la familia’ existente en nuestra sociedad, tiene el derecho, más aún, el compromiso de existir y de aportar a la sociedad los valores –humanos y cristianos- de los que se alimenta y vive: el Evangelio, los sacramentos, el amor a María esposa y madre de familia, la ética profesional, el diálogo claro y sincero, el perdón y la paz.
6.7. Por lo demás, el matrimonio y la familia cristiana no están exentos de los problemas y dificultades de todo tipo (psicológicos, laborales, económicos, sociales, culturales, etc.), en que se encuentran inmersas todas las parejas que llevan vida en común. Pero, la forma de afrontarlas, de asumirlas y de resolverlas, es diversa y específica: tiene una base trascendente (no ¡angelista!), que les hace mantener la calma, la serenidad e incluso la alegría, en medio de tempestades a veces no pequeñas: Cristo que está siempre en medio de ellos.
- Cuestiones abiertas en la Pastoral matrimonial y familiar
Los esfuerzos realizados en el campo de la pastoral familia, aunque no suficientes, son dignos de todo aprecio. Pero más allá de esos esfuerzos, persisten cuestiones abiertas que representan un verdadero desafío a la comunidad eclesial en su capacidad de respuesta creativa y oportuna. Bastará enunciar algunas a modo de ejemplo:
- ¿Cómo despertar en las parejas de novios el ‘apetito’ de una formación seria y específica al matrimonio cristiano?
- ¿En qué puede y debe distinguirse una familia cristiana de otras que no lo son?
- El noviazgo, ¿debe terminar siempre en matrimonio sacramental?
- ¿Cómo abordar la formación al matrimonio en las parejas mixtas: entre cristianos y protestantes, entre cristianos y musulmanes, entre cristianos e increyentes, entre cristianos y ateos?
- La Pastoral de los divorciados cristianos vueltos a casar civilmente.
- ¿Cómo crear (‘ir creando’) un nuevo modelo de familia cristiana en una sociedad como la nuestra sometida a un inacabable proceso de transformación?
Antonio Mª Calero
[1] La Fundación Santa María ha publicado recientemente un Informe sobre este Tema en base a 2.500 entrevistas realizadas: cf. Vida Nueva, n. 2.720 (10-16 abril 2.010), pp. 40-41.
[2] Así lo van poniendo claramente de manifiesto los distintos Informes realizados y publicados tanto por la Fundación Santa María, como por el Instituto de la Juventud de España (INJUVE), sobre todo a partir de la década de los ’90 hasta nuestros días.
[3] Benedicto XVI, Encíclica Caritas in Veritate (29 junio 2009), n. 53.
[4] E. Rojas, El difícil reto de la convivencia, “El Mundo”, sábado 13 de septiembre de 2008.
[5] En el caso del bautismo de los niños pequeños o de los enfermos destituidos de sentido, es “la fe de la Iglesia” (como es sabido), la que suple la falta de consciencia y voluntariedad del sujeto que recibe el sacramento del Bautismo o de la Unción de enfermos respectivamente. Pero esta es, de todas formas, la excepción, que confirma la regla.
[6] En el Documento del Consejo Pontificio para la Familia titulado Familia, Matrimonio y “Uniones de hecho” (21 noviembre 2000), se hacen unas consideraciones a este respecto que compartimos por completo: nn. 42-44.
[7] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 54.
[8] La fundamentación cristológica de los Sacramentos encontró una reflexión profunda y determinante en la obra de E. Schillebeeckx, Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Dinor, Pamplona 19716.
[9] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 53.
[10] A este tema he dedicado una obra recientemente reeditada: El laico en la Iglesia. Vocación y Misión, CCS, Madrid 2010. Terminada la celebración del Concilio Vaticano II (8 diciembre 1965), el Papa Pablo VI puso en marcha, entre otros, un organismo específico para dar cauce a la proclamada “corresponsabilidad” de los laicos dentro de la comunidad eclesial. Lo hizo con el Motu proprio Apostolatus peragendi (10 diciembre 1976), con el cual creaba el ‘Consejo Pontificio de los laicos’. Este Consejo, transformado en ‘Pontificio Consejo para los laicos’, fue integrado en la reforma general de la Curia romana establecida por Juan Pablo II en la Constitución Pastor Bonus (28 junio 1988). Lo importante de estos gestos, más allá del grado real de corresponsabilidad que ejerza dicho Consejo y de las competencias que tenga asignadas, es el hecho mismo de que los laicos estén presentes en los organismos de que se vale el Papa para el gobierno pastoral de la Iglesia.
[11] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Christifideles laici (30 diciembre 1988), n. 40.
[12] Discurso de Benedicto XVI a los obispos de los Países Escandinavos con motivo de su visita ‘ad limina Apostolorum’, en “Ecclesia”, nn. 3.513-14(10 y 17 abril 2010), pp. 46-47.
[13] He aquí una relación aproximada de los Documentos eclesiales referentes, de forma más o menos directa, al matrimonio cristiano y su preparación: el Concilio Vaticano II uno de los temas importantes y urgentes que abordó al hablar de la relación de la Iglesia con el mundo actual, fue precisamente el del matrimonio y la familia cristiana. Un argumento al que le dedicó un capítulo entero en la Constitución Gaudium et spes(nn. 47-52). Aprobó, además, la Declaración Gravissimum educationis momentum (1965). Después del Concilio, el Documento que de forma global abordó el tema de la Familia cristiana y que ha tenido un notable influjo en todo el postconcilio, fue la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de Juan Pablo II (22 noviembre 1981). El mismo Juan Pablo II escribió la Carta Apostólica Mulieris dignitatem (15 agosto 1988); la Carta a las Familias Gravissimam sane (2 febrero 1994). La Santa Sede, por su parte, escribió la Carta de los Derechos de la Familia (22 octubre 1983). La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó la Declaración Persona humana (29 diciembre 1975). La Congregación para la Educación Católica escribió la Instrucción Orientaciones educativas sobre el amor humano (1 noviembre 1983). El Consejo Pontificio para la Familia publicó un Documento sobre la Sexualidad humana: verdad y significado. Orientaciones educativas en la familia (8 diciembre 1995). El mismo Consejo publicó otro Documento sobre la Preparación para el sacramento del Matrimonio (13 mayo 1996). La Conferencia Episcopal Española publicó la Instrucción Pastoral La Familia, santuario de la vida y esperanza de la sociedad. Materiales de trabajo, Edice, Madrid 2002. La misma Conferencia confeccionó y publicó el Directorio de la Pastoral familiar de la Iglesia de España (21 noviembre 2003).
[14] Sobre esta necesidad y sobre la propia experiencia pastoral en ese campo hemos escrito algunos comentarios: en “Misión Joven”: Movimiento “Alianzas”. Una experiencia formativa de futuro, 370(noviembre 2007), pp. 59-62; y en “Vida Nueva”: Familias Nuevas para un Mundo Nuevo, Pliego de la Revista “Vida Nueva”, n. 2.626 (6-12 septiembre 2008), pp. 23-30.